Hackworth fue el primero en llegar al pub. Pidió una pinta de cerveza en el bar, líquido de barril de la cercana comunidad de Dovetail, y paseó por el lugar durante unos minutos mientras esperaba. Había estado trabajando tras su mesa toda la mañana y apreciaba la oportunidad de estirar las piernas. El lugar estaba decorado como una antigua taberna londinense de la Segunda Guerra Mundial, completada con falsos daños de bombas en una esquina de la estructura y equis de cinta adhesiva en las ventanas… que hacían que Hackworth pensase en el Doctor X. Aquí y allá, en las paredes, había fotos autografiadas de aviadores británicos y americanos, junto con otras cosas que recordaban los grandes días de la cooperación anglo-americana:
ENVÍA
una pistola
PARA DEFENDER
UN HOGAR BRITÁNICO
los civiles británicos, enfrentados al temor de una invasión, necesitan desesperadamente armas para defender sus hogares
TÚ PUEDES AYUDAR
Comité Americano para la defensa de los hogares británicos
Los bombines colgaban de barras en las paredes, como grandes racimos de uvas negras. Parecía que a aquel sitio iban muchos ingenieros y artifexes. Se inclinaban sobre pintas de cerveza en el bar y hurgaban en pasteles de carne en las mesas pequeñas, hablando y riendo. No había nada atractivo en el local y en sus parroquianos, pero Hackworth sabía que los diversos conocimientos nanotecnológicos en las cabezas de esos artesanos de clase media eran finalmente lo que mantenía rica y segura a Nueva Atlantis. Tuvo que preguntarse por qué no se había conformado con ser uno de ellos. John Percival Hackworth proyectaba sus ideas en materia y lo hacía mejor que cualquier otro en aquel lugar. Pero había sentido la necesidad de ir más allá de eso; había deseado ir más allá de la materia y entrar en el alma de alguien. Ahora, tanto si quería como si no, iba a alcanzar a cientos de miles de almas.
Los hombres en las mesas lo miraban curiosos, luego saludaban y apartaban la vista cuando él los miraba. Hackworth había notado un Rolls-Royce aparcado frente al local cuando entró. Allí había alguien importante, evidentemente en las habitaciones de atrás. Hackworth y todos los demás en aquel lugar lo sabían, y todos se encontraban en un estado de alerta, preguntándose qué sucedía.
El mayor Napier llegó en una cabalina estándar de caballería a las doce en punto, se quitó su sombrero de oficial e intercambió alegres saludos con el camarero.
Hackworth lo reconoció porque era un héroe, y Napier reconoció a Hackworth por razones que había dejado provocativamente sin especificar.
Hackworth se cambió la pinta a la mano izquierda y saludó vigorosamente al mayor Napier frente a todo el bar. Caminó hacia el fondo del lugar, intercambiando alegres y pasajeras tonterías. Napier se adelantó ligeramente frente a él y abrió una pequeña puerta en la pared de atrás.
Tres escalones llevaban a una cómoda habitación con ventanas, divididas con parteluces, en tres de las paredes y una única mesa cubierta de cobre en el medio. Había un hombre sentado solo en la mesa, y al descender Hackworth vio que era lord Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw, quien se levantó, devolvió el saludo y lo recibió con un caluroso apretón de manos, tomándose tanto cuidado en crear un buen ambiente para Hackworth que, en algunos aspectos, lo que consiguió fue el resultado contrario.
Más charla, algo más corta. El camarero vino, Hackworth pidió un bocadillo de carne, el especial de hoy, y Napier se limitó a hacer una señal al camarero para indicar que estaba bien, lo que Hackworth consideró un gesto amigable. Finkle-McGraw declinó comer nada.
Hackworth ya no tenía hambre. Estaba claro que el Mando de las Reales Fuerzas Unidas había deducido al menos algo de lo que había sucedido, y que Finkle-McGraw también lo sabía. Habían decidido acercarse a él en privado en lugar de caer sobre él y expulsarle de la phyle. Eso debería haberle resultado tranquilizador, pero por alguna razón no fue así. Las cosas habían parecido tan simples después del juicio en el Reino Celeste. Sospechaba que ahora se iban a hacer infinitamente más complicadas.
—Señor Hackworth —dijo Finkle-McGraw cuando acabaron con la charla insustancial, hablando con un nuevo tono de voz, uno de vamos-a-empezar-la-reunión—, hágame el favor de expresar su opinión sobre la hipocresía.
—Perdóneme, Su Gracia. ¿Hipocresía?
—Sí. Ya sabe.
—Supongo que es un vicio.
—¿Grande o pequeño? Piense con cuidado… muchas cosas dependen de la respuesta.
—Supongo que eso depende de las circunstancias particulares.
—Ésa nunca dejará de ser una respuesta segura, señor Hackworth —le reprochó el Lord Accionista. El mayor Napier rio, de forma algo artificial, al no estar seguro de qué iba aquel interrogatorio.
—Sucesos recientes en mi vida han renovado mi apreciación de la virtud de hacer las cosas con seguridad —dijo Hackworth. Los otros rieron deliberadamente.
—Sabe, cuando yo era joven, la hipocresía se consideraba el peor de los vicios —dijo Finkle-McGraw—. Eso se debía al relativismo moral. En ese tipo de clima, no puede criticar a otros… después de todo, ¿si no hay un bien o mal absoluto, en qué puedes basar la crítica?
Finkle-McGraw hizo una pausa, sabiendo que tenía toda la atención de la audiencia, y empezó a sacar una pipa y varios objetos relacionados con ella de sus bolsillos. Llenó la pipa con una mezcla de tabacos de tanta fragancia que a Hackworth se le hizo la boca agua. Estuvo tentado de meterse un poco en la boca.
—Ahora bien, ello llevaba a una gran cantidad de frustración general, porque la gente es por naturaleza criticona y no hay nada que les guste más que criticar las limitaciones de los demás. Así que cogieron la hipocresía y la elevaron de pecadillo ubicuo a la reina de todos los vicios. Porque, entienda, incluso si no hay bien ni mal, puedes encontrar razones para criticar a otra persona comparando lo que defiende con lo que realmente hace. En ese caso, no estás realizando ningún juicio sobre si sus ideas son correctas o sobre la moralidad de su comportamiento… te limitas a señalar que ha dicho una cosa y ha hecho otra. Virtualmente todos los discursos políticos en los días de mi juventud se dedicaban a cazar a los hipócritas.
»No creerían las cosas que se decían sobre los victorianos originales. Llamar a alguien victoriano en aquella época era casi como llamarlo fascista o nazi.
Tanto Hackworth como el mayor Napier se quedaron sin habla.
—¡Su Gracia! —exclamó Napier—. Naturalmente sabía que su posición moral era radicalmente diferente a la nuestra… pero me sorprende que me informe de que llegaron a condenar a los primeros victorianos.
—Por supuesto que lo hicieron —dijo Finkle-McGraw.
—Porque los primeros victorianos eran unos hipócritas —dijo Hackworth entendiéndolo.
Finkle-McGraw sonrió a Hackworth como un maestro a su alumno favorito.
—Como puede ver, mayor Napier, mi estimación de la capacidad mental del señor Hackworth no iba descaminada.
—Aunque nunca hubiese supuesto lo contrario, Su Gracia —dijo el mayor Napier—, me agrada, sin embargo, haber visto una demostración. —Napier levantó su vaso en dirección a Hackworth.
—Porque eran hipócritas —dijo Finkle-McGraw, después de encender la pipa y expulsar una tremenda cantidad de humo al aire—, los victorianos eran menospreciados al final del siglo veinte. Muchas de las personas que mantenían esas opiniones eran, por supuesto, ellas mismas culpables de las conductas más atroces, y aun así no veían la paradoja de mantener esos puntos de vista porque ellos no eran hipócritas: no tenían posición moral y vivían sin ninguna de ellas.
—Por tanto, eran moralmente superiores a los victorianos… —dijo el mayor Napier todavía perdido.
—… aunque, en realidad, porque no tenían moral de ningún tipo.
Hubo un momento de silencio y cabezas agitándose sorprendidas alrededor de la mesa de cobre.
—Nosotros tenemos un punto de vista ligeramente diferente de la hipocresía —siguió diciendo Finkle-McGraw—. En la Weltanschauung de finales del siglo veinte, un hipócrita era alguien que defendía altos criterios morales como parte de una campaña de engaños planificada: no creía sinceramente en esas ideas y rutinariamente las violaba en privado. Por supuesto, la mayor parte de los hipócritas no es así. La mayor parte de las veces es una cuestión del espíritu-es-fuerte y la carne-es-débil.
—Que ocasionalmente violemos nuestro propio código moral —dijo el mayor Napier, desarrollándolo—, no implica que no seamos sinceros al defender ese código.
—Por supuesto que no —dijo Finkle-McGraw—. Realmente es perfectamente obvio. Nadie dijo nunca que fuese fácil adherirse a un código estricto de conducta. Realmente, las dificultades que se presentan, los malos pasos que damos en el camino, son lo que lo hacen interesante. La lucha interna, y eterna, entre nuestros impulsos básicos y las rigurosas exigencias de nuestro sistema de moral es quintaesencialmente humana. Es la forma como nos comportamos en esa lucha lo que determina cómo, con el tiempo, podríamos ser juzgados por un poder superior.
Los tres hombres se quedaron callados durante unos momentos, tragando cerveza o humo, y considerando la cuestión.
—No puedo evitar inferir —dijo finalmente Hackworth—, que esta lección en ética comparada, que pienso estaba muy bien articulada y por la que estoy agradecido, debe de estar relacionada, de alguna forma, con mi situación.
Los otros dos hombres levantaron las cejas en una muestra no muy convincente de ligera sorpresa. El Lord Accionista se volvió hacia el mayor Napier, quien entró en el escenario con rapidez y alegría.
—No conocemos todos los detalles de su situación; como sabe, los ciudadanos de Atlantis tienen derecho a un tratamiento educado por parte de todas las ramas de las Fuerzas Unidas de Su Majestad a menos que violen alguna norma tribal, y eso quiere decir, en parte, que no ponemos a la gente bajo vigilancia de alta resolución sólo porque tengamos curiosidad sobre sus, digamos, pasatiempos. En una era en la que todo puede vigilarse, todo lo que nos queda es la educación. Sin embargo, sí registramos las salidas y entradas por la frontera. Y no hace mucho, nuestra curiosidad se despertó ante la llegada de un teniente Chang de la Oficina del Magistrado del Distrito. Llevaba también una bolsa de plástico que contenía una chistera rota. El teniente Chang se dirigió directamente a su piso, pasó allí media hora, y se marchó, sin el sombrero.
El bocadillo de carne había llegado al comienzo de aquella exposición. Hackworth comenzó a juguetear con los condimentos, como si pudiese reducir la importancia de aquella conversación prestando igual atención a poner los ingredientes adecuados en el bocadillo. Se ocupó del vinagre primero, y luego comenzó a estudiar las botellas de oscuras salsas colocadas en el centro de la mesa, como un camarero examinando una colección de vinos.
—Me robaron en los Territorios Cedidos —dijo Hackworth ausente—, y el teniente Chang recuperó mi sombrero, más tarde, de manos de un rufián. —Fijó su vista, sin razón especial, en una alta botella con una etiqueta de papel impresa con un antiguo tipo de letra enrevesado. «CONDIMENTO ORIGINAL DE MACWHORTHER» decía en grande, y todo lo demás era demasiado pequeño para poder leerlo. El cuello de la botella también estaba adornado con reproducciones en blanco y negro de medallas concedidas por monarcas europeos pre-Iluminación en ferias de lugares como Riga. Sólo una agitación violenta y varios golpes permitieron la expulsión de unos chorros de sustancia marrón del orificio, del tamaño de un poro, en la punta de la botella, que estaba protegida por una incrustación de un cuarto de pulgada. La mayoría se pegó en el plato, y algo impactó en el bocadillo.
—Sí —dijo el mayor Napier, buscando en el bolsillo y sacando una hoja doblada de papel inteligente. Le dijo que se abriese sobre la mesa y la estimuló con la punta de una pluma de plata, del tamaño de una bala de cañón—. Los registros de la entrada indican que no se aventura demasiado a menudo en los Territorios Cedidos, señor Hackworth, lo que es comprensible y dice mucho de su juicio. Ha realizado dos salidas en los últimos meses. En la primera, salió a media tarde y volvió muy de noche sangrando por heridas que parecían recientes, de acuerdo con la —el mayor Napier no pudo reprimir una pequeña sonrisa— evocadora descripción archivada por el oficial de frontera de guardia esa noche. En la segunda ocasión, volvió a partir por la tarde y volvió de noche, en esta ocasión con una sola herida a lo largo de las nalgas… que no era visible, por supuesto, pero que fue registrada por la vigilancia.
Hackworth mordió un trozo del bocadillo, anticipando correctamente que la carne sería cartilaginosa y que tendría mucho tiempo para pensar sobre su situación mientras masticaba lentamente. Al final resultó que tuvo mucho tiempo; pero como le sucedía frecuentemente en aquellas situaciones, no pudo hacer que su mente se concentrase en el tema en cuestión. Sólo podía pensar en el sabor de la salsa. Si la lista de ingredientes en la botella hubiese sido legible, hubiese dicho algo así:
Agua, melaza negra, pimienta importada de La Habana, sal, ajo, jengibre, tomate triturado, grasa de eje, genuino humo de nogal, rapé, colillas de cigarrillos de clavo, posos de fermentación de cerveza negra Guinness, restos de trituradora de uranio, núcleos de silenciadores, glutamato monosódico, nitratos, nitritos, nitrotos y nitrutos, nitrosa, natrilos, pelos de hocico de cerdo en polvo, dinamita, carbón activado, cabezas de cerillas, limpiapipas usados, nicotina, whisky de malta, nodos linfáticos ahumados de ternera, hojas otoñales, ácido nítrico de vapores rojos, carbón bituminoso, lluvia radiactiva, tinta de imprimir, almidón de lavandería, limpia desagües, asbesto de crisólito azul, E-250, E-320 y potenciadores naturales del sabor.
No pudo evitar sonreír ante su completa desventura, tanto ahora como en la noche en cuestión.
—Les concedo que mis recientes viajes a los Territorios Cedidos no me han dejado predispuesto a hacer más —el comentario produjo el tipo justo de sonrisa conspiratoria y sociable por parte de sus interlocutores. Hackworth siguió—, no vi razón para informar del robo a las autoridades de Atlantis…
—No había razón —dijo el mayor Napier—. Pero la Policía de Shanghái hubiese estado interesada.
—Ah. Bien, no les informé simplemente debido a su reputación.
Esa rutina de meterse con los chinos hubiese producido malvadas risas en la mayoría. Hackworth se sorprendió al ver que ni Finkle-McGraw ni Napier mordían el anzuelo.
—Aun así —dijo Napier—, el teniente Chang desmintió esa reputación, ¿no?, cuando se tomó la molestia de traerle el sombrero, ahora sin valor, en persona, cuando ya no estaba de servicio, en lugar de limitarse a enviarlo por correo o simplemente tirarlo a la basura.
—Sí —dijo Hackworth—, supongo que sí.
—Nos pareció singular. Aunque ni soñaríamos preguntarle por los detalles de su conversación con el teniente Chang, o inmiscuirnos en su vida de cualquier otra forma, se le ocurrió a algunas mentes acostumbradas a las sospechas, mentes que quizás han sido expuestas durante demasiado tiempo al ambiente oriental, que las intenciones del teniente Chang podrían no ser del todo honorables, y que quizá valdría la pena vigilarle. Y al mismo tiempo, por su propia protección, decidimos mantener una atención maternal durante su última incursión más allá de la red de perros. —Napier escribió algo más en el papel. Hackworth vio cómo sus pálidos ojos azules saltaban de un lado a otro mientras se materializaban varios registros en la superficie.
—Realizó un viaje más a los Territorios Cedidos; en realidad, por la Altavía, atravesando Pudong, hasta el casco viejo de Shanghái —dijo Napier—, donde nuestra maquinaria de vigilancia o se estropeó o fue destruida por contramedidas. Volvió varias horas más tarde con un trozo menos en el culo. —Napier de pronto golpeó el papel contra la mesa, miró a Hackworth por primera vez en un rato, parpadeando un par de veces mientras recuperaba el foco, y se relajó contra la silla de madera diseñada por un sádico—. No es la primera vez que un súbdito de Su Majestad se ha ido de paseo nocturno al lado salvaje y vuelve después de ser golpeado… pero normalmente los palos son menos severos y normalmente la víctima los compra y los paga. Mi evaluación de usted, señor Hackworth, es que no está interesado en ese vicio en particular.
—Su evaluación es correcta, señor —dijo Hackworth, un poco acalorado. Esa autovindicación lo dejó en la posición de tener que dar una explicación mejor sobre la cicatriz que le recorría el trasero. En realidad, no tenía que explicar nada: aquél era un almuerzo informal, no un interrogatorio policial, pero no beneficiaría a su credibilidad ya andrajosa si lo dejaba pasar sin hacer un comentario. Como para destacar ese hecho, los otros dos hombres estaban ahora en silencio.
—¿Tiene algún otro informe reciente sobre el hombre llamado Chang? —preguntó Hackworth.
—Es curioso que lo pregunte. Resulta que el antiguo teniente, su colega, una mujer llamada Pao y su superior, un magistrado llamado Fang, renunciaron todos el mismo día, hace como un mes. Reaparecieron en el Reino Medio.
—Debe de haberles sorprendido la coincidencia de que un juez con el hábito de dar bastonazos a la gente entre al servicio del Reino Medio y que poco después un ingeniero de Nueva Atlantis vuelva de una visita a dicho enclave con marcas producidas por un bastón.
—Ahora que lo dice, sí que es sorprendente —dijo el mayor Napier.
El Lord Accionista continuó:
—Podría llevarle a uno a sacar la conclusión de que el ingeniero en cuestión debiese algo a una figura poderosa del enclave, y que el sistema judicial se empleó como una agencia de cobro.
Napier estaba listo para coger el testigo.
—Ese ingeniero, si existiese, podría sorprenderse al saber que John Zaibatsu siente una gran curiosidad por el caballero shanghainés en cuestión, un verdadero Mandarín del Reino Celeste, si es quien creemos, y que hemos intentado durante un tiempo, con poco éxito, obtener más información sobre sus actividades. Así que, si el caballero shanghainés le pidiese al ingeniero que colaborase en actividades que normalmente consideraría de poca ética o incluso como traición, podría adoptar la posición anormal de aceptar. Eso sí, si el ingeniero nos mantuviese bien informados.
—Entiendo. Sería algo así como ser un doble agente, ¿no? —dijo Hackworth.
Napier hizo una mueca como si a él también le hubiesen dado un bastonazo.
—Ésa es una frase muy poco sutil. Pero puedo perdonarle por usarla en este contexto.
—¿Realizaría entonces John Zaibatsu algún tipo de compromiso formal para este arreglo?
—No se hace así —dijo el mayor Napier.
—Eso me temía —dijo Hackworth.
—Normalmente esos compromisos son superfluos, porque en la mayoría de los casos el interesado tiene pocas opciones.
—Sí —dijo Hackworth—, entiendo lo que quiere decir.
—El compromiso es moral, una cuestión de honor —dijo Finkle-McGraw—. Que el ingeniero se meta en problemas sólo demuestra hipocresía por su parte. Estamos inclinados a perdonar ese tipo de caídas rutinarias. Pero si se comporta de forma traicionera, la cosa se convierte en un tema completamente diferente; pero si interpreta su papel bien y da información de valor a las Fuerzas Unidas de Su Majestad, entonces ha convertido con habilidad un pequeño error en un gran acto de heroísmo. Puede que sepa que no es raro que los héroes se conviertan en caballeros, entre otras recompensas tangibles.
Durante unos momentos, Hackworth estaba demasiado anonadado para hablar. Había esperado el exilio y quizá lo merecía. El simple perdón era más de lo que podía esperar. Pero Finkle-McGraw le estaba dando la oportunidad de algo mucho mayor: una oportunidad para entrar en los niveles más bajos de la nobleza. Un paquete de acciones en la empresa tribal. Sólo había una respuesta que podía dar, la soltó antes de tener tiempo de perder los nervios.
—Le agradezco su indulgencia —dijo—, y acepto el encargo. Por favor, considérenme al servicio de Su Majestad de ahora en adelante.
—¡Camarero! Traiga champán, por favor —gritó el mayor Napier—. Creo que tenemos algo que celebrar.