Miranda miró su hoja de balance a final de mes y vio que su principal fuente de ingresos ya no era Ruta de la seda o La fierecilla domada, sino aquella historia de la Princesa Nell. En cierta forma era sorprendente, porque los trabajos para niños no se pagaban bien, pero por otro lado no lo era, porque últimamente había estado pasando una cantidad increíble de tiempo con ese ractivo.
Había empezado con poco: una historia, sólo de un par de minutos, sobre un castillo tenebroso, una malvada madrastra, una puerta con doce cerraduras. Hubiese sido fácil olvidar, excepto por dos cosas: pagaba mucho mejor que la mayoría de los trabajos para niños, porque buscaban específicamente ractrices muy buenas, y era oscuro y extraño según los estándares de la literatura infantil contemporánea. No mucha gente se dedicaba hoy en día a ese tipo de escenarios de los hermanos Grimm.
Ganó unos umus por su trabajo y se olvidó del asunto. Pero al día siguiente, el mismo número de contrato volvió a aparecer en su mediatrón. Aceptó el trabajo y se encontró leyendo la misma historia, excepto que era más larga y más compleja, y continuamente iba hacia atrás para centrarse en pequeños detalles de sí misma, que luego se ampliaban en historias por derecho propio.
Por la forma en que estaban conectados los ractivos, no tenía una respuesta directa del otro lado. Ella suponía que se trataba de una niña pequeña. Pero no podía oír la voz de la chica. A Miranda le aparecían pantallas de texto para leer, y las leía. Pero se daba cuenta de que el proceso de preguntas y búsqueda de detalles estaba dirigido por la niña. Había visto lo mismo durante sus días de institutriz. Sabía que al otro lado de la conexión había una niña pequeña preguntando por qué insaciablemente. Así que le daba un toque de entusiasmo a la voz al comienzo de cada línea, como si le encantase que le hubiesen hecho esa pregunta.
Cuando acabó la sesión, apareció la pantalla usual que le indicaba cuánto había ganado, el número de contrato y demás. Antes de pasar, pulsó el pequeño recuadro que decía MARQUE AQUÍ SI LE GUSTARÍA CONTINUAR LA RELACIÓN CON ESTE CONTRATO.
El recuadro de relación, lo llamaban, y sólo aparecía en los ractivos de alta calidad, en los que la continuidad era importante. El proceso de alteración funcionaba tan bien que cualquier ractor, hombre o mujer, bajo o soprano, sonaba igual al usuario final. Pero un cliente sofisticado podía distinguir a los ractores por sutiles diferencias de estilo, y una vez que tenían una relación con un intérprete les gustaba mantenerla. Una vez que Miranda le dio al recuadro y firmó, obtenía la primera oportunidad con todos los trabajos de la Princesa Nell.
Semanas después enseñaba a la niña a leer. Trabajaron con las letras durante un tiempo y luego vagaron por más historias de la Princesa Nell, se detuvieron en medio para una demostración rápida de las matemáticas básicas, volvieron a la historia, y luego se perdieron en una interminable secuencia de «¿por qué esto?» y «¿por qué aquello?». Miranda había pasado mucho tiempo con ractivos para niños, tanto de niña como de institutriz, y la superioridad de aquella cosa era evidente: como coger un antiguo tenedor de plata cuando llevabas veinte años comiendo con utensilios de plástico, o meterse dentro de un vestido de noche a medida cuando estabas acostumbrada a los vaqueros.
Esas y otras asociaciones le venían a la mente a Miranda en los raros momentos en que entraba en contacto con algo de calidad, y si no realizaba un esfuerzo consciente por detener el proceso, acababa recordando básicamente todo lo que le había sucedido en los primeros años de su vida: el Mercedes que la llevaba a una escuela privada, el candelabro de cristal que sonaba como las campanas de las hadas cuando lo tocaba, el dormitorio revestido con una cama de cuatro columnas con una colcha de seda. Por razones que todavía no estaban claras, Madre se había alejado de todo aquello para ir a lo que se consideraba pobreza en aquellos días. Miranda sólo recordaba que cuando estaba físicamente más cerca de Padre, Madre los vigilaba con mayor diligencia de la que parecía normal.
Un mes o dos después, Miranda salió cansada de una larga sesión de Princesa Nell y se sorprendió al darse cuenta de que había estado ocho horas seguidas sin interrupción. Tenía la garganta rota, y no había ido al baño en horas. Había ganado mucho dinero. Y la hora en Nueva York era algo así como las seis de la mañana, lo que hacía poco probable que la niña viviese allí. Debía de estar en una zona horaria no muy diferente de la de Miranda, y debía de sentarse jugando con el ractivo todo el día en lugar de ir a la escuela como debiera una niña rica. Eran pruebas muy débiles, pero Miranda nunca había necesitado muchas pruebas para confirmar su creencia en que los padres ricos eran tan capaces de joder la mente de sus hijos como cualquiera.