Bud había pasado los últimos días al aire libre, en una prisión en el putrefacto delta del Chang Jiang (como lo llamaban la mayoría de sus miles de compañeros) o, como lo llamaba Bud, el Yangtsé. Las paredes de la prisión eran líneas de estacas de bambú, separadas a intervalos de unos pocos metros, con tiras de plástico naranja agitándose en la parte alta. Habían montado un dispositivo más en los huesos de Bud, y sabía dónde estaban esos límites. De vez en cuando podía verse un cadáver al otro lado de la línea, el cuerpo roto por las marcas de los ralladores. Bud los había considerado suicidios hasta que vio un linchamiento: un prisionero que se creía había robado el zapato de otro fue levantado por una multitud y pasado de mano en mano como un cantante de rock, mientras aquél intentaba agarrar algo durante todo el proceso. Cuando alcanzó la línea de postes de bambú, le dieron un último empujón y fue arrojado; su cuerpo explotó literalmente cuando atravesó el plano invisible del perímetro.
Pero la omnipresente amenaza del linchamiento era una irritación menor comparada con los mosquitos. Así que cuando Bud oyó una voz en su oído que le decía que se presentase en la esquina nordeste del complejo, no perdió el tiempo; en parte porque quería irse de aquel sitio y en parte porque, si no lo hacía, podían obligarle por control remoto. Le podían haber dicho que se dirigiese directamente al juzgado y que se sentase y lo hubiese hecho, pero por razones ceremoniales enviaban un policía para escoltarle.
La sala de justicia era una habitación de techo alto en uno de los viejos edificios a lo largo del Bund, sin decoración ostentosa. A un lado había una plataforma elevada, y sobre ella una vieja mesa plegable con una tela roja por encima. La tela roja tenía un diseño realizado con fibras doradas: un unicornio o un dragón o una mierda similar. Bud tenía problemas para distinguir las bestias mitológicas.
El juez entró y fue presentado como el juez Fang por el mayor de sus dos asistentes: un chino enorme de cabeza redonda que olía asquerosamente a cigarrillos mentolados. El condestable que había escoltado a Bud a la sala señaló al suelo, y Bud, entendiéndolo, se echó de rodillas y lo tocó con la frente.
El otro asistente del juez era una pequeña mujer asiática americana con gafas. Ya casi nadie usaba gafas para corregir la visión, y, por tanto, era fácil suponer que era algún tipo de fantascopio, que le permitía ver cosas que no estaban allí, como ractivos. Aunque, cuando la gente las usaba para otros propósitos aparte del entretenimiento empleaban una palabra más rebuscada: fenomenoscopio.
Podías hacer que te implantaran un sistema de fantascopía directamente en las retinas, como el sistema de sonido de Bud en sus oídos. Incluso podías implantarte módulos telestésicos en la columna sobre algunas vértebras determinadas. Pero se suponía que eso traía problemas: preocupaciones acerca de daños nerviosos a largo plazo, además de rumorearse que los hackers de las grandes compañías mediáticas habían encontrado una forma de traspasar las defensas de esos sistemas y poner anuncios en la visión periférica (incluso en el medio) todo el tiempo; incluso cuando cerrabas los ojos. Bud conocía un tipo que de alguna forma había sido infectado por un meme que ponía anuncios de moteles de mala muerte, en hindi, superpuestos a la esquina inferior derecha del campo visual, veinticuatro horas al día, hasta que el tipo se mató.
El juez Fang era sorprendentemente joven, probablemente todavía no tenía ni los cuarenta. Se sentó a la mesa cubierta con el trapo rojo y empezó a hablar en chino. Sus dos asistentes se pusieron tras él. Allí había un sikh; se levantó y dijo unas palabras al juez en chino. Bud no podía entender por qué había un sikh allí, pero se había acostumbrado a encontrarse sikhs donde menos se les esperaba.
El juez Fang habló con acento de Nueva York:
—El representante del Protocolo ha propuesto que realicemos esta vista en inglés. ¿Alguna objeción?
También estaba presente el tío al que había robado, que tenía el brazo un poco rígido pero que, por otra parte, parecía estar bien. Su mujer estaba con él.
—Soy el juez Fang —continuó el juez, mirando directamente a Bud—. Puede dirigirse a mí como Su Señoría. Ahora, Bud, el señor Kwamina le ha acusado de ciertas actividades que son ilegales en la República Costera. También se le acusa de violaciones del Protocolo Económico Común del que somos firmantes. Las violaciones están muy relacionadas con el crimen que ya he mencionado, pero son ligeramente diferentes. ¿Lo entiende?
—No exactamente, Su Señoría —dijo Bud.
—Creemos que robó a este tío y que le abrió un agujero en el brazo —dijo el juez Fang—, algo que no nos gusta. ¿Capiche?
—Sí, señor.
El juez Fang hizo una señal al sikh, que prosiguió.
—El código del P.E.C. —dijo el Sikh— gobierna todo tipo de interacción económica entre personas y organizaciones. El robo es una de esas interacciones. Dañar es otra, en cuanto afecte a la habilidad de la víctima para realizar su actividad económica. Como el Protocolo no aspira a ser un poder soberano, actuamos en cooperación con el sistema de justicia indígena de los firmantes del P.E.C. a la hora de juzgar tales casos.
—¿Está familiarizado con el sistema de justicia confuciano? —dijo el juez Fang. La cabeza de Bud empezaba a marearse de ir de un lado a otro como en un partido de tenis—. Supongo que no. Bien, aunque la República Costera de China ya no es estrictamente, ni siquiera vagamente, confuciana, todavía llevamos nuestro sistema de justicia de esa forma; lo hemos hecho durante unos miles de años y creemos que no es muy malo. La idea general es que como juez ejecuto varios papeles simultáneamente: detective, juez, jurado, y si es necesario, verdugo.
Bud sonrió ante eso y luego notó que el juez Fang parecía no estar de un humor especialmente jocoso. Sus modos de Nueva York habían confundido a Bud, haciéndole creer que el juez Fang era un tipo normal.
—En el primer papel mencionado —continuó el juez Fang—, me gustaría, señor Kwamina, que me diga si reconoce al sospechoso.
—Es el hombre —dijo el señor Kwamina mientras apuntaba con un dedo a la frente de Bud— que me amenazó, me disparó y me robó el dinero.
—¿Y, señora Kum? —dijo el juez Fang. Luego, como concesión a Bud, añadió—: En su cultura, la mujer no adopta el apellido del marido.
La señora Kum señaló a Bud y dijo:
—Es el culpable.
—Señorita Pao, ¿tiene algo que añadir?
La mujer pequeña de las gafas miró a Bud y dijo con acento de Tejas:
—De la frente de ese hombre extraje un lanzador de nanoproyectiles activado por la voz, conocido coloquialmente como pistola craneal, cargado con tres tipos de munición, incluyendo la de tipo Incapacitador usada contra el señor Kwamina. Un examen por nanopresencia de los números de serie de los proyectiles, y la comparación de los mismos con los fragmentos extraídos de la herida del señor Kwamina, indican que el proyectil usado contra el señor Kwamina fue disparado por el arma implantada en la frente del sospechoso.
—Mierda —dijo Bud.
—Bien —dijo el juez Fang, y levantó una mano para acariciarse la cabeza. Luego se volvió hacia Bud—. Es culpable.
—¡Eh! ¿No tengo derecho a mi defensa? —dijo Bud—. ¡Protesto!
—No sea estúpido —dijo el juez Fang.
Habló el sikh.
—Como el acusado no tiene posesiones significativas y el valor de su trabajo no sería suficiente para compensar a la víctima, el Protocolo termina su interés en el caso.
—Vale —dijo el juez Fang—. Bien, Bud, hombre, ¿tiene a alguien que dependa de usted?
—Tengo novia —dijo Bud—, tiene un hijo llamado Harv que es mío, a menos que nos equivocásemos al contar. Y he oído que está embarazada.
—¿Cree que lo está o no?
—Lo estaba la última vez que la vi… hace un par de meses.
—¿Su nombre?
—Tequila.
Un resoplido apagado salió de uno de los asistentes del Protocolo —la mujer— que se tapó la boca con la mano. El sikh parecía que se mordía los labios.
—¿Tequila? —dijo el juez Fang incrédulo. Estaba claro que el juez Fang juzgaba muchos casos como aquél y agradecía el entretenimiento.
—Hay diecinueve mujeres llamadas Tequila en los Territorios Cedidos —dijo la señorita Pao, leyendo algo en el fenomenoscopio—, una de ellas tuvo una niña llamada Nellodee hace tres días. También tiene un niño de cinco años llamado Harvard.
—Oh, vaya —dijo Bud.
—Felicidades, Bud, es papá —dijo el juez Fang—. Deduzco de su reacción que es una sorpresa. Parece evidente que su relación con esta Tequila es tenue, y, por tanto, no encuentro circunstancias atenuantes que debiera tener en cuenta para emitir mi sentencia. Siendo así, me gustaría que saliese por esa puerta de ahí —el juez Fang señaló una puerta en la otra punta de la sala— y que baje los escalones. Salga por la puerta trasera y cruce la calle, y encontrará un embarcadero en el río. Camine hacia el final del embarcadero hasta que esté en la parte roja y espere más instrucciones.
Al principio Bud se movió despacio, pero el juez Fang le hizo un gesto de impaciencia, por lo que finalmente salió por la puerta y bajó las escaleras hasta el Bund, la calle que corría paralela a la orilla del río Huangpu, y que estaba bordeada de edificios de estilo europeo. Un túnel de peatones le llevó bajo la carretera hasta la orilla, que estaba llena de chinos y desechos humanos sin piernas que se arrastraban de un lado a otro. Algunos chinos de mediana edad habían colocado un sistema de sonido que tocaba música arcaica y bailaban. La música y el estilo de baile hubiesen sido ofensivamente pintorescos para Bud en otro momento de su vida, pero ahora por alguna razón la visión de esas personas asentadas y carnosas dando vueltas en brazos de otros le hizo sentirse triste.
Finalmente encontró el embarcadero correcto. Mientras caminaba por él tuvo que abrirse paso por entre algunos porteadores que llevaban algo envuelto en tela y que intentaban ir por el embarcadero antes que él. La vista era bonita; los viejos edificios del Bund tras él, la vertiginosa pared de neón de la Zona Económica de Pudong explotando en la orilla opuesta y que servía de fondo para el intenso tráfico del río: en su mayoría cadenas de barcazas.
El embarcadero no se ponía rojo hasta el mismo final, donde empezaba a inclinarse hacia el río. Había sido cubierto con alguna sustancia que le impedía resbalar. Se volvió y miró hacia el juzgado, buscando una ventana donde pudiese distinguir el rostro del juez Fang o uno de sus ayudantes. La familia de chinos le seguía por el embarcadero, llevando su carga, que estaba cubierta de guirnaldas de flores y, como ahora veía Bud, era probablemente el cadáver de un familiar. Había oído hablar de esos embarcaderos; se les llamaba muelles funerarios.
Varias docenas de los microscópicos explosivos llamados ralladores detonaron en su sangre.