Hackworth abandona el laboratorio del Doctor X; más reflexiones; un poema de Finkle-McGraw; encuentro con rufianes

El asistente del Doctor X abrió la puerta y le saludó insolentemente. Hackworth se puso el sombrero en su sitio y salió del Circo de Pulgas, parpadeando ante los vapores de China: humeante como los olores de cien millones de calderos de lapsang souchong, mezclado con el olor terrenal de la grasa de cerdo y el aroma a azufre del pollo desplumado y el ajo caliente. Se guio por entre los adoquines con la punta del bastón hasta que sus ojos se empezaron a ajustar. Ahora era varios miles de umus más pobre. Una inversión fuerte, pero la mejor que un padre podía hacer.

El vecindario del Doctor X estaba en el corazón de la dinastía Ming de Shanghái, una colmena de pequeñas estructuras de ladrillo cubiertas de estuco gris, con techos de tejas, rodeadas frecuentemente de paredes de estuco. De las ventanas en el segundo piso barras de hierro salían proyectadas para colgar la ropa, por lo que en las estrechas calles parecía que los edificios luchaban unos contra otros. Aquel vecindario estaba cerca de la antigua muralla de la ciudad, construida para mantener fuera a los adquisitivos ronin japoneses, y que había sido derribada y convertida en una carretera de circunvalación.

Era parte del Reino Exterior, lo que quería decir que los diablos extranjeros estaban permitidos, mientras los escoltasen chinos. Más allá, más en el interior del viejo vecindario, supuestamente había un trozo del Reino Medio —el Reino Celeste, o R.C. como les gustaba llamarlo— donde no se permitía la presencia de ningún extranjero.

Un asistente llevó a Hackworth hasta la frontera, donde pasó a la República Costera de China, un país completamente diferente que incluía, entre otras cosas, virtualmente todo Shanghái. Como para demostrarlo, los jóvenes ocupaban las esquinas vestidos con ropas occidentales, escuchando música a alto volumen, piropeando a las mujeres y generalmente ignorando sus deberes filiales.

Podía haber tomado un autorickshaw, que era el único vehículo aparte de una bicicleta o un monopatín lo bastante estrecho para recorrer aquellas viejas calles. Pero no sabía qué vigilancia podía haber en un taxi de Shanghái. La salida de un caballero de Nueva Atlantis del Circo de Pulgas de madrugada sólo podía estimular la imaginación de los gendarmes, que habían intimidado a los elementos criminales hasta tal grado que ahora se sentían incómodos y buscaban formas de diversificarse. Los sabios, los videntes y los físicos podrían especular, si la había, sobre qué relación unía el increíble rango de actividades del Departamento de Policía de Shanghái y el cumplimiento de la ley.

Deplorable, pero Hackworth lo agradecía mientras recorría las calles del asentamiento francés. Un grupo de figuras atravesaba la intersección que se encontraba unas calles más allá, con la luz sangrante de un mediatrón reflejándose en sus ropas de Nanobar, el tipo de atuendo que sólo un criminal callejero querría llevar. Hackworth se confortó diciéndose que debía de ser una de las bandas de los Territorios Cedidos que habían atravesado la Altavía. No era posible que fuesen tan impetuosos como para atacar a un caballero en la calle, no en Shanghái. Aun así Hackworth evitó la intersección. No habiendo hecho nada ilegal en su vida, se sorprendió al comprobar, de pronto, que la inmisericordia policial era un recurso crucial para un tipo de criminal más imaginativo, como él mismo.

Incontables veces esa tarde, Hackworth había sido asaltado por la vergüenza, y las mismas veces la había rechazado con racionalizaciones: ¿Era tan malo lo que hacía? No estaba vendiendo ninguna de las nuevas tecnologías que lord Finkle-McGraw había pagado a Bespoke por desarrollar. No estaba beneficiándose directamente. Estaba intentando asegurar un mejor lugar en el mundo para sus descendientes, que era la responsabilidad de todo padre.

El viejo Shanghái estaba cerca del Huangpu; hubo una época en que los mandarines se sentaban en sus pabellones de jardín para disfrutar de la vista del río. En unos minutos Hackworth había cruzado un puente a Pudong y estaba atravesando pasos estrechos entre rascacielos iluminados, directo hacia la costa a unas pocas millas al este.

A Hackworth lo habían catapultado de su posición anterior a la élite de Bespoke por haber inventado los palillos chinos mediatrónicos. En aquella época trabajaba en San Francisco. La compañía se centraba arduamente en productos chinos, intentando superar a los japoneses, que ya habían inventado una forma de generar arroz pasable (¡cinco variedades diferentes!) directamente de la Toma, superando toda la producción de arrozal/culi, permitiendo que dos mil millones de campesinos colgasen sus sombreros cónicos y consiguiesen algo de tiempo libre; y no piensen ni por un momento que los japoneses no tenían un par de sugerencias sobre lo que podían hacer con él. Algún genio del cuartel general, molesto por el liderazgo prohibitivo de los japoneses en la producción de arroz, decidió que la única opción era superarlos produciendo comidas completas en masa, desde wonton hasta galletas de la fortuna digitales e interactivas. Hackworth recibió el aparentemente trivial encargo de programar el compilador de materia para producir los palillos.

Ahora bien, hacerlo en plástico era de una simplicidad estúpida: los polímeros y la nanotecnología iban juntos como la pasta de dientes y el tubo. Pero Hackworth, que había tomado su ración de comida china cuando era estudiante, nunca se había sentido cómodo con los palillos de plástico, que eran traicioneros en las manos torpes de un gwailo. El bambú era mejor, y no mucho más difícil de programar, si tenías un poco de imaginación. Una vez realizado el salto conceptual, no pasó mucho tiempo antes de tener la idea de vender anuncios en aquellas malditas cosas, ya que los mangos de los palillos y la escritura en columna de los chinos encajaban juntos de maravilla. Pronto presentó la idea a sus superiores: palillos de bambú eminentemente amigables con el usuario con mensajes publicitarios coloristas moviéndose continuamente por el mango en tiempo real, como los titulares en Times Square. Por eso Hackworth fue ascendido a Bespoke y trasladado a través del Pacífico hasta Atlantis/Shanghái.

Ahora veía esos palillos por todas partes. A los Lores Accionistas la idea les había reportado miles de millones; para Hackworth otra semana de paga. Ésa era allí la diferencia entre clases.

No le iba mal, comparado con otra gente en el mundo, pero aun así le molestaba. Quería más para Fiona. Quería que Fiona creciese con algo suyo. Y no sólo unos peniques invertidos en acciones normales, sino una posición importante en una gran compañía.

Montar tu propia compañía y hacer que tuviese éxito era la única forma. Hackworth lo había considerado de vez en cuando, pero no lo había hecho. No estaba seguro de la razón; tenía muchas buenas ideas. Luego comprendió que Bespoke estaba lleno de gente con buenas ideas que no llegaban a montar sus propias compañías. Y había conocido a algunos lores importantes, había pasado mucho tiempo con lord Finkle-McGraw desarrollando el Runcible, y había visto que no eran más inteligentes que él. La diferencia estaba en la personalidad, en la inteligencia natural.

Era demasiado tarde para que Hackworth cambiase de personalidad, pero no era tarde para Fiona.

Antes de que Finkle-McGraw le presentase la idea de Runcible, Hackworth había pasado mucho tiempo meditando sobre la cuestión, la mayor parte de las veces mientras llevaba a Fiona a hombros por el parque. Sabía que debía parecerle distante a su hija, aunque la amaba tanto; pero sólo porque cuando estaba con ella no podía evitar pensar sobre su futuro. ¿Cómo podía inculcarle la posición emocional de un noble; el deseo de tomar riesgos en la vida para fundar una compañía, quizá varias aun habiendo fallado el esfuerzo inicial? Había leído las biografías de varios nobles importantes y había encontrado pocas características comunes entre ellos.

Justo cuando estaba dispuesto a rendirse y atribuirlo todo al azar, lord Finkle-McGraw lo invitó a su club y, sin venir a cuento, había empezado a hablar sobre el mismo tema.

Finkle-McGraw no podía evitar que los padres de su nieta Elizabeth la enviasen a las mismas escuelas que él tan poco respetaba; no tenía derecho a interferir. Su papel como abuelo era mimar y dar regalos. ¿Pero por qué no hacerle un regalo que le diese lo que faltaba en aquellas escuelas?

Es ingenioso, había dicho Hackworth, sorprendido por la picardía de Finkle-McGraw. ¿Pero cuál era el ingrediente?

No lo sé exactamente, había dicho Finkle-McGraw, pero para empezar me gustaría que volviese a casa y considerase el significado de la palabra «subversivo».

Hackworth no tuvo que pensarlo mucho, quizá porque había meditado por sí mismo esas mismas ideas durante mucho tiempo. La semilla de la idea había germinado en su mente durante algunos meses, pero no había florecido, por la misma razón que ninguna de las ideas de Hackworth se había convertido en una compañía. Le faltaba un ingrediente y, como ahora comprendía, ese ingrediente era la subversión. Lord Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw, la personificación de la sociedad victoriana, era un subversivo. Era infeliz porque sus hijos no eran subversivos y le aterrorizaba la idea de que Elizabeth fuese educada en la tradición cerrada de sus padres. Por lo que ahora intentaba subvertir a su propia nieta.

Unos días más tarde, la pluma dorada de Hackworth en la cadena del reloj lanzó un pitido. Hackworth sacó una hoja de papel en blanco y pidió su correo. Lo siguiente apareció en la página:

EL CUERVO

UN CUENTO DE NAVIDAD, CONTADO POR UN ESCOLAR A SUS HERMANITOS Y HERMANITAS

Por

Samuel Taylor Coleridge (1798)

Bajo un viejo roble

había un gran grupo de cerdos

que gruñían al mascar las bellotas;

porque estaban maduras y caían rápido.

Luego se fueron, porque el viento aumentó:

una bellota dejaron, y ninguna más había.

Luego llegó un Cuervo, al que no le gustaban esas cosas:

pertenecía, decían, ¡a la bruja Melancolía!

Más negro era que el azabache más oscuro,

volaba bajo en la lluvia, y sus plumas no mojaba.

Cogió la bellota y la enterró

al lado de un profundo río grande.

¿Adónde fue luego el Cuervo?

Fue alto y bajo.

Sobre colinas, sobre valles, fue el Cuervo negro.

Muchos otoños, muchas primaveras

voló con sus alas viajeras:

Muchos veranos, muchos inviernos…

No puedo contar ni la mitad de sus aventuras.

Con el tiempo volvió, y con él Ella

y la bellota se había convertido en un alto roble.

Hicieron un nido en la rama más alta,

y tuvieron hijos, y fueron felices.

Pero pronto llegó un Leñador vestido de cuero,

su frente, como un alero, colgaba sobre sus ojos.

Tenía un hacha en la mano, ni una palabra dijo,

¡Pero con muchos carraspeos! Y un golpe seguro,

con el tiempo derribó el roble del pobre Cuervo.

Sus hijos murieron, al no poder volar,

y la madre murió con el corazón roto.

Las ramas del tronco el Leñador cortó;

y lo hicieron flotar por el curso de un río.

Lo cortaron en tablas, y la corteza arrancaron,

y con ese árbol y otro fabricaron un buen barco.

El barco, lo botaron; pero cerca de tierra

se levantó una tormenta que ningún barco aguantaría.

Chocó con una roca, y las olas lo cubrieron;

sobre él volaba el Cuervo, y graznó en el choque.

Oyó el último grito de las almas agonizantes…

¡Mira! ¡Mira! ¡Sobre el palo mayor pasan las aguas!

Muy contento estaba el Cuervo,

y se alejó, y la Muerte cabalgando a casa en una nube encontró,

y le dio las gracias una y otra vez por el festín:

Ellos le habían robado los suyos, y ¡LA VENGANZA ERA DULCE!

Señor Hackworth:

Espero que el poema anterior haya iluminado las ideas que esbocé durante nuestro encuentro del martes pasado, y que contribuya a sus estudios paremiológicos.

Coleridge escribió en reacción al tono de la literatura infantil de su época, que era didáctico, más o menos como lo que le meten a nuestros hijos en las «mejores» escuelas. Como ve, su idea de un poema infantil es refrescantemente nihilista. Quizás este tipo de material pueda ayudar a inculcar las cualidades que buscamos.

Espero poder seguir discutiendo el tema.

Finkle-McGraw

Ése fue el punto de partida de un desarrollo que había durado dos años y había culminado hoy. Faltaba un mes para Navidad. Elizabeth Finkle-McGraw de cuatro años recibiría el Manual ilustrado para jovencitas de manos de su abuelo.

Fiona Hackworth recibiría también un ejemplar del Manual Ilustrado, porque ése había sido el crimen de John Percival Hackworth: había programado el compilador de materia para colocar las ajonjeras en el exterior del libro de Elizabeth. Había pagado al Doctor X para extraer un terabyte de datos de una de las ajonjeras. Los datos eran, de hecho, una copia encriptada del programa del compilador de materia que había generado el Manual ilustrado para jovencitas. Había pagado al Doctor X por usar uno de sus compiladores de materia, que estaba conectado a Fuentes privadas propiedad del Doctor X y no conectado a ninguna Toma. Había generado una segunda copia secreta del Manual.

Las ajonjeras ya se habían autodestruido, sin dejar pruebas de su crimen. El Doctor X posiblemente tenía una copia del programa en su ordenador, pero estaba encriptada, y el Doctor X era lo suficientemente inteligente para limitarse a borrarlo y liberar el espacio, sabiendo que el esquema de cifrado que usaría alguien como Hackworth no podía romperse sin intervención divina.

Pronto las calles se hicieron más amplias, y el sonido de las ruedas sobre el pavimento se mezcló con el sonido de las olas al chocar con las costas de Pudong. A través de la bahía, las luces blancas del Enclave de Nueva Atlantis se elevaban sobre el mosaico multicolor de los Territorios Cedidos. Parecía muy lejano, así que en un impulso Hackworth alquiló un velocípedo a un viejo que tenía un puesto al abrigo del soporte de la Altavía. Subió hasta la Altavía y, revigorizado por el aire frío en la cara y en las manos, decidió pedalear un rato. Cuando llegó al arco, permitió que las baterías internas de la bicicleta le llevasen cuesta arriba. En el punto más alto, las desconectó de nuevo y empezó a deslizarse cuesta abajo por el otro lado, disfrutando de la velocidad.

Se le escapó la chistera. Era buena, con una banda elegante que se suponía la convertía en cosa del pasado pero, como ingeniero, Hackworth nunca se había tomado en serio las promesas del fabricante. Hackworth iba demasiado rápido para dar la vuelta con seguridad, así que apretó el freno.

Cuando finalmente dio la vuelta, no pudo ver el sombrero. Vio otro ciclista que venía hacia él. Era un joven, cubierto con un brillante traje de Nanobar. Exceptuando la cabeza, que estaba elegantemente adornada con la chistera de Hackworth.

Hackworth se había preparado para ignorar la broma; probablemente era la única forma segura en que el joven podía traer el sombrero, ya que la prudencia dictaba el mantener ambas manos en el manillar.

Pero no parecía que el chico frenase, y mientras aceleraba hacia Hackworth se levantó, quitando las manos del manillar, y agarró el borde del sombrero. Hackworth pensó que el chico se preparaba para arrojárselo al pasar, pero en su lugar se lo clavó más en la cabeza y sonrió insolente.

—¡Eh! ¡Párate ahí mismo! ¡Tienes mi sombrero! —gritó Hackworth, pero el chico no se detuvo. Hackworth permaneció al lado de la bicicleta mientras observaba incrédulo cómo el chico se perdía en la distancia. Luego volvió a conectar las baterías de la bicicleta y comenzó a perseguirlo.

Su impulso natural había sido llamar a la policía. Pero como estaba en la Altavía, eso significaba la Policía de Shanghái. En cualquier caso, no hubiesen podido responder con la suficiente rapidez para atrapar al chico, que ya se acercaba al fin de la Altavía, donde podía meterse en cualquier lugar de los Territorios Cedidos.

Hackworth casi lo atrapa. Sin el apoyo no hubiese habido problema, porque Hackworth se ejercitaba a diario en su club mientras que el chico tenía el aspecto regordete del tete típico. Pero el chico tenía una buena ventaja. Para cuando llegaron a la primera rampa que llevaba a los Territorios Cedidos, Hackworth sólo estaba a diez o veinte metros, tan cerca como para no resistir seguir al chico por la rampa. Una señal sobre su cabeza decía: ENCANTAMIENTO.

Ambos adquirieron más velocidad en la rampa, y una vez más el chico agarró el borde de la chistera. Esta vez la rueda delantera de la bicicleta giró al lado equivocado. El chico salió despedido del asiento. La bicicleta se alejó una distancia irrelevante y chocó con algo. El chico rebotó una vez, rodó y se desplazó un par de metros. El sombrero, parcialmente hundido, rodó sobre el borde, se cayó y se quedó parado. Hackworth apretó los frenos y pasó al chico un poco. Como antes, le llevó más de lo que hubiese querido darse la vuelta.

Y entonces supo por primera vez que el chico no estaba solo sino que formaba parte de una banda, probablemente el mismo grupo que había visto en Shanghái; que le había seguido hasta la Altavía y había aprovechado el sombrero caído para atraerle a los Territorios Cedidos; y el resto de la banda, cuatro o cinco chicos en bicicletas, venían hacia él por la rampa, muy rápido; y bajo la luz de los mediatrones de los Territorios Cedidos brillaron los nunchacos.