—Al girar, la cadena de un nunchaco tiene una firma de radar única, similar a la de una hélice de helicóptero pero más ruidosa —dijo la señorita Pao, mirando al juez Fang por encima de las medio lentes de su gafas fenomenoscópicas. Los ojos se le salieron de foco y parpadeó; había estado perdida en alguna imagen mejorada en tres dimensiones, y era desorientador ajustarse a la realidad ordinaria—. Un conjunto de esas estructuras fue reconocido por uno de los ojos-celeste del D.P. de Shanghái diez segundos después de las 23.51 horas.
Mientras la señorita Pao se abría paso por el sumario, las imágenes fueron apareciendo en la gran hoja de papel mediatrónico que el juez Fang había desenrollado sobre el mantel y que sostenía con sujetapapeles de jade. En aquel momento, la imagen era un mapa de un Territorio Cedido llamado Encantamiento, señalando un punto, cerca de la Altavía. En la esquina había otro panel que contenía la imagen estándar de un ojo-celeste anticrimen, que siempre le había parecido al juez Fang como una pelota de fútbol americano rediseñada por un fetichista: brillante, negra y adornada.
La señorita Pao siguió hablando.
—El ojo-celeste envió un grupo de ocho aeróstatos más pequeños equipados con cámaras de cine.
La extraña pelota de fútbol fue sustituida por una imagen de una nave en forma de gota, del tamaño aproximado de una almendra, que arrastraba una antena, con un orificio en la nariz protegido por un iris incongruentemente hermoso. El juez Fang no miraba realmente; al menos tres cuartas partes de los casos que se presentaban ante él comenzaban con un sumario casi exactamente igual que aquél. Había que atribuir a la seriedad y diligencia de la señorita Pao que siempre pudiese contar cada historia como si fuese distinta. Era un desafío para la profesionalidad del juez Fang oírlas todas con el mismo espíritu.
—Al llegar a la escena —dijo la señorita Pao—, grabaron las actividades.
En el papel mediatrónico del juez Fang la gran imagen de un mapa fue sustituida por una imagen en movimiento. Las figuras estaban lejos, un montón de píxeles relativamente oscuros que se abrían paso por un fondo gris como estorninos reuniéndose antes de una tempestad de invierno. Se hicieron mayores y mejor definidos a medida que los aeróstatos se acercaban a la acción.
Había un hombre hecho un ovillo en la calle con los brazos alrededor de la cabeza. En aquel momento ya habían guardado los nunchacos, y las manos estaban ocupadas recorriendo los innumerables bolsillos del traje del caballero. En ese momento la imagen pasó a cámara lenta. Apareció un reloj fugaz que osciló hipnóticamente al final de una cadena de oro. Una pluma de plata brilló como un cohete elevándose y desapareció entre los pliegues de la vestimenta a prueba de bichos de alguien. Y luego apareció algo más, más difícil de distinguir: grande, casi negro, blando por los bordes. Un libro, quizá.
—El análisis heurístico de las imágenes sugiere un probable crimen violento en ejecución —dijo la señorita Pao.
El juez Fang valoraba los servicios de la señorita Pao por muchas razones, pero su inexpresiva exposición le era especialmente preciosa.
—Así que el ojo-celeste envió otro grupo de aeróstatos especializados en marcaje.
Apareció la imagen de un aeróstato marcador: más pequeño y estrecho que los de vigilancia, recordaba a un avispón al que le hubiesen arrancado las alas. Las células que contenían las pequeñas turbinas de aire, que daban al dispositivo su capacidad para moverse en el aire, eran muy evidentes; estaba construido para la velocidad.
—Los presuntos asaltantes adoptaron contramedidas —dijo la señorita Pao, usando nuevamente ese tono inexpresivo. En la imagen, los criminales se retiraban. El aeróstato los siguió con un buen aumento. El juez Fang, que había visto miles de horas de películas de criminales huyendo de la escena del crimen, miró con ojos entrenados. Ladrones menos sofisticados se hubiesen limitado a correr llenos de pánico, pero aquel grupo procedía metódicamente, dos en una bicicleta, una persona pedaleando y maniobrando mientras la otra se ocupaba de las contramedidas. Dos de ellos descargaban al aire desde las bicicletas fuentes de material desde latas parecidas a extintores de incendios, agitándolas en todas direcciones—. Siguiendo un modelo que se ha hecho familiar para las fuerzas de la ley —dijo la señorita Pao—, dispersaron espuma adhesiva que obstruyó las tomas de aire de las turbinas de los aeróstatos, haciéndolos no operativos.
El gran mediatrón se dedicó, además, a emitir grandes relámpagos luminosos que hicieron que el juez Fang cerrase los ojos y se apretase el puente de la nariz. Después de un rato, la imagen se apagó.
—Otro sospechoso usó iluminación estroboscópica para detectar la posición de los aeróstatos para así derribarlos con un pulso de luz láser. Evidentemente empleando un dispositivo diseñado para ese propósito, que se ha extendido recientemente entre los elementos criminales de los T.C.
El gran mediatrón cambió a otro ángulo de cámara en la escena original del crimen. En la parte baja del papel había un gráfico que indicaba el tiempo transcurrido desde el comienzo del incidente, y la práctica del juez Fang le indicó que había saltado hacia atrás un cuarto de minuto; la narrativa se había bifurcado y ahora veía el otro argumento. Esas imágenes mostraban a un miembro solitario de la banda que intentaba subirse a una bicicleta mientras sus camaradas se alejaban dejando estelas de pegajosa espuma. Pero la bicicleta estaba rota y no funcionaba. El joven la abandonó y huyó.
En la esquina, el pequeño dibujo del aeróstato de marcaje aumentó, revelando algunas de las complicaciones internas del dispositivo, por lo que dejó de parecerse a un avispón y se parecía más a la sección lateral de una nave espacial. Montado en la nariz había un dispositivo que disparaba pequeños dardos de un cargador interior. Al principio eran pequeños hasta la invisibilidad, pero mientras la imagen seguía aumentando, el casco del aeróstato de seguimiento creció hasta parecerse al horizonte de un planeta, y los dardos se hicieron más claramente visibles. Eran hexagonales en sección lateral, como un trozo de lápiz. Cuando salían disparados, les crecían ganchos en la punta y un empenaje en la cola.
—El sospechoso había experimentado antes un interludio balístico —dijo la señorita Pao—, que lamentablemente no fue filmado, y se deshizo del exceso de velocidad por medio de una técnica ablativa.
La señorita Pao estaba superándose. El juez Fang levantó una ceja en su dirección, pulsando ligeramente el botón de pausa. Chang, el otro asistente del juez Fang, giró su enorme y casi esférica cabeza en dirección al acusado, que parecía muy pequeño frente a la corte. Chang, en un gesto característico, se frotó la palma de la mano con el corto pelo en la cabeza, como si no pudiese creer que le hubiesen hecho un corte de pelo tan malo. Abrió sus pequeños y estrechos ojos sólo un poco y le dijo al acusado:
—Ella dice que te la pegaste con la carretera.
El acusado, un chico de palidez asmática, había tenido un aspecto demasiado sorprendido para asustarse. Ahora, inclinó ligeramente la comisura de los labios. El juez Fang notó aprobadoramente que controlaba el impulso de sonreír.
—En consecuencia —dijo la señorita Pao—, hubo lapsos en su cobertura de Nanobar. Un número desconocido de bichos de seguimiento pasó a través de las aberturas y se unieron a su ropa y carne. Se quitó toda la ropa y se frotó vigorosamente en una ducha pública antes de volver a su domicilio, pero le quedaban trescientos cincuenta bichos de marcaje en la piel, y fueron extraídos durante nuestro examen. Como es normal, los bichos de marcaje estaban equipados con sistemas de navegación inercial que grabaron todos los movimientos subsecuentes del sospechoso.
La imagen en movimiento fue reemplazada por un mapa de los Territorios Cedidos con los movimientos del sospechoso marcados con una línea roja. El chico había vagabundeado mucho, incluso llegando hasta Shanghái en ocasiones, pero siempre volvía al mismo apartamento.
—Después de establecer un modelo, los bichos de marcaje esporaron automáticamente —dijo la señorita Pao.
La imagen de los dardos con ganchos se alteró, la sección media —que contenía una cinta grabada con los movimientos del dardo— se liberó y aceleró hacia el vacío.
—Varias de las esporas llegaron hasta un ojo-celeste, en el que descargaron su contenido y el número de serie se comprobó en los registros policiales. Se determinó que el sospechoso pasaba mucho tiempo en cierto apartamento. Se estableció vigilancia en ese apartamento. Uno de los residentes encajaba claramente con el sospechoso visto en la imagen. El sospechoso fue arrestado y se encontraron bichos de marcaje en su cuerpo, lo que tendía a apoyar nuestras sospechas.
—Oh —soltó ausente Chang, como si acabase de recordar algo importante.
—¿Qué sabemos de la víctima? —dijo el juez Fang.
—Los aeróstatos de vigilancia sólo pudieron seguirle hasta las entradas de Nueva Atlantis —dijo la señorita Pao—. Tenía la cara llena de sangre e hinchada, lo que complica la identificación. Naturalmente, también estaba bajo seguimiento, el aeróstato de seguimiento no puede distinguir entre víctima y agresor, pero no se han recibido esporas; podemos suponer que todos los bichos de marcaje fueron detectados y destruidos por el sistema inmunológico de Atlantis/Shanghái.
En ese punto la señorita Pao dejó de hablar y giró los ojos hacia Chang, que estaba de pie inactivo con las manos en la espalda, mirando al suelo como si su grueso cuello se hubiese rendido finalmente ante el peso de su cabeza. La señorita Pao se aclaró la garganta una, dos, tres veces, y de pronto Chang se despertó.
—Perdóneme, Señoría —dijo inclinándose hacia el juez Fang. Buscó algo en una bolsa de plástico grande y sacó una chistera de caballero en malas condiciones—. Esto se encontró en la escena —dijo, volviendo finalmente a su shanghainés nativo.
El juez Fang miró primero a la mesa y luego a Chang. Chang se adelantó y colocó cuidadosamente el sombrero sobre la mesa, dándole un golpecito como si no estuviese situado perfectamente. El juez Fang lo miró durante unos momentos, luego retiró las manos de las voluminosas mangas, lo cogió y le dio la vuelta. Las palabras JOHN PERCIVAL HACKWORTH estaban escritas en letras doradas en la banda interior.
El juez Fang le lanzó una mirada significativa a la señorita Pao, quien negó con la cabeza. Todavía no habían contactado con la víctima. Tampoco la víctima se había puesto en contacto con ellos, lo que resultaba interesante; John Percival Hackworth debía de tener algo que esconder. Los neovictorianos eran inteligentes; ¿por qué tantos se dejaban robar en los Territorios Cedidos después de una noche de recorrer burdeles?
—¿Han recuperado los artículos robados? —dijo el juez Fang.
Chang se acercó de nuevo a la mesa y dejó un reloj de bolsillo de caballero. Luego retrocedió, con las manos a su espalda, dobló nuevamente el cuello y contempló sus pies, que no podían evitar ir adelante y atrás en pequeños incrementos. La señorita Pao lo miraba.
—¿Había algo más? ¿Un libro quizá? —dijo el juez Fang.
Chang se aclaró la garganta nerviosamente, controlando el impulso de escupir, actividad que el juez Fang había prohibido en la corte. Se puso de lado y se echó un paso atrás, permitiendo que el juez Fang viese a uno de los espectadores: una niña, quizá de unos cuatro años, sentada con los pies sobre la silla de forma que las rodillas le tapaban la cara. El juez Fang oyó el sonido de las páginas al pasar y comprendió que la niña leía un libro apoyado sobre los muslos. Ella inclinaba la cabeza de un lado a otro, hablándole al libro en voz baja.
—Debo disculparme humildemente al juez —dijo Chang en shanghainés—. Le presento aquí mismo mi dimisión.
El juez Fang se lo tomó con seriedad.
—¿Por qué?
—Fui incapaz de arrancar la prueba de manos de la niña —dijo Chang.
—Le he visto matar hombres adultos con las manos —le recordó el juez Fang. Había crecido hablando cantonés, pero podía hacerse entender por Chang hablando en un mandarín entrecortado.
—La edad no ha tenido misericordia —dijo Chang. Tenía treinta y seis años.
—Ya ha pasado la hora del mediodía —dijo el juez Fang—. Salgamos a comer algo de Kentucky Fried Chicken.
—Como desee, juez Fang —dijo Chang.
—Como desee, juez Fang —dijo la señorita Pao.
El juez Fang cambió al inglés.
—Su caso es muy serio —le dijo al chico—. Vamos a salir y consultar con venerables autoridades. Permanecerá aquí hasta que volvamos.
—Sí, señor —dijo el acusado, aterrorizado. Aquél no era el miedo abstracto del delincuente primerizo; estaba sudando y temblando. Ya le habían dado bastonazos antes.
La Casa del Venerable e Inescrutable Coronel era como la llamaban cuando hablaban chino. Venerable a propósito de la perilla, blanca como la flor del cornejo, una marca de credibilidad sin tacha a ojos confucianos. Inescrutable porque se había ido a la tumba sin divulgar el Secreto de las Once Hierbas y Especias. Fue el primer establecimiento de comida rápida que se instaló en el Bund, muchas décadas atrás. El juez Fang tenía el equivalente a una mesa privada en una esquina. En una ocasión habían reducido a Chang a la catalepsia describiéndole una avenida en Brooklyn que estaba ocupada por establecimientos de pollo frito a lo largo de más de un kilómetro, todos ellos imitaciones de Kentucky Fried Chicken. A la señorita Pao, que había crecido en Austin, Tejas, le impresionaban menos esas leyendas.
La noticia de su llegada les precedió; su cubo ya estaba sobre la mesa. Los pequeños vasos de plástico de salsa, ensalada de col, patatas y demás habían sido colocados con cuidado. Como era normal, el cubo estaba situado justo frente al asiento de Chang, porque él sería el responsable de consumir la mayor parte de su contenido. Comieron en silencio durante unos minutos, y luego pasaron más minutos intercambiando amables comentarios formales.
—He recordado algo —dijo el juez Fang, cuando llegó el momento de discutir de negocios—. El nombre Tequila, la madre del sospechoso y la niña.
—Ese nombre ha aparecido en dos ocasiones frente a nuestra corte —dijo la señorita Pao, y refrescó su memoria de los dos casos anteriores: uno, casi cinco años antes, en el que el amante de la mujer había sido ejecutado, y el segundo, sólo meses atrás, un caso similar al actual.
—Ah, sí —dijo el juez Fang—, recuerdo el segundo caso. El chico y sus amigos golpearon a un hombre salvajemente. Pero no robaron nada. Se negó a justificar sus acciones. Le condené a tres golpes de bastón y le dejé ir.
—Había razones para sospechar que la víctima en aquel caso había abusado de la hermana del chico —dijo Chang—, al tener antecedentes de tales cosas.
El juez Chang sacó un muslo del cubo, lo colocó sobre la servilleta, cruzó las manos y suspiró.
—¿Tiene el muchacho alguna relación filial?
—Ninguna —dijo la señorita Pao.
—¿Podría aconsejarme alguien? —El juez Fang hacía frecuentemente esa pregunta; consideraba su deber el enseñar a sus subordinados.
La señorita Pao habló, usando el grado justo de cautela.
—El Maestro dice: «El hombre superior inclina su atención a lo fundamental. Una vez hecho esto, aparece el curso natural. ¡Piedad filial y sumisión fraternal! ¿No son las raíces de todas las acciones benevolentes?».
—¿Cómo aplica la sabiduría del Maestro en este ejemplo?
—El chico no tiene padre, su única relación filial posible es con el Estado. Usted, juez Fang, es el único representante del Estado que es probable que encuentre. Es su deber castigar al muchacho con firmeza, digamos con seis bastonazos. Ello ayudará a establecer su piedad filial.
—Pero el Maestro también dice: «Si la gente se guía por la ley, y se busca la uniformidad por medio de castigos, intentarán evitar los castigos pero no tendrán sentido de la vergüenza. Mientras que si se les guía por la virtud, y se les da la uniformidad por las reglas de la propiedad, tendrán sentido de la vergüenza y serán buenos».
—¿Así que defiende la clemencia en este caso? —dijo algo escéptica la señorita Pao.
Chang interrumpió.
—«Mang Wu preguntó qué era la piedad filial. El Maestro contestó: “Los padres están ansiosos por si sus hijos enferman”», pero el Maestro no dijo nada sobre bastonazos.
La señorita Pao dijo.
—El Maestro también dijo: «La madera podrida no puede tallarse». Y, «Sólo los sabios de la clase superior y los estúpidos de las clases bajas no pueden cambiar».
—Así que la pregunta ante nosotros es: ¿Es el chico madera podrida? Ciertamente su padre lo era. No estoy tan seguro sobre el chico, todavía.
—Con todos los respetos, me gustaría dirigir su atención hacia la niña —dijo Chang—, quien debería ser el verdadero núcleo de nuestra discusión. Puede que el chico esté podrido; pero la niña puede salvarse.
—¿Quién la salvará? —dijo la señorita Pao—. Tenemos el poder de castigar; no tenemos el poder de educar niños.
—Ése es el dilema esencial de mi posición —dijo el juez Fang—. La dinastía Mao carecía de un verdadero sistema judicial. Cuando se estableció la República Costera, se construyó un sistema judicial sobre el único modelo que había conocido el Reino Medio, el confuciano. Pero ese sistema no puede ser verdaderamente funcional en una sociedad amplia que no se adhiere a los preceptos de Confucio. «Desde el Hijo del Cielo hasta la masa de la gente, todos deben considerar el cultivo de la persona como la raíz de todo lo demás». ¿Pero cómo debo cultivar las personas de los bárbaros sobre los que perversamente se me ha dado responsabilidad?
Chang estaba listo para esa apertura y la explotó con rapidez.
—El Maestro manifestó en su Gran Sabiduría que la extensión del conocimiento era la raíz de todas las virtudes.
—No puedo mandar al chico a la escuela, Chang.
—Piense en la niña —dijo Chang—, la niña y su libro.
El juez Fang lo consideró durante unos minutos aunque podía ver que la señorita Pao estaba ansiosa por decir algo.
—«El hombre superior es firme con razón y no simplemente firme» —dijo el juez Fang—. Ya que la víctima no ha contactado con la policía para que le devolviesen sus propiedades, permitiré que la niña conserve el libro para su propia educación, como dijo el Maestro, «En la educación no debe haber distinción de clases». Condenaré al chico a seis bastonazos. Pero los suspenderé todos menos uno, ya que ha demostrado el comienzo de la responsabilidad fraterna al darle el libro a su hermana. Esto es firmeza con razón.
—He completado un examen fenomenoscópico del libro —dijo la señorita Pao—. No es un libro corriente.
—Ya había supuesto que era un ractivo de algún tipo —dijo el juez Fang.
—Es bastante más complejo de lo que esa descripción da a entender. Creo que podría contener P.I. caliente —dijo la señorita Pao.
—¿Cree que ese libro incorpora tecnología robada?
—La víctima trabaja en la división de Bespoke de Sistemas de Fase Máquina. Es un Artifex.
—Interesante —dijo el juez Fang.
—¿Merece investigarse?
El juez Fang pensó durante un momento, limpiándose cuidadosamente las yemas de los dedos con una servilleta limpia.
—Sí —dijo.