Desde los cinco años Miranda quería estar en un ractivo. En su adolescencia, después de que Madre la alejase de Padre y su dinero, había trabajado de chica para todo, cortando cebollas y sacando brillo a las salvillas de plata, tenedores de postre, cuchillos del pescado y tijeras para las uvas. Tan pronto como fue lo suficientemente buena con el pelo y el maquillaje para aparentar dieciocho años, trabajó como institutriz durante cinco años, con una paga algo mejor. Con su aspecto probablemente hubiese podido conseguir trabajo como asistenta de una dama o doncella y convertirse en una sirvienta superior, pero prefería el trabajo de institutriz. Aparte de cualquier cosa mala que sus padres le hubiesen hecho, al menos la habían obligado a ir a algunas buenas escuelas, donde había aprendido a leer griego, conjugar verbos latinos, hablar un par de lenguas romances, dibujar, pintar, integrar algunas funciones simples y tocar el piano. Trabajando de institutriz, podía hacer uso de todo eso. Además, prefería incluso a los niños peor educados que a los adultos.
Cuando los padres finalmente se dignaban venir a casa para dar a sus hijos algo de Tiempo de Calidad, Miranda corría a sus habitaciones subterráneas y se metía en el ractivo más barato y malo que podía encontrar. No iba a cometer el error de gastar todo su dinero en buenos ractivos. Quería que le pagasen, no pagar, y la ractuación podía practicarse tan bien en un dispara-a-lo-que-se-mueva como en Shakespeare.
Tan pronto como ahorró sus umus, hizo el viaje que tanto ansiaba a la modería, y entró con la barbilla tan alta como la proa de un clíper sobre un cuello de tortuga negro, con el aspecto de una ractriz, y pidió una Jodie. Eso volvió algunas cabezas en la sala de espera. Después todo fue muy bien, señora y por favor póngase cómoda y le gustaría algo de té, señora. Era la primera vez desde que ella y su madre se habían ido de casa que alguien le ofrecía té en lugar de ordenarle que lo preparase, y sabía muy bien que sería la última vez en varios años, incluso si tenía suerte.
La máquina de tatuaje trabajó en ella durante dieciséis horas; le pusieron Valium en el brazo para que no se quejase. La mayor parte de los tatuajes hoy en día era como una palmada en la espalda. «¿Está seguro de querer el cráneo?». «Sí, estoy seguro». «¿Seguro, seguro?». «Seguro». «Vale…» y BANG y ahí estaba el cráneo, chorreando sangre y linfa, atravesando tu epidermis con una onda de presión que casi te sacaba de la silla. Pero una rejilla dérmica era otro asunto, y una Jodie tenía cien veces más ‘sitos que las rejillas de baja resolución que llevaban muchas estrellas del porno, como diez mil sólo en la cara. La parte más desagradable fue cuando la máquina bajó hasta la garganta para plantar un montón de nanófonos que iban de sus cuerdas vocales hasta las mandíbulas. Para eso cerró los ojos.
Se alegró de haberlo hecho el día antes de Navidad porque no hubiese podido con los niños después de aquello. Se le hinchó la cara, tal y como le habían dicho, especialmente alrededor de los labios y ojos donde la densidad de ‘sitos era mayor. Le dieron cremas y drogas, y las usó. El día después, la señora la miró dos veces cuando Miranda bajó para preparar el desayuno de los niños. Pero no dijo nada, probablemente asumiendo que un novio borracho le había dado una paliza en la fiesta de Navidad. Que no era para nada el estilo de Miranda, pero que era una suposición cómoda para una dama de Nueva Atlantis.
Cuando su cara recuperó exactamente el mismo aspecto que había tenido antes de ir a la tienda, empaquetó todo lo que tenía en una bolsa y se fue a la ciudad.
El distrito teatral tenía su lado malo y su lado bueno. El lado bueno era el de siempre y estaba donde siempre. El lado malo era más vertical que horizontal, siendo un par de viejos rascacielos de oficinas que ahora recibían un uso menos respetable. Como muchas estructuras similares eran sorprendentemente desagradables a la vista, pero desde el punto de vista de las compañías de ractivos, eran perfectos. Habían sido diseñados para contener una gran cantidad de personas trabajando lado a lado en una vasta estructura de cubículos semiprivados.
—Echémosle un vistazo a tu rejilla, cariño —dijo un hombre, que se había identificado como señor Fred («no es mi nombre real») Epidermis, después de sacarse el cigarro de la boca y darle a Miranda un prolongado y metódico repaso visual de cuerpo entero.
—Mi rejilla no es ningún Cariño —dijo ella. Cariño® y Héroe® eran las mismas rejillas que se vendían a millones de mujeres y hombres respectivamente. Esas personas no querían en absoluto ser ractores, simplemente hacerlo bien cuando estaban en un ractivo. Algunos eran lo suficientemente estúpidos como para creer la publicidad que decía que esas rejillas podrían ser la puerta al estrellato; muchas de esas chicas probablemente acababan hablando con Fred Epidermis.
—Ooh, ahora soy todo curiosidad —dijo, retorciéndose lo justo para hacer que Miranda apretase los labios—. Vamos a ponerte en un escenario y veamos qué tienes.
Los cubículos donde trabajaban sus ractores eran simples escenarios de cabeza. Sin embargo, tenía algunos escenarios corporales, probablemente para ofertar ractivos pornográficos completos. Le señaló uno de ésos. Ella entró, cerró la puerta y se encaró con el mediatrón del tamaño de una pared, y miró por primera vez a su nueva Jodie.
Fred Epidermis puso el escenario en modo Constelación. Miranda miraba a una pared negra ocupada por unos veinte o treinta mil puntos individuales de luz. Juntos, formaban una especie de constelación tridimensional de Miranda, moviéndose cuando ella se movía. Cada punto de luz marcaba uno de los ‘sitos que habían sido introducidos en su piel por la máquina de tatuaje durante aquellas dieciséis horas. No se mostraban los filamentos que los unían todos en una red: un nuevo sistema corporal superpuesto e integrado con el sistema nervioso, linfático y vascular.
—¡Joder! ¡Ahí tienes una puta Hepburn o algo así! —Exclamó Fred Epidermis, contemplándola en un segundo monitor fuera del escenario.
—Es una Jodie —dijo ella, pero se confundió con las palabras cuando el campo de estrellas se movió, siguiendo los desplazamientos de su mandíbula y labios. Fuera, Fred Epidermis manejaba los controles de edición, acercándose a su cara, que era tan densa como el núcleo galáctico. En comparación, sus brazos y piernas eran brumosas nebulosas y la parte de atrás de su cabeza era casi invisible, con un total de unos cien ‘sitos colocados alrededor del cuero cabelludo como los vértices de una cúpula geodésica. Los ojos eran agujeros vacíos, excepto (suponía) cuando los cerraba. Sólo por probar, hizo un guiño al mediatrón. Los ‘sitos de los párpados eran tan densos como las hojas de hierba en un jardín, pero unidos en acordeón excepto cuando el párpado se expandía sobre el ojo. Fred Epidermis reconoció el movimiento y aumentó la imagen tan violentamente que ella casi se cayó de culo. Pudo oírle reír.
—Te acostumbrarás, cariño —dijo—. Quédate quieta mientras compruebo los ‘sitos en los labios.
Se dirigió a los labios, moviéndolos de un lado a otro, mientras ella los arrugaba y los apretaba. Agradeció que la drogasen cuando hicieron los labios; allí había miles de nanositos.
—Parece que aquí tenemos una artista —dijo Fred Epidermis—. Vamos a probar uno de nuestros papeles más complicados.
De pronto había una mujer rubia de ojos azules en el mediatrón, que imitaba perfectamente la postura de Miranda, y que llevaba el pelo largo, un suéter blanco con una gran letra F en el medio y una falda absurdamente corta. Llevaba un par de cosas peludas. Miranda la reconoció, de viejos pasivos que había visto en el mediatrón, como una adolescente americana del siglo pasado.
—Ésa es Spirit. Un poco pasada de moda para ti y para mí, pero popular con los clientes —dijo Fred Epidermis—. Por supuesto que tu rejilla es excesiva para esto, pero coño, tenemos que darle a los clientes lo que quieren… aceptando las ofertas, ya sabes.
Pero Miranda no escuchaba realmente; por primera vez, miraba cómo otra persona se movía exactamente como ella, al mapear el escenario la rejilla de Miranda sobre aquel cuerpo imaginario. Miranda apretó los labios como si se pintase, y Spirit hizo lo mismo. Guiñó un ojo, y Spirit parpadeó. Se tocó la nariz y a Spirit se le llenó la cara de pompón.
—Hagamos una escena —dijo Fred Epidermis.
Spirit desapareció y fue sustituida por un formulario con espacios en blanco para nombres, números, fechas y otros datos. Lo hizo desaparecer antes de que Miranda pudiese leerlo; no necesitaban un contrato para una prueba.
Luego vio a Spirit de nuevo, esta vez desde dos ángulos de cámara diferente. El mediatrón se había dividido en varios paneles. Uno mostraba un ángulo de la cara de Spirit, que todavía hacía todo lo que Miranda hacía. Otro mostraba a Spirit con un hombre mayor, de pie en una habitación llena de grandes máquinas. Otro panel mostraba un primer plano del hombre mayor, que Spirit comprendió estaba interpretado por Fred Epidermis. El viejo dijo:
—Vale, recuerda que normalmente esto lo hacemos con un escenario de cabeza, por lo que no controlas los brazos y las piernas de Spirit, sólo la cabeza…
—¿Cómo camino? —dijo Miranda. Los labios de Spirit se movieron con los de ella, y del mediatrón llegó la voz de Spirit; silbante y profunda a la vez. El escenario estaba programado para recoger la información de los nanófonos en su garganta y darle otro tono.
—No lo haces. El ordenador decide adónde vas y cuándo. Nuestro pequeño secreto sucio: esto no es realmente muy ractivo, es sólo un árbol argumental; pero es lo suficientemente bueno para nuestra clientela porque todo, las hojas del árbol, el final de las ramas, entiendes, son exactamente iguales, es decir, lo que el cliente quiere, ¿me sigues? Bien, lo verás —dijo el hombre viejo en la pantalla al ver la confusión de Miranda en el rostro de Spirit. Lo que parecía un escepticismo reservado en el rostro de Miranda era inocencia tonta en el de Spirit.
—¡Las indicaciones! ¡Sigue las malditas indicaciones! ¡Esto no es improvisación! —gritó el viejo.
Miranda miró los otros paneles de la pantalla. Supuso que uno era un mapa de la habitación que mostraba su posición y la del viejo con flechas que ocasionalmente parpadeaban en la dirección del movimiento. El otro era un apuntador, con una línea que la esperaba parpadeando en rojo.
—¡Oh, hola, señor Willie! —dijo—, sé que ha acabado la escuela y que debe de estar muy cansado después de todo un día enseñando a esos chicos desagradables, pero me preguntaba si podría pedirle un favor muy, muy grande.
—Por supuesto, adelante, lo que sea —dijo Fred Epidermis con la cara y el cuerpo del señor Willie, sin siquiera pretender una emoción.
—Bien, es que tengo este electrodoméstico que me es muy importante, y parece que se ha estropeado. Me preguntaba si sabría arreglar… uno de éstos —dijo Miranda. En el mediatrón, Spirit dijo lo mismo. Pero las manos de Spirit se movían. Sostuvo algo cerca de su cara. Una cosa alargada de plástico brillante. Un vibrador.
—Bien —dijo el señor Willie—, es un hecho científico que todos los aparatos eléctricos funcionan según los mismos principios, así que en teoría debería poder ayudarte. Pero debo confesar que nunca he visto un electrodoméstico como éste. ¿Te importaría explicarme qué es y para qué sirve?
—Me alegrará mucho… —dijo Miranda, pero la pantalla se congeló y Fred Epidermis la llamó gritando en la puerta.
—Ya es suficiente —dijo—. Debía asegurarme que sabías leer.
Abrió la puerta del escenario y dijo:
—Estás contratada. Cubículo 238. Mi comisión es un ochenta por ciento. El dormitorio está arriba. Elige camastro, y límpialo. No puedes permitirte vivir en otro sitio.