En lo alto de la montaña frente a ellos, podía ver la catedral de San Marcos y oír las campanas tañendo cambios, en su mayoría secuencias de notas sin gracia, pero en ocasiones aparecía una melodía linda, como una gema inesperada producida por las permutaciones del I Ching. El Palacio de Diamante de Fuente Victoria relucía con los colores del melocotón y el ámbar al recibir la luz del amanecer, cuando el sol todavía se escondía tras la montaña. Nell y Harv habían dormido sorprendentemente bien bajo la manta plateada, pero eso no quería decir de ninguna forma que durmiesen mucho. La marcial marcha del Enclave de Sendero los había despertado, y para cuando volvieron a la calle, los grandes evangelizadores coreanos e incas de Sendero ya habían salido por las puertas y se habían desperdigado por las calles de los Territorios Cedidos, cargando con los mediatrones plegables y las pesadas cajas llenas de pequeños libros rojos.
—Podríamos ir allí, Nell —dijo Harv, y Nell pensó que debía de estar bromeando—. Siempre hay qué comer y tienes un jergón caliente en Sendero.
—No me dejarían conservar mi libro —dijo Nell.
Harv la miró ligeramente sorprendido.
—¿Cómo lo sabes? Oh, no me lo digas, lo aprendiste en el Manual.
—En Sendero sólo tienen un libro que les dice que deben quemar todos los otros libros.
El camino hacia el cinturón verde se hacía más inclinado y Harv comenzó a resollar, de vez en cuando se paraba con las manos en las rodillas y tosía con fuerza como una foca. Pero allá arriba el aire era más limpio, cosa que notaban por la sensación que producía al bajar por la garganta, y también era más frío, lo que ayudaba.
Una franja de bosque rodeaba la meseta superior de Nueva Chusan. El enclave llamado Dovetail se encontraba con el cinturón verde y no estaba menos densamente poblado de árboles, aunque en la distancia tenía una textura más fina; árboles más pequeños y muchas flores.
Dovetail estaba rodeado por una verja hecha con barras de hierro pintadas de negro. Harv le echó un vistazo y dijo que sería una broma si ésa era toda la seguridad que tenían. Luego se dio cuenta de que la verja estaba bordeada por una zona de césped de la anchura de un tiro de piedra y de la suavidad suficiente para jugar un campeonato de cróquet. Elevó una ceja en dirección a Nell, dando a entender que cualquier persona no autorizada que intentase atravesarlo caminando quedaría empalada por lanzas metálicas hidráulicas o derribado por ralladores o perseguido por perros robot.
Las puertas a Dovetail estaban abiertas de par en par, lo que alarmó a Harv. Se puso frente a Nell para evitar que fuese corriendo hacia ellas. En la línea del borde, el pavimento dejaba de ser el nanomaterial duro-pero-flexible, suave-pero-con-alta-tracción normal para convertirse en un mosaico de bloques de granito.
El único humano a la vista era un condestable de pelo blanco cuya barriga había creado una divergencia visible entre las dos filas de botones. Estaba inclinado hacia delante usando un desplantador para recoger una mierda olorosa de la hierba esmeralda. Las circunstancias sugerían que había sido producida por dos corgis que en ese mismo momento entrechocaban sus increíbles cuerpos no lejos de allí, intentando darse la vuelta uno al otro, lo que iba contra las leyes de la mecánica incluso en el caso de corgis delgados y en forma, que ellos no eran. Aquella lucha, que parecía simplemente una batalla en una confrontación de proporciones épicas, había desterrado todas las preocupaciones menores, como guardar la puerta, de la esfera de atención de los combatientes, y, por tanto, fue el condestable el primero que vio a Nell y Harv.
—¡Idos de aquí! —gritó animado, agitando el desplantador hacia la parte baja de la colina—. ¡No tenemos trabajo para gente como vosotros hoy! Y todos los compiladores de materia gratuitos están en la costa.
El efecto de esa noticia en Harv fue contrario al que el condestable había pretendido, porque daba a entender que en ocasiones había trabajo para alguien como él. Se adelantó alerta. Nell se aprovechó de eso para escaparse de su espalda.
—Perdóneme, señor —dijo—, no estamos aquí buscando trabajo ni cosas gratuitas, sino para encontrar a alguien que pertenece a esta phyle.
El condestable se arregló la túnica y se cuadró de hombros ante la aparición de aquella niñita, que tenía aspecto de tete pero que hablaba como una vicky. La sospecha dejó paso a la benevolencia, y deambuló hacia ellos mientras gritaba algún insulto a los perros, que evidentemente sufrían de graves pérdidas auditivas.
—Muy bien —dijo—. ¿A quién buscáis?
—A un hombre llamado Brad. Un herrero. Trabaja en un establo del Enclave de Nueva Atlantis, cuidando de los caballos.
—Le conozco bien —dijo el condestable—. Será un placer telefonearle en vuestro nombre. ¿Entonces… sois amigos suyos?
—Nos gustaría creer que nos recuerda con amabilidad —dijo Nell. Harv se volvió y le hizo un gesto por hablar de esa forma, pero el condestable se lo estaba tragando.
—La mañana es fresca —dijo el condestable—. ¿Por qué no os unís a mí en la portería, donde se está cómodo y agradable, y tomamos algo de té?
A cada lado de la puerta principal, la verja terminaba en una pequeña torre de piedra, con pequeñas ventanas en forma de diamante encajadas en las paredes. El condestable entró en una de ellas, a su lado de la verja, y luego abrió una pesada puerta de madera con inmensas bisagras de hierro, dejando que Nell y Harv entrasen. La pequeña habitación octogonal estaba abarrotada de elegantes muebles de madera oscura, un estante de viejos libros, y una pequeña estufa de hierro con una tetera de esmalte rojo encima. El condestable les indicó un par de sillas de madera. Al tratar de apartarlas de la mesa, descubrieron que cada una pesaba diez veces más que cualquier otra silla que hubiesen visto, al estar hechas de madera de verdad, y con grandes trozos. No eran especialmente cómodas, pero a Nell le gustaba igualmente sentarse en la suya, porque algo de su tamaño y peso le daba una sensación de seguridad. Las ventanas del lado de Dovetail de la portería eran más grandes y podía verse a los dos corgis fuera, mirando a través de la celosía, sorprendidos al haber sido, por alguna enorme laguna en el procedimiento, dejados en el exterior, agitando las colas inciertos, como si en un mundo que permitía tales errores nada pudiese ser seguro.
El condestable encontró una bandeja de madera y la llevó por la habitación, reuniendo cuidadosamente una colección de tazas, platos, cucharas, tenacillas y otras armas relacionadas con el té. Cuando todas las herramientas necesarias estuvieron adecuadamente dispuestas, fabricó la bebida, siguiendo de cerca el antiguo procedimiento, y lo colocó frente a ellos.
Sobre una repisa al lado de la ventana había un objeto negro de forma extravagante que Nell reconoció como un teléfono, sólo porque los había visto en los pasivos que a su madre le gustaba mirar en los que parecían adquirir una importancia talismánica más allá de lo que hacían en realidad. El condestable cogió un trozo de papel en el que se habían escrito a mano muchos nombres, frases y dígitos. Se puso de espaldas a la ventana más cercana, luego se inclinó sobre la repisa para ponerse lo más cerca posible de la luz. Giró el papel hacia la luz y ajustó la elevación de su barbilla llegando a una posición que colocó las lentes de sus gafas de lectura entre las pupilas y la página. Habiendo colocado todos esos elementos en la geometría correcta, dejó escapar un suspiro, como si la situación le pareciese bien, y miró por encima de las gafas a Nell y Harv durante un momento, como si quisiese sugerir que podrían aprender algún truco valioso si lo miraban con atención. Nell lo miraba fascinado, especialmente porque rara vez veía a alguien con gafas.
El condestable volvió a mirar el papel y lo examinó con el ceño fruncido durante unos minutos antes de recitar de pronto una serie de números, que parecían producto del azar para sus visitantes pero profundamente significativos y perfectamente obvios al condestable.
El teléfono negro exhibía un disco de metal con agujeros del tamaño de un dedo alrededor del borde. El condestable atrapó el auricular con el hombro y comenzó a meter el dedo en varios de los agujeros, usándolos para girar el disco contra la fuerza de un resorte. A eso siguió una breve pero muy alegre conversación. Luego colgó el teléfono y puso las manos sobre la barriga, como si hubiese completado la tarea de forma tan completa que las manos eran ahora sólo adornos superfluos.
—Tardará un minuto —dijo—. Por favor, tomaos tiempo y no os queméis con el té. ¿Queréis tortas?
Nell no conocía esa delicia.
—No, gracias, señor —dijo, pero Harv, siempre pragmático, dijo que podrían tomar un poco.
De pronto las manos del condestable encontraron una nueva razón en la vida y comenzaron a ocuparse explorando las oscuras esquinas de viejas alacenas de madera por toda la habitación.
—Por cierto —dijo distraído, mientras continuaba con su busca—, si tenéis en mente atravesar realmente la puerta, es decir, si queréis visitar Dovetail y ser bienvenidos, debéis conocer algunas cosas sobre nuestras reglas.
Se detuvo y se volvió hacia ellos, con una caja de latón con la etiqueta de TORTAS.
—Para ser más específico, los palos y la navaja del caballero tendrán que salir de los pantalones y quedarse aquí, bajo los amorosos cuidados de mis colegas y yo, y tendré que dar un buen vistazo a ese monstruoso montón de lógica de barras, baterías, sensores y otras cosas que la joven lleva en su mochila, bajo la apariencia, a menos que esté confundido, de un libro, ¿eh? —Y el condestable se volvió hacia ellos con las cejas todo lo alto en la frente, agitando la caja.
El condestable Moore, como se presentó, examinó las armas de Harv con mayor cuidado del realmente necesario, como si fuesen reliquias recién exhumadas de una pirámide. Se preocupó de felicitar a Harv por su supuesta efectividad, y meditó en alto sobre la estupidez de cualquiera que se metiese con un joven como Harv. Las armas acabaron dentro de una alacena, que el condestable Moore cerró hablándole.
—Y ahora el libro, damisela —le dijo a Nell, con mucha amabilidad.
No quería separarse del libro, pero recordó a los chicos del parque que habían intentado quitárselo y que habían sido castigados, o algo así, por sus actos. Así que se lo dio. El condestable Moore lo cogió con cuidado en ambas manos, y un pequeño gemido de aprecio se le escapó de entre los labios.
—Debo informarle que en ocasiones hace cosas desagradables a la gente que intenta robármelo —dijo Nell, que luego se mordió los labios, esperando no haber dado a entender que el condestable Moore era un ladrón.
—Joven dama, me sorprendería si no lo hiciese.
Después de que el condestable Moore hubiese girado el libro un par de veces en las manos, felicitando a Nell por la cubierta, las letras doradas y el tacto del papel, lo depositó cautelosamente sobre la mesa, pasando primero la mano sobre la madera para asegurarse de que allí no había caído té o azúcar.
Se alejó de la mesa y pareció llegar por azar a una copiadora de latón y roble que se encontraba en una de las agudas esquinas de la habitación ortogonal. Cogió un par de páginas de la bandeja de salida y las repasó durante un rato, riendo con tristeza de vez en cuando. En un momento dado miró a Nell y movió la cabeza en silencio antes de decir:
—Tiene alguna idea… —pero entonces rio de nuevo, agitó la cabeza y volvió a los papeles.
—Bien —dijo finalmente—, bien.
Metió nuevamente los papeles en la copiadora y le dijo que los destruyese. Se metió los puños en los bolsillos del pantalón y recorrió de arriba abajo la habitación dos veces, luego se sentó de nuevo, sin mirar ni a Nell, ni a Harv, ni al libro, sino con la vista fija en la distancia.
—Bien —dijo—. No voy a confiscar el libro durante tu visita a Dovetail, si cumples ciertas condiciones. Primero, en ninguna circunstancia harás uso de un compilador de materia. Segundo, el libro es para tu uso, y sólo para tu uso. Tercero, no copiarás o reproducirás ninguna información contenida en el libro. Cuarto, no le mostrarás el libro a nadie de aquí o harás que alguien conozca su existencia. La violación de cualquiera de esas condiciones llevaría inmediatamente a la expulsión de Dovetail y a la confiscación y probable destrucción del libro. ¿Me he expresado con claridad?
—Perfectamente, señor —dijo Nell.
Fuera, oyeron el trote de un caballo que se acercaba.