Un misterioso recuerdo del Doctor X; la llegada de Hackworth a Vancouver; el barrio atlante de la ciudad; él adquiere un nuevo modo de transporte

El Doctor X había enviado un mensajero al Aeródromo de Shanghái con instrucciones de buscar a Hackworth. El mensajero se había colocado junto a Hackworth mientras éste saludaba a un orinal, le dijo hola con alegría y orinó él también. Luego los dos hombres intercambiaron tarjetas de visita, cogiéndolas con las dos manos y una ligera inclinación.

La tarjeta de Hackworth era tan espectacular como él. Era blanca, con su nombre escrito en mayúsculas bastante severas. Como la mayoría de las tarjetas, estaba hecha de papel inteligente y tenía mucho espacio en memoria para almacenar información digitalizada. Esa copia en particular contenía un programa para compilador de materia que descendía del que había creado el Manual ilustrado para jovencitas original. Aquella revisión usaba algoritmos automáticos de generación de voz en lugar de depender de ractores profesionales, y contenía todas las entradas que los codificadores del Doctor X necesitarían para traducir el texto al chino.

La tarjeta del doctor era más pintoresca. Tenía unos caracteres Hanzi escritos encima y también exhibía la marca del Doctor X. Ahora que el papel era inteligente, las marcas eran dinámicas. El sello daba al papel un programa que le hacía ejecutar eternamente un pequeño gráfico. La marca del Doctor X mostraba a un tipo de aspecto desagradable con un sombrero cónico a la espalda sentado en una roca al lado de un río con un palo de bambú, sacando un pez del agua… no, espera, no era un pez, era un dragón agitándose al final de la línea, y tan pronto como lo entendías, el tipo se daba la vuelta y te sonreía de forma bastante insolente. La pomposa animación se detenía y se metamorfoseaba de forma inteligente en los caracteres que representaban el nombre del Doctor X. Luego volvía al principio. En la parte de atrás de la tarjeta había unos mediaglifos que indicaban que era, de hecho, un vale; es decir, un programa omnipotente para un compilador de materia combinado con suficientes umus para correrlo. Los mediaglifos indicaban que sólo podía correrse en un compilador de materia de ocho metros cúbicos o superior, lo que era enorme, lo que indicaba claramente que no debía usarlo hasta llegar a América.

Desembarcó de la Hanjin Takhoma en Vancouver, que además de tener el atraque de naves aéreas con mejor vista del mundo, se enorgullecía de un enclave atlante de buen tamaño. El Doctor X no le había dado ningún destino específico —sólo el vale y un número de vuelo— pero parecía que no tenía sentido permanecer a bordo hasta el final de la línea. Siempre podía ir en tren bala hasta la costa si fuese necesario.

La ciudad misma era un alocado bazar de enclaves. En consecuencia disponía de una generosa cantidad de ágoras, controladas y poseídas por el Protocolo, donde los ciudadanos y los súbditos de las distintas phyles podían reunirse en terreno neutral y negociar, vender, fornicar o lo que quisiesen. Algunas de las ágoras eran simplemente plazas abiertas en la tradición clásica, otras parecían más centros de convenciones o edificios de oficinas. Muchas de las zonas más caras y de mejor vista del Viejo Vancouver habían sido adquiridas por la Sociedad de la Benevolencia Mutua de Hong Kong o los nipones, y los confucianos poseían el edificio de oficinas más alto de la parte baja. Al este de la ciudad, en el fértil delta del río Fraser, los eslavos y los alemanes se suponía que tenían grandes zonas de Lebensraum, rodeadas por redes de vainas de seguridad más desagradables de lo normal. Los indostaneses tenían una sucesión de pequeños enclaves en toda el área metropolitana.

El enclave Atlantis surgía del agua a poco menos de un kilómetro al oeste de la universidad, a la que estaba unida por una altavía. Tectónica Imperial le había dado el aspecto de cualquier otra isla, como si llevase allí millones de años. Mientras el velocípedo alquilado de Hackworth lo llevó por la altavía, el frío aire salado corriendo por su barba incipiente, comenzó a calmarse, encontrándose una vez más en territorio de su hogar. En un campo de juego verde esmeralda sobre el rompeolas, los chicos con pantalones cortos formaban una melée, jugando a la pelota. En el lado opuesto de la carretera había un colegio para chicas, que tenía su propio campo de juegos de igual tamaño, excepto que aquél estaba rodeado por densos setos de casi cuatro metros de alto para que las chicas pudiesen correr con poca ropa, o muy ajustada, sin provocar problemas de etiqueta. No había dormido bien en el microcamarote y no le hubiese importado meterse en una residencia de invitados para echar un sueñecito, pero eran sólo las once de la mañana y no se veía malgastando el día. Así que llevó el velocípedo hasta el centro de la ciudad, se paró en el primer pub que vio y almorzó. El camarero le indicó la Real Oficina Postal, que estaba a un par de manzanas de allí.

La oficina de correos era grande, dotada con una gran variedad de compiladores de materia, incluido un modelo de diez metros cúbicos justo al lado de la zona de carga. Hackworth metió el vale del Doctor X en el lector y contuvo la respiración. Pero no sucedió nada dramático; la pantalla en el panel de control le indicó que el trabajo iba a llevar un par de horas.

Hackworth mató el tiempo vagando por el enclave. El centro de la ciudad era pequeño y pronto daba paso a un vecindario lleno de magníficas casas georgianas, victorianas y románicas, con algunas tudor desiguales colgadas de una colina o protegidas en un hueco verdoso. Más allá de las casas había un cinturón de granjas aristocráticas que se mezclaban con los campos de golf y los parques. Se sentó en un banco en un florido jardín público y desdobló la hoja de papel mediatrónico que seguía los movimientos de la copia original del Manual ilustrado para jovencitas.

Parecía que había pasado algún tiempo en el cinturón verde y que luego subía por la colina en la dirección general del Enclave de Nueva Atlantis.

Hackworth sacó su pluma y escribió una pequeña carta dirigida a lord Finkle-McGraw.

Su Gracia:

Después de aceptar la confianza que ha depositado en mí, he intentado ser perfectamente sincero, sirviendo de conducto abierto para toda la información pertinente a la misión actual. En ese espíritu, debo informarle de que hace dos años, en mi búsqueda desesperada de la copia perdida del Manual, inicié una búsqueda por los Territorios Cedidos…

Encontrará un mapa adjunto y otros datos referidos a los movimientos recientes del libro cuyo paradero me era desconocido hasta ayer. No tengo forma de saber quién lo posee, pero dada la programación del libro, sospecho que debe de ser una joven tete, probablemente entre los cinco y los siete años. El libro debe de haber permanecido en el interior durante los últimos dos años, o mis sistemas lo hubiesen detectado. Si esas suposiciones son correctas, y mi invención no ha fracasado miserablemente en sus intenciones, puede asumirse con seguridad que el libro se ha convertido en parte importante de la vida de la niña…

Siguió escribiendo que no debía quitársele el libro a la niña si ése fuese el caso; pero pensándolo mejor, borró esa parte de la carta y la hizo desaparecer de la página. El papel de Hackworth no era decirle a Finkle-McGraw cómo llevar sus asuntos. Firmó la carta y la envió.

Media hora más tarde, su pluma sonó de nuevo y él comprobó su correo.

Hackworth:

Mensaje recibido. Más vale tarde que nunca. No puedo esperar a conocer a la niña.

Suyo,

Finkle-McGraw

Cuando Hackworth volvió a la oficina de correos y miró por la ventana del gran compilador de materia, vio una enorme máquina que ganaba forma bajo la luz roja. El cuerpo ya estaba terminado y se elevaba lentamente mientras se compilaban las cuatro patas. El Doctor X había provisto a Hackworth de una cabalina.

Hackworth vio, aprobatoriamente, que aquel ingeniero había puesto la más alta prioridad en las virtudes de la simplicidad y la fuerza y baja prioridad en la comodidad y el estilo. Muy chino. No se había hecho ningún esfuerzo por disfrazarla de animal de verdad. Gran parte de la estructura mecánica de las patas estaba expuesta por lo que se podía ver cómo funcionaban las uniones y activadores, un poco como mirar a las ruedas de una vieja locomotora. El cuerpo parecía demacrado y esquelético, estaba formado por conectores en forma de estrella en los que se unían cinco o seis barras del tamaño de un cigarrillo, las barras y los conectores formarían una red irregular alrededor de una estructura geodésica. Las barras podían cambiar de longitud. Hackworth sabía, al haber visto la misma estructura en otro sitio, que la red podía cambiar de tamaño y forma en un grado increíble mientras daba cualquier combinación de rigidez y flexibilidad que el sistema de control pudiese necesitar en el momento. Dentro de la estructura, Hackworth podía ver esferas y elipsoides plateados, sin duda llenos de vacío, que contenían las entrañas de fase máquina de la montura: básicamente algo de lógica de barras y una fuente energética.

Las piernas se compilaron con rapidez, los complicados pies requirieron un poco más. Cuando estuvo lista, Hackworth liberó el vacío y abrió la puerta.

—Pliégate —dijo.

Las patas de la cabalina se plegaron y se quedó en el suelo del C.M.; su estructura se contrajo todo lo que pudo, y el cuello se acortó. Hackworth se inclinó, puso los dedos alrededor de la estructura, y levantó la cabalina con una mano. Atravesó la entrada de la oficina de correos, pasando al lado de sorprendidos clientes, y salió a la calle.

—Montar —dijo.

La cabalina se colocó en cuclillas. Hackworth pasó una pierna sobre la silla, que estaba cubierta de algún material elastométrico, y sintió inmediatamente que lo levantaba en el aire; las piernas le colgaron hasta que encontró los estribos. Un apoyo lumbar se apretó contra sus riñones, y entonces la cabalina se movió por la calle y se dirigió hacia la Altavía.

No se suponía que debía hacer eso. Hackworth estuvo a punto de decirle que parara. Luego entendió por qué había recibido el vale en el último minuto: los ingenieros del Doctor X habían programado algo en el cerebro de la montura, diciéndole adónde debía llevarle.

—¿Nombre? —dijo Hackworth.

—Innominado —dijo la cabalina.

—Renombrar Secuestrador —dijo Hackworth.

—Nombre Secuestrador —dijo Secuestrador; y al sentir que se acercaba al límite del distrito de negocios empezó a ir a medio galope. En unos minutos estaba atravesando la Altavía rápidamente. Hackworth se volvió hacia Atlantis y buscó aeróstatos que le siguiesen; pero si Napier le vigilaba, lo estaba haciendo con algo de sutileza.