Antes de que los europeos anclasen en ella, Shanghái había sido una villa fortificada en el río Huangpu, pocos kilómetros al sur de su confluencia con el estuario del Yangtsé. La mayor parte de su arquitectura era estilo dinastía Ming muy sofisticado: jardines privados para las familias ricas, una calle de tiendas aquí y allá para ocultar los barrios bajos, un salón de té raquítico y vertiginoso que se elevaba desde una isla en el centro de un estanque. Más recientemente la muralla había sido derribada y se había construido un camino de circunvalación sobre sus cimientos. La vieja concesión francesa había rodeado el lado norte, y en ese vecindario, en una esquina que miraba a la carreta anular dentro de la vieja ciudad, se había construido el Teatro Parnasse a finales del siglo XIX. Miranda había trabajado allí durante cinco años, pero la experiencia había sido tan intensa que a menudo le parecían más bien cinco días.
El Parnasse había sido construido cuando los europeos se tomaban en serio su europeidad y no se disculpaban por ella. La fachada era clásica: un pórtico de tres cuartos en la esquina, soportado por columnas corintias, todo fabricado con caliza blanca. El pórtico estaba rodeado por una marquesina blanca, del año 1990, rodeada por tubos de neón púrpuras y rosas. Hubiese sido muy fácil arrancarla y sustituirla por algo mediatrónico, pero disfrutaban sacando las escaleras de bambú y colocando las letras de plástico negro en su sitio, anunciando lo que hiciesen esa noche. A veces bajaban la gran pantalla mediatrónica y pasaban películas, y los occidentales venían de todo el Gran Shanghái, vestidos con esmóquines y trajes de noche, y se sentaban en la oscuridad viendo Casablanca o Bailando con lobos. Y al menos dos veces por mes, la Compañía Parnasse se subía de veras al escenario y lo hacía: se convertían en actores en lugar de ractores por una noche, luces, pintura y disfraces. Lo más difícil era adoctrinar a la audiencia; a menos que fuesen aficionados al teatro, siempre querían subirse al escenario e interactuar, lo que lo alteraba todo. El teatro en vivo era un gusto antiguo y peculiar, más o menos al mismo nivel que escuchar cantos gregorianos, y no pagaba las facturas. Pagaban las facturas con ractivos.
El edificio era alto y estrecho, sacándole todo el provecho al caro suelo de Shanghái, así que el proscenio era casi cuadrado, como los viejos televisores. Encima de él se encontraba el busto de una olvidada actriz francesa, apoyada en alas doradas, flanqueada por ángeles con trompetas y coronas de laurel. El techo era un fresco circular que representaba a las musas entreteniéndose con etéreas togas. Colgaba un candelabro del centro; las bombillas incandescentes habían sido reemplazadas por cosas nuevas que no se agotaban, y ahora iluminaba por igual las filas de pequeños asientos colocados muy juntos en la platea. Había tres balcones y tres pisos de palcos individuales, dos en el lado izquierdo y dos en el lado derecho de cada nivel. Las partes delanteras de los palcos y los balcones estaban pintadas con imágenes de la mitología clásica, el color predominante allí y en otras partes era un azul de huevo de petirrojo muy francés. El teatro estaba lleno de escayolas, así que los rostros de querubines, cansados dioses romanos, troyanos desapasionados y similares, estaban siempre sobresaliendo de columnas, plafones y cornisas, cogiéndote por sorpresa. La mayor parte de la decoración estaba astillada por las balas de los fogosos Guardias Rojos durante los tiempos de la Revolución Cultural. Exceptuando los agujeros de bala, el Parnasse estaba en una forma bastante decente aunque, en ocasiones, en el siglo XX, se habían colocado tuberías de hierro negro verticales alrededor de los palcos y horizontalmente frente a los balcones para poder sujetar las luces. Actualmente las luces tenían el tamaño de monedas —dispositivos de fase con sus propias baterías— y podían pegarse en cualquier sitio y controlarse por radio. Pero los tubos todavía estaban allí, algo que requería muchas explicaciones cuando venían los turistas.
Cada uno de los doce palcos tenía su propia puerta, y una cortina alrededor de la parte delantera para que los ocupantes pudiesen tener algo de intimidad entre actos. Habían guardado las cortinas con naftalina y las habían sustituido por pantallas móviles a prueba de ruido, también habían sacado los asientos y los habían colocado en el sótano. Ahora cada palco era una habitación privada en forma de huevo del tamaño justo para servir de escenario corporal. Esos doce escenarios generaban el setenta y cinco por ciento de los ingresos del Teatro Parnasse.
Miranda comprobó su escenario media hora antes para realizar un diagnóstico de su rejilla tatuada. Los ‘sitos no duraban para siempre; la electricidad estática o los rayos cósmicos podían sacarlos de su posición, y si dejabas que tu instrumento de trabajo se arruinase por pura vagancia, no merecías llamarte ractor.
Miranda había decorado las paredes muertas de su propio escenario con pósters y fotos de modelos, en su mayoría actrices de los pasivos del siglo veinte. Tenía una silla en una esquina para papeles que exigían sentarse. También había una pequeña mesa de café donde colocó su latte triple, una botella de dos litros de agua mineral y una caja de pastillas para la garganta. Luego se quitó la ropa y se quedó en leotardos y mallas negras, colgando la ropa de calle tras la puerta. Otro ractor se hubiese quedado desnudo, hubiese vestido ropas de calle o hubiese intentado encajar el traje con el papel que interpretaba, si era lo suficientemente afortunado para saberlo por adelantado. En esa época, sin embargo, Miranda nunca lo sabía. Tenía pujas para Kate en la versión ractiva de La fierecilla domada (que era una carnicería, pero popular entre cierto tipo de usuario masculino); Escarlata O’Hara en el ractivo Lo que el viento se llevó; una agente doble llamada Ilse en un thriller de espionaje situado en un tren que atravesaba la Alemania nazi; y Rhea, una damisela neovictoriana en apuros en Ruta de la seda, una comedia romántica de aventuras situada en el lado equivocado del Shanghái contemporáneo. Ella misma había creado el papel. Después de que llegasen los buenos comentarios («¡un retrato sorprendentemente Rhea-lista por parte de la recién llegada Miranda Redpath!») había interpretado poco más durante un par de meses, aunque su tarifa era tan alta que la mayoría de los usuarios optaban por una suplente o se contentaban con mirar pasivamente por una décima parte del precio. Pero el distribuidor había hecho una chapuza con la publicidad cuando intentaron llevarla más allá del mercado de Shanghái, y ahora Ruta de la seda se encontraba en el limbo mientras rodaban varias cabezas.
Cuatro papeles principales era todo lo que podía mantener en la cabeza simultáneamente. Los apuntadores hacían posible interpretar cualquier papel sin haberlo visto antes, si no te importaba quedar como una idiota. Pero Miranda tenía ahora una reputación y no podía permitirse malos trabajos. Para llenar los huecos cuando las cosas iban lentas, tenía otra tarifa bajo otro nombre, para trabajos más fáciles: en su mayoría trabajos de narración, más cualquier cosa que tuviese que ver con niños. No tenía hijos propios, pero todavía se comunicaba con los que había cuidado durante sus días de institutriz. Le encantaba ractuar con niños, y, además, era un buen ejercicio para la voz, recitando esas pequeñas rimas de la forma adecuada.
—Practicar Kate de La fierecilla —dijo, y la constelación en forma de Miranda fue reemplazada por una mujer de pelo oscuro con felinos ojos verdes, vestida con un traje que era el concepto que tenía un diseñador de lo que una mujer rica de la Italia del Renacimiento querría vestir. Miranda tenía grandes ojos de conejo mientras que Kate tenía ojos de gato, y los ojos de gato se usaban de forma distinta a los ojos de conejo, especialmente cuando se lanzaba alguna frase ingeniosa. Carl Hollywood, el fundador de la compañía y dramaturgo, que se había sentado pasivamente en su Fierecilla, le había sugerido que necesitaba más trabajo en esa área. No muchos clientes disfrutaban de Shakespeare o siquiera sabían quién era, pero los que sí lo sabían tendían a estar en la zona de ingresos más alta y valía la pena dirigirse a ellos. Normalmente ese tipo de motivación no surtía efecto en Miranda, pero había descubierto que algunos de aquellos caballeros (idiotas esnobs, sexistas y ricos) eran muy buenos ractores. Y todo profesional sabía que era un extraño placer ractuar con alguien que sabía lo que hacía.
El Turno comprendía el prime time de Londres, la Costa Este y la Costa Oeste. En hora de Greenwich, comenzaba alrededor de las nueve de la tarde, cuando los londinenses acababan de cenar y buscaban algo para entretenerse, y acababa a las siete de la mañana cuando los californianos se iban a la cama. No importaba en qué zona horaria viviesen, todos los ractores intentaban trabajar durante esas horas. En la zona horaria de Shanghái, El Turno iba desde las cinco de la madrugada hasta la tarde, y a Miranda no le importaba pasarse un poco si algún californiano bien situado quería estirar un ractivo hasta bien entrada la noche. Algunos de los ractores en su compañía no llegaban hasta la tarde, pero Miranda todavía soñaba con vivir en Londres e intentaba llamar la atención de los sofisticados clientes de esa ciudad. Por tanto, siempre iba a trabajar temprano.
Cuando acabó su calentamiento y entró, encontró una oferta esperándola. El agente de casting, que era un software semiautónomo, había reunido una compañía de nueve clientes, suficientes para ractuar en los papeles invitados de Primera clase a Ginebra, que trataba de intrigas entre ricos en un tren en la Francia ocupada por los nazis, y que era a los ractivos lo que La ratonera al teatro pasivo. Era una pieza colectiva: nueve papeles invitados asumidos por los clientes, tres papeles algo mayores y llenos de glamour asumidos por ractores como Miranda. Uno de los personajes era, sin que los demás lo supiesen, un espía aliado. Otro era un coronel de incógnito de las SS, otro era un judío en secreto, otro era un agente de la Cheka. A veces había un alemán que intentaba escapar al lado aliado. Pero nunca se sabía quién era quién cuando comenzaba el ractivo; el ordenador cambiaba los papeles al azar.
Se pagaba bien por el alto ratio pagador/pagado. Miranda aceptó provisionalmente la oferta. Otro de los papeles todavía no había sido ocupado, así que mientras esperaba, pujó y ganó un trabajo de relleno. El ordenador la transformó en la cara de una adorable joven cuyo rostro y pelo tenía el aspecto de la moda de Londres en ese momento; llevaba el uniforme de una agente de billetes de la British Airways.
—Buenas tardes, señor Oremland —dijo efusiva, leyendo el apuntador. El ordenador produjo una voz aún más animada y realizó sutiles correcciones en su acento.
—Buenas tardes, esto… Margaret —dijo el británico con papada mirando fuera del panel del mediatrón. Llevaba gafas y tuvo que entrecerrar los ojos para leer su nombre en la tarjeta que llevaba prendida al pecho. Llevaba la corbata suelta sobre el pecho, un gin tonic en una mano peluda, y le gustaba el aspecto de aquella Margaret. Eso estaba casi garantizado, ya que Margaret había sido creada por el ordenador de marketing en Londres, que sabía más sobre los gustos de los caballeros en materia de chicas de lo que a ellos les hubiese gustado creer.
—¿¡Seis meses sin vacaciones!? Qué aburrido —dijo Miranda/Margaret—. Debe de estar haciendo algo terriblemente importante —siguió diciendo, graciosa sin ser desagradable, compartiendo un chistecito entre los dos.
—Sí, supongo que incluso ganar mucho dinero se hace aburrido con el tiempo —contestó el hombre, más o menos en el mismo tono.
Miranda miró la hoja de personajes de Primera clase a Ginebra. Estaba jodida si ese señor Oremland se pasaba hablando y la obligaba a dejar el papel importante. Aunque parecía de esa clase de tíos inteligentes.
—Sabe, es una buena época para visitar Atlantan Oeste en África, y la nave aérea Gold Coast saldrá en dos semanas… ¿le reservo un cuarto para usted? ¿Quizá con una acompañante?
El señor Oremland parecía dubitativo.
—Llámame pasado de moda —dijo—, pero cuando dice África, pienso en SIDA y parásitos.
—Oh, no en África Oeste, señor, no en las nuevas colonias. ¿Le gustaría un tour rápido?
El señor Oremland le dio a Miranda/Margaret un largo y escrutador vistazo sexual, suspiró, comprobó la hora y pareció recordar que ella era un ser imaginario.
—Gracias igualmente —dijo y la cortó.
Justo a tiempo; la hoja de Ginebra acababa de llenarse. Miranda sólo tenía unos segundos para cambiar de contexto y meterse en el personaje de Ilse antes de encontrarse sentada en un vagón de primera clase, en un tren de pasajeros de mediados del siglo veinte, mirando en el espejo a una diosa de hielo rubia de ojos azules y mejillas altas. Abierta sobre la mesa había una carta escrita en yiddish.
Así que esa noche ella era la judía de incógnito. Rompió la carta en trozos pequeños y los tiró por la ventana, luego hizo lo mismo con un par de estrellas de David que sacó del joyero. Aquello era un ractivo total y no había nada que impidiese a cualquier otro personaje el entrar en su coche y registrar todas sus posesiones. Luego acabó de ponerse el maquillaje y elegir traje, y fue al coche comedor para cenar. Casi todos los demás personajes estaban ya allí. Los nueve amateurs estaban rígidos y envarados como siempre, los otros dos profesionales circulaban a su alrededor intentando soltarlos un poco, romper su autoconsciencia y colocarlos en sus personajes.
Ginebra acabó durando tres horas. Uno de los clientes casi la echa abajo, ya que claramente se había apuntado exclusivamente con el propósito de llevarse a Ilse a la cama. Él resultó ser el coronel secreto de las SS; pero estaba tan obsesionado con follarse a Ilse que pasó toda la tarde fuera de su personaje. Finalmente Miranda lo atrajo a la cocina en la parte trasera del coche comedor, le metió un cuchillo de carnicero de un pie de largo, y lo dejó en el refrigerador. Había interpretado aquel papel un par de cientos de veces y conocía la posición de cada objeto potencialmente letal en el tren.
Después de un ractivo se consideraba buenas maneras ir a la Habitación de Invitados, un pub virtual donde charlar fuera del personaje con los otros ractores. Miranda pasó de eso porque sabía que aquel desgraciado estaría esperándola.
Luego hubo una pausa de una hora más o menos. El prime time en Londres ya había pasado, y los neoyorquinos estaban cenando. Miranda fue al baño, comió un poco, y cogió un par de trabajos infantiles.
Los chicos de la Costa Oeste volvían de la escuela y se metían directamente en los caros ractivos educacionales que los padres ponían a su disposición. Esas cosas creaban una plétora de papeles extremadamente cortos pero divertidos; en rápida sucesión el rostro de Miranda se transformó en un pato, un conejo, un árbol parlante, la eternamente elusiva Carmen Sandiego, y el repulsivamente empalagoso Doogie el Dinosaurio. Cada uno representaba un par de líneas como mucho:
—¡Eso es! ¡B es por balón! Me gusta jugar con balones, ¿y a ti, Matthew?
—¡Vamos, Victoria! ¡Puedes hacerlo!
—Las hormigas soldado tienen mandíbulas mayores y más fuertes que las obreras y representan un papel importante en la defensa del hormiguero contra los depredadores.
—¡Por favor, no me arrojes en ese zarzal, Br’er Fox!
—¡Hola, Roberta! Te he echado de menos todo el día. ¿Cómo fue tu viaje a Disneylandia?
—Las naves aéreas del siglo veinte estaban llenas de hidrógeno inflamable, o aire caliente ineficaz, pero nuestras versiones modernas están literalmente llenas de nada en absoluto. Las nanoestructuras de alta resistencia hacen posible sacar todo el aire de la envoltura de una nave aérea y llenarla de vacío. ¿Has estado alguna vez en una nave aérea, Thomas?