El filo del escalpelo tenía exactamente un átomo de espesor; laminaba la piel de la palma de Hackworth como un avión corta el aire. Sacó una tira del tamaño de la cabeza de un clavo y se la entregó al Doctor X, que la cogió con palillos de marfil, la bañó en un tazón de esmalte lleno de secante químico, y la colocó en un pequeño trozo de diamante sólido.
El verdadero nombre del Doctor X era una secuencia de sonidos apagados, rugidos metálicos incorpóreos, vocales ultraterrenales cuasigermánicas y erres medio tragadas, invariablemente deformado por los occidentales. Posiblemente por razones políticas, había preferido no escoger un falso nombre occidental como muchos asiáticos, sugiriendo en su lugar, de forma vagamente paternalista, que deberían sentirse satisfechos llamándole Doctor X, siendo ésa la primera letra en la fonetización pinyin de su nombre.
El Doctor X colocó el trozo de diamante en un cilindro de acero inoxidable. A un lado había una base con juntas de teflón con agujeros. El Doctor X se lo dio a uno de sus asistentes, que lo llevó con las dos manos, como si fuese un huevo dorado sobre un cojín de seda, y lo unió a otra junta en la red de tuberías masivas que cubría la mayor parte de dos mesas. El asistente del asistente recibió el encargo de insertar los relucientes tornillos y atornillarlos. Luego el asistente le dio a un interruptor, y la vieja bomba de vacío volvió a la vida, haciendo que la conversación fuese imposible durante un minuto o dos. En ese tiempo Hackworth observó el laboratorio del Doctor X, intentando descubrir el siglo y en varios casos incluso la dinastía de algunos objetos. En un estante alto había una fila de tarros de barro llenos de lo que parecían menudillos flotando en orina. Hackworth supuso que eran vesículas biliares de alguna especie ahora extinta, sin duda ganando en valor por momentos, mejor que cualquier fondo de inversión. Un armario de armas y un primigenio sistema de autoedición Macintosh, verde con la edad, indicaban las excursiones previas de su dueño en zonas del comportamiento oficialmente desaconsejadas. Había una ventana en una pared, traicionando una entrada de aire no mayor que una tumba, a cuyo pie crecía un arce. Además de eso, la habitación estaba repleta con tantos objetos pequeños, numerosos, marrones, arrugados y de aspecto orgánico que los ojos de Hackworth pronto perdieron la habilidad de distinguir uno de otro. Había también algunos ejemplos de caligrafía colgados aquí y allá, posiblemente fragmentos de poesía. Hackworth había intentado aprender algunos caracteres chinos y familiarizarse con algunos aspectos básicos de su sistema intelectual, pero en general, le gustaba la trascendencia a plena vista donde podía verla —digamos, en una hermosa vidriera decorada— no entremezclada en la estructura de la vida como los hilos de oro en un brocado.
Todos en la habitación supieron cuándo terminó la bomba mecánica. Había alcanzado la presión de vapor de su propio aceite. El asistente cerró una válvula que la aislaba del resto del sistema, y luego cambió a las nanobombas, que no hacían ningún ruido. Eran turbinas, como la de un motor a reacción, pero muy pequeñas y numerosas. Mirando con ojo crítico las instalaciones de vacío del Doctor X, Hackworth vio que también tenían un recogedor, que era un cilindro del tamaño aproximado de la cabeza de un niño, recubierto en el interior por una increíble área superficial cubierta por nanodispositivos eficaces para recoger moléculas perdidas. Entre las nanobombas y el recogedor, el vacío rápidamente se redujo al que se encuentra a medio camino entre las galaxias de la Vía Láctea y Andrómeda. Entonces el Doctor X en persona se levantó de la silla y empezó a moverse por la habitación, poniendo en marcha una mescolanza de tecnologías de contrabando.
Los equipos provenían de diversas épocas tecnológicas y habían sido traídos de contrabando hasta aquí, el Reino Exterior, por una amplia variedad de caminos, pero todos contribuían al mismo propósito: explorar el mundo microscópico por medio de difracción de rayos X, microscopía electrónica o directamente por sondas nanotecnológicas y reunir toda la información resultante en una única imagen tridimensional.
Si Hackworth hubiese estado haciendo lo mismo en su trabajo, ya hubiese acabado, pero el sistema del Doctor X era una suerte de democracia polaca que requería el consentimiento de todos los participantes, solicitado subsistema a subsistema. El Doctor X y sus ayudantes se reunían alrededor del subsistema que se sospechaba estaba fallando y se gritaban unos a otros en una mezcla de shanghainés, mandarín e inglés técnico durante un rato. Las terapias administradas incluían, pero sin limitarse a ésas, las siguientes: apagar los cacharros y conectarlos de nuevo; darles golpes, desconectar aparatos innecesarios en aquella y otras habitaciones, quitar tapas y placas de circuitos; extraer pequeños contaminantes (como insectos y sus huevos) con palillos no conductores; mover los cables; quemar incienso, poner trozos de papel doblado bajo las patas de las mesas; beber té y enfadarse; invocar poderes invisibles; enviar mensajeros a otras habitaciones, edificios o recintos con notas exquisitamente caligrafiadas y esperar a que volviesen con piezas de repuesto en polvorientas cajas de cartón amarillento; y un conjunto similar de técnicas de reparación en el terreno del software. La mayor parte de la representación parecía genuina, el resto simplemente para consumo de Hackworth, presumiblemente como paso previo para renegociar el trato.
Finalmente pudieron contemplar el pedazo arrancado de John Percival Hackworth en un trozo de papel mediatrónico de un metro de ancho que uno de los asistentes, con gran ceremonia, había colocado sobre una mesa baja lacada en negro. Buscaban algo que era enorme para los estándares nanotecnológicos, por lo que el aumento no era muy grande; aun así, la superficie de la piel de Hackworth tenía el aspecto de una mesa cubierta de periódicos arrugados. Si el Doctor X compartía los reparos de Hackworth no lo evidenció. Parecía estar sentado con la mano sobre los muslos de su túnica de seda, pero Hackworth se inclinó un poco hacia delante y vio sus amarillentas uñas de una pulgada de largo sobre la cruz suiza de un viejo mando Nintendo. Los dedos se movieron, la imagen del mediatrón se amplió. Algo suave e inorgánico apareció en su campo de visión: algún tipo de manipulador a control remoto. Dirigido por el Doctor X, comenzó a recorrer la piel.
Encontraron muchos bichos, por supuesto, tanto naturales como artificiales. Los naturales tenían el aspecto de pequeños cangrejos y habían estado ocupando sin problemas las capas exteriores de otras criaturas durante cientos de millones de años. Los artificiales habían sido desarrollados en las últimas décadas. La mayoría consistía en cascos esféricos o elipsoidales con varios brazos. Los cascos eran vacuolas, un poco de ambiente eutáctico para acoger el interior de fase máquina del bicho. La estructura diamantina del casco estaba protegida de la luz por una delgada capa de aluminio que daba a los bichos aspecto de pequeñas naves espaciales; sólo que con el aire fuera y el vacío dentro.
Unidos a los cascos había varias herramientas: manipuladores, sensores, sistemas de locomoción y antenas. Las antenas no eran como las de los insectos; eran normalmente trozos planos ornados con lo que parecían pelusas cortas: sistemas de fase para enviar rayos de luz visible por el aire. La mayoría de los bichos llevaban claramente marcado el nombre del fabricante y el número de serie; eso lo exigía el Protocolo. Algunos no estaban marcados. Ésos eran ilícitos y habían sido inventados ya sea por gente como el Doctor X, por phyles renegadas que rechazaban el Protocolo o por laboratorios secretos que la mayor parte de la gente suponía eran dirigidos por las zaibatsus.
Después de media hora mirando alrededor de la piel de Hackworth, recorriendo un área de quizás un milímetro de lado, observaron unas docenas de bichos artificiales, no demasiados hoy en día. Casi todos estaban muertos. Los bichos no duraban mucho al ser pequeños pero complejos, lo que dejaba poco espacio para sistemas redundantes. También disponían de poco espacio para almacenar energía, por lo que muchos se agotaban después de un tiempo. Los fabricantes lo compensaban fabricando muchos.
Casi todos los bichos estaban relacionados de alguna forma con el sistema inmunológico de los victorianos, y de ésos, la mayoría era inmunóculos cuyo trabajo era vagabundear por el sucio litoral de Nueva Chusan utilizando lidar para localizar cualquier otro bicho que desobedeciese el Protocolo. Al encontrar uno, mataban al invasor aferrándose a él sin dejarle escapar. El sistema victoriano utilizaba una técnica darwiniana para crear depredadores adaptados a la presa, lo que resultaba elegante y eficaz pero llevaba a la creación de depredadores que eran demasiado extraños para haber sido concebidos por humanos, de la misma forma que si los humanos hubiesen diseñado el mundo nunca hubiesen pensado en el topo. El Doctor X se centró en un depredador especialmente extraño agarrado mortalmente a un bicho sin identificar. Eso no quería decir necesariamente que la carne de Hackworth hubiese sido invadida, más bien que los bichos muertos se habían convertido en parte del polvo sobre una mesa y de alguna forma se habían pegado a su piel al tocarla.
Para ilustrar el tipo de bicho que buscaban, Hackworth había traído una ajonjera que había cogido del pelo de Fiona cuando habían salido a pasear por el parque. Se lo había enseñado al Doctor X que entendió inmediatamente y finalmente lo encontró. Tenía un aspecto diferente a todos los otros bichos, porque, como una ajonjera, su único propósito era pegarse a lo primero que lo tocara. Había sido generado unas horas antes por el compilador de materia en Bespoke, que, siguiendo las instrucciones de Hackworth, había colocado unos pocos millones de ellos en la superficie del Manual Ilustrado. Muchos de ellos se habían quedado en la piel de Hackworth cuando había cogido el libro.
Muchos permanecían en el libro, en la oficina, que era lo que Hackworth había anticipado. Lo manifestó explícitamente para que no se le ocurriesen ideas raras ni al Doctor X ni a sus ayudantes:
—La ajonjera tiene un temporizador interno —dijo—, que hará que se desintegre doce horas después de ser compilado. Le quedan seis horas para extraer la información. Por supuesto, está encriptada.
El Doctor X sonrió por primera vez en todo el día.
El Doctor X era el hombre ideal para aquel trabajo precisamente por su mala reputación. Hacía ingeniería inversa. Coleccionaba bichos como un loco coleccionista de mariposas victoriano. Los desmontaba átomo a átomo para ver cómo funcionaban, y cuando encontraba alguna innovación inteligente, la añadía a su base de datos. Como la mayoría de esas innovaciones era el resultado de la selección natural, el Doctor X era usualmente el primer ser humano que las conocía.
Hackworth era un inventor, el Doctor X era un estudioso. La distinción era al menos tan vieja como el ordenador digital. Los inventores creaban la nueva tecnología y luego saltaban al siguiente proyecto, habiendo explorado sólo lo básico de su potencial. Los estudiosos eran menos respetados porque parecían quedarse atrapados tecnológicamente, jugando con sistemas que ya no eran avanzados, sacándoles todo el jugo, obligándoles a hacer cosas que sus inventores nunca habían imaginado.
El Doctor X seleccionó un par de brazos manipuladores de su inusualmente gran arsenal. Algunos de ellos habían sido copiados de diseños de Nueva Atlantis, Nipón o Indostán y le eran familiares a Hackworth; otros, sin embargo, eran extraños dispositivos naturalistas que parecían haber sido arrancados de inmunóculos de Nueva Atlantis; estructuras evolucionadas más que diseñadas. El Doctor empleó dos de esos brazos para agarrar la ajonjera. Era una megabuckybola cubierta de aluminio rodeada de puntas, varias de las cuales estaban decoradas con fragmentos de piel ensartados.
Siguiendo las indicaciones de Hackworth giró la ajonjera hasta que una pequeña zona sin espinas estuvo a la vista. Una depresión circular, señalada con una estructura regular de agujeros y bultos, estaba marcada en la superficie de la bola, como una escotilla de atraque en un lado de una nave espacial. Inscrita alrededor de la circunferencia estaba la marca de su creador: IOANNI HACVIRTUS FECIT.
El Doctor X no necesitaba ninguna explicación. Era un puerto estándar. Probablemente tenía media docena de brazos manipuladores diseñados para ajustarse a él. Seleccionó uno y colocó la punta en su lugar, luego dijo algo en shanghainés.
A continuación, se quitó el visor de la cabeza y vio cómo uno de sus asistentes le servía otra taza de té.
—¿Cuánto tiempo? —dijo.
—Como un terabyte —dijo Hackworth. Era una medida de capacidad de almacenamiento, no de tiempo, pero sabía que el Doctor X era el tipo de persona capaz de hacer la conversión.
La bola contenía un sistema de cinta de fase máquina, ocho rollos de cinta en paralelo, cada una con su propia maquinaria de lectoescritura. Las cintas en sí mismas eran cadenas de polímeros con diferentes grupos para representar los unos y ceros lógicos. Era un componente estándar, y por eso el Doctor X ya sabía que cuando se descargaba, lo hacía a mil millones de bytes por segundo. Hackworth ya le había dicho que la longitud total era de un billón de bytes, así que debían esperar mil segundos. El Doctor X aprovechó el tiempo para abandonar la habitación, apoyado por sus asistentes, y atender otros aspectos paralelos de su negocio, que se conocía informalmente como el Circo de Pulgas.