La reacción de Miranda a los acontecimientos de la noche; solaz inesperado de un compañero; del Manual, la muerte de un héroe, huida a Tierra Más Allá, y las tierras del Rey Urraca

El Teatro Parnasse tenía un bar bastante agradable, nada espectacular, sólo una especie de salón a un lado del piso principal con el bar en una de las paredes. Los viejos muebles y cuadros habían sido robados por la Guardia Roja y fueron reemplazados más tarde por material post-Mao que no era tan elegante. La dirección mantenía las bebidas bajo llave cuando los ractores trabajaban, al no compartir ninguna noción romántica sobre genios creativos que abusaban de ciertas sustancias. Miranda salió tambaleándose de su caja, se sirvió un refresco, y se sentó en una silla de plástico. Juntó las manos como si fuesen un libro y hundió la cara en ellas. Después de respirar profundamente un par de veces le saltaron las lágrimas, aunque vinieron en silencio, un relajante llanto temporal, no la catarsis que había esperado. Todavía no se había ganado la catarsis, lo sabía, porque lo que había sucedido era sólo el primer acto. Sólo el incidente inicial, o como lo llamasen en los libros.

—¿Una sesión dura? —dijo una voz. Miranda la reconoció, pero apenas: era Carl Hollywood, el dramaturgo, su jefe de hecho. Pero esa noche no sonaba como un brusco hijo de puta, lo que era un cambio.

Carl rondaba los cuarenta, medía casi dos metros, era de robusta constitución y muy dado a vestir largos abrigos negros que casi arrastraba por el suelo. Llevaba el largo pelo rubio ondulado peinado hacia atrás y una especie de barba egipcia. O era célibe o creía que los detalles de su orientación y necesidades sexuales eran demasiado complejas para compartirlas con sus compañeros de trabajo. Todo el mundo estaba cagado de miedo con él, y a él le gustaba; no podría hacer su trabajo si fuese amigo de todos los ractores.

Miranda oyó sus botas de cowboy que se aproximaban sobre la desnuda alfombra china. Le confiscó el refresco.

—No puedes beber esto cuando estás llorando. Se te saldrá por la nariz. Necesitas algo con zumo de tomate: reemplaza los electrolitos perdidos. Mira —dijo, agitando las llaves—, romperé las reglas y te prepararé un Bloody Mary de verdad. Normalmente los preparo con tabasco, que es como lo hacemos de donde vengo. Pero como tus membranas mucosas ya están lo suficientemente irritadas, te prepararé uno aburrido.

Para cuando acabó con su monólogo, al menos Miranda se había quitado las manos de la cara. Le dio la espalda.

—Es extraño ractuar en esa pequeña caja, ¿no? —dijo Carl—, muy aislado. El teatro solía ser diferente.

—¿Aislado? Más o menos —dijo Miranda—. Podría aprovechar algo de aislamiento esta noche.

—Me estás diciendo que te deje en paz, o…

—No —dijo Miranda, sonando desesperada a sí misma. Controló su voz antes de continuar—. No, no es eso lo que quería decir. Simplemente es que nunca sabes qué papel vas a interpretar. Y algunos papeles te afectan muy adentro. Si alguien me diese un guión de lo que acabo de hacer y me preguntase si estaba interesada, lo rechazaría.

—¿Era algo pornográfico? —dijo Carl Hollywood. Su voz sonaba un poco ahogada. De pronto estaba furioso. Se había parado en medio de la habitación, agarrando el Bloody Mary como si quisiese romper el vidrio con la mano.

—No. No fue eso —dijo Miranda—. Al menos, no era pornográfico como crees —dijo Miranda—, aunque nunca sabes lo que excita a la gente.

—¿El cliente buscaba excitarse?

—No. Definitivamente no —dijo Miranda.

Luego, después de mucho rato, dijo:

—Era una niña. Una niña pequeña.

Carl le dirigió una mirada inquisitiva, luego recordó sus maneras y apartó la vista, pretendiendo admirar la decoración del bar.

—Así que la siguiente pregunta es —dijo Miranda después de recuperarse con un par de tragos—, por qué debería afectarme tanto un ractivo para niños.

Carl agitó la cabeza.

—No iba a preguntarlo.

—Pero te lo preguntas.

—Lo que yo me pregunte es asunto mío —dijo Carl—. Concentrémonos en tus problemas por el momento. —Frunció el ceño, se sentó frente a ella y se pasó ausente la mano por el pelo—. ¿Se trata de esa cuenta grande? —Él tenía acceso a sus datos; sabía en qué había estado empleando el tiempo.

—Sí.

—He visto varias sesiones.

—Lo sé.

—Parece diferente al material normal para niños. La educación está ahí, pero es más oscuro. Mucho contenido de los hermanos Grimm. Fuerte.

—Sí.

—Es sorprendente que una niña pueda pasar tanto tiempo…

—Para mí también. —Miranda bebió otra vez, luego mordió la punta del apio y masticó perdida en sus ideas—. Lo que me parece —dijo—, es que estoy educando a la hija de alguien en su lugar.

Carl la miró directamente a los ojos por primera vez en un rato.

—Y ha habido una mierda grave —dijo.

—Una mierda muy grave, sí.

Carl asintió.

—Tan grave —le dijo Miranda—, que no sé si la niña está viva o muerta.

Carl miró al viejo reloj lujoso que tenía la esfera amarillenta por siglo y medio de acumulación de alquitrán y nicotina.

—Si está viva —dijo—, entonces probablemente te necesita.

—Eso —dijo Miranda. Se puso en pie y se dirigió a la salida. Entonces, antes de que Carl pudiese reaccionar, se giró, se inclinó y le besó en la mejilla.

—Eh, para —dijo él.

—Te veré más tarde, Carl. Gracias —ella corrió hacia la estrecha escalera dirigiéndose a su caja.

El barón Burt yacía muerto en el suelo del Castillo Tenebroso. La Princesa Nell estaba aterrorizada por la sangre que salía de sus heridas, pero se aproximó a él con valor y cogió de su cinturón el juego con las doce llaves. Luego recogió a sus Amigos Nocturnos, metiéndolos en una mochila, y preparó apresuradamente un almuerzo mientras Harv recogía mantas, cuerdas y herramientas para su viaje.

Atravesaron el patio del Castillo Tenebroso, dirigiéndose a la gran puerta con las doce cerraduras, ¡cuando de pronto apareció ante ellos la malvada Reina, como un gran gigante, rodeada de rayos y truenos! Le corrían lágrimas de los ojos, que se convertían en sangre al recorrer sus mejillas.

—¡Me lo habéis quitado! —gritó. Y Nell comprendió que aquello era algo terrible para la malvada madrastra, porque se encontraba débil e indefensa sin un hombre—. Por eso —continuó la Reina—, ¡os maldigo a permanecer encerrados para siempre en el Castillo Tenebroso! —Y lanzó una mano como una garra y arrancó las llaves de manos de la Princesa Nell. Luego se convirtió en un gran buitre y se alejó volando sobre el océano hacia Tierra Más Allá.

—¡Estamos perdidos! —gritó Harv—. ¡Ahora nunca podremos escapar de este lugar!

Pero la Princesa Nell no perdió la esperanza.

No mucho después de que la Reina se desvaneciese sobre el horizonte, otro pájaro vino volando hacia ellos. Era el Cuervo, su amigo de Tierra Más Allá, que venía a visitarles frecuentemente y a entretenerles con historias de países lejanos y famosos héroes.

—Ahora es vuestra oportunidad de escapar —dijo el Cuervo—. La malvada Reina está ocupada en una gran batalla de magia contra los Reyes y Reinas Feéricos que gobiernan Tierra Más Allá. Arrojad una cuerda por una rendija y huid hacia la libertad.

La Princesa Nell y Harv subieron la escalera de uno de los bastiones que estaban al lado de la puerta principal del Castillo Tenebroso. Tenía estrechas ventanas desde las que en otro tiempo los soldados disparaban flechas a los invasores. Harv ató un extremo de la cuerda a un gancho en la pared y la arrojó por una de las rendijas. La Princesa Nell arrojó a sus Amigos Nocturnos, sabiendo que caerían sin sufrir daños. Luego salió por la rendija y bajó la cuerda hacia la libertad.

—¡Sígueme, Harv! —gritó—. Aquí abajo todo está bien, ¡y es un lugar más brillante de lo que puedas imaginar!

—No puedo —dijo él—. Soy demasiado grande para pasar por la rendija —y comenzó a tirar trozos de pan, queso, un pellejo de vino, y conservas que habían preparado para el almuerzo.

—Entonces subiré por la cuerda y me quedaré contigo —dijo generosa la Princesa Nell.

—¡No! —dijo Harv, y recogió la cuerda atrapando a Nell en el exterior.

—¡Pero me perderé sin ti! —gritó la Princesa Nell.

—La que habla es tu madrastra —dijo Harv—. Eres una chica fuerte, inteligente y valiente, y puedes defenderte perfectamente sin mí.

—Harv tiene razón —dijo el Cuervo, volando sobre su cabeza—. Tu destino está en Tierra Más Allá. Apresúrate, no sea que tu madrastra vuelva y te atrape aquí.

—Entonces iré a Tierra Más Allá con mis Amigos Nocturnos —dijo la Princesa Nell—, encontraré las doce llaves y volveré algún día para liberarte del Castillo Tenebroso.

—No voy a esperar de pie —dijo Harv—, pero gracias de todas formas.

En la orilla había un pequeño bote que el padre de Nell había usado para navegar alrededor de la isla. Nell se subió con sus Amigos Nocturnos y comenzó a remar.

Nell remó durante muchas horas hasta que le dolieron la espalda y los hombros. El sol se puso por el oeste, el cielo se oscureció, y fue más difícil ver al Cuervo sobre el cielo oscuro. Entonces, para su alivio, los Amigos Nocturnos volvieron a la vida como siempre. Había mucho sitio en el bote para la Princesa Nell, Púrpura, Pedro y Oca, pero Dinosaurio era tan grande que casi lo hundió; él tuvo que sentarse en la proa remando mientras los otros se sentaron en la popa intentando equilibrar el peso.

Se movieron mucho más deprisa con las fuertes paladas de Dinosaurio; pero temprano en la mañana se desató una tormenta, y pronto las olas saltaron sobre sus cabezas, incluso por encima de la cabeza de Dinosaurio, y la lluvia caía a tal velocidad que Púrpura y la Princesa Nell tuvieron que usar el brillante casco de Dinosaurio como cubo para achicar. Dinosaurio se quitó toda la armadura para aligerar el peso, pero pronto quedó claro que no era suficiente.

—Debo cumplir mi deber como guerrero —dijo Dinosaurio—. Mi utilidad para ti ha terminado, Princesa Nell; a partir de ahora, debes prestar atención a la sabiduría de los otros Amigos Nocturnos y usar lo que has aprendido de mí sólo cuando falle todo lo demás —y se lanzó al agua y desapareció bajo las olas.

El bote subía y bajaba como un corcho. Una hora más tarde, la tormenta comenzó a amainar, y al aproximarse el amanecer, el océano estaba tan liso como un cristal, y llenando el horizonte occidental había un país verde mayor que cualquier cosa que la Princesa Nell hubiese imaginado: Tierra Más Allá.

La Princesa Nell lloró amargamente por la pérdida de Dinosaurio y quería esperar en la orilla por si se había agarrado a algún pecio o desecho y había conseguido salvarse.

—No debemos permanecer aquí —dijo Púrpura—, no sea que nos vean los centinelas del Rey Urraca.

—¿El Rey Urraca? —dijo la Princesa Nell.

—Uno de los doce Reyes y Reinas Feéricos. Esta costa es parte de sus dominios —dijo Púrpura—. Tiene una bandada de estorninos para vigilar las fronteras.

—¡Demasiado tarde! —gritó Pedro, el de los ojos certeros—. ¡Nos han descubierto!

En ese momento se levantó el sol, y los Amigos Nocturnos se convirtieron de nuevo en animales de peluche.

Un pájaro solitario se dirigía hacia ellos en el cielo de la mañana. Cuando se acercó, la Princesa Nell vio que después de todo no era uno de los estorninos del Rey Urraca; era su amigo el Cuervo. Se posó sobre una rama por encima de su cabeza y dijo:

—¡Buenas noticias! ¡Malas noticias! ¿Por dónde empiezo?

—Por las buenas noticias —dijo la Princesa Nell.

—La malvada Reina perdió la batalla. Su poder ha sido destruido por los otros doce.

—¿Cuál es la mala noticia?

—Cada uno de ellos cogió una de las llaves como botín y la escondió en su tesoro real. Nunca podrás recuperar las doce.

—Pero he jurado hacerlo —dijo la Princesa Nell—, y Dinosaurio me ha demostrado esta noche que un guerrero debe cumplir su deber incluso cuando lleva a su destrucción. Muéstrame el camino al castillo del Rey Urraca; conseguiremos primero su llave.

Aquí seguía un divertido capítulo en el que Nell encontraba las pisadas de otro viajero en el camino, al que pronto se le unió otro viajero y otro. Así siguió hasta la puesta de sol, cuando Púrpura examinó las pisadas e informó a la Princesa Nell de que había caminado en círculos todo el día.

—Pero he seguido con cuidado el camino —dijo Nell.

—El camino es uno de los trucos del Rey Urraca —dijo Púrpura—. Es un camino circular. Para encontrar su castillo, debemos ponernos los sombreros de pensar y usar el cerebro, porque todo en este país es un truco de un tipo u otro.

—¿Pero cómo podemos encontrar su castillo si los caminos están hechos para engañarnos? —dijo Pedro el Conejo.

—Nell, ¿tienes la aguja de coser? —dijo Púrpura.

—Sí —dijo Nell, metiendo la mano en el bolsillo y sacando el costurero.

—Pedro, ¿tienes tu piedra mágica? —dijo Púrpura a continuación.

—Sí —dijo Pedro, sacándosela del bolsillo. No parecía mágica, sólo un trozo de piedra gris, pero poseía la propiedad mágica de atraer pequeños trozos de metal.

—Y tú, Oca, ¿puedes darnos un corcho de una de las botellas de limonada?

—Ésta está casi vacía —dijo Oca.

—Muy bien. También necesitaré un vaso de agua —dijo Púrpura, y recogió los tres elementos de los tres amigos.

Nell siguió leyendo el Manual, aprendiendo cómo Púrpura hacía una brújula magnetizando la aguja, atravesando con ella el corcho, y dejándola flotar en el vaso de agua. Leyó sobre su viaje de tres días por la tierra del Rey Urraca, y de todos los trucos que contenía: animales que les robaban la comida, arenas movedizas, tormentas repentinas, frutas apetitosas pero venenosas, trampas y artimañas diseñadas para atrapar huéspedes no invitados. Nell sabía que si quería, podría volver atrás y hacer preguntas sobre aquellas cosas más tarde y pasar muchas horas leyendo sobre aquella parte de la aventura. Pero lo más importante parecía ser las discusiones con Pedro que terminaban el camino de cada día.

Pedro el Conejo los guio por entre todos aquellos peligros. Sus ojos eran certeros por comer zanahorias, y sus gigantescas orejas podían oír el peligro a kilómetros de distancia. Su nariz temblorosa olía el peligro, y su mente era demasiado buena para la mayoría de los trucos del Rey Urraca. Pronto alcanzaron las afueras de la ciudad del Rey Urraca, que ni siquiera tenía una muralla, tanta confianza sentía el Rey Urraca de que ningún invasor podría atravesar todas las trampas y artimañas del bosque.