La lluvia llenaba de gotitas las puntas especulares de las botas de Hackworth mientras entraba en la abovedada puerta de hierro. Las pequeñas gotas reflejaban la luz argentina del cielo mientras se movían en las bases del pedimóvil, y se hundían en los adoquines grises y marrones con cada golpe. Hackworth se excusó ante un grupo de hindúes. Sus zapatos duros eran traicioneros sobre los adoquines, llevaban la barbilla en alto para que los altos cuellos blancos no les cortasen la cabeza. Se habían levantado muchas horas antes en pequeños barracones, sus armarios humanos en la isla al sur de Nueva Chusan, que era Indostán. Habían cruzado a Shanghái en las primeras horas en velocípedos y autopatines, probablemente habían pagado a algún policía y se habían dirigido a la Altavía que unía Nueva Chusan con la ciudad. Sistemas de Fase Máquina S.L. sabía que venían, porque venían todos los días. La compañía podía haberse establecido más cerca de la Altavía, o incluso en el mismo Shanghái. Pero a la compañía le gustaba que los que buscaban trabajo viniesen a llenar los formularios al campus principal. La dificultad de llegar allí impedía que la gente viniese por veleidad, y la presencia eterna de otra gente —como estorninos que vigilan una comida campestre— recordaba a todos lo afortunados que eran por tener un trabajo que otros esperaban ocupar.
Los Talleres de Diseño emulaban un campus universitario, con más formas de las que el arquitecto había deseado. Si un campus era un cuadrilátero verde rodeado por enormes edificios góticos educativos, entonces aquello era un campus. Pero si un campus era también un tipo de fábrica, donde la mayoría de su población se sentaba en filas y columnas en una gran habitación repleta y realizaba esencialmente la misma labor durante todo el día, entonces los Talleres de Diseño eran un campus también por esa razón.
Hackworth fue por Merkle Hall. Era de estilo gótico, como la mayoría de los Talleres de Diseño. Su techo abovedado estaba recubierto por un fresco duro de pintura sobre yeso. Ya que todo el edificio, exceptuando el fresco, había sido creado a partir de una Toma, hubiese sido más fácil fabricar un mediatrón en el techo y hacer que mostrase un fresco programado, que hubiese podido cambiar cada cierto tiempo. Pero los neovictorianos casi nunca usaban mediatrones. El arte duro exigía entrega por parte del artista. Sólo podía hacerse una vez, y si te equivocabas, tenías que vivir con las consecuencias.
El punto central del fresco era un grupo de querubines cibernéticos, cada uno llevando un átomo esférico, que se dirigían hacia una obra en progreso en el centro, una construcción de varios cientos de átomos, radialmente simétrica, quizás un cojinete o un motor. Encima de la escena, enorme, pero evidentemente no a escala, se encontraba un ingeniero de bata blanca con un nanofenomenoscopio monocular en la cabeza. Realmente nadie los usaba porque no daban percepción de profundidad, pero quedaba mejor en el fresco porque se podía ver el otro ojo del ingeniero, de azul acero, dilatado, mirando al infinito como el ojo de hierro de Arecibo. Con una mano el ingeniero se acariciaba el bigote. La otra la tenía metida en un nanomanipulador, y era evidente, por medio del glorioso uso excesivo del trompe-l’oeil, que los querubines manipuladores de átomos bailaban a su son, náyades para el Neptuno ingeniero.
Las esquinas del fresco estaban ocupadas por varias escenas; en la esquina superior izquierda, Feynman y Drexler y Merkle, Chen y Singh y Finkle-McGraw reposaban en una misteriosa buckybola, algunos leyendo libros y otros señalando hacia el trabajo en progreso de una forma que daba a entender una crítica constructiva. En la esquina superior derecha estaba la Reina Victoria II, que se las arreglaba para parecer serena a pesar de lo llamativo de su asiento, un trono de diamante sólido. La parte baja de la obra estaba llena de pequeñas figuras, en su mayoría niños con ocasionales madres dolientes, ordenadas cronológicamente. A la izquierda estaban los espíritus de generaciones pasadas que habían vivido demasiado pronto para disfrutar de los beneficios de la nanotecnología y (no se mostraba implícitamente, pero se daba a entender) destrozados por causas obsoletas como el cáncer, el escorbuto, explosiones de calderas, descarrilamientos, disparos, pogromos, blitzkriegs, derrumbamiento de minas, limpieza étnica, fugas nucleares, tijeras, beber líquido desatascador, calentar una casa fría con carbón de barbacoa y ser aplastado por un buey. Sorprendentemente ninguna de las figuras parecía resentida; todas miraban las actividades del ingeniero y sus obreros querúbicos, con sus rostros elevados e iluminados amorosamente por la luz que venía del centro, liberada (como el ingeniero Hackworth suponía con mente literal) por la energía de enlace de los átomos al caer por el pozo de potencial asignado.
Los niños en el centro daban la espalda a Hackworth y eran en su mayoría siluetas, mirando directamente hacia arriba y con los brazos elevados hacia la luz. Los niños en la esquina inferior derecha equilibraban la corte angélica de la izquierda; eran los espíritus de los niños por nacer ya con los beneficios del trabajo del ingeniero, y parecían ciertamente ansiosos de nacer lo antes posible. Su fondo era una cortina ondulante y luminiscente, muy similar a la aurora, que era en realidad una continuación de la falda de Victoria II sentada en el trono de arriba.
—Perdóneme, señor Cotton —dijo Hackworth, casi en voz baja. Había trabajado allí en su época, durante varios años, y conocía la etiqueta. Cien diseñadores estaban sentados en el salón, bien ordenados en filas. Todos tenían la cabeza metida en un fenomenoscopio. Las únicas personas que se habían percatado de la presencia de Hackworth en la sala eran el ingeniero supervisor Dürig, sus tenientes Chu, DeGrado y Beyerley, y unos ayudantes y mensajeros que estaban de pie en sus estaciones alrededor del perímetro. Eran malos modos sorprender a los ingenieros, así que uno se acercaba haciendo ruido pero se les hablaba en voz baja.
—Buenos días, señor Hackworth —dijo Cotton.
—Buenos días, Demetrius. Tómese su tiempo.
—Estaré con usted en un momento, señor.
Cotton era zurdo. Tenía la mano izquierda metida en un guante negro. Cosido a él había una red de diminutas e invisibles estructuras rígidas: motores, sensores de posición y estimadores táctiles. Los sensores seguían la posición de la mano, cuánto se movía cada falange de cada dedo, y demás. El resto del aparato le hacía sentir como si tocase algo real.
Los movimientos del guante estaban limitados a un dominio más o menos hemisférico con un radio de más o menos un codo, mientras el hombre permaneciese en o cerca de su reposo elastométrico, la mano estaba libre. El guante estaba unido a una red de cables infinitesimales que salían de devanadores colocados en varios lugares de la estación de trabajo. Los devanadores actuaban como bobinas motorizadas, quitando tensión o moviendo el guante de un lado a otro para simular fuerzas externas. En realidad no eran motores sino pequeñas fábricas de hilo que generaban cables a medida que se necesitaban y, cuando había que empujar o tirar, los volvían a tragar y los digerían. Cada cable estaba cubierto de una funda protectora en acordeón de un par de milímetros de diámetro, que estaba allí por seguridad, para evitar que los visitantes metiesen la mano y se cortasen los dedos con los hilos invisibles.
Cotton trabajaba en algún tipo de estructura elaborada que se componía, probablemente, de varios cientos de miles de átomos. Hackworth podía verla porque cada estación de trabajo tenía un mediatrón que daba una imagen bidimensional de lo que veía el usuario. Eso hacía que los supervisores que iban de arriba abajo pudiesen ver con facilidad a qué se dedicaba cada empleado.
Las estructuras que manejaban allí le parecían a Hackworth dolorosamente grandes, aunque él mismo lo había hecho durante unos años. Toda la gente en Merkle Hall trabajaba en productos de consumo de masa, lo que no exigía demasiado. Trabajaban en simbiosis con grandes programas que manejaban los aspectos repetitivos de la tarea. Era una forma rápida de diseñar productos, algo esencial cuando uno se dirigía al mercado de consumo fácilmente impresionable. Pero los sistemas diseñados de esa forma siempre eran enormes. Un sistema automatizado de diseño siempre podía hacer funcionar algo añadiéndole más átomos.
Cada ingeniero en aquel lugar, diseñando las tostadoras y secadores nanotecnológicos, deseaba tener el trabajo de Hackworth en Bespoke, donde la armonía de diseño era un fin en sí mismo, donde no se malgastaba un átomo y cada subsistema se diseñaba específicamente para la tarea. Ese trabajo exigía intuición y creatividad, cualidades que no abundaban ni se alentaban en Merkle Hall. Pero de vez en cuando, jugando al golf, en el karaoke o fumando un puro, Dürig o algún otro supervisor mencionaba a algún joven prometedor.
Como lord Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw pagaba el proyecto actual de Hackworth, el Manual ilustrado para jovencitas, el dinero no era problema. El duque no aceptaría ningún fallo o reducción de costes, por lo que todo era tan perfecto como se podía producir en Bespoke[5], cada átomo estaba justificado.
Incluso así, no había nada especialmente interesante en la fuente de alimentación que estaba siendo creada para el Manual, que consistía en baterías del mismo tipo que se usaban para mover desde juguetes a naves aéreas. Por tanto, Hackworth había delegado esa parte del trabajo en Cotton, sólo para ver si tenía potencial.
La mano enguantada de Cotton se movía y agitaba como una mosca pegada al centro de una tela de araña negra. En la pantalla mediatrónica de la estación de trabajo, Hackworth vio que Cotton sostenía una porción de tamaño medio (según los estándares de Merkle Hall), que supuestamente pertenecía a un sistema nanotecnológico mucho mayor.
El esquema de color estándar en aquellos fenomenoscopios era mostrar los átomos de carbono en verde, el azufre en amarillo, el oxígeno en rojo y el hidrógeno en azul. La estructura de Cotton, vista en la distancia, era generalmente turquesa porque estaba compuesta en su mayoría de carbono e hidrógeno, y porque el punto de vista de Hackworth era tan lejano que los miles de átomos individuales se combinaban en una masa. Era una reja de varillas largas y rectas, pero con bultos, colocadas unas en ángulo recto con respecto a las otras. Hackworth reconoció un sistema de barras lógico: un ordenador mecánico.
Cotton intentaba unirlo a algo mayor. De eso Hackworth dedujo que el proceso de autoensamblado (que Cotton debía de haber probado primero) no había funcionado muy bien, y ahora Cotton intentaba colocar a mano esa parte en su sitio. Eso no arreglaría lo que estuviese mal, pero la retroalimentación telestésica que le llegaba a la mano a través de los cables le daría información sobre qué bultos se colocaban en qué agujeros y cuáles no. Era una aproximación intuitiva al trabajo, una práctica furiosamente prohibida por los profesores del Real Instituto de Nanotecnología pero popular entre los inteligentes y pícaros colegas de Hackworth.
—Bien —dijo finalmente Cotton—, veo el problema —relajó la mano.
En el mediatrón, la pieza derivó alejándose del grupo principal por su propio impulso, fue parándose hasta detenerse y luego comenzó a caer de nuevo siendo atraída por las fuerzas débiles de Van der Waals. La mano derecha de Cotton descansaba sobre un pequeño teclado; le dio a una tecla para detener la simulación, entonces, Hackworth lo contempló aprobatoriamente, le dio a las teclas durante unos segundos, apuntando algo de documentación. Mientras tanto sacó la mano izquierda del guante y la usó para quitarse el aparato de la cabeza; las cintas de sujeción dejaron marcas en el pelo.
—¿Es el maquillaje inteligente? —dijo Hackworth, señalando a la pantalla.
—Un paso más —dijo Cotton—. Control remoto.
—¿Controlado cómo? ¿Iurevo? —dijo Hackworth, lo que significaba Interfaz Universal de Reconocimiento de Voz.
—Sí, señor, una variante especializada —dijo Cotton. Luego bajó la voz—. Se dice que consideraron un maquillaje con nanoreceptores para la respuesta galvánica de la piel, el pulso, la respiración y demás, para que respondiese al estado emocional de la persona. Ese, digamos, tema cosmético superficial escondía un problema que los llevó a profundas y turbulentas aguas filosóficas…
—¿Qué? ¿Filosofía del maquillaje?
—Piense en ello, señor Hackworth: ¿es la función del maquillaje responder a las emociones personales o precisamente no hacerlo?
—Esas aguas ya están por encima de mi cabeza —admitió Hackworth.
—Querrá saber del sistema energético de Runcible —dijo Cotton, empleando el nombre código para el Manual Ilustrado. Cotton no tenía ni idea de qué era Runcible, sólo que necesitaba una fuente energética relativamente duradera.
—Sí.
—He completado las modificaciones que pidió. He realizado las pruebas que especificó además de otras que se me ocurrieron a mí: todo está documentado aquí.
Cotton agarró la pesada asa del cajón y se detuvo una fracción de segundo para dar tiempo a que la lógica de reconocimiento de huellas realizase su trabajo. El cajón se abrió, y Cotton tiró de él para mostrar un conjunto diverso de material de oficina, incluyendo varias hojas de papel: algunas en blanco, algunas impresas, algunas escritas a mano y una hoja en blanco excepto por la palabra RUNCIBLE escrita en la parte alta con la precisa letra de dibujante de Cotton. Cotton la sacó y le habló:
—Demetrius James Cotton transfiriendo todos los privilegios al señor Hackworth.
—John Percival Hackworth lo recibe —dijo Hackworth, cogiendo la página—. Gracias, señor Cotton.
—De nada, señor.
—Portada —dijo Hackworth a la hoja de papel, y apareció una imagen con algo escrito, y las imágenes se movían: el esquema de un ciclo de fase máquina.
—Si puedo preguntar —dijo Cotton— ¿va a compilar pronto Runcible?
—Probablemente hoy —dijo Hackworth.
—Por favor, infórmeme de cualquier fallo —dijo Cotton, sólo como formalidad.
—Gracias, Demetrius —dijo Hackworth—. Dóblate —le dijo a la hoja de papel, que se dobló a sí misma en tres partes. Hackworth se la metió en el bolsillo de la chaqueta y salió de Merkle Hall.