Por la mañana mamá se ponía su uniforme de criada y se iba a trabajar, y Tad se despertaba algo más tarde y colonizaba el sofá frente al gran mediatrón. Harv se arrastraba por los bordes del apartamento, buscando algo que desayunar, parte de lo cual le llevaba a Nell. Luego Harv normalmente se iba y no volvía hasta después de que Tad hubiese salido, típicamente casi de noche, para estar con los colegas. Mamá volvía a casa con una bolsa de plástico de ensalada que cogía del trabajo y un pequeño inyector; después de comer ensalada se ponía el inyector contra el brazo por un momento y pasaba el resto de la tarde viendo viejos pasivos en el mediatrón. Harv entraba y salía con algunos amigos. Normalmente no estaba allí cuando Nell decidía ir a dormir, pero sí estaba cuando ella se despertaba. Tad volvía a casa en cualquier momento de la noche, y se enfadaba si mamá no estaba despierta.
Un sábado, mamá y Tad se encontraban los dos en casa al mismo tiempo y estaban en el sofá con los brazos uno alrededor del otro, y Tad jugaba a un juego tonto con mamá y la hacía dar grititos y retorcerse. Nell le pedía a mamá que le leyese una historia del libro mágico, y Tad la empujaba y la amenazaba con darle una paliza. Y finalmente mamá dijo:
—¡Déjame tranquila, Nell! —y echó a Nell por la puerta, diciendo que fuese a la sala de juegos por un par de horas.
Nell se perdió en los pasillos y empezó a llorar; pero el libro le contó la historia de cómo la Princesa Nell se había perdido en los interminables corredores del Castillo Tenebroso, y cómo descubrió el camino usando su inteligencia, y eso hizo que Nell se sintiese segura; como si nunca pudiese perderse cuando llevaba el libro con ella. Finalmente Nell encontró la sala de juegos. Estaba en el primer piso del edificio. Como era normal, allí había muchos chicos y ningún padre. Había un lugar especial a un lado de la sala de juegos donde los bebés podían sentarse en cochecitos y arrastrarse por el suelo. Allí había algunas madres, pero le dijeron que era demasiado mayor para jugar en aquella habitación. Nell volvió a la gran sala de juegos, que estaba llena de chicos mucho mayores que Nell.
Conocía a aquellos chicos; ellos sabían cómo empujar, golpear y arañar. Ella fue a una esquina de la habitación y se sentó con el libro mágico en el regazo, esperando que uno de los chicos se fuese del columpio. Cuando uno lo hizo, ella dejó el libro en la esquina, se subió al columpio e intentó empujarse con las piernas como hacían los chicos mayores, pero no pudo hacer que el columpio se moviese. Entonces vino un chico mayor que le dijo que no le estaba permitido usar el columpio porque era demasiado pequeña. Al no bajarse inmediatamente, el chico la empujó. Nell cayó en la arena, arañándose las manos y las rodillas, y se fue llorando a la esquina.
Pero un par de chicos habían encontrado el libro mágico y le daban patadas, moviéndolo de un lado a otro por el suelo como un disco de jockey. Nell corrió e intentó coger el libro del suelo, pero se movía con demasiada rapidez. Dos chicos empezaron a pasárselo a patadas entre ellos y finalmente lo lanzaron al aire. Nell corría de un lado a otro intentando coger el libro. Pronto hubo cuatro chicos jugando con ella manteniéndola alejada del libro y otros seis alrededor mirando y riéndose de Nell. Nell no podía ver nada porque tenía los ojos llenos de lágrimas, le corrían mocos por la nariz, y su pecho temblaba cuando intentaba respirar.
Entonces uno de los chicos gritó y dejó caer el libro. Con rapidez otro se lanzó a cogerlo, y ése gritó también. Luego un tercero. De pronto todos los chicos estaban en silencio y asustados. Nell se limpió las lágrimas de los ojos y corrió hacia el libro, y esta vez ningún chico se lo arrebató; lo cogió y lo acunó contra el pecho. Los chicos que habían estado jugando con ella tenían todos la misma postura: los brazos cruzados sobre el pecho, con las manos en las axilas, saltando arriba y abajo y llamando a sus madres.
Nell se sentó en la esquina, abrió el libro y empezó a leer. No conocía todas las palabras, pero sabía muchas, y cuando se cansaba, el libro la ayudaba con los sonidos o incluso le leía toda la historia, o se la contaba con imágenes en movimiento como en un cine.
Después de expulsar a los trolls, el patio del castillo no era un lugar agradable. Ya para empezar había estado descuidado y las plantas habían crecido demasiado. Harv no había tenido más elección que cortar todos los árboles, y durante la gran batalla de Dinosaurio contra los trolls, muchas de las plantas restantes habían muerto.
Dinosaurio lo observó durante la noche.
—Este lugar me recuerda la Extinción, cuando tuvimos que vagar durante días para encontrar algo que comer —dijo.
EL RELATO DE DINOSAURIO
Éramos cuatro viajando por un paisaje muy parecido a éste, excepto que en lugar de tocones, todos los árboles estaban quemados. Aquella zona del mundo se había vuelto oscura y fría durante un tiempo después del impacto del cometa, por lo que muchas de las plantas y árboles murieron; y después de morir, se secaron, y luego sólo fue cuestión de tiempo que un rayo causase un gran incendio. Los cuatro atravesábamos una zona quemada buscando comida, y podéis suponer que estábamos muy hambrientos. No importa por qué lo hacíamos; en aquella época, si las cosas se ponían mal donde estabas, simplemente te levantabas y te movías hasta que se pusiesen mejor.
A mi lado estaba Utahraptor, que era más pequeño que yo, pero muy rápido, con grandes garras curvadas en los pies; de una patada podía abrir a otro dinosaurio como una fruta madura. Luego estaba Ankylosaurio, que era un lento comedor de plantas, pero peligroso; estaba protegido por todas partes por una concha huesuda como una tortuga, y al final de la cola tenía un gran trozo de hueso que podía destrozar el cerebro de cualquier dinosaurio carnívoro que se le acercase. Finalmente estaba Pteranodon, que podía volar. Todos viajábamos juntos en una pequeña manada. Para ser honestos, nuestra banda había estado compuesta por un par de cientos de dinosaurios, la mayoría comedores de plantas, similares a los ornitorrincos, pero Utahraptor y yo nos habíamos visto obligados a comernos a la mayoría; sólo unos pocos cada día, por supuesto, por lo que al principio no se dieron cuenta porque no eran muy inteligentes.
Finalmente su número quedó reducido a uno, un personaje demacrado y valiente llamado Everett, que intentamos que durase todo lo posible. Durante esos últimos días, Everett buscaba a sus compañeros a su alrededor. Como todos los vegetarianos, tenía ojos a los lados de la cabeza y podía ver casi en todas direcciones. Everett parecía pensar que sólo con girar la cabeza en la dirección adecuada, un grupo de ornitorrincos saludables aparecería ante su vista. Al final, creo que Everett sumó dos y dos; le vi parpadear sorprendido una vez, como si por fin la luz le hubiese entrado en la cabeza, y el resto del día estuvo muy tranquilo, como si su media docena de neuronas estuviese calculando las implicaciones. Después de eso, mientras recorríamos el territorio quemado en el que Everett no tenía nada que comer, se volvió más decaído y lloroso hasta que finalmente Utahraptor perdió los nervios, lo partió con una pierna y allí estaban las vísceras de Everett sobre el suelo como una bolsa de la compra. Simplemente no había nada que hacer sino comérselo.
Yo me comí la mayor parte, como era normal, aunque Utahraptor se movía continuamente por entre mis piernas y robaba trozos jugosos, y de vez en cuando Pteranodon se metía de golpe y agarraba un trozo de intestino. Ankylosaurio se quedó a un lado y miró. Durante mucho tiempo lo consideramos idiota, porque siempre se quedaba a un lado mientras miraba cómo nos dividíamos a los ornitorrincos, mascando estúpidamente cola de caballo, sin decir demasiado. En retrospectiva, quizá fuese de carácter taciturno. Quizás había decidido que nos gustaría comérnoslo si encontrásemos algún hueco en su armadura.
¡Si lo hubiésemos hecho! Muchos días después de que Everett se hubiese convertido sólo en otra caca tras nosotros, Utahraptor, Pteranodon y yo caminábamos por el paisaje muerto mirando a Ankylosaurio, babeando mientras imaginábamos los deliciosos bocados que se encontraban dentro de aquella concha armada. Él también debía de estar hambriento, y sin duda sus bocados eran menos gruesos y deliciosos cada día. De vez en cuando encontrábamos algún lugar protegido en el que plantas verdes desconocidas sacaban tallos a través de los restos grises y negros, y nosotros animábamos a Ankylosaurio para descansar, tomarse su tiempo y comer todo lo que quisiese.
—¡No, en serio! ¡No nos importa esperar por ti! —Siempre fijaba sus pequeños ojos laterales en nosotros, y nos miraba siniestro mientras pastaba.
—¿Cómo fue la cena, Anky? —le decíamos.
Él murmuraba algo como:
—Con sabor a iridio, como siempre. —Y luego pasaba otro par de días sin intercambiar una palabra.
Un día llegamos al borde del mar. El agua salada golpeaba una playa sin vida moteada por los huesos de criaturas marinas extinguidas, desde pequeños trilobites hasta plesiosaurios. A nuestra espalda estaba el desierto que acabábamos de atravesar. Al sur había una cordillera de montañas que hubiese sido imposible atravesar aunque la mitad de las cumbres no fuesen volcanes en erupción. Al norte podíamos ver la nieve cubriendo la cima de las colinas, y todos sabíamos lo que eso significaba: si íbamos en esa dirección, pronto nos congelaríamos hasta morir.
Así que estábamos atrapados allí, los cuatro, y aunque no teníamos mediatrones ni cineaeróstatos en aquella época, sabíamos bien lo que sucedía: éramos los últimos cuatro dinosaurios sobre la Tierra. Pronto seríamos tres, y luego dos, y luego uno, y después ninguno, y la única pregunta por contestar era en qué orden nos iríamos. Podríais pensar que eso sería terrible y deprimente, pero no era en realidad tan malo; al ser dinosaurios, no invertíamos demasiado tiempo ponderando lo imponderable, si sabéis lo que quiero decir, y en cierta forma era divertido esperar para ver cómo acababa todo. La suposición general era, creo, que Ankylosaurio sería el primero, pero Utah y yo nos hubiésemos matado en un instante.
Así que nos enfrentamos los unos a los otros en aquella playa, Utahraptor, Ankylosaurio y yo en un triángulo perfecto con Pteranodon volando por encima.
Después de mirarnos a la cara durante algunas horas, noté por el rabillo del ojo que las lomas al norte y al sur se movían como si estuviesen vivas.
De pronto hubo un sonido brutal en el aire a nuestro alrededor, y no pudimos evitar levantar la vista, aunque yo mantuve un ojo sobre Utahraptor. El mundo había sido un lugar tan silencioso y muerto durante tanto tiempo que nos sorprendía el sonido y el movimiento, y ahora parecía que el aire y la tierra habían vuelto a la vida, justo como en los días anteriores al cometa.
El ruido en el aire estaba causado por una gran bandada de minúsculos pteranodones, aunque en lugar de la suave piel de los reptiles sus alas estaban cubiertas por enormes escamas, y tenían picos sin dientes en lugar de bocas de verdad. Aquellas cosas miserables —aquella basura alada— volaban alrededor de Pteranodon, mordiendo en sus ojos, picándole las alas, y no podía hacer nada si quería mantenerse en el aire.
Como he dicho, yo tenía un ojo en Utahraptor, como siempre, y para mi sorpresa de pronto se volvió y corrió hacia el norte, con una ansiedad que sólo podía explicarse por la presencia de comida. Naturalmente, le seguí, pero despacio. Algo iba mal. La tierra en el lado norte estaba cubierta por una alfombra que se arremolinaba alrededor de las patas de Utahraptor. Enfocando los ojos, que para ser francos no eran muy buenos, vi que la alfombra era en realidad miles de diminutos dinosaurios cuyas escamas se habían hecho largas, delgadas y numerosas; es decir, tenían pelo. Había estado viendo esos tentempiés de cuatro patas bajo los troncos y las piedras durante los últimos millones de años y siempre los había considerado mutaciones sin futuro. Pero de pronto había miles de ellos, ahora que sólo había cuatro dinosaurios en todo el mundo. Y parecía que actuaban juntos. Eran tan pequeños que Utahraptor no tenía forma de metérselos en la boca, y en cuanto dejaba de moverse durante un instante, se arremolinaban alrededor de sus patas y cola y le mordían la carne. Una plaga de musarañas. Estaba tan confundido que me paré.
Eso fue un error, pronto sentí en mis patas y cola como millones de pinchazos. Girándome, vi que el lado sur estaba cubierto de hormigas, millones de ellas, y aparentemente estaban decididas a devorarme. Mientras tanto Ankylosaurio lanzaba y golpeaba con su bola de hueso por todos lados sin ningún efecto, porque las hormigas se le subían también al cuerpo.
Bien, muy pronto las musarañas, las hormigas y los pájaros empezaron a encontrarse y pelearse entre ellos, así que declararon una tregua. El Rey de las Aves, el Rey de las Musarañas y la Reina de las Hormigas se reunieron a parlamentar sobre una roca. Mientras tanto dejaron a los dinosaurios en paz, viendo que en cualquier caso estábamos atrapados.
La situación me pareció injusta, así que me acerqué a la roca en la que aquellos despreciables micromonarcas hablaban, a poco más de un kilómetro por minuto, y dije:
—¡Eh! ¿No vais a invitar al Rey de los Reptiles?
Me miraron como si estuviese loco.
—Los Reptiles se han quedado obsoletos —dijo el Rey de las Musarañas.
—Los Reptiles son sólo pájaros retardados —dijo el Rey de las Aves—, así que yo soy tu Rey, muchísimas gracias.
—Sólo hay cero de vosotros —dijo la Reina de las Hormigas. En la aritmética de las hormigas sólo hay dos números: Cero, que significa cualquier cosa por debajo de un millón, y Algunos—. No podéis cooperar, así que aunque fueses el Rey, el título no tendría sentido.
—Además —dijo el Rey de las Musarañas—, el propósito de esta conferencia en la cumbre es decidir qué reino va a comerse qué dinosaurio, y no suponemos que el Rey de los Dinosaurios, incluso si existiera, pudiera participar constructivamente —los mamíferos siempre hablaban así para demostrar que tenían grandes cerebros, que eran básicamente los mismos que los nuestros sólo que sobrecargados con más responsabilidades; cerebros inútiles debo decir, pero muy sabrosos.
—Pero hay tres reinos y cuatro dinosaurios —señalé. Por supuesto eso no era cierto en la aritmética de las hormigas, así que la Reina de las Hormigas objetó inmediatamente. Al final tuve que ir adonde las hormigas y aplastarlas con mi cola hasta que maté algunos millones, que es la única forma de conseguir que una hormiga te tome en serio.
—Seguro que tres dinosaurios serían suficientes para dar una comida justa —dije—. ¿Puedo sugerir que los pájaros se coman a Pteranodon hasta los huesos, que las musarañas destrocen a Utahraptor miembro a miembro, y que las hormigas devoren el cadáver de Ankylosaurio?
Los tres monarcas parecían considerar aquella propuesta cuando Utahraptor saltó enfadado.
—Perdonen, Altezas Reales, ¿pero quién ha nombrado Rey a éste? Yo estoy tan cualificado como él para ser Rey.
Pronto, Pteranodon y Ankylosaurio también reclamaban el trono.
El Rey de las Musarañas, el Rey de las Aves y la Reina de las Hormigas nos dijeron que nos callásemos, y hablaron entre ellos durante unos minutos. Finalmente, el Rey de las Musarañas se adelantó.
—Hemos tomado una decisión —dijo—. Nos comeremos a tres dinosaurios y uno, el Rey de los Reptiles, vivirá; sólo queda que uno de vosotros demuestre ser superior a los otros tres y que, por tanto, merece llevar la corona.
—¡Muy bien! —dije y me volví hacia Utahraptor, que empezó a echarse atrás, siseando y rasgando el aire con sus enormes garras. Si podía dar cuenta de Utahraptor con un ataque frontal, Pteranodon se echaría para robar algo de la carne y podría cazarlo en ese momento; habiéndome fortificado lo suficiente al comerme los otros dos, quizá fuese lo suficientemente fuerte para derrotar a Ankylosaurio.
—¡No, no, no! —gritó el Rey de las Musarañas—. A esto me refería cuando dije que los reptiles estabais obsoletos. Ya no se trata de ver quién es el mayor y el más fiero.
—Ahora se trata de cooperación, organización y regimentación —dijo la Reina de las Hormigas.
—Ahora se trata del cerebro —dijo el Rey de las Musarañas.
—Ahora se trata de la belleza, la gloria, el maravilloso vuelo inspirado —dijo el Rey de las Aves.
Eso precipitó otra chirriante disputa entre los dos Reyes y la Reina. Todos tenían poca cuerda, y probablemente hubiese habido problemas si una ola no hubiese traído un par de cadáveres de ballenas y elasmosaurios muertos a la playa. Como podéis imaginar, caímos sobre esos regalos con gusto, y mientras me comía mi parte, también me las arreglé para tragar innumerables pájaros, musarañas y hormigas que se alimentaban del mismo trozo que yo.
Después de que todos nos hubiésemos llenado los estómagos y nos hubiésemos calmado, los Reyes y la Reina retomaron la discusión. Finalmente, el Rey de los Musarañas, que parecía el portavoz de los monarcas, volvió a adelantarse.
—No podemos llegar a un acuerdo sobre cuál de vosotros debería ser Rey de los Reptiles, así que cada una de nuestras naciones, Aves, Mamíferos y Hormigas os someterá a una prueba a cada uno, y luego nos reuniremos de nuevo para votar. Si el resultado de la votación es un empate, nos comeremos a los cuatro y acabaremos con el Reino de los Reptiles.
Lo echamos a suerte y a mí me tocó ir con las hormigas para la primera prueba. Seguí a la Reina hasta el centro de su ejército, moviéndome con cuidado hasta que la Reina dijo:
—¡Muévete con energía, pulmonado! ¡El tiempo es comida! No te preocupes por las hormigas bajo tus patas, no es posible que mates más de cero. —Así que desde ese momento, caminé con normalidad, aunque las patas se me volvieron resbaladizas con tanta hormiga aplastada.
Viajamos hacia el sur durante un día o dos y nos detuvimos en la orilla de un arroyo.
—Al sur está el territorio del Rey de los Cucarachas. Tu primera tarea es traerme la cabeza del Rey.
Mirando a través del río, pude ver que todo el campo estaba lleno de un número infinito de cucarachas, más de las que podría aplastar nunca; e incluso si podía aplastarlas a todas, habría más bajo tierra, que sin duda era donde vivía el Rey.
Vadeé el río y viajé por el Reino de los Cucarachas durante tres días hasta que crucé otro río y entré en el Reino de los Abejas. Aquel lugar era más verde que ninguno que hubiese visto en mucho tiempo, con muchas flores y abejas por todas partes llevando néctar a las colmenas, que eran tan grandes como casas.
Eso me dio una idea. Derribé varios árboles huecos llenos de miel, los arrastré hasta el Reino de las Cucarachas, los abrí e hice caminos de miel hasta el océano. Las cucarachas siguieron el rastro hasta el borde del agua donde las olas las hundieron y las ahogaron. Durante tres días vigilé la playa mientras el número de cucarachas se reducía y, finalmente, al tercer día el Rey de las Cucarachas salió de su salón del trono para ver adónde había ido todo el mundo. Lo subí a una hoja y, atravesando el río, lo llevé al norte, al Reino de las Hormigas, para sorpresa de la Reina.
Después me pusieron al cuidado del Rey de las Aves. Él y su charlatán y gorgoteante ejército me llevaron a las montañas, por encima de las nieves, y yo estaba seguro de que me congelaría hasta morir. Pero mientras seguíamos subiendo de pronto hubo más calor, cosa que no entendí hasta que comprendí que nos aproximábamos a un volcán activo. Finalmente nos detuvimos al borde de una corriente de lava de casi un kilómetro de ancho. En el centro de la corriente había una alta piedra negra como una isla en medio de un río.
El Rey de los Pájaros se arrancó una pluma dorada de la cola y se la dio a uno de los soldados, que la cogió con el pico, voló sobre la lava, y dejó la pluma sobre la piedra. Para cuando el soldado volvió, estaba medio quemado por el calor que radiaba la lava, ¡y no creáis que no se me hacía la boca agua!
—Tu tarea —dijo el Rey— es traerme la pluma.
Vamos, eso sí que era injusto, y protesté diciendo que claramente los pájaros querían favorecer a Pteranodon. Ese tipo de argumento hubiese podido funcionar con las hormigas o incluso con las musarañas; pero el Rey de las Aves no hizo caso. Para ellos, la virtud consistía en ser como pájaros, y la justicia no tenía nada que ver.
Bien, permanecí de pie al lado de la corriente de lava hasta que mi piel humeaba, pero no podía ver cómo alcanzar la pluma. Finalmente decidí rendirme. Me alejaba, cortándome las patas sobre las rocas puntiagudas, cuando me llegó una idea: la roca sobre la que había estado de pie no era más que lava que se había enfriado y solidificado.
Eso era en lo más alto de las montañas, donde los glaciares y los campos nevados se alzaban ante mí como paredes palaciegas. Subí por una pendiente muy inclinada y comencé a golpear la nieve con la cola hasta que provoqué una avalancha. Millones de toneladas de hielo y nieve cayeron sobre el flujo de lava, lanzando tremendos chorros de vapor. Durante tres días y tres noches no pude ver las garras frente a mi cara debido al vapor, pero al tercer día finalmente se aclaró, y vi un puente de lava endurecida que llevaba directamente hasta la piedra negra. Correteé por él (en la medida en que un dinosaurio puede corretear), cogí la pluma dorada, volví y permanecí sobre la nieve un rato enfriándome los pies. Luego fui al Rey de las Aves, que estaba, por supuesto, sorprendido.
Luego me encontré al cuidado de los mamíferos, que eran casi todos musarañas. Me llevaron al pie de una montaña, hasta la boca de una cueva.
—Tu tarea —dijo el Rey de las Musarañas—, es esperar aquí a Dojo y derrotarle en un único combate. —Luego todas las musarañas se fueron y me dejaron allí solo.
Esperé frente a la cueva durante tres días y tres noches, lo que me dejó mucho tiempo para registrar el lugar. Al principio me sentía un poco presuntuoso ante el desafío, porque parecía el más fácil de los tres; aunque no sabía quién o qué era Dojo, sabía que en todo el mundo no había nadie que fuese mi igual en combate individual. Pero el primer día, sentado en mi cola esperando a Dojo, noté el resplandor de pequeños objetos brillantes en el suelo, y examinándolos con cuidado vi que eran, de hecho, escamas. Para ser exactos, eran escamas de dinosaurio, que reconocí como pertenecientes a Pteranodon, Ankylosaurio y Utahraptor, y parecía que habían sido arrancadas de sus cuerpos por poderosos golpes.
El segundo día di una vuelta por los alrededores y descubrí tremendas heridas en los troncos de los árboles, que sin duda habían sido producidas por Utahraptor cuando atacaba a Dojo; otros árboles que habían sido arrancados por completo por la cola en forma de maza de Ankylosaurio; y encontré largas hendiduras en el suelo hechas por las garras de Pteranodon, mientras intentaba una y otra vez darle a su elusivo oponente. En ese momento empecé a preocuparme. Estaba claro que mis oponentes habían luchado con Dojo y habían perdido, así que si yo perdía también (lo cual era inconcebible) estaría a la par con los demás, pero las reglas del concurso decían que si había empate, los cuatro dinosaurios serían devorados, y el Reino de los Reptiles ya no existiría. Pasé la noche preocupándome sobre quién o qué era el terrible Dojo.
El tercer día no pasó nada, y empecé a preguntarme si no debería entrar en la cueva y buscar a Dojo. Hasta entonces la única cosa viva que había visto era un ratón negro que ocasionalmente salía disparado de las rocas en la entrada de la cueva buscando un poco de comida. La siguiente ocasión que vi al ratón, dije (hablando suavemente para no asustarle):
—¡Oye, ratón! ¿Hay algo dentro de la cueva?
El ratón negro se sentó sobre sus caderas, sosteniendo una gaylussacia entre las manos y mordisqueándola.
—Nada en especial —dijo—, sólo mi pequeño hogar. Una chimenea, algunos cacharros y sartenes, unas bayas secas, y el resto está lleno de esqueletos.
—¿Esqueletos? —dije—. ¿De otros ratones?
—Hay algunos esqueletos de ratón, pero la mayoría pertenece a dinosaurios de un tipo u otro, en su mayoría carnívoros.
—Que se han extinguido a causa del cometa —propuse.
—Oh, perdóneme, señor, pero respetuosamente debo informarle que las muertes de esos dinosaurios no están relacionadas con el cometa.
—¿Entonces, cómo murieron? —pregunté.
—Lamento decir que los maté en defensa propia.
—Ah —dije, sin creérmelo del todo—, entonces tú debes de ser…
—Dojo el Ratón —dijo—, a su servicio.
—Lamento terriblemente haberle molestado, señor —dije, empleando mis mejores modales, porque estaba claro que aquel Dojo era un tipo extremadamente amable—, pero su fama de guerrero se ha extendido de un lado a otro, y he venido humildemente a buscar su consejo sobre convertirme en mejor guerrero; porque no he dejado de notar que en el ambiente postcometa, dientes como cuchillos y seis toneladas de músculos podrían en cierto sentido estar pasados de moda.
Lo que sigue es una historia bastante larga, porque Dojo tenía mucho que enseñarme y lo hacía despacio. Algún día, Nell, te enseñaré todo lo que aprendí de Dojo; sólo tienes que pedirlo. Pero al tercer día de mi entrenamiento, cuando todavía no había aprendido nada sino humildad, buenos modales y cómo barrer la cueva, pregunté a Dojo si estaría interesado en jugar al tres en raya. Ése era un deporte común entre los dinosaurios. Lo jugábamos en el barro (muchos paleontólogos se han sorprendido al encontrar juegos de tres en raya cubriendo las excavaciones prehistóricas y le han echado la culpa a los obreros locales que contratan para realizar las excavaciones y el transporte).
En cualquier caso, le expliqué las reglas del juego a Dojo, y aceptó intentarlo. Nos fuimos al montón de barro más cercano, y allí, a la vista de muchas musarañas, jugué al tres en raya con Dojo, y le vencí, aunque debo confesar que fue arriesgado en algún momento. Ya estaba; había derrotado a Dojo en un solo combate.
A la mañana siguiente me marché de la cueva de Dojo y volví a la playa, donde se habían reunido los otros tres dinosaurios, con un aspecto tan terrible como el que puedes imaginar. El Rey de las Musarañas, el Rey de las Aves y la Reina de la Hormigas llegaron con todos sus ejércitos y me coronaron Rey de los Reptiles o Tyrannosaurus Rex, como solíamos decir. Luego se comieron a los otros tres dinosaurios como habían acordado. Además de mí, los otros reptiles que quedaron eran unas cuantas serpientes, lagartos y tortugas, que siguen siendo mis obedientes siervos.
Hubiese podido tener la vida lujosa de un Rey, pero ya Dojo me había enseñado la humildad, así que volví a su cueva inmediatamente y pasé los siguientes millones de años estudiando su arte. Sólo tienes que pedirlo, Nell, y te pasaré esos conocimientos a ti.