Los futuros pasajeros se detuvieron en el suelo deslizante como la saliva del Aeródromo de Shanghái cuando la megafonía anunció el nombre de grandes y viejas ciudades chinas por los altavoces. Pusieron las bolsas en el suelo, calmaron a los niños, fruncieron el entrecejo, se pusieron las manos alrededor de los oídos, y apretaron los labios sorprendidos. No facilitaba las cosas la familia extensa de unas dos docenas de bóers recién llegados, que se reunieron alrededor de una puerta y empezaron a cantar himnos de agradecimiento con voz ronca.
Cuando la voz llamó al vuelo de Hackworth (San Diego, con paradas en Seúl, Vladivostok, Magadan, Anchorage, Juneau, Prince Rupert, Vancouver, Seattle, Portland, San Francisco, Santa Bárbara y Los Ángeles), aparentemente decidió que estaba por debajo de su dignidad, o por encima de sus habilidades, o ambas cosas, hablar en coreano, ruso, inglés, francés, la lengua de los indios Salish y español en la misma frase, así que se limitó a murmurar frente al micrófono durante un rato como si, lejos de ser un profesional, fuese un vocalista tímido e indiferente escondido tras un vasto coro.
Hackworth sabía muy bien que pasarían horas antes de encontrarse dentro de la nave aérea, y que alcanzada esa meta, posiblemente tendría que esperar unas horas más para la partida. Aun así, en algún momento tenía que despedirse de su familia, y aquél parecía tan bueno como otro cualquiera. Sosteniendo a Fiona (¡ahora tan grande y sólida!) con un brazo, y de la mano de Gwen, se abrió paso insistente entre una ola de viajeros, mendigos, ladrones y empresarios que vendían desde piezas de pura seda hasta propiedad intelectual robada. Finalmente llegó a una esquina, una zona que estaba libre del flujo de gente y donde era seguro dejar a Fiona en el suelo.
Primero se volvió hacia Gwen. Todavía tenía el aspecto anonadado y vacío que había mantenido más o menos consistentemente desde que le había dicho que había recibido una nueva misión «cuya naturaleza no puedo divulgar, excepto para decir que afecta al futuro, no sólo de mi departamento o de John Zaibatsu, sino de toda la phyle en la que has tenido la buena fortuna de nacer y a la que yo he jurado lealtad eterna» y que se iba en un viaje «de duración indefinida» a Norteamérica. Últimamente había quedado claro que Gwen, simplemente, no lo entendía. Al principio, eso molestó un poco a Hackworth, que lo veía como una limitación intelectual hasta ahora no manifestada. Más recientemente, había entendido que estaba más relacionado con una posición emocional. Hackworth se embarcaba en un viaje de descubrimiento, una empresa juvenil, todo muy romántico. Gwen no había sido educada con la dieta adecuada de grandes aventuras y, simplemente, encontraba toda la situación incomprensible. Ella lloró un poco, le dio un beso y un abrazo rápidos, y se echó atrás, habiendo completado su papel en la ceremonia con nada que se pareciese al histrionismo. Hackworth, sintiéndose algo contrariado, se puso en cuclillas para mirar a Fiona.
Su hija parecía tener una mejor idea intuitiva de la situación; se había despertado últimamente varias veces por la noche quejándose de pesadillas, y de camino al Aeródromo había estado perfectamente callada. Miró a su padre con grandes ojos rojos. A Hackworth le vinieron lágrimas a los ojos, y comenzó a gotearle la nariz. Se sonó, se puso el pañuelo sobre la cara un momento y se recuperó.
Luego buscó en el bolsillo delantero de su abrigo y sacó un paquete plano, envuelto en papel mediatrónico con florecillas de primavera acamadas por una suave brisa. Fiona se alegró inmediatamente, y Hackworth no pudo evitar sonreír ante la encantadora susceptibilidad de la gente menuda ante los sobornos evidentes.
—Me perdonarás estropearte la sorpresa —dijo—, al decirte que es un libro, querida. Un libro mágico. Lo he hecho para ti, porque te quiero y no podía pensar en una forma mejor de expresar ese amor. Y cuando abras sus páginas, no importa lo lejos que pueda estar, me encontrarás ahí.
—Muchísimas gracias, papá —dijo ella, cogiéndolo con ambas manos, y él no pudo evitar agarrarla con ambos brazos y darle un gran abrazo y un gran beso.
—Adiós, mi amor, me verás en tus sueños —murmuró él en sus pequeñas orejas perfectas, y luego la liberó, se dio la vuelta, y se alejó antes de que ella pudiese ver las lágrimas que le corrían por la cara.
Ahora Hackworth era un hombre libre, vagando por el Aeródromo colmado de estupor emocional, y sólo llegó a su vuelo al participar del mismo instinto de manada que los nativos usaban para llegar a los suyos. Cuando vio a más de un gwailo dirigiéndose decidido en una dirección, los siguió, y luego otros empezaron a seguirlo a él, y así una multitud de diablos extranjeros se formó entre un grupo cientos de veces mayor de nativos, y finalmente, dos horas después de cuando se suponía que tenía que partir su vuelo, forzaron una puerta y subieron a bordo de la nave aérea Hanjin Takhoma, que era o no su nave asignada, pero los pasajeros tenían ahora una mayoría numérica lo suficientemente grande como para secuestrarla y llevarla a América, que era lo único que realmente importaba en China.
Hackworth había recibido un requerimiento del Reino Celeste. Ahora se dirigía al territorio todavía conocido vagamente como América. Tenía los ojos rojos de llorar por Gwen y Fiona, y su sangre estaba llena de nanositos cuyo propósito sólo era conocido por el Doctor X; Hackworth se había echado atrás, cerrado los ojos, levantado una manga y murmurado «Gobierna, Atlantis» mientras los médicos del Doctor X (al menos esperaba que fuesen médicos) le clavaron una gruesa aguja en el brazo. La aguja estaba conectada a un tubo que iba directamente a un compilador de materia; Hackworth estaba conectado directamente a la Toma, no la regulada de Nueva Atlantis sino la de mercado negro del Doctor X. Sólo podía esperar que le hubiesen dado las instrucciones correctas, porque sería una desgracia que en su brazo se materializase una lavadora, un palillo mediatrónico o un kilo de porcelana china. Desde entonces había tenido un par de ataques de escalofríos, lo que sugería que su sistema inmunológico reaccionaba a algo que el Doctor X había puesto allí. Su cuerpo se acabaría acostumbrando o (preferiblemente) destruiría los nanositos.
La nave aérea era un galeón, el tipo de nave de pasajeros más grande. Estaba dividida en cuatro clases. Hackworth estaba en la segunda a partir del fondo, en tercera. Debajo estaba el entrepuente, que era para tetes que emigraban, y para las chicas-celeste, prostitutas del aire. Incluso ahora, sobornaban a los conductores para venir a los salones de tercera clase, mirando a Hackworth y a los asalariados de cuello blanco que solían viajar de esa forma. Aquellos caballeros habían crecido en un Dragón u otro, donde sabían cómo producir un campo artificial de intimidad ignorándose unos a otros. Hackworth había llegado al punto en que sinceramente no le importaba, así que miraba directamente a aquellos hombres, soldados del frente de varios microestados, mientras cada uno doblaba primorosamente su chaqueta azul marino y se metía en un microcamarote en forma de ataúd como un soldado arrastrándose bajo un montón de espino, acompañado o no por seguidores de campo.
Hackworth se preguntó inútilmente si era el único de los dos mil pasajeros de la nave que creía que la prostitución (o cualquier otra cosa) era inmoral. No se planteaba la pregunta desde un punto de vista rigurosamente moral, más bien por triste curiosidad; algunas de las chicas-celeste eran bastante atractivas. Pero al meter el cuerpo en el microcamarote, sufrió otro ataque de temblores, y se recordó que aunque su espíritu estuviese dispuesto, su carne era demasiado débil.
Otra posible explicación para los escalofríos era que los nanositos del Doctor X buscaban y destruían los que las Fuerzas Unidas de Su Majestad le habían puesto ahí, luchando una guerra dentro de su cuerpo, y el sistema inmunológico hacía horas extra intentado limpiar la carnicería. Hackworth inesperadamente se quedó dormido incluso antes de que el galeón se soltase de su amarre, y soñó con los artilugios asesinos que había visto magnificados en el mediatrón del Doctor X durante su primera visita. De forma abstracta daban bastante miedo. Tener un par de millones de ellos en sus venas no facilitaba su tranquilidad mental. Al final no era tan malo como saber que su sangre estaba llena de espiroquetas, con las que la gente solía vivir durante décadas. Era sorprendente a lo que la gente se podía acostumbrar.
Una vez en la cama, oyó un sonido, como campanas de hadas. Venía de la pequeña pluma que llevaba colgando de la cadena del reloj, e indicaba que tenía correo. Quizás una nota de agradecimiento de Fiona. De todas formas no podía dormir, cogió una hoja de papel mediatrónico y le dio la orden para transferir el correo de la pluma a la página.
Le desconsoló ver que era texto impreso, no escrito a mano; algún tipo de correspondencia oficial, y no, desafortunadamente, una nota de Fiona. Cuando empezó a leerlo vio que ni siquiera era oficial. Ni siquiera venía de un humano. Era una notificación enviada automáticamente por una maquinaria que había puesto en marcha dos años antes. El mensaje central estaba rodeado por páginas de jerga técnica, mapas, gráficos y diagramas. El mensaje era:
EL MANUAL ILUSTRADO PARA JOVENCITAS HA SIDO LOCALIZADO
Venía acompañado por un mapa animado tridimensional de Nueva Chusan con una línea roja que arrancaba frente a un edificio de apartamentos, de bastante mal aspecto, en el Territorio Cedido llamado Encantamiento y que se movía erráticamente por la isla a partir de ese punto.
Hackworth rio hasta que sus vecinos golpearon las paredes para que se callase.