Bud se embarca en una vida criminal; un insulto a una tribu y sus consecuencias

Bud encontró a su primera víctima por accidente. Se había equivocado en una esquina, había entrado en un callejón sin salida y había atrapado inadvertidamente a un negro, una mujer y un par de niños pequeños que se habían metido allí antes que él. Parecían asustados, como muchos recién llegados, pero Bud notó cómo la mirada del hombre se fijaba en sus Miras, preguntándose si el punto de mira, invisible para él, estaba centrado en su persona, su mujer o los niños.

Bud no se apartó. Él cargaba y ellos no, por lo que tenían que dejarle pasar. Pero en lugar de eso se quedaron quietos.

—¿Algún problema? —dijo Bud.

—¿Qué quiere? —dijo el hombre.

Hacía mucho desde que alguien había expresado una preocupación tan sincera por los deseos de Bud, y en cierta forma le gustaba. Comprendió que aquella gente creía que les estaba robando.

—Oh, lo mismo que los demás. Dinero y mierda —dijo Bud, y con eso, el hombre se sacó unos umus del bolsillo y se los entregó… y luego le dio las gracias al echarse atrás.

Bud disfrutaba con que los negros le respetasen de esa forma —le recordaba su herencia noble en los parques de caravanas de Florida del Norte— y tampoco le disgustaba el dinero. Después de ese día, empezó a buscar negros con la misma incertidumbre asustada en el rostro. Aquella gente vendía y compraba sin papeles, por lo que siempre llevaban dinero en efectivo. Durante un par de meses le fue muy bien. De vez en cuando se pasaba por el piso donde vivía su puta Tequila, le daba algo de ropa interior, y quizás algo de chocolate a Harv.

Tanto Tequila como Bud suponían que Harv era su hijo. Tenía cinco años, lo que significaba que había sido concebido en una fase temprana del ciclo de rupturas y reconciliaciones de Bud y Tequila. Ahora la zorra estaba embarazada de nuevo, lo que significaba que Bud tendría que traerle más regalos cuando la visitase. ¡Las presiones de la paternidad!

Un día Bud se centró, por sus ropas elegantes, en una familia particularmente bien vestida. El hombre vestía un traje de negocios y la mujer un bonito vestido limpio, y llevaban a un bebé todo vestido con lazos, y habían contratado a un porteador para ayudarles con el equipaje en el camino desde el Aeródromo. El porteador era un tipo blanco que a Bud le recordó vagamente a sí mismo, y se enfadó al verlo actuar como un animal de carga para negros. Por lo que tan pronto como aquella gente se alejó del bullicio del Aeródromo hacia un vecindario más solitario, Bud se aproximó a ellos, moviéndose como había practicado frente al espejo, poniéndose de vez en cuando las Miras en la punta de la nariz con el dedo índice.

El tipo con el traje era diferente a todos los demás. No intentó actuar como si no hubiese visto a Bud, no intentó escabullirse, no se acobardó o perdió el tipo, se limitó a permanecer de pie, con los pies plantados en el suelo, y dijo con amabilidad:

—Sí, señor, ¿puedo ayudarle?

No hablaba como un negro americano, casi tenía acento británico, pero más sonoro. Ahora que Bud se había acercado, vio que el hombre llevaba una franja de tela de colores alrededor del cuello y sobre las solapas, colgándole como una cicatriz. Tenía aspecto de estar bien alimentado y cobijado, exceptuando la pequeña cicatriz en una mejilla.

Bud siguió caminando hasta que estuvo un poco demasiado cerca del tipo. Mantuvo la cabeza inclinada hacia atrás hasta el último minuto, como si estuviese escuchando música a alto volumen (que era el caso), y de pronto echó la cabeza hacia delante y se quedó mirando fijamente la cara del tipo. Era otra forma de enfatizar que cargaba y funcionaba normalmente. Pero el tipo no respondió con el ligero movimiento de sorpresa que Bud había aprendido a esperar y disfrutar. Quizá fuese de alguna nación bananera donde no sabían lo que era una pistola craneal.

—Señor —dijo el hombre—, mi familia y yo nos dirigimos a nuestro hotel. El viaje ha sido largo y estamos cansados; mi hija tiene una infección en el oído. Si me dijese lo que desea con la mayor prontitud posible, le estaría muy agradecido.

—Habla como un maldito vicky —dijo Bud.

—Señor, no soy lo que usted llama un vicky, o hubiese ido directamente allí. Le estaría muy agradecido si tuviese la amabilidad de moderar su lenguaje en presencia de mi mujer e hija.

Le llevó a Bud un momento desentrañar aquella frase, y un poco más creer que al hombre le preocupaban una pocas palabras sucias dichas cerca de su familia, y todavía más creer que había sido tan insolente con Bud, un tipo muy musculoso que evidentemente cargaba una pistola craneal.

—Voy a decir cualquier maldita cosa que quiera a tu puta y a la zorra de tu hija —dijo Bud, en alto. Luego no pudo evitar sonreír. ¡Unos puntos para Bud!

El hombre pareció impaciente más que asustado y lanzó un largo suspiro.

—¿Es un robo a mano armada o algo así? ¿Está seguro de saber dónde se mete?

Bud contestó susurrando «dispara» y lanzando un Incapacitador al bíceps derecho del hombre. Detonó dentro del músculo, como una M-80, dejando un agujero oscuro en la manga de la chaqueta del hombre y el brazo tieso; la manga tirando ahora sin nada que se le opusiera. El hombre apretó los dientes, sacó los ojos, y durante unos momentos lanzó un gruñido de lo más profundo del pecho, esforzándose por no gritar. Bud miró fascinado la herida. Era como disparar a la gente en un ractivo.

Exceptuando que la zorra no gritó ni pidió clemencia. Se limitó a volverse de espaldas, utilizando su cuerpo para proteger al bebé, y mirar a Bud con calma por encima del hombro. Bud vio que también tenía una pequeña cicatriz en la mejilla.

—La próxima vez te saco un ojo —dijo Bud—, y luego trabajaré en la zorra.

El hombre levantó el brazo bueno para indicar que se rendía. Se vació los bolsillos de Unidades Monetarias Universales y se las dio. Y luego Bud se esfumó, porque los monitores —aeróstatos del tamaño de una almendra con ojos, oídos y radios— probablemente ya habían detectado el sonido de la explosión y se estarían aproximando al área. Pasó uno a su lado mientras doblaba la esquina, acarreando una corta antena que reflejaba la luz como una fractura del tamaño de un pelo en la atmósfera.

Tres días más tarde, Bud andaba por el Aeródromo buscando presas fáciles, cuando una gran nave llegó de Singapur. Inmerso en la corriente de dos mil recién llegados había un grupo compacto de hombres vestidos en trajes de negocios, con cintas de tela de color alrededor de los cuellos y pequeñas cicatrices en los pómulos.

Más tarde, esa misma noche, Bud, por primera vez en su vida, oyó la palabra ashanti.

—¡Otros veinticinco ashantis acaban de llegar de L.A.! —dijo un hombre en un bar.

—¡Los ashantis han celebrado una gran reunión en el salón de conferencias del Sheraton! —dijo una mujer en la calle.

Esperando en la cola de unos de los compiladores gratuitos de materia, un vagabundo dijo:

—Uno de los ashantis me ha dado cinco yuks. Son buena gente.

Cuando Bud se encontró con un tipo que conocía, un antiguo camarada en el negocio de los cebos, le dijo:

—Eh, está todo repleto de ashantis, ¿no?

—Síiii —dijo el tipo, que pareció muy sorprendido al ver el rostro de Bud en la calle, y se distrajo de pronto desagradablemente, moviendo la cabeza mirando a todos lados.

—Deben de estar celebrando una convención o algo así —teorizó Bud—. Le robé a uno la otra noche.

—Sí, lo sé —le dijo el amigo.

—¿Eh? ¿Cómo lo sabes?

—No están de convención, Bud. Todos esos ashantis, excepto el primero, han venido a la ciudad a cazarte.

La parálisis atacó las cuerdas vocales de Bud, y se sintió incapaz de concentrarse.

—Debo irme —le dijo el amigo, y se apartó de la vecindad de Bud.

Durante las siguientes horas, Bud sintió como si todos en la calle le vigilasen. Bud ciertamente los vigilaba, buscando los trajes, las cintas de color. Pero vio a un hombre con pantalones cortos y una camiseta: un negro con pómulos altos, uno de los cuales estaba marcado con una diminuta cicatriz y con ojos casi asiáticos en alto estado de alerta. Por tanto, no podía contar con que los ashantis vistiesen ropas estereotipadas.

Poco después de eso, Bud intercambió ropas con un indigente en la playa, dejando todo el cuero negro y consiguiéndose una camiseta y pantalones cortos propios. La camiseta era demasiado pequeña; le tiraba del sobaco y se apretaba contra los músculos por lo que sentía aún más el eterno hormigueo. Deseó poder desconectar los estimuladores, relajar los músculos sólo por una noche, pero eso hubiese exigido un viaje a la modería, y había llegado a la conclusión de que los ashantis tendrían vigiladas todas las moderías.

Podía haber ido a varios burdeles, pero no sabía qué tipo de conexiones podrían tener los ashantis —ni siquiera sabía qué era exactamente un ashanti— y no estaba seguro de poder tener una erección en esas circunstancias.

Mientras vagaba por las calles de los Territorios Cedidos, preparado para apuntar la Mira a cualquier negro que se cruzase en su camino, reflexionó sobre la injusticia de su suerte. ¿Cómo iba a saber que el tipo pertenecía a una tribu?

En realidad, debía haberlo supuesto, sólo por el hecho de que vestía bien y no tenía el aspecto de los otros de su clase. Esa diferencia con su gente debía haber sido la clave. Y la falta de miedo debía haberle indicado algo. Como si no pudiese creer que nadie fuese tan estúpido como para robarle.

Bien, Bud había sido tan estúpido, y Bud no tenía una phyle propia, por tanto, Bud estaba jodido. Bud tendría ahora que buscarse una, y con gran rapidez.

Ya había intentado unirse a los bóers unos años antes. Los bóers eran para Bud el tipo de basura blanca que los ashantis representaban para la mayoría de los negros. Rubios fornidos en trajes o vestidos más conservadores, normalmente con media docena de niños a remolque, y por Dios que permanecían juntos. Bud había visitado en un par de ocasiones el laager local, había estudiado algunos ractivos educativos en el mediatrón de su casa, se había ejercitado un par de horas extra en el gimnasio tratando de alcanzar el estándar físico, incluso había ido a un par de horribles sesiones de estudio de la Biblia. Pero al final, Bud y los bóers no encajaban. Era increíble la cantidad de tiempo que había que pasar en la iglesia; era como vivir en la iglesia. Y había estudiado su historia, pero había pocos choques bóers/zulúes que pudiese soportar leer o mantener en la cabeza. Así que fuera; esa noche no iba a ir a un laager.

Los vickys no le aceptarían ni en un millón de años, por supuesto. Casi todas las demás tribus se orientaban por razas, como los parsis y otros. Los judíos no le aceptarían a menos que se cortase un trozo de la polla y aprendiese a leer una lengua completamente distinta, lo que era mucho pedir porque todavía no había conseguido aprender a leer en inglés. Había un montón de phyles cenobíticas —tribus religiosas— que aceptaban a todas las razas, pero la mayoría no eran demasiado poderosas y no tenían representantes en los Territorios Cedidos. Los mormones tenían representación y eran poderosos, pero no estaba seguro de que le aceptasen con la rapidez y seguridad que necesitaba. Luego quedaban las tribus que la gente fabricaba de la nada —las phyles sintéticas— pero la mayoría estaban basadas en alguna habilidad común o en una extraña idea o ritual que no podría aprender en media hora.

Finalmente, en algún momento hacia medianoche, pasó al lado de un tipo con una extraña chaqueta gris y una gorra con una estrella roja que intentaba repartir pequeños libros rojos, y le llegó la inspiración: Sendero. La mayor parte de los senderos eran incas o coreanos, pero aceptarían a cualquiera. Tenían un enclave en los Territorios Cedidos, un enclave con buena seguridad y cada uno de ellos, hasta el último hombre o mujer, estaba loco. Podrían enfrentarse perfectamente a un par de docenas de ashantis. Y podías unirte simplemente cruzando la puerta. Aceptarían a cualquiera sin hacer preguntas.

Había oído que no era bueno ser comunista, pero en esas circunstancias supuso que podría bajar la nariz y citar del pequeño libro rojo todo lo que fuese necesario. Tan pronto como los ashantis se fuesen, se saldría.

Una vez decidido, no podía esperar a llegar allí. Tuvo que controlarse para no empezar a correr, lo que con seguridad hubiese llamado la atención de cualquier ashanti en la calle. No podía soportar la idea de estar tan cerca de la seguridad y fracasar.

Dobló la esquina y vio la pared del Enclave Sendero de cuatro pisos de alto y dos manzanas de largo, un enorme mediatrón sólido con una puerta diminuta en el medio. Mao estaba a un lado, saludando a una multitud invisible, frente a su mujer de dientes de caballo y su ayudante Lin Biao, del color de un escarabajo, y el Presidente Gonzalo estaba al otro lado, enseñando a unos niños pequeños, y en medio un eslogan en letras de diez metros: ¡LUCHA POR DEFENDER LOS PRINCIPIOS DEL PENSAMIENTO MAO-GONZALO!

Había guardias en la puerta, como siempre, un par de chicos de doce años con pañuelos rojos en el cuello, bandas del mismo color en los brazos y viejos rifles con bayonetas de verdad apoyados contra el cuello. Una chica blanca rubia y un chico asiático rechoncho. Bud y su hijo Harv habían pasado el rato durante muchas horas de aburrimiento intentando hacer reír a esos chicos. Nada servía. Pero había visto el ritual: le cerrarían el paso cruzando los rifles y no le dejarían pasar hasta que jurase fidelidad a la doctrina Mao-Gonzalo, y entonces…

Un caballo, o algo construido según el mismo principio general, bajaba por la calle al trote. Los cascos no hacían el ruido metálico de las herraduras de hierro. Bud comprendió que era una cabalina: un robot de cuatro patas.

El hombre de la caba era un africano con ropas coloridas. Bud reconoció el aspecto de las ropas y supo sin molestarse en buscar las cicatrices que el tío era un ashanti. Tan pronto como vio a Bud, cambió de marcha para ir a galope. Iba a interceptar a Bud antes de que pudiese llegar a Sendero. Y todavía estaba demasiado lejos para acertarle con la pistola craneal, cuyas balas infinitesimales tenían un rango de tiro desagradablemente corto.

Oyó un ruido débil a su espalda y giró la cabeza. Algo le pegó en la frente y se quedó allí. Un par de ashantis le había pillado a pie.

—Señor —dijo uno de ellos—, no le recomendamos que opere su arma, a menos que quiera que la munición le explote en la frente. ¿Eh? —Y formó una amplia sonrisa, de enormes y blancos dientes perfectos, y se tocó su propia frente. Bud alzó una mano y sintió algo duro pegado a la piel de su cabeza, justo encima de la pistola craneal.

La caba cambió al trote y fue hacia él. De pronto había ashantis por todas partes. Se preguntó cuánto tiempo llevaban siguiéndole. Todos tenían hermosas sonrisas. Llevaban en las manos pequeños dispositivos, que apuntaban al pavimento, con el dedo justo al lado del gatillo hasta que el tipo de la caba les dio otra orden. De pronto, todos parecían apuntar en dirección a Bud.

Los proyectiles se pegaron a la piel y la ropa y se extendieron a los lados, soltando metros y metros de una sustancia laminal sin peso que se pegó a sí misma y se contrajo. Uno le acertó en la parte de atrás de la cabeza y la sustancia le rodeó para retenerle. Era tan gruesa como una burbuja de jabón, y podía ver bien a través de ella —le sostenía uno de los párpados por lo que no podía evitar ver— y todo ahora tenía el aspecto de arco iris característico de las burbujas de colores. Todo el proceso de empaquetado llevó quizá medio segundo, y luego Bud, momificado en plástico, se cayó de boca. Uno de los ashantis tuvo la amabilidad de agarrarlo. Lo depositaron sobre la calle y lo pusieron de espaldas. Alguien pinchó con la hoja de una navaja sobre la boca de Bud para romper la película y que pudiese así respirar de nuevo.

Varios ashantis se dedicaron a poner asas en el paquete, dos cerca de los hombros y dos en los tobillos, mientras el hombre de la caba desmontaba y se inclinaba sobre él.

El jinete tenía varias cicatrices prominentes en los pómulos.

—Señor —dijo sonriendo—, le acuso de violar ciertos artículos del Protocolo Económico Común, que detallaré en un momento más conveniente, y, por tanto, le pongo bajo arresto personal. Por favor, tenga en cuenta que cualquiera arrestado de esta forma puede ser reducido por la fuerza si intenta resistirse, algo que, ¡ja!, ¡ja!, no parece probable en este momento, pero es parte del procedimiento que se lo aclare. Como este territorio pertenece a una nación-estado que reconoce el Protocolo Económico Común, tiene derecho a que se le juzgue por las acusaciones dentro de la estructura judicial de la nación-estado en cuestión, que en este caso resulta ser la República Costera de China. Esta nación-estado puede que le conceda o no derechos adicionales; lo descubriremos pronto, cuando le expongamos la situación a la autoridad competente. Ah, creo que veo una.

Un condestable de la Policía de Shanghái, con las piernas en un pedimóvil, se acercaba por la calle con las tremendas zancadas que permitía aquel dispositivo, escoltado por un par de ashantis en turbopatines. Los ashantis tenían grandes sonrisas, pero el condestable era la imagen misma de la inescrutabilidad.

El jefe de los ashantis le hizo un saludo al condestable y luego graciosamente recitó parte de la letra pequeña del Protocolo Económico Común. El condestable hacía continuamente un gesto que estaba entre un asentimiento y un saludo superficial. Luego el condestable se volvió hacia Bud y habló con rapidez.

—¿Es miembro de alguna tribu, phyle, diáspora registrada, entidad cuasi nacional organizada en franquicia, política soberana o cualquier forma de colectivo dinámico de seguridad que se adhiera al P.E.C.?

—¿Se está cachondeando? —dijo Bud. El envoltorio le apretaba la boca por lo que sonó como un pato.

Cuatro ashantis agarraron las asas y levantaron a Bud del suelo. Comenzaron a seguir al condestable saltarín en dirección a la Altavía que llevaba por encima del mar a Shanghái.

—¿Qué pasa? —dijo Bud por entre la abertura del envoltorio—, él dijo que podría tener otros derechos. ¿Tengo otros derechos?

El condestable lo miró por encima del hombro, volviendo la cabeza con cuidado para no perder el equilibrio sobre el pedimóvil.

—No seas gilipollas —dijo en un inglés bastante decente—, esto es China.