El juez Fang visita su distrito; la señorita Pao prepara una demostración; el caso del libro robado adquiere una profundidad inesperada

Cuando el juez Fang atravesó la Altavía en su cabalina, acompañado por sus asistentes, Chang y la señorita Pao, vio que los Territorios Cedidos estaban inmersos en una niebla mefítica. Las cumbres esmeraldas de Atlantis/Shanghái flotaban sobre la mugre. Un grupo de aeróstatos reflectantes rodeaba el alto territorio, protegiéndolo de los intrusos mayores y más evidentes; desde allí, a varios kilómetros de distancia, las vainas individuales no eran visibles, pero podían verse en conjunto como un reflejo sutil en el aire, una vasta burbuja, perfectamente transparente, que rodeaba al sacrosanto territorio de los angloamericanos, deformándose a un lado y otro bajo el viento cambiante pero sin romperse jamás.

La vista se estropeaba al acercarse a los Territorios Cedidos y entrar en la niebla eterna. Varias veces mientras recorrían las calles de los T.C., el juez Fang realizó un gesto peculiar: doblaba los dedos de la mano derecha formando un cilindro, como si agarrase un tallo de bambú invisible. Colocaba la otra mano debajo, formando una cavidad negra y cerrada, y luego miraba dentro con un ojo. Cuando miraba en la burbuja de aire así formada, veía la oscuridad llena de luz centelleante; algo así como mirar en una cueva llena de luciérnagas, excepto que aquellas luces eran de todos los colores, y éstos eran tan puros y cristalinos como los de las joyas.

La gente que vivía en los T.C. y que realizaba aquel gesto, frecuentemente era capaz de decir qué sucedía en el mundo microscópico. Sabía cuándo pasaba algo. Si el gesto se realizaba durante una guerra de tóner, el resultado era espectacular.

Hoy ni de lejos estaba cerca del nivel de guerra de tóner, pero era razonablemente intenso. El juez Fang sospechaba que tenía algo que ver con el propósito de su salida, que la señorita Pao se había negado a explicar.

Acabaron en un restaurante. La señorita Pao insistió en una mesa en la terraza, aunque parecía que iba a llover. Acabaron mirando a la calle tres pisos más abajo. Incluso a esa distancia era difícil distinguir los rostros a través de la niebla.

La señorita Pao sacó un paquete rectangular envuelto en Nanobar del bolso. Lo desenvolvió y sacó dos objetos más o menos del mismo tamaño y forma: un libro y un trozo de madera. Los colocó uno al lado del otro sobre la mesa. Luego los ignoró, volviendo la atención hacia el menú. Siguió ignorándolos durante varios minutos más, mientras ella, Chang y el juez Fang bebían té, intercambiaban conversaciones amables, y comenzaban a comer.

—Cuando Su Señoría pueda —dijo la señorita Pao—, le invito a examinar estos dos objetos que he colocado sobre la mesa.

El juez Fang se sorprendió: aunque la apariencia del trozo de madera no había cambiado, el libro había quedado cubierto por una gruesa capa de polvo gris, como si hubiese enmohecido durante varias décadas.

—Ooooh —soltó Chang, sorbiendo una larga madeja de tallarines en el buche y sacando los ojos en dirección a la extraña exhibición.

El juez Fang se levantó, caminó alrededor de la mesa, y se inclinó para ver mejor. El polvo gris no estaba distribuido uniformemente; era más grueso hacia los bordes de la portada del libro. Abrió el libro y se sorprendió al comprobar que el polvo se había filtrado incluso en el interior de las páginas.

—Este polvo tiene un propósito en la vida —observó el juez Fang.

La señorita Pao señaló significativamente hacia el trozo de madera. El juez Fang lo cogió y lo examinó por todos lados; estaba limpio.

—¡Esta sustancia también discrimina! —dijo el juez Fang.

—Es tóner confuciano —dijo Chang, tragándose finalmente los tallarines—. Siente pasión por los libros.

El juez sonrió tolerante y miró a la señorita Pao esperando una explicación.

—Doy por supuesto que ha examinado esta nueva especie de bicho.

—Es aún más interesante —dijo la señorita Pao—. Durante la última semana, han aparecido no una sino dos nuevas especies de bichos en los Territorios Cedidos; ambas programadas para buscar cualquier cosa que parezca un libro —buscó dentro del bolso y le pasó al maestro una hoja enrollada de papel mediatrónico.

Una camarera se apresuró a ayudarles a mover a un lado los platos y las tazas de té. El juez Fang desenrolló el papel y lo sujetó con varias piezas de porcelana. El papel estaba dividido en dos paneles, cada uno con la imagen ampliada de un dispositivo microscópico. El juez Fang podía ver que ambos estaban fabricados para navegar por el aire, pero aparte de eso, apenas podrían haber sido más diferentes. Uno parecía una obra de la naturaleza; tenía varios brazos extravagantes y elaborados, y poseía cuatro enormes y muy complejos dispositivos de recepción separados en ángulos de noventa grados.

—¡Los oídos de un murciélago! —exclamó Chang, trazando sus curvas imposibles con la punta de un palillo.

El juez Fang no dijo nada pero se recordó a sí mismo que esa clase de aproximación rápida era el tipo de cosas en las que Chang sobresalía.

—Parece usar la ecolocalización, justo como un murciélago —admitió la señorita Pao—. El otro, como puede ver, es de diseño radicalmente diferente.

El otro bicho parecía una nave espacial concebida por Julio Verne. Tenía la forma aerodinámica de una gota, un par de brazos manipuladores recogidos cuidadosamente contra el fuselaje, y una profunda cavidad cilíndrica en la nariz que el juez Fang supuso sería un ojo.

—Éste ve la luz en el rango ultravioleta —dijo la señorita Pao—. A pesar de las diferencias, cada uno hace lo mismo: busca libros. Cuando encuentra un libro, aterriza en la portada y va hacia el borde, luego se mete entre las páginas y examina la estructura interna del papel.

—¿Qué busca?

—No hay forma de saberlo, a menos que desensamblemos su sistema computacional interno y descompilemos el programa… lo cual es difícil —dijo la señorita Pao, con característica subestimación—. Cuando descubre que ha estado investigando un libro normal hecho de viejo papel, se desactiva y se convierte en polvo.

—Por tanto, hay muchos libros sucios en los Territorios Cedidos —dijo Chang.

—Para empezar, no hay demasiados libros —dijo el juez Fang. La señorita Pao y Chang rieron, pero el juez no dio señales de haber hecho un chiste; era simplemente una observación.

—¿Qué conclusión saca, señorita Pao? —dijo el juez.

—Dos grupos diferentes están registrando los Territorios Cedidos buscando el mismo libro —dijo la señorita Pao.

No tuvo que decir que el blanco de aquella búsqueda era probablemente el libro robado al caballero llamado Hackworth.

—¿Puede especular sobre la identidad de esos grupos?

—Por supuesto, ninguno de los dispositivos lleva la marca de su creador. El de orejas de murciélago parece del Doctor X; la mayor parte de sus características parecen producto de la evolución, no de la ingeniería, y el Circo de Pulgas del doctor no es más que un esfuerzo por recopilar todos los bichos evolucionados con características útiles. A primera vista, el otro dispositivo podría haber sido producido por un taller de ingeniería asociado con cualquier phyle importante: Nipón, Nueva Atlantis, Indostán o la Primera República Distribuida serían los sospechosos más importantes. Pero en un examen más profundo encuentro un nivel de elegancia…

—¿Elegancia?

—Perdóneme, Su Señoría, el concepto no es fácil de explicar; hay una cualidad inefable en cierta tecnología, descrita por sus creadores como ingenio, excelencia técnica o un buen truco; signos de haber sido producido con gran cuidado por uno que no sólo estaba motivado sino inspirado. Es la diferencia entre un ingeniero y un hacker.

—¿O entre un ingeniero y un Artifex? —dijo el juez Fang.

Una ligera sonrisa pasó por el rostro de la señorita Pao.

—Me temo que he metido a esa niña en problemas más complejos de lo que suponía —dijo el juez Fang.

Enrolló el papel y se lo devolvió a la señorita Pao. Chang volvió a colocar la taza del juez frente a él y le sirvió más té. Sin pensar en ellos, el juez juntó el pulgar y las puntas de los dedos y golpeó ligeramente sobre la mesa varias veces.

Era un antiguo gesto en China. La historia decía que a uno de los primeros emperadores le gustaba vestirse de persona común y viajar por el Reino Medio para ver cómo les iba a los campesinos. Frecuentemente, cuando él y su equipo estaban sentados en una mesa en alguna posada, él les servía el té a todos. No podían hacerle una reverencia sin dejar clara su identidad, por lo que hacían aquel gesto, usando las manos para imitar el acto de arrodillarse. Ahora los chinos lo usaban para darse las gracias los unos a los otros en la mesa. De vez en cuando, el juez Fang se descubría haciéndolo, y meditaba sobre lo curioso que era ser chino en un mundo sin Emperador.

Se quedó sentado, con las manos ocultas en las mangas, y meditó sobre aquel y otros temas durante varios minutos, viendo cómo se elevaba el vapor del té formando una niebla que se condensaba alrededor de los cuerpos de los micro-aeróstatos.

—Pronto impondremos nuestra presencia ante el señor Hackworth y el Doctor X y descubriremos más observando sus reacciones. Consideraré la forma correcta de hacerlo. Mientras tanto, preocupémonos de la niña. Chang, visite su apartamento y vea si hay problemas allí… personajes sospechosos en los alrededores.

—Señor, con todos los respetos, cualquiera que viva en el edificio de la niña es un personaje sospechoso.

—Sabe lo que quiero decir —dijo el juez Fang con aspereza—. El edificio debería tener un sistema para filtrar bichos del aire. Si el sistema funciona correctamente, y si la niña no saca el libro del edificio, tendría que pasar desapercibida a éstos —el juez hizo una marca en el polvo sobre la portada del libro y se llenó los dedos de tóner—. Hable con el encargado del edificio, y hágale saber que el sistema de filtrado de aire va a ser inspeccionado, y que va en serio y no se trata de una petición de soborno.

—Sí, señor —dijo Chang. Echó la silla hacia atrás, se levantó, hizo un saludo y salió del restaurante, deteniéndose sólo para sacar un palillo de dientes del dispensador en la entrada. Hubiese sido aceptable que acabase su almuerzo, pero, en el pasado, Chang había demostrado preocupación por la seguridad de la niña, y aparentemente no quería malgastar el tiempo.

—Señorita Pao, coloque dispositivos de vigilancia en el piso de la chica. Al principio cambiaremos y verificaremos las cintas una vez al día. Si el libro no es detectado pronto, empezaremos a cambiarlas una vez por semana.

—Sí, señor —dijo la señorita Pao. Se colocó las gafas fenomenoscópicas. Una luz de colores se reflejaba en la superficie de sus ojos mientras se perdía en algún tipo de interfaz. El juez Fang llenó su taza, la colocó entre las palmas, y paseó por el borde de la terraza. Tenía cosas más importantes de qué preocuparse que una niña y su libro; pero sospechaba que a partir de ahora en eso sería en lo único en lo que pensaría.