La ciudad del Rey Urraca le resultaba a Nell más aterradora que el bosque. Y antes le hubiese confiado la vida a las bestias salvajes del bosque que a muchos de sus ciudadanos. Intentaron dormir en un agradable claro de árboles en medio de la ciudad, que recordaba a la Princesa Nell a los claros de la Isla Encantada. Pero incluso antes de conseguir acomodarse, una hiena silbante con ojos rojos y colmillos babeantes vino y los echó de allí.
—Quizá podamos volver a meternos en el bosquecillo después de anochecer, cuando la hiena no pueda vernos —sugirió Nell.
—La hiena siempre nos verá, incluso en la oscuridad, porque puede ver la luz infrarroja que sale de nuestros cuerpos —dijo Púrpura.
Al final, Nell, Pedro, Oca y Púrpura encontraron un lugar para acampar en un campo en el que vivían otras personas pobres. Oca montó un pequeño campamento y encendió un fuego, y tomaron sopa antes de acostarse. Pero por mucho que lo intentó, la Princesa Nell no podía dormir. Vio que Pedro el Conejo no podía dormir tampoco; estaba sentado de espaldas al fuego mirando a la oscuridad.
—¿Por qué miras a la oscuridad y no al fuego como nosotros? —preguntó Nell.
—Porque el peligro viene de la oscuridad —dijo Pedro—, y del fuego vienen ilusiones. Cuando era un pequeño conejo huyendo de mi casa, esa fue una de las primeras lecciones que aprendí.
Pedro contó a continuación su propia historia, justo como Dinosaurio había hecho antes en el Manual. Era una historia de cómo él y sus hermanos habían huido de casa y habían sido víctimas de varios gatos, buitres, comadrejas, perros y humanos que tendían a verlos no como intrépidos pequeños aventureros sino como almuerzo. Pedro era el único de ellos que había sobrevivido, porque era el más listo de todos.
—Decidí que un día vengaría a mis hermanos —dijo Pedro.
—¿Lo hiciste?
—Bien, ésa es una larga historia.
—¡Cuéntamela! —dijo la Princesa Nell.
Pero antes de que Pedro pudiese lanzarse a la siguiente parte de su historia, vieron que se les acercaba un extraño.
—Deberíamos despertar a Oca y Púrpura —dijo Pedro.
—Oh, dejémosles dormir —dijo la Princesa Nell—. Necesitan el descanso, y ese extraño no tiene mal aspecto.
—¿Exactamente qué aspecto tiene un extraño malo? —dijo Pedro.
—Ya sabes, como una comadreja o un buitre —dijo la Princesa Nell.
—Hola, joven dama —dijo el extraño, que vestía con ropas y joyas caras—. No he podido evitar ver que sois nuevos en esta hermosa Ciudad Urraca y que se os ha acabado la suerte. No puedo sentarme en mi cálida y cómoda casa, y comer mi comida abundante y sabrosa sin sentirme culpable, sabiendo que estáis aquí sufriendo. ¿Por qué no venís conmigo y me dejáis cuidar de vosotros?
—No dejaré a mis amigos —dijo la Princesa Nell.
—Por supuesto que no, no lo sugería —dijo el extraño—. Lástima que duerman. Vamos, ¡tengo una idea! Ven tú conmigo, y que tu amigo el conejo se quede despierto vigilando a tus amigos durmientes, y yo te mostraré mi casa… ya sabes, demostrarte que no soy un malvado extraño que intenta aprovecharse de ti, como se ve en esas estúpidas historias para niños que sólo leen los bebés. No eres un bebé, ¿verdad?
—No, no lo creo —dijo la Princesa Nell.
—Entonces ven conmigo, déjame explicarme, pruébame, y si resulta que soy un buen tipo, volveremos y recogeremos al resto de tu grupo. Vamos, ¡no malgastemos el tiempo!
La Princesa Nell encontró difícil decirle que no al extraño.
—¡No vayas con él, Nell! —dijo Pedro. Pero al final, Nell fue con él de todas formas. En su corazón sabía que no estaba bien, pero su cabeza era tonta, y como todavía era una niña pequeña, sentía que no podía decir no a los hombres adultos.
En ese punto la historia se hizo muy ractiva. Nell estuvo un buen rato en el ractivo, intentado cosas diferentes. A veces el hombre le daba una bebida, y ella se quedaba dormida. Pero si se negaba a tomar la bebida, él la agarraba y la ataba. De cualquier forma, el hombre siempre resultaba ser un pirata, o vendía a la Princesa Nell a algún otro pirata que la retenía y no la dejaba irse.
Nell intentó todos los trucos que pudo pensar, pero parecía que el ractivo estaba diseñado de tal forma que una vez tomada la decisión de ir con el extraño, nada que hiciese podía evitar que se convirtiese en esclava de los piratas.
Después de la décima o duodécima iteración tiró el libro a la arena y se echó sobre él, llorando. Lloró en silencio para no despertar a Harv. Lloró durante mucho tiempo, sin razón para detenerse, porque ahora se sentía atrapada, igual que la Princesa Nell en el libro.
—Eh —dijo la voz de un hombre muy suave.
Al principio Nell pensó que venía del Manual, y la ignoró porque estaba enfadada con el libro.
—¿Qué pasa, niñita? —dijo la voz. Nell intentó mirar hacia la fuente, pero todo lo que vio fue la luz coloreada de los mediatrones filtrada a través de las lágrimas. Nell se frotó los ojos, pero sus manos estaban llenas de arena. Le entró pánico por un momento, porque había comprendido definitivamente que allí había alguien, un hombre adulto, y se sintió ciega e indefensa.
Finalmente pudo mirarle. Estaba en cuclillas a unos dos metros de ella, una buena distancia de seguridad, mirándola con la frente arrugada y aspecto de estar terriblemente preocupado.
—No hay razón para llorar —dijo—. No puede ser tan malo.
—¿Quién eres tú? —dijo Nell.
—Sólo soy un amigo que quiere ayudarte. Vamos —dijo, señalando con la cabeza al otro extremo de la playa—. Tengo que hablar contigo un segundo, y no quiero despertar a tu amigo.
—¿Hablarme de qué?
—De cómo puedo ayudarte. Ahora, vamos, ¿quieres ayuda o no?
Nell alargó la mano izquierda hacia él y en el último minuto le tiró un puñado de arena a la cara con la derecha.
—¡Mierda! —dijo el extraño—. Puta de mierda, vas a pagar esto.
Los nunchacos estaban, como siempre, bajo la cabeza de Harv. Nell los sacó y se volvió hacia el extraño, haciendo girar todo el cuerpo y dando un golpe de muñecas en el último momento, justo como Dojo le había enseñado. El extremo del nunchaco golpeó al extraño en la rodilla izquierda como una cobra de acero, y oyó que algo se rompía. El extraño gritó, sorprendentemente alto, y cayó a la arena. Nell hizo girar los nunchacos, haciendo que ganasen velocidad, y apuntó al hueso temporal. Pero antes de que pudiese golpear, Harv le agarró la muñeca. El extremo libre del arma giró fuera de control y golpeó a Nell en la ceja, abriéndosela y dándole un impresionante dolor de cabeza, como si hubiese comido demasiado helado. Nell quería vomitar.
—Ése ha sido bueno, Nell —dijo—, pero ahora es hora de irse.
Ella agarró el Manual. Los dos corrieron por la playa, saltando sobre las larvas plateadas que brillaban ruidosamente bajo la luz mediatrónica.
—Probablemente ahora nos seguirán los policías —dijo Harv—. Debemos ir a algún sitio.
—Coge una de esas mantas —dijo Nell—. Tengo una idea.
Habían dejado las mantas plateadas atrás. Había una tirada, que sobresalía de un cesto cerca del agua, así que Harv la cogió al pasar corriendo y la dobló.
Nell llevó a Harv al pequeño grupo de árboles. Encontraron el camino a la pequeña cavidad en la que se habían detenido antes. Esta vez, Nell extendió la manta por encima de ellos, y se la pusieron alrededor para formar una burbuja. Esperaron en silencio durante un minuto, luego cinco, luego diez. De vez en cuando oían el silbido de la vaina que volaba sobre ellos, pero siempre pasaba de largo, y antes de darse cuenta, estaban dormidos.