El juez Fang visita el Reino Celeste; se sirve el té en un lugar antiguo; un encuentro «casual» con el Doctor X

El juez Fang no se veía afectado por la incapacidad occidental para pronunciar el nombre del hombre conocido como Doctor X, a menos que una combinación de acentos cantonés y neoyorquino pudiese considerarse un impedimento del habla. Aun así, en sus discusiones con sus leales subordinados había adoptado el hábito de llamarle Doctor X.

Nunca había tenido razones para pronunciar su nombre hasta recientemente. El juez Fang era un magistrado de distrito para los Territorios Cedidos, que a su vez eran parte de la República Costera de China. El Doctor X casi nunca dejaba los límites del Viejo Shanghái, que era parte de otro distrito; más aún, se había limitado a una pequeña pero compleja subregión cuyos tentáculos parecían ramificarse sin fin por todos los bloques y edificios de la antigua ciudad. En el mapa, aquella región tenía el aspecto del sistema de raíces de un árbol enano de mil años; sus límites debían de tener cien kilómetros de largo, aunque contenía apenas un par de kilómetros cuadrados. Aquella región no era parte de la República Costera; se consideraba a sí misma como el Reino Medio, un vestigio viviente de la China Imperial, prohibitivamente la más grande y antigua nación del mundo.

Los tentáculos llegaban aún más lejos; el juez Fang lo sabía desde hacía mucho tiempo. Muchos de los miembros de las bandas que corrían por los Territorios Cedidos con marcas del bastón del juez Fang en el culo tenían conexiones en el continente que podían remontarse hasta el Doctor X. Raramente era útil investigar ese hecho, si no hubiese sido el Doctor X hubiese sido cualquier otro. El Doctor X era desacostumbradamente inteligente en tomar ventaja del principio de santuario, o derecho de asilo, lo que en el uso moderno simplemente quería decir que los oficiales de la República Costera como el juez Fang no podían entrar en el Reino Celeste y arrestar a alguien como el Doctor X. Así que cuando se molestaban en remontar las conexiones superiores de un criminal, se limitaban a dibujar una flecha hacia lo alto de la página hasta un signo, que consistía en una caja con una barra vertical en el medio. El signo quería decir Interior o Medio, como en Reino Medio, aunque para el juez Fang sólo quería decir, simplemente, problemas.

En la Casa del Venerable e Inescrutable Coronel y otros lugares frecuentados por el juez Fang, el nombre del Doctor X había sido pronunciado con mayor frecuencia en las últimas semanas. El Doctor X había intentado sobornar a todos en la jerarquía del juez Fang, excepto al juez mismo. Por supuesto, las aproximaciones habían sido realizadas por personas cuyas conexiones con el Doctor X eran de lo más tenues, y habían sido tan sutiles que los sobornados no se habían dado cuenta de lo que sucedía hasta días o semanas después, cuando de pronto se sentaban en la cama, «¡Intentaba sobornarme! Debo decírselo al juez Fang».

Debido al santuario, eso había representado un par de felices y estimulantes décadas, en las que el juez Fang medía su ingenio contra el del Doctor, un digno adversario al menos y algo refrescante después de los bribones bárbaros, apestosos y ladrones. Tal y como era, las maquinaciones del Doctor X eran de interés puramente abstracto. Pero no eran menos interesantes por ello, y muchos días, mientras la señorita Pao recorría la línea familiar de charla sobre ojos-celeste, detección heurística de robos, y aeróstatos de marcaje, el juez Fang se encontraba con que su atención vagaba por Shanghái hasta la antigua ciudad, hasta el establecimiento del Doctor X.

Se decía que el Doctor frecuentemente tomaba el té por la mañana en un viejo salón de té, así que una mañana el juez Fang se dejó caer por el lugar. Se había construido siglos antes, en el centro de un estanque. Grupos de peces de finos colores colgaban justo bajo la superficie de agua marrón, brillando como carbones encendidos, mientras el juez Fang y sus asistentes, la señorita Pao y Chang, cruzaban el río.

Una creencia china decía que a los demonios sólo les gusta moverse en línea recta. Por tanto, el puente zigzagueaba no menos de nueve veces en su camino al centro del estanque. En otras palabras, el puente era un filtro para demonios y el salón de té estaba libre de ellos, lo cual parecía de limitada utilidad si todavía permitía el paso a personas como el Doctor X. Pero al juez Fang, criado en una ciudad de largas avenidas rectas, llena de personas que hablaban directamente, le resultaba útil que le recordaran que según el punto de vista de algunas personas, incluyendo al Doctor X, todo lo recto sugería demonios; más natural y humano era el camino siempre cambiante, en el que no podías ver la siguiente esquina, y en el que el plan general sólo podía conocerse después de largas reflexiones.

El salón de té en sí mismo estaba construido con madera sin pulir, envejecida hasta tener un agradable tono gris. Parecía desvencijado pero evidentemente no lo estaba. Era estrecho y alto, dos pisos de alto con un orgulloso techo en forma de ala. Se entraba por una puerta baja y estrecha, construida por y para los crónicamente mal alimentados. El interior tenía el ambiente de una cabaña rústica en un lago. El juez Fang había estado antes allí, de paisano, pero hoy se había colocado una toga sobre el traje a rayas grises; una vestimenta razonablemente sutil, fúnebre en comparación con lo que la gente solía vestir en China. También llevaba un gorro negro con un unicornio bordado, lo que en mucha compañía hubiese sido arrojado junto con el arco iris y los elfos pero que aquí se entendería por lo que era, un antiguo símbolo de la agudeza. Era seguro que el Doctor X entendería el mensaje.

El personal del salón de té tuvo mucho tiempo para darse cuenta de que venían mientras ellos negociaban los muchos rebordes del camino. Un administrador y un par de camareros les esperaban en la puerta, haciendo reverencias mientras se aproximaban.

Al juez Fang le habían criado con Cheerios, hamburguesas y burritos llenos de frijoles y carne. Tenía algo menos de dos metros de altura. Su barba era muy poblada, se la había dejado crecer durante un par de años, y el pelo le caía por debajo de los hombros. Aquellos elementos, más el birrete y la túnica, y en combinación con el poder que el Estado le había concedido, le daba cierta presencia de la que era muy consciente. Intentaba no estar demasiado satisfecho de sí mismo, porque eso hubiese ido contra los preceptos de Confucio. Por otro lado, el confucianismo era un asunto de jerarquías, y aquéllos que se encontraban en posición superior se suponía que debían comportarse con cierta dignidad. El juez Fang podía emplear ese poder cuando era necesario. Lo usaba ahora para ganarse un sitio en la mejor mesa en el primer piso, en la esquina, con una buena vista de una pequeña ventana que daba a los vecinos jardines de la era Ming. Todavía estaba en la República Costera, en el medio del siglo veintiuno. Pero podía haberse encontrado en el Reino Medio de antaño, y para todo propósito e intención así lo estaba.

Chang y la señorita Pao se separaron de su maestro y pidieron una mesa en el segundo piso, subiendo una estrecha y alarmante escalera, dejando al juez Fang en paz mientras hacía que su presencia fuese forzosamente evidente para el Doctor X, que resulta que estaba allá arriba, como siempre a esa hora de la mañana, bebiendo té y hablando con sus venerables asistentes.

Cuando el Doctor X bajó media hora más tarde, estaba, sin embargo, alegre y sorprendido por ver al moderadamente famoso y muy respetado juez Fang sentado solo mirando al estanque, con su banco de peces parpadeando vacilantes. Cuando se aproximó a la mesa para presentar sus respetos, el juez Fang le invitó a tomar asiento, y después de varios minutos de cuidadosas negociaciones sobre si aquélla sería o no una intromisión imperdonable en la intimidad del magistrado, el Doctor X al final, agradecido, renuente y respetuoso, tomó asiento.

Los dos hombres discutieron largamente sobre cuál de los dos estaba más honrado por la compañía del otro, seguido de una exhaustiva discusión sobre los méritos relativos de los distintos tés ofrecidos por los propietarios, si las hojas debían recogerse a principios o finales de abril, si el agua debía hervir violentamente como siempre hacían los patéticos gwailos o limitarse a ochenta grados centígrados.

Eventualmente, el Doctor X felicitó al juez Fang por su gorro, especialmente por el bordado. Eso significaba que había notado el unicornio y entendido su mensaje, y éste era que el juez Fang había visto a través de todos sus esfuerzos de soborno.

No mucho después, la señorita Pao bajó y sintiéndolo mucho informó al juez de que su presencia era urgentemente requerida en la escena de un crimen en los Territorios Cedidos. Para evitarle al juez Fang la vergüenza de dar por terminada la conversación, al Doctor X se le aproximó, momentos más tarde, un miembro de su equipo, que le susurró algo al oído. El doctor se disculpó por tener que marcharse, y los dos hombres entraron en un argumento muy gentil sobre cuál de los dos era más inexcusablemente rudo, y luego sobre quién precedería al otro por el puente. El juez Fang acabó yendo primero, porque se consideraban sus deberes más importantes, y así acabó el primer encuentro entre el juez Fang y el Doctor X. El juez estaba muy feliz; había salido justo como lo había planeado.