Una mañana, Nell miró por la ventana y vio que el mundo se había vuelto del color de la mina de un lápiz. Los coches, los velocípedos, los cuadrúpedos, incluso los autopatines dejaban altos vórtices negros a su paso.
Harv volvió después de estar fuera toda la noche. Nell gritó cuando lo vio porque era un monstruo de carbón con dos excrecencias monstruosas en la cara. Él se quitó una máscara filtro para revelar la piel rosada bajo ella. Le enseñó los blancos dientes y luego empezó a toser. Lo hizo metódicamente, conjurando montones de flema de los alvéolos más profundos y proyectándola en el baño. De vez en cuando se paraba para respirar, y se oía un sonido vago salir de su garganta.
Harv no se explicó, sino que siguió trabajando con sus cosas. Desenroscó las protuberancias de la máscara y sacó cosas negras que levantaron una pequeña tormenta de polvo oscuro cuando las tiró al suelo. Las reemplazó con un par de cosas blancas que sacó de un envoltorio de Nanobar, aunque para cuando hubo acabado, las cosas blancas estaban cubiertas con sus huellas negras, con los vórtices digitales perfectamente definidos. Sostuvo el trozo de Nanobar frente a la luz durante un momento.
—Protocolo antiguo —dijo y lo mandó al cubo de la basura.
Luego sostuvo la máscara sobre la cara de Nell, puso las cintas alrededor de su cabeza y las apretó. El pelo largo quedó atrapado en las hebillas y le tiraba, pero las protestas de Nell quedaron apagadas por la máscara. Ahora le era más difícil respirar. La máscara se le pegaba a la cara cuando inhalaba y se movía cuando exhalaba.
—Mantenla puesta —dijo Harv—. Te protegerá del tóner.
—¿Qué es el tóner? —murmuró. Las palabras no atravesaron la máscara, pero Harv lo supo por sus ojos.
—Bichos —dijo—, o al menos eso dicen en el Circo de Pulgas —cogió una de las cosas negras que había sacado de la máscara y la pinchó con los dedos. Una nube cenicienta salió de ella, como una gota de tinta en un vaso de agua, y colgó girando en el aire, sin subir ni bajar. Chispazos de luz brillaron en medio de ella como polvo de hadas—. Ves, hay bichos alrededor, todo el tiempo. Usan los fogonazos para hablar unos con otros —le explicó Harv—. Están en el aire, en la comida y en el agua, por todas partes. Hay reglas que se supone los bichos deben respetar, y esas reglas se llaman protocolos. Y hay un Protocolo muy antiguo que dice que se supone que deben ser buenos con tus pulmones. Se supone que deben romperse en trozos inocuos si los respiras —Harv hizo una pausa al llegar a este punto, teatralmente, para conjurar más flema negra, que Nell supuso debía de estar lleno de trozos de bichos seguros para la salud—. Pero hay gente que rompe las reglas de vez en cuando. Que no siguen los protocolos. Y supongo que si hay demasiados bichos en el aire y todos rompiéndose en los pulmones, millones; bien, es posible que esos trozos seguros ya no sean tan seguros si hay millones de ellos. Pero de cualquier forma, los tipos del Circo de Pulgas dicen que en ocasiones los bichos entran en guerra unos con otros. Como si alguien en Shanghái fabrica un bicho que no sigue el Protocolo, y hace que su compilador de materia fabrique muchos de ellos, y los envía sobre las aguas al Enclave de Nueva Atlantis para espiar a los vickys e incluso causarles daño. Entonces algún vicky, uno de los tipos que se encargan de hacer respetar el protocolo, fabrica un bicho para encontrar al otro bicho y matarlo, y entran en guerra. Eso es lo que pasa hoy, Nell. Los bichos están luchando con otros bichos. Ese polvo, lo llamamos tóner, es en realidad los cuerpos muertos de esos bichos.
—¿Cuándo acabará la guerra? —preguntó Nell, pero Harv no pudo oírla al darle otro ataque de tos.
Al final Harv se levantó y se ató una tira de Nanobar blanco alrededor de la cara. El punto sobre la boca empezó inmediatamente a ponérsele gris. Expulsó el cartucho usado de su pistola de bichos y puso uno nuevo. Tenía la forma de una pistola, pero absorbía el aire en lugar de disparar cosas. Se cargaba con cartuchos llenos de papel plegado como un acordeón. Cuando se activaba, hacía un pequeño ruido de succión y chupaba aire, y con suerte bichos, hacia el papel. Los bichos se pegaban a él.
—Tengo que irme —dijo, apretando el gatillo de la pistola un par de veces—. Nunca se sabe lo que se puede encontrar. —Luego se dirigió a la salida dejando marcas negras de tóner en el suelo, que fueron borradas por las corrientes de aire a su paso, como si nunca hubiesen estado allí.