Medidas de seguridad adoptadas por Atlantis/Shanghái

Atlantis/Shanghái ocupaba el noventa por ciento más alto del territorio de Nueva Chusan, una meseta interior a un kilómetro por encima del nivel del mar, donde el aire era más fresco y más limpio. Algunas secciones estaban delimitadas por una hermosa verja de hierro, pero la verdadera frontera estaba defendida por algo llamado la red de la jauría de perros: un enjambre de aeróstatos semiindependientes.

Un aeróstato era cualquier cosa que colgase del aire. No era un truco difícil de conjurar. Los materiales nanotecnológicos eran más fuertes. Los ordenadores eran infinitesimales. Las fuentes de energía eran más potentes. Era casi difícil no construir algo que fuese más ligero que el aire. Cosas realmente simples como materiales de empaquetamiento —los constituyentes básicos de la basura— tendían a flotar por todas partes como si no pesasen nada, y los pilotos de aeronaves se habían acostumbrado a ver bolsas de la compra desechadas volando por delante (y meterse en los motores) incluso a diez kilómetros por encima del nivel del mar. Visto desde una órbita terrestre baja, la atmósfera superior parecía tener caspa. El Protocolo insistía en que todo fuese más pesado de lo necesario, para que cayese, y que pudiese degradarse por la luz ultravioleta. Pero algunas personas violaban el Protocolo.

Dado que era fácil fabricar cosas que flotasen en el aire, no era mucho más complicado añadir una turbina. No era más que una simple hélice, o una serie de ellas, montada en un filamento tubular alrededor del cuerpo del aeróstato, que tomase aire por un lado y que lo expulsase por el otro para producir un impulso. Un dispositivo construido con varios impulsores apuntados en ejes diferentes podía permanecer en una posición, e incluso navegar por el espacio.

Cada aeróstato en la red de perros era una gota aerodinámica con la superficie de un espejo lo bastante grande, en su parte más ancha, como para contener una pelota de ping-pong. La red estaba programada para colgar en el espacio en una estructura hexagonal, como a diez centímetros del suelo (lo suficientemente cerca para parar a un perro, pero no a un gato, de ahí venía «red de perros») y a una separación más amplia a medida que se hacía más alta. De esa forma, había una bóveda hemisférica alrededor del sacrosanto espacio aéreo del Enclave de Nueva Atlantis. Cuando soplaba el viento, las vainas se movían en él como veletas, y la red se deformaba un poco al moverse las vainas; pero invariablemente todas se las arreglaban para volver a su posición, nadando contracorriente como pececillos impulsados por turbinas de aire. Las turbinas hacían un ligero sonido silbante, como una hoja de acero que cortase el aire, que, cuando se multiplicaba por el número de vainas en los alrededores, provocaba un ambiente no del todo alegre.

Si se luchaba demasiado con el viento, las baterías de la vaina se agotaban. Entonces debía nadar y pegarse a su vecina. Las dos se unían en el aire, como libélulas, y la más débil tomaba energía de la más fuerte. El sistema incluía grandes aeróstatos llamados enfermeras que recorrían continuamente el lugar descargando grandes cantidades de energía en vainas seleccionadas al azar en toda la red, que a su vez la distribuirían a sus vecinas. Si una vaina creía tener problemas mecánicos, enviaba un mensaje, y una nueva vaina venía volando desde las instalaciones de Seguridad Real bajo Fuente Victoria y la sustituía para que pudiese volar a casa a ser descompilada.

Gran número de chicos de ocho años había descubierto que no se podía trepar por la red de perros porque las vainas carecían de sustentación suficiente para soportar el peso; el pie hundiría la primera vaina en el suelo. Intentaría liberarse, pero si se quedaba atrapada en el barro o las turbinas fallaban, otra vaina debería venir a reemplazarla. Por la misma razón se podía coger una vaina de su lugar y llevársela. Cuando Hackworth había realizado ese truco en su juventud, había descubierto que a medida que uno se aleja del lugar más caliente se ponía el artefacto, todo eso mientras te informaba amablemente, en la dicción cortante de los militares, sobre las vagas consecuencias. Ahora podías robar una o dos cuando te apetecía, y una nueva vendría a reemplazarla; cuando veían que ya no formaban parte de la red, las vainas se codificaban a sí mismas y se convertían en recuerdos instantáneos.

Esa aproximación amable no significaba que las alteraciones de la red no fuesen conocidas, o que se aprobasen esas actividades. Podías atravesar la red siempre que quisieses llevándote unas pocas vainas, a menos que la Seguridad Real le hubiese dicho a las vainas que te electrocutasen o que te convirtiesen en polvo. Si así fuese, te informarían amablemente antes de hacerlo. Incluso en su modo más pasivo, los aeróstatos vigilaban y oían, así que nada atravesaba la red de perros sin convertirse instantáneamente en una celebridad para cientos de fans uniformados en el Mando de la Fuerzas Reales.

A menos que fuese microscópico. Los invasores microscópicos eran la amenaza más importante hoy en día. Sólo por nombrar un ejemplo, estaba la Muerte Roja, también conocida como Especial de Siete Minutos, una diminuta cápsula aerodinámica que se abría al chocar y que liberaba unos miles de cuerpos del tamaño de un corpúsculo, conocidos coloquialmente como ralladores, en la corriente sanguínea de la víctima. Le lleva unos siete minutos a la sangre de una persona normal recorrer todo el cuerpo, así que después de ese intervalo los ralladores estarían distribuidos al azar por todos los órganos y miembros de la víctima.

Un rallador tenía la forma de una aspirina excepto que las partes de arriba y abajo eran más abombadas para soportar la presión ambiental; ya que, como la mayoría de los dispositivos nanotecnológicos, los ralladores estaban llenos de vacío. Dentro había dos centrifugadoras girando sobre el mismo eje pero en sentidos distintos, evitando así que la unidad actuase como un giroscopio. El dispositivo podía dispararse de varias formas; la más primitiva era una bomba de tiempo de siete minutos.

La detonación disolvía los enlaces que mantenían las centrifugadoras unidas por lo que, de pronto, miles de balistículas volaban hacia fuera. La concha se rompía con facilidad y cada balistícula producía una onda de choque, causando sorprendentemente poco daño al principio, trazando una distorsión lineal y ocasionalmente arrancando un trozo de hueso. Pero tan pronto como reducían su velocidad hasta la del sonido, las ondas de choque se apilaban sobre las ondas de choque para producir un estampido sónico. Entonces todo el daño se producía a la vez. Dependiendo de la velocidad inicial de las centrifugadoras, eso podía suceder a una distancia variable del punto de detonación; casi todo lo que estaba dentro de ese radio permanecía sin daño pero todo lo que estaba cerca de él quedaba destrozado; de ahí lo de «rallador». La víctima emitía un ruido como el golpe de un látigo, al salir unos pocos fragmentos por su carne y encontrarse con la barrera del sonido en el aire. Los sorprendidos testigos podrían volverse justo a tiempo para ver cómo la víctima se ponía de color rosa. Medialunas de sangre comenzarían a aparecer por todo el cuerpo; ésas marcaban la intersección geométrica de la detonación con la piel y eran un regalo para los forenses que podían así identificar el tipo de rallador comparando las marcas con útiles tablas. En aquel momento la víctima no era más que un saco de vísceras viscosas y sin diferenciar y, por supuesto, nadie sobrevivía.

Tales inventos habían provocado la preocupación de que la gente de la phyle A pudiese introducir subrepticiamente unos pocos millones de dispositivos letales en los cuerpos de los miembros de la phyle B, dando el más dulce giro tecnológico al viejo y común sueño de ser capaz de convertir toda una sociedad en puré. Se habían producido algunos ataques de ese tipo, se habían celebrado algunos funerales masivos con ataúdes cerrados, pero no demasiados. Era difícil controlar esos dispositivos. Si una persona comía o bebía uno, podría acabar en su cuerpo, y luego podría llegar a la cadena alimentaria y ser reciclado en el cuerpo de alguien que te cayese bien. Pero el mayor problema era el sistema inmunológico del anfitrión, que provocaba la suficiente alteración histológica como para advertir a la víctima.

Lo que funcionaba en el cuerpo podría funcionar en otro sitio, que era la razón por la que las phyles tenían ahora sus propios sistemas inmunológicos. El paradigma del escudo impenetrable no funcionaba en el nanonivel; uno tenía que tirar por el camino de en medio. Un enclave bien defendido estaba rodeado de una zona de control aéreo infestada con inmunóculos: aeróstatos microscópicos diseñados para buscar y destruir invasores. En el caso de Atlantis/Shanghái esa zona nunca era menor de veinte kilómetros. El anillo más interior era un cinturón verde a ambos lados de la red de perros, y el anillo más externo eran los Territorios Cedidos.

Siempre había niebla en los Territorios Cedidos, porque todos los inmunóculos en el aire servían como núcleos para la condensación del vapor de agua. Si mirabas con cuidado a la niebla y enfocabas la vista a un punto a unos dos centímetros frente a la nariz, se podrían ver destellos, como muchas linternas microscópicas, mientras los inmunóculos recorrían el espacio con rayos lidar. El lidar era como el radar excepto que usaba una longitud de onda más corta que resultaba ser visible para el ojo humano. Los destellos de diminutas luchas eran la prueba de la existencia de acorazados microscópicos cazándose unos a otros implacablemente en la niebla, como submarinos y destructores en las aguas oscuras del Atlántico Norte.