El juez Fang va a un crucero de cena con un Mandarín; visitan una nave misteriosa; un descubrimiento sorprendente; salta una trampa

El barco del Doctor X no era el tipo tradicional de barcaza de placer sólo apta para los canales y lagos poco profundos del saturado delta del Yangtsé; era un verdadero yate oceánico construido según modelos occidentales. A juzgar por las exquisiteces que subían a bordo poco después de la llegada del juez Fang, la cocina de la nave había sido acondicionada con todo el equipamiento de una cocina china profesional: woks del tamaño de paraguas, quemadores de gas como aullantes turbojets, y grandes armarios de almacenamiento para innumerables especies de setas, así como nidos de pájaros, aletas de tiburón, patas de gallo, ratas fetales y pizcas de otras especies raras y ubicuas. Los platos de comida eran pequeños, numerosos y cuidadosamente sincronizados, presentados en servicios de porcelana fina que hubiesen llenado varias salas del Museo Albert and Victoria y traídos con la precisión quirúrgica de un equipo de camareros.

El juez Fang sólo comía de esa forma cuando alguien importante intentaba corromperle, y aunque nunca había permitido conscientemente que su sentido judicial se desviase, disfrutaba de la comida.

Empezaron por el té y algunos platos preliminares en la proa del yate, mientras éste bajaba por el Huangpu, con los viejos edificios europeos del Bund a la izquierda, iluminados mágicamente por la luz coloreada que radiaba de los edificios de Pudong, que se elevaban precipitadamente de la orilla derecha. En un punto, el Doctor X tuvo que excusarse y bajar durante unos momentos a las cubiertas inferiores. El juez Fang caminó por la misma proa del barco; acomodándose en el ángulo agudo de las barandillas convergentes, dejó que el viento jugase con su barba, y disfrutó de la vista. Los edificios más altos de Pudong estaban sostenidos por enormes aeróstatos; elipsoides llenos de vacío, a cientos de pisos por encima del nivel de la calle, mucho más anchos que los edificios que sostenían, y normalmente cubiertos de luces. Algunos se extendían por encima del río. El juez Fang dejó descansar el hombro cuidadosamente sobre la barandilla para mantener el equilibrio, y luego echó la cabeza hacia atrás para mirar a la parte inferior de uno de ellos, que palpitaba con luz sobresaturada de color. El trompe-l’oeil fue suficiente para marearle, así que pronto miró hacia abajo. Algo chocó contra el casco del yate, y miró hacia el agua para ver un cadáver humano envuelto en una sábana blanca, a uno o dos pies por debajo de la superficie, brillando con oscura luminiscencia de la luz de los edificios que tenía por encima.

Con el tiempo el yate llegó al estuario del Yangtsé, sólo a unos pocos kilómetros del Mar del Este de China, que en ese punto tenía kilómetros de anchura, y era mucho más frío y rápido. El juez Fang y el Doctor X fueron a una cabina comedor, en las cubiertas inferiores, con ventanas panorámicas que en su mayor parte reflejaban la luz de las velas y las lámparas que había alrededor de la mesa. No mucho después de sentarse, el yate aceleró con fuerza, primero lanzándose hacia delante y luego saltando fuera del agua antes de recuperar su movimiento normal. El juez Fang comprendió que el yate era en realidad un hidrofoil, que simplemente se había limitado a descansar sobre el casco mientras disfrutaban de la vista y que ahora había saltado fuera del agua.

La conversación hasta ese punto había consistido casi por completo en cortesías. Ello les acabó llevando a una discusión sobre la filosofía confuciana y la cultura tradicional, claramente un tema de interés para los dos. El juez Fang había felicitado al doctor por su sublime caligrafía, y hablaron sobre ese arte durante un rato. Luego, devolviendo obligatoriamente el halago, el Doctor X le dijo al juez lo bien que estaba ejecutando sus obligaciones como magistrado, en parte dada la dificultad adicional de tener que tratar con bárbaros.

—Su forma de llevar el tema de la chica y el libro da, en particular, crédito a sus habilidades —dijo con seriedad el Doctor X.

El juez Fang encontró interesante que no mencionase al chico que había robado realmente el libro. Supuso que el Doctor X se refería no tanto al caso criminal como a los esfuerzos posteriores del juez Fang por proteger a la niña.

—Esta persona se lo agradece, pero todo el crédito debe ir al Maestro —dijo el juez Fang—. La instrucción de ese caso se fundamentó por completo en sus principios, como usted podría haber visto, si hubiese podido unirse a nosotros en la discusión del tema en la Casa del Venerable e Inescrutable Coronel.

—Ah, es realmente desafortunado que no pudiese asistir —dijo el Doctor—, ya que sin duda me hubiese ayudado a mejorar mi comprensión tan imperfecta de los principios del Maestro.

—No quería insinuar tal cosa, nada más lejos, sino que el doctor hubiese podido guiarme a mí y a mi equipo hacia una resolución aún más adecuada que la que pudimos concebir.

—Quizá fue afortunado para nosotros dos que yo no estuviese presente en la casa del coronel ese día —dijo el Doctor X restableciendo correctamente el equilibrio. Hubo silencio durante unos minutos mientras se traía un nuevo plato, y los camareros servían más vino. Luego el Doctor X siguió—. Un aspecto del caso en que me hubiese encantado consultar su sabiduría habría sido la disposición del libro.

Así que todavía estaban trabados en ese libro. Aunque habían pasado semanas desde que el Doctor X había liberado los últimos bichos buscalibros en el espacio aéreo de los Territorios Cedidos, el juez Fang sabía que todavía ofrecía una buena recompensa por cualquiera que pudiese indicarle la localización del libro en cuestión. El juez Fang empezaba a preguntarse si su obsesión con el libro no sería un síntoma del declive de la capacidad mental del doctor.

—Su consejo sobre ese tema hubiese sido de inestimable valor —dijo el juez Fang—, ya que ese aspecto del caso fue particularmente problemático para un juez confuciano. Si la propiedad robada no hubiese sido un libro, la hubiese confiscado. Pero un libro es diferente, no es sólo una posesión material sino un camino hacia la iluminación de la mente, y, por tanto, hacia una sociedad bien ordenada, como el Maestro manifestó en muchas ocasiones.

—Entiendo —dijo el Doctor X, sintiéndose ligeramente rechazado. Parecía genuinamente pensativo mientras se acariciaba la barba y miraba a la llama de la vela, que de pronto comenzó a parpadear y a girar caóticamente. Parecía como si el juez hubiese planteado un punto de vista nuevo, que merecía cuidadosas consideraciones—. Es mejor dejar el libro en manos de aquél que pueda beneficiarse de su sabiduría, antes que dejar que permanezca, inerte, en algún almacén policial.

—Ésa fue mi, sin duda menos que perfecta, apresurada conclusión —dijo el juez Fang.

El Doctor X continuó meditando la cuestión durante más o menos un minuto.

—Es un crédito para su integridad profesional que pueda centrarse con tanta claridad en el caso de una persona pequeña.

—Como sin duda apreciará, siendo un estudioso mucho mejor que yo, el interés de la sociedad viene primero. Ante eso el destino de una niña pequeña no es nada. Pero si todo es igual, es mejor para la sociedad que la niña se eduque a que permanezca en la ignorancia.

El Doctor X elevó una ceja y asintió significativamente. El tema no volvió a salir durante el resto de la comida. Él dio por supuesto que el hidrofoil navegaba en un círculo ocioso que les llevaría de vuelta a la boca del Huangpu. Pero cuando los motores se apagaron y la nave volvió a descansar sobre el casco y a mecerse en las olas, el juez Fang no pudo ver luces fuera. No estaban en absoluto cerca de Pudong, ni de ningún otro lugar habitado.

El Doctor X hizo un gesto hacia la ventana y dijo:

—Me he tomado la libertad de preparar una visita para usted. A propósito de un caso que ha pasado ante usted recientemente y también está relacionada con un tema que parece interesarle particularmente y que ya hemos discutido esta noche.

Cuando el juez Fang siguió a su anfitrión a la cubierta, pudo finalmente ver lo que les rodeaba. Estaban en mar abierto, nada de tierra a la vista, aunque el resplandor urbano de Gran Shanghái podía distinguirse con claridad al oeste. Era una noche clara con una luna casi llena que iluminaba el casco de un enorme barco cercano. Incluso sin luz de luna la nave hubiese sido visible por el hecho de que bloqueaba las estrellas en un cuadrante del cielo.

El juez Fang no sabía casi nada sobre barcos. Había visitado un portaaviones en su juventud, cuando atracó por unos días en Manhattan. Sospechaba que aquel barco era todavía mayor. Era casi completamente negro, exceptuando unos puntos de luz roja aquí y allá que sugerían su tamaño y forma general, y unas pocas líneas horizontales de luz amarilla que salían de las ventanas en su superestructura, muchos pisos por encima de sus cabezas.

El Doctor X y el juez Fang fueron llevados a bordo de aquella nave por una pequeña tripulación que vino a buscarles en un bote. Mientras se movían a lo largo del yate del doctor, el juez se sorprendió al comprender que la tripulación se componía casi por completo de muchachas jóvenes. Su acento las marcaba como pertenecientes a un subgrupo étnico, común en el sudeste, que vivía casi por completo sobre el agua; pero aunque no hubiesen hablado, el juez Fang lo hubiese deducido por su manejo ágil del bote.

Unos minutos después, el Doctor X y el juez Fang subieron a bordo del gigantesco barco por medio de una esclusa en el casco casi a nivel del agua. El juez Fang vio que aquél no era un viejo barco de acero; estaba hecho de sustancias nanotecnológicas, infinitamente más ligeras y fuertes. Ningún compilador de materia en el mundo era lo suficientemente grande para compilar el barco, así que los astilleros de Hong Kong habían compilado los trozos uno a uno, los habían unido, y lo habían botado al mar, de forma similar a como lo habían hecho sus predecesores de antes de la Era del Diamante.

El juez Fang había esperado que la nueva nave fuera algún enorme transporte de carga, un gran conjunto de enormes compartimientos, pero lo primero que vio fue un largo pasillo que iba paralelo a la quilla, aparentemente de la misma longitud que el barco. Muchachas jóvenes con vestidos blancos, rosas u ocasionalmente azules y zapatos a juego iban de un lado a otro por aquel pasillo, entrando y saliendo de innumerables puertas.

No hubo recepción formal, ningún capitán u otro oficial. Tan pronto como las chicas del bote los ayudaron a subir a bordo saludaron y se fueron. El Doctor X comenzó a caminar por el pasillo, y el juez Fang lo siguió. Las muchachas de vestido blanco le saludaban al aproximarse, y luego seguían su camino, sin perder más tiempo en formalidades. El juez Fang tenía la impresión general de que eran campesinas, aunque ninguna de ellas tenía el bronceado profundo que es característico de una baja situación social en China. Las chicas del bote vestían de azul, así que supuso que ese color identificaba a la gente con obligaciones de náutica o de ingeniería. En general, las de vestido rosa eran más jóvenes y más delgadas que las de vestido blanco. El estilo también era diferente; los vestidos rosa se cerraban en medio de la espalda, los blancos tenían dos cremalleras colocadas simétricamente en la parte frontal.

El Doctor X eligió una puerta, aparentemente al azar, la abrió y la sostuvo para el juez Fang. El juez Fang saludó ligeramente y entró en una habitación de las dimensiones de una cancha de baloncesto, aunque con un techo más bajo. Hacía calor y era húmeda, y no había mucha luz. Lo primero que vio fueron más chicas con vestidos blancos que le saludaban. Luego vio que la habitación estaba llena de cunas, y que en cada cuna había una perfecta niña pequeña. Muchachas de rojo iban de un lado a otro con pañales. De vez en cuando, una mujer de blanco se sentaba al lado de una cuna, con la parte frontal del vestido abierta, dándole el pecho a un bebé.

El juez Fang se sintió mareado. No estaba dispuesto a aceptar la realidad de lo que veía. Se había preparado mentalmente para el encuentro de esa noche con el Doctor X recordándose, una y otra vez, que el doctor era capaz de cualquier truco, que no podía creer nada de lo que viese. Pero como muchos padres primerizos habían descubierto en el paritorio, había algo en la visión de un bebé que centra la mente. En un mundo de abstracciones, nada era más concreto que un bebé.

El juez Fang se dio la vuelta y salió de la habitación, rozando rudamente al Doctor X. Tomó una dirección al azar y caminó, saltó y corrió por el pasillo, pasando cinco puertas, diez, cincuenta, luego se detuvo sin razón y abrió otra puerta.

Podría haber sido la misma habitación.

Casi sintió náuseas y tuvo que tomar severas medidas para evitar las lágrimas. Salió de la habitación y corrió por el barco durante un rato, subiendo varias escaleras, pasando varias cubiertas. Entró en otra habitación, elegida al azar, y encontró el suelo cubierto de cunas, colocadas cuidadosamente en filas y columnas, cada una con una niña de un año durmiendo, vestida con un pijama rosa con caperuza y un juego de orejas de ratón, cada una agarrando una manta blanca de seguridad, todas idénticas y enrolladas como un animal de peluche. Aquí y allá, había una muchacha de rosa sentada en el suelo sobre una alfombrilla de bambú leyendo un libro o haciendo punto.

Una de las mujeres, cerca del juez Fang, dejó el punto, se colocó de rodillas y se inclinó ante él. El juez Fang le devolvió el saludo, y luego se acercó a la cuna más cercana. La niña tenía unas cejas sorprendentemente gruesas, dormía profundamente, respiraba con regularidad, las orejas de ratón se salían por entre las barras de la cuna y mientras el juez Fang la miraba, imaginaba que podía oír la respiración de todas las niñas de la nave simultáneamente, que se combinaban en un susurro suave que calmaba su corazón. Todas aquellas niñas, durmiendo en paz; todo estaba bien. Todo iba a salir bien.

Se volvió y vio que la joven le sonreía. No era una sonrisa de flirteo o una sonrisa tonta sino una sonrisa calmada y llena de confianza. El juez Fang supuso que dondequiera que estuviese el Doctor X a bordo de aquel barco debía de estar sonriendo de la misma forma en ese momento.

Cuando el Doctor X activó el cine, el juez Fang lo reconoció inmediatamente: era un trabajo del mediágrafo PhyrePhox, que todavía, por lo que sabía, languidecía en una celda en Shanghái. El lugar era un pedregal en medio de una vastedad de polvo, en algún lugar del interior de China. El cámara recorrió el terreno baldío, y el juez Fang no necesitó que le dijesen que aquéllos habían sido campos fértiles, antes de que el agua se agotase.

Un par de personas se aproximaron, haciendo saltar plumas de humo al caminar. Llevaban un paquete pequeño. Al acercarse, el juez Fang vio que estaban horriblemente demacrados, y vestían con harapos. Llegaron al centro del pedregal y dejaron el paquete en la tierra, se volvieron y se alejaron. El juez Fang se volvió y lo rechazó con una mano; no tenía que mirar para saber que el paquete era un bebé, probablemente una niña.

—Esa escena podría haberse producido en cualquier momento de la historia de China —dijo el Doctor X. Estaban sentados en una cámara de oficiales bastante espartana—. Siempre ha sido así. Las grandes rebeliones de siglo XIX fueron producidas por multitudes de hombres jóvenes que no podían conseguir esposa. En los días más oscuros de la política de control de natalidad de la dinastía Mao cada año doscientas mil pequeñas fueron expuestas de esta forma. —Hizo un gesto hacia la imagen congelada del mediatrón—. Recientemente, con la llegada de la guerra civil y al secarse los acuíferos del Reino Celeste, ha vuelto a convertirse en común. La diferencia ahora es que los bebés están siendo rescatados. Lo hemos hecho durante los últimos tres años.

—¿Cuántos? —dijo el juez Fang.

—Un cuarto de millón hasta ahora —dijo el Doctor X—. Cincuenta mil sólo en esta nave.

El juez Fang tuvo que dejar su taza de té unos momentos mientras luchaba con la idea. Cincuenta mil vidas sólo en aquel barco.

—No funcionará —dijo finalmente el juez Fang—. Las puede criar de esta forma quizás hasta que empiecen a andar, pero ¿qué sucederá cuando sean mayores, crezcan, y tenga que educarlas y darles un sitio para jugar y correr?

—Es ciertamente un desafío formidable —dijo el Doctor X con seriedad—, pero espero que conserve en su corazón las palabras del Maestro: «Que cada hombre considere la virtud como lo que se desarrolla en él. Puede que no la demuestre ni a su maestro». Le deseo buena suerte, magistrado.

Esa afirmación tuvo más o menos el mismo efecto que si el Doctor X hubiese golpeado al juez en la cabeza con una tabla: sorprendente, sí, pero el impacto venía con retraso.

—No estoy seguro de seguirle, doctor.

El Doctor X cruzó las muñecas y las expuso al aire.

—Me rindo. Puede arrestarme. La tortura no será necesaria; ya he firmado una confesión completa.

Hasta entonces el juez Fang no había sabido que el Doctor X tenía un sentido del humor tan desarrollado. Decidió seguir jugando.

—A pesar de lo mucho que me gustaría llevarle ante la justicia, doctor, me temo que no puedo aceptar su rendición, ya que estamos fuera de mi jurisdicción.

El Doctor hizo una señal a un camarero, que abrió la puerta del camarote para dejar entrar una brisa fría… y una vista de la costa de los Territorios Cedidos, de pronto a una milla de ellos.

—Como puede ver, he ordenado que el barco se acerque a su jurisdicción, Su Señoría —dijo el Doctor X. Hizo un gesto invitador hacia la puerta.

El juez Fang salió al pasamanos y miró por encima de la barandilla para ver cuatro barcos gigantes que les seguían.

La voz aguda del Doctor X vino a través de la puerta abierta.

—Ahora puede llevarme, a mí y a la tripulación de estos barcos, a prisión por el crimen de tráfico de niñas. También puede tomar en custodia estas naves, y al cuarto de millón de niñas pequeñas a bordo. Confío en que encontrará de alguna forma cuidadores cualificados en su jurisdicción.

El juez Fang agarró la barandilla con ambas manos e inclinó la cabeza. Estaba muy cerca del shock clínico. Sería un suicidio aceptar el farol del Doctor X. La idea de tener responsabilidad personal sobre tantas vidas era suficientemente aterradora por sí misma. Pero pensar en lo que finalmente les sucedería a aquellas niñas en las manos de los oficiales corruptos de la República Costera…

El Doctor X siguió hablando.

—No tengo dudas de que encontrará la forma de cuidar de ellas. Como ha demostrado en el caso del libro y la niña, es un magistrado demasiado sabio para no comprender la importancia de una educación adecuada en los niños pequeños. No dudo que exhibirá la misma preocupación por cada una de estas doscientas cincuenta mil niñas como hizo por la pequeña niña bárbara.

El juez Fang se puso derecho, giró y entró por la puerta.

—Salga de la habitación y cierre la puerta —le dijo al camarero.

Cuando él y el Doctor estuvieron a solas, el juez Fang se enfrentó al Doctor X, se echó de rodillas, se inclinó hacia delante y tocó con la frente tres veces la cubierta.

—¡Por favor, Su Señoría! —exclamó el Doctor X—, soy yo el que debería estar honrándole de esa forma.

—Durante algún tiempo he estado considerando un cambio de carrera —dijo el juez Fang, quedándose sentado en el suelo. Se detuvo antes de continuar como si se lo pensase otra vez. Pero el Doctor X no le había dejado salida. No hubiese sido propio del Doctor X tender una trampa de la que uno pudiese escapar.

Como había dicho el Maestro: «El mecánico que desea realizar bien su trabajo debe primero afilar las herramientas. Cuando vivas en cualquier estado, sirve a los que lo merezcan de entre sus grandes oficiales, y hazte amigo de los más virtuosos entre sus estudiosos».

—En realidad, estoy satisfecho de mi carrera, pero insatisfecho con mi afiliación tribal. He acabado desconfiando de la República Costera y he llegado a la conclusión de que mi verdadero hogar se encuentra en el Reino Celeste. A menudo me he preguntado si el Reino Celeste necesita un magistrado, aunque sea uno tan pobremente cualificado como yo.

—Ésa es una pregunta que tendré que transmitir a mis superiores —dijo el Doctor X—. Sin embargo, dado que el Reino Celeste no tiene actualmente magistrados de ningún tipo y, por tanto, no tiene sistema judicial real, creo que será posible que se le pueda encontrar algún papel para alguien con las grandes cualificaciones que tiene usted.

—Entiendo ahora por qué desea tanto el libro de la pequeña niña —dijo el juez Fang—. Hay que educar a estas jóvenes.

—No deseo el libro tanto como deseo a su diseñador, el Artifex Hackworth —dijo el Doctor X—. Mientras el libro se encontrase en algún lugar de los Territorios Cedidos, había alguna esperanza de que Hackworth lo hallase… es lo que más desea. Si yo hubiese encontrado el libro, podría haber acabado con esas esperanzas, y Hackworth tendría que volver a mí, ya fuese para recuperar el libro o para compilar otro ejemplar.

—¿Desea algo de Hackworth?

—Él vale por mil ingenieros menores. Y debido a varias penalidades de las últimas décadas, el Reino Celeste no tiene demasiados ingenieros menores; todos han sido atraídos por las promesas de riquezas de la República Costera.

—Mañana me pondré en contacto con Hackworth —dijo el juez Fang—. Recibirá la información de que el hombre conocido para los bárbaros como el Doctor X ha encontrado la copia perdida del libro.

—Bien —dijo el Doctor X—. Esperaré oír de él.