El dilema de Hackworth; un retorno inesperado al establecimiento del Doctor X; ramificaciones anteriormente secretas del establecimiento del Doctor X; un criminal ante la justicia

Hackworth tuvo algo de tiempo para repasar la lógica de la situación mientras esperaba una vez más en la habitación principal del establecimiento del Doctor X, aguardando a que el personaje se liberase de lo que sonaba como una cineconferencia a doce bandas. Durante su primera visita había estado demasiado nervioso para ver nada, pero hoy estaba cómodamente sentado en un sillón de cuero en una esquina, exigiendo té a los ayudantes y hojeando los libros del Doctor X. Era tan tranquilizador no tener nada que perder.

Después de la alarmante visita de Chang, Hackworth había estado al borde del ataque de nervios. Había magnificado el asunto. Tarde o temprano su crimen saldría a la luz y su familia caería en desgracia, le diese o no dinero a Chang.

Incluso si de alguna forma recuperaba el Manual, su vida estaba arruinada.

Cuando recibió noticias de que el Doctor X había ganado la carrera por recuperar la copia perdida del Manual, la cosa había pasado de ser mala a ser una farsa. Se había tomado un día libre en el trabajo y se había ido a dar un largo paseo por el Real Invernadero Ecológico. Para cuando volvió a casa, quemado por el sol y agradablemente cansado, se encontraba de mejor humor. Realmente, el que el Doctor X tuviese el Manual mejoraba la situación.

A cambio del Manual, el doctor presumiblemente querría algo de Hackworth. En ese caso, era muy probable que no se limitase a un soborno, como había dado a entender Chang; todo el dinero que Hackworth tenía, o era probable que ganase, no podría interesar al Doctor X. Era mucho más probable que el doctor quisiese algún tipo de favor; podría pedirle a Hackworth que diseñase algo, digamos, darle algunos consejos. Hackworth quería creerlo tanto que había apoyado la hipótesis con toda prueba posible, real o fantasmal, durante la última parte de su viaje. Era bien sabido que el Reino Celeste estaba desesperadamente atrasado en la carrera de armamento nanotecnológico; que el Doctor X invirtiese su valioso tiempo en examinar los detritus del sistema inmunológico de Nueva Atlantis lo demostraba. Las habilidades de Hackworth podrían ser infinitamente valiosas para ellos.

Si eso fuese cierto, entonces Hackworth tenía una salida. Podría hacer algunos trabajos para el Doctor. A cambio, él le devolvería el Manual, que era lo que quería más que nada. Como parte del trato, el doctor sin duda encontraría una forma de eliminar a Chang de la lista de cosas que preocupaban a Hackworth; la phyle de Hackworth nunca conocería su crimen.

Los victorianos y los confucianos habían descubierto nuevos usos para la sala de espera, la antesala, o como quiera que se la llamase, y para la vieja etiqueta de las tarjetas de visita. En ese sentido, todas las tribus con sofisticación nanotecnológica comprendían que los visitantes debían ser examinados cuidadosamente antes de admitirlos en los santuarios privados, y que tal examen, ejecutado por miles de ansiosos bichos de reconocimiento, llevaba tiempo. Por tanto, había florecido una elaborada etiqueta de sala de espera y la gente sofisticada de todo el mundo comprendía que cuando alguien les llamaba, incluso los amigos íntimos, podían esperar pasar algún tiempo bebiendo té y mirando revistas en un salón infestado de equipos invisibles de vigilancia.

Toda una pared de la sala principal del Doctor X era un mediatrón. Cines, o simplemente gráficos estáticos, podían colocarse digitalmente en esa pared como los pósters y los prospectos en los viejos tiempos. Con el tiempo, si no se les eliminaba, tendían a superponerse unos encima de otros y a formar un animado collage.

Centrado en la pared del Doctor X, en parte oculto por nuevos elementos, había un cine tan ubicuo en el norte de China como la cara de Mao —el hermano malvado de Buda— en el siglo anterior. Hackworth nunca lo había visto completo, pero le había echado un vistazo tantas veces, en los taxis de Pudong y en las paredes de los Territorios Cedidos, que se lo sabía de memoria. Los occidentales lo llamaban «Zhang en el Shang».

El escenario era un lujoso hotel, uno del archipiélago de Shangri-La a lo largo de la superautopista Kowlon-Guangzhou. La entrada en forma de herradura estaba pavimentada por bloques interconectados, las manillas de bronce de las puertas brillaban, flores tropicales crecían en macetas del tamaño de un bote en el lobby. Hombres con trajes de negocios hablaban por teléfonos móviles y miraban la hora, botones de guante blanco saltaban al camino, sacaban maletas de los maleteros de taxis rojos y las limpiaban con unos trapos húmedos.

La entrada en forma de herradura estaba conectada a una carretera de ocho carriles —no la autopista, sino una simple carretera frontal— con una verja de acero en el centro para evitar que los peatones la atravesasen. El pavimento, nuevo pero ya estropeado, estaba manchado de polvo rojo traído desde las devastadas colinas de Guangdong por el último tifón.

El tráfico se reduce de pronto y la cámara va hacia arriba: varios carriles han sido bloqueados por un mar de bicicletas. Ocasionalmente un taxi rojo o un Mercedes-Benz se mete al lado de la verja de acero y consigue pasar, con el conductor dándole a la bocina con tanta furia que podría hacer saltar el airbag. Hackworth no podía oír el sonido de la bocina, pero al acercarse la cámara a la acción, se hizo posible ver a un conductor quitar la mano de la bocina y agitar el dedo hacia la muchedumbre de ciclistas.

Cuando vio quién pedaleaba en la bicicleta principal, se volvió asustado hasta la náusea, y su mano cayó en su regazo como una codorniz muerta.

El líder era un hombre bajo con pelo blanco, de unos sesenta años pero que pedaleaba vigorosamente en una bicicleta negra normal, vistiendo ropas de obrero. Se movió por la calle con engañosa velocidad y se metió en la entrada en forma de herradura. Un atasco de ciclistas se formó en la calle al intentar cientos de ellos meterse en la pequeña entrada. Y ahí llegaba otro momento clásico: el botones jefe salía de detrás de su mesa y corría hacia los ciclistas, echándolos con la mano y gritando insultos en cantonés… hasta que llegó a unos dos metros de distancia y comprendió que miraba a Zhang Han Hua.

En ese momento Zhang no tenía título, al estar nominalmente retirado… un concepto irónico que los jefes chinos de finales del siglo veinte y principios del veintiuno quizás habían tomado de los jefes de la mafia americana. Quizá sabían que un título estaba por debajo de la dignidad del hombre más importante de la Tierra. Las personas que habían estado cerca de Zhang decían que nunca pensaban en sus poderes temporales: el ejército, las armas nucleares, la policía secreta. En todo lo que podían pensar era en el hecho de que, durante la Gran Revolución Cultural, a la edad de dieciocho años, Zhang Han Hua había dirigido su célula de la Guardia Roja en combate cuerpo a cuerpo contra otra célula que consideraban insuficientemente ferviente, y que, concluida la batalla, Zhang se había comido la carne cruda de sus fallecidos adversarios. Nadie podía permanecer frente a Zhang sin imaginar la sangre corriéndole por la barbilla.

El botones cae de rodillas y comienza literalmente a hacer reverencias. Zhang mira disgustado, mete uno de sus pies bajo el cuello del botones, y lo vuelve a poner de pie, luego le dice unas pocas palabras en el acento de las montañas de su nativa Fujien. El botones apenas puede inclinarse más en su regreso al hotel; el disgusto es evidente en el rostro de Zhang: sólo quiere servicio rápido. Durante el siguiente minuto más o menos, progresivamente los oficiales de alto rango del hotel pasan por la puerta y se degradan frente a Zhang, que se limita a ignorarlos, ahora con aspecto aburrido. Nadie sabe realmente si Zhang es confuciano o maoísta en ese momento de su vida, pero eso no plantea ninguna diferencia: porque en la visión confuciana de la sociedad, al igual que en la comunista, los campesinos son la clase más alta y los mercaderes la más baja. Ese hotel no es para campesinos.

Finalmente sale un hombre con un traje de negocios negro precedido y seguido por sus guardaespaldas. Tiene aspecto de estar más enfadado que Zhang, temiendo ser víctima de alguna imperdonable broma. Ése es un mercader entre mercaderes: el decimocuarto hombre más rico del mundo, el tercero más rico de China. Es dueño de la mayoría de las tierras en media hora de viaje alrededor del hotel. No interrumpe el paso al llegar a la entrada y al reconocer a Zhang; va directo hacia él y le pregunta qué quiere, por qué el viejo se ha molestado en venir desde Pekín e interferir con sus negocios con ese estúpido paseo en bicicleta.

Zhang se limita a adelantarse y dice unas palabras al oído del hombre rico.

El hombre rico se echa atrás, como si Zhang le hubiese golpeado en el pecho. Tiene la boca abierta, mostrando inmaculados dientes blancos, y los ojos no están enfocados. Después de un momento, se echa otros dos pasos atrás, lo que le da espacio suficiente para su siguiente maniobra: inclina la cabeza, hinca una rodilla en el suelo, dobla la cintura hasta estar a cuatro patas, luego se echa a cuerpo completo sobre las piedras del pavimento. Pone la cara sobre el suelo. Demuestra los máximos respetos hacia Zhang Han Hua.

Una a una las voces dolbyzadas de la habitación de al lado se apagan hasta que sólo quedan el Doctor X y otro caballero, hablando sobre algo sin orden, tomando un descanso entre juegos de oratorio destroza-altavoces para llenar pipas, servir té, o lo que esas personas hiciesen cuando pretendían estar ignorándose. La discusión se fue apagando en lugar de llegar a un clímax violento como Hackworth, secreta y maliciosamente, había estado esperando, y luego un joven echó la cortina a un lado y dijo:

—El Doctor X le verá ahora.

El Doctor X estaba de un humor agradable y generoso, probablemente calculado para dar la impresión de que siempre había sabido que Hackworth volvería. Movió los pies, agarró con fuerza la mano de Hackworth y le invitó a cenar en «un lugar cercano» dijo de forma siniestra, «de la máxima discreción».

Era discreto porque una de sus cómodas habitaciones privadas estaba conectada directamente con una de las habitaciones en la parte de atrás del establecimiento del Doctor X, por lo que podía llegarse caminando por un sinuoso tubo de Nanobar inflado que podría extenderse medio kilómetro si pudiera sacarse de Shanghái, llevarlo a Kansas y tirar de ambos extremos. Mirando a través de las paredes translúcidas del tubo mientras seguía al Doctor X a la cena, Hackworth pudo apreciar vagamente varias docenas de personas siguiendo un rango de actividades en media docena de edificios a través de los cuales el Doctor X aparentemente se había procurado derecho de paso. Al final salieron a un comedor bien decorado y alfombrado que había sido mejorado con una puerta corredera automática. La puerta se abrió mientras se sentaban, y Hackworth casi se cae cuando el tubo soltó un viento de aire nanofiltrado; una camarera de metro y medio de alto permanecía en la puerta, con los ojos cerrados e inclinada hacia delante para compensar el viento. En perfecto inglés del valle de San Fernando dijo:

—¿Les gustaría conocer nuestras especialidades?

El Doctor X se preocupó por asegurarle a Hackworth que comprendía y simpatizaba con su situación; tanto que Hackworth pasó la mayor parte del tiempo preguntándose si el Doctor X no lo sabría ya.

—No diga más, ya me he ocupado de ello —dijo finalmente el Doctor X, cortando a Hackworth en medio de su explicación, y después de eso Hackworth fue incapaz de interesar al Doctor X otra vez en el tema. Eso era tranquilizador pero también preocupante, ya que no podía evitar tener la impresión de que de alguna forma había aceptado un trato cuyos términos no habían sido negociados y ni siquiera considerados. Pero toda la dignidad del Doctor X parecía emitir el mensaje de que si ibas a firmar un trato fáustico con una vieja e inescrutable figura del crimen organizado shanghainés, nadie podía ser mejor que el paternal Doctor X, que era tan generoso que probablemente se olvidaría de todo, quizá se limitase a guardar el favor en una caja amarillenta en uno de sus almacenes. Al final de la larga comida, Hackworth estaba tan tranquilo que casi se había olvidado del teniente Chang y del Manual.

Eso es, hasta que la puerta volvió a abrirse para mostrar al mismísimo teniente Chang.

Al principio Hackworth apenas lo reconoció, porque vestía un traje mucho más tradicional de lo normal: un holgado pijama índigo, sandalias, una gorra de cuero negro que ocultaba más o menos un setenta y cinco por ciento de su cráneo nudoso. También se había dejado crecer el bigote. Peor aún tenía una vaina al cinto, y en ella había una espada.

Entró en la habitación y se inclinó mecánicamente ante el Doctor X, y luego se volvió hacia Hackworth.

—¿Teniente Chang? —dijo débilmente Hackworth.

—Condestable Chang —dijo el intruso—, del distrito tribunal de Shanghái —y luego dijo las palabras chinas que significaban Reino Medio.

—Pensaba que pertenecía a la República Costera.

—He seguido a mi maestro a un nuevo país —dijo el condestable Chang—. Lamentablemente debo arrestarle ahora, John Percival Hackworth.

—¿Bajo qué cargos? —dijo Hackworth, forzándose a sonreír como si todo aquello fuese una gran broma entre amigos.

—Que… el día… 21… trajo propiedad intelectual robada al Reino Celeste… específicamente al establecimiento del Doctor X… y que usó esa propiedad para compilar una copia ilegal de un dispositivo conocido como Manual ilustrado para jovencitas.

No tenía sentido negar que aquello fuese cierto.

—Pero he venido aquí esta noche específicamente para recuperar la posesión de ese dispositivo —dijo Hackworth—, que está en manos de mi distinguido anfitrión. Estoy seguro de que no tiene la intención de arrestar al distinguido Doctor X por tráfico de propiedad robada.

El condestable Chang miró expectante hacia el Doctor X. El doctor se arregló la vestimenta y adoptó una radiante sonrisa de abuelo.

—Lamento decir que alguna persona sin escrúpulos aparentemente le ha informado mal —dijo—. De hecho, no tengo ni idea de dónde se encuentra el Manual.

Las dimensiones de la trampa eran tan vastas que la mente de Hackworth todavía las estaba considerando, rebotando desgraciadamente de una pared a otra, cuando le llevaron frente al magistrado del distrito veinte minutos más tarde. Habían creado una corte en un viejo y amplio jardín en el interior del Viejo Shanghái. Era una plaza abierta pavimentada de piedras grises. A un extremo había un edificio abierto al cuadrado por un lado, cubierto con un techo de tejas cuyas esquinas se curvaban en el aire y cuyo borde estaba adornado con un friso de cerámica que representaba un par de dragones enfrentados con una gran perla entre ellos. Hackworth comprendió, poco a poco, que realmente se encontraba en el escenario de un teatro al aire libre, lo que aumentaba la impresión de que él era el único espectador de una elaborada obra escrita e interpretada por y para él. Un juez estaba sentado tras una mesa baja cubierta con un brocado en el centro del escenario, vestido con una túnica magnífica y un imponente sombrero con alas decorado con un unicornio. Tras él y a un lado había una mujer pequeña que llevaba lo que Hackworth supuso eran unas gafas fenomenoscópicas.

Después de que el condestable Chang señalase a un lugar sobre las piedras grises donde se suponía que Hackworth debía arrodillarse, subió al escenario y se colocó al otro lado del juez. Había otros funcionarios situados en la plazoleta, en su mayoría el Doctor X y miembros de su séquito, formando dos líneas paralelas como un túnel entre Hackworth y el juez.

El ataque inicial de terror de Hackworth había desaparecido. Lo increíble y espantoso de la situación y la magnífica actuación preparada por el Doctor X para celebrarla le habían hecho sentir una morbosa fascinación. Se puso silenciosamente de rodillas y esperó en un estado hiperrelajado y sorprendido, como una rana muerta en la mesa de disección.

Se ejecutaron las formalidades. El juez recibió el nombre de Fang y provenía evidentemente de Nueva York. Se repitieron los cargos de forma más elaborada. La mujer se adelantó y presentó las pruebas: un registro cine que fue ejecutado en un gran mediatrón que cubría la pared trasera del escenario. Era una película del sospechoso, John Percival Hackworth, cortándose un trozo de piel de la mano y dándosela al (inocente) Doctor X, quien (sin saber que se le estaba engañando para cometer un crimen) extrajo un terabyte de datos de un bicho con forma de ajonjera, etc.

—Lo único que queda por probar es que esa información era, realmente, robada; aunque eso queda implícito por el comportamiento del sospechoso —dijo el juez Fang. Para apoyar esa afirmación, el condestable Chang dio un paso al frente y contó la historia de su visita al piso de Hackworth.

—Señor Hackworth —dijo el juez Fang—, ¿quiere negar que la propiedad fuese robada? Si así es, le retendremos mientras damos una copia de la información a la Policía de Su Majestad; pueden hablar con sus jefes para determinar si hizo algo deshonesto. ¿Quiere que hagamos eso?

—No, Su Señoría —dijo Hackworth.

—¿Así que no niega que la propiedad era robada, y que engañó a un ciudadano del Reino Celeste para colaborar en su comportamiento criminal?

—Soy culpable de los cargos, Su Señoría —dijo Hackworth—, y me entrego a la misericordia de la corte.

—Muy bien —dijo el juez Fang—, el acusado es culpable. La sentencia consiste en dieciséis bastonazos y diez años de prisión.

—¡Dios mío! —murmuró Hackworth. Aunque era inadecuado, era lo único que se le ocurrió.

—En lo que se refiere a los bastonazos, ya que el acusado estaba motivado por su responsabilidad filial para con su hija, los suspenderé todos menos uno, con una condición.

—Su Señoría, intentaré cumplir cualquier condición que me imponga.

—Le entregará al Doctor X la clave de desencriptación para los datos en cuestión, de manera que copias adicionales del libro puedan ponerse a disposición de las niñas pequeñas que crecen en nuestros orfanatos.

—Lo haré con gusto —dijo Hackworth—, pero hay complicaciones.

—Espero —dijo el juez Fang, sin parecer muy satisfecho. Hackworth tuvo la impresión de que todo aquel asunto de los bastonazos y el libro era un mero preludio para algo mayor, y que el juez quería acabar lo antes posible.

—En orden a evaluar la importancia de las complicaciones —dijo Hackworth—, necesitaré saber cuántas copias, aproximadamente, tiene la intención de realizar Su Señoría.

—Del orden de los cientos de miles.

¡Cientos de miles!

—Por favor perdóneme, pero ¿entiende Su Señoría que el libro está diseñado para niñas de cuatro años de edad?

—Sí.

Hackworth se sorprendió. Cientos de miles de niños de ambos sexos y todas las edades no hubiese sido mucho creer. Cientos de miles de niñas de cuatro años era un concepto difícil de entender. Sólo un centenar de miles era un buen montón. Pero aquello era, después de todo, China.

—El magistrado espera —dijo el condestable Chang.

—Debo aclararle a Su Señoría que el Manual es, en gran parte, un ractivo… es decir, requiere la participación de ractores adultos. Aunque una o dos copias adicionales podrían pasar desapercibidas, un gran número de ellos sobrepasaría el sistema automático de pago establecido.

—Por tanto, parte de su responsabilidad será realizar alteraciones en el Manual para que se ajuste a nuestros requerimientos… Podemos eliminar aquellas partes que dependen más fuertemente de los ractores, y poner nuestros propios ractores en algunos casos —dijo el juez Fang.

—Eso podría ser posible. Puedo construir un generador automático de voz… no será tan bueno, pero funcionará. —En ese punto, John Percival Hackworth, casi sin pensar en ello y sin apreciar las ramificaciones de lo que hacía, inventó un truco y lo pasó bajo el radar del juez Fang y del Doctor X, que de todos los presentes en el teatro era mejor en notar trucos que la mayoría de la gente—. Ya que estoy en ello, si la corte está de acuerdo, también podrían —dijo Hackworth de la forma más obsequiosa— realizar cambios en los contenidos para que se ajusten más a los requerimientos culturales de las lectoras Han. Pero llevará algo de tiempo.

—Muy bien —dijo el juez Fang—, todos los bastonazos menos uno quedan suspendidos pendientes de la finalización de las alteraciones. Y en lo que se refiere a los diez años de prisión, me avergüenza decir que este distrito, al ser muy pequeño, no tiene una prisión, y que, por tanto, el sospechoso será liberado esta tarde después de acabar con el asunto del bastonazo. Pero tenga por seguro, señor Hackworth, que cumplirá su sentencia, de una forma u otra.

La revelación de que sería liberado para reunirse con su familia esa tarde golpeó a Hackworth como una larga bocanada de opio. El bastonazo fue un asunto rápido y eficiente; no tuvo tiempo de preocuparse por él, lo que ayudó un poco. El dolor lo mandó directo al shock. Chang retiró su cuerpo fláccido del armazón y lo llevó a un camastro duro, donde yació semiconsciente durante unos minutos. Le trajeron té… un buen keemun con claras notas de espliego.

Sin más ceremonia lo escoltaron directamente fuera del Reino Medio y hacia las calles de la República Costera, que nunca había estado a más de un tiro de piedra durante todos los procedimientos, pero que igualmente podría haber estado a miles de kilómetros o a miles de años de distancia. Fue directamente a un compilador público de materia, moviéndose con las piernas separadas a pasos pequeños, algo inclinado hacia delante, y compiló un equipo de primeros auxilios: calmantes y algunos hemóculos que suponía le ayudarían a restañar las heridas.

Ideas sobre la segunda parte de la sentencia y de cómo acabaría cumpliéndola no le llegaron hasta que estaba a medio camino en la Altavía, corriendo con rapidez en autopatines, con el viento metiéndose por la tela de sus pantalones e irritando las laceraciones colocadas cuidadosamente sobre sus nalgas, como la marca de una buriladora. En esta ocasión, estaba rodeado de un enjambre de aeróstatos del tamaño de avispas, que volaban en formación elipsoidal alrededor de él, silbando suave e invisiblemente en la noche esperando tener una excusa para atacar.

Ese sistema defensivo, que le había parecido formidable cuando lo compiló, le parecía ahora un gesto patético. Podría parar a una banda de jóvenes. Pero insensiblemente había trascendido el plano de la pequeña delincuencia y se había trasladado a nuevos territorios, gobernados por poderes prácticamente ocultos a su vista, y conocidos para la gente como John Percival Hackworth sólo cuando perturbaban las trayectorias de las personas y poderes insignificantes que resultaban estar en su vecindad.

No podía hacer nada más que seguir cayendo en la órbita que se le había establecido. Ese hecho lo relajó más que nada de lo que había aprendido en muchos años, y cuando volvió a casa, besó a Fiona, que dormía, trató sus heridas con más tecnología terapéutica del C.M., las cubrió con un pijama, y se metió entre las sábanas. Atraído por la oscura radiación cálida de Gwendolyn, se quedó dormido incluso antes de tener tiempo de rezar.