Una visita de la realeza; los Hackworth se toman unas vacaciones aéreas; la fiesta de cumpleaños de la princesa Charlotte; Hackworth conoce a un miembro de la nobleza

Tres semillas geodésicas volaron sobre los tejados y jardines de Atlantis/Shanghái un viernes por la tarde, como gérmenes de una calabaza de tamaño lunar. Un par de torres de amarre germinaron y crecieron desde los campos de críquet en el Parque Fuente Victoria. La menor de las naves estaba decorada con el escudo real; permaneció en el aire mientras las dos mayores descendían hacia el atraque. Sus envolturas, llenas de nada, eran predominantemente transparentes. En lugar de bloquear la luz solar, se ponían amarillas y se arrugaban, proyectando vastas figuras abstractas de zonas brillantes y no tan brillantes que los niños en sus mejores miriñaques y trajes de pantalón corto intentaban atrapar con los brazos. Una banda tocaba. Había una figura diminuta en la barandilla de la nave aérea Atlantis, saludando a los niños que estaban debajo. Todos sabían que aquélla debía de ser la chica del cumpleaños en persona, la princesa Charlotte, y gritaban y devolvían el saludo.

Fiona Hackworth había estado vagabundeando por el Invernadero Ecológico Real atrapada entre sus padres, que esperaban de esa forma mantener el barro y los detritus vegetales lejos de su falda. La estrategia no había tenido un éxito completo, pero con manos ágiles, John y Gwendolyn se las arreglaron para transferir la mayor parte de la suciedad a sus blancos guantes. De ahí fue directa al aire. La mayor parte de los guantes de damas y caballeros se hacían hoy en día de fabrículas infinitesimales que sabían cómo expulsar la suciedad; podías meter la mano enguantada en el barro, y estaría blanca unos pocos segundos más tarde.

La jerarquía de camarotes en la Æther encajaba perfectamente con la posición de los pasajeros, ya que esas secciones de la nave podían ser descompiladas y reconstruidas entre viajes. Para lord Finkle-McGraw, sus tres hijos y sus esposas, y Elizabeth (su primera y única nieta hasta ahora), la nave aérea hizo descender una escalera mecánica privada que los llevó directamente a la suite en la misma proa, con una vista de casi 180 grados.

A popa de los Finkle-McGraw había más o menos una docena de otros Lores Accionistas, simples condes y barones, que en su mayoría guiaban más que sus hijos a sus nietos a las suites de clase B. Luego venían los ejecutivos, cuyas cadenas de reloj de oro, de las que colgaban pequeñas cajas e-mail, teléfonos, lámparas, cajas de rapé, y otros fetiches, formaban curvas sobre los chalecos oscuros que llevaban para disimular la barriga. La mayoría de los niños había alcanzado la edad en la que ya sólo los querían de forma natural sus propios padres; el tamaño en el que su energía era más una amenaza que un milagro; y el nivel de inteligencia que hubiese sido considerado inocencia en un niño más pequeño era exasperante descortesía. Una abeja que vuela en busca de néctar es hermosa a pesar de la amenaza implícita, pero el mismo comportamiento en un avispón tres veces más grande hace que uno busque algún material para aplastarlo. Por tanto, en las anchas escaleras mecánicas que llevaban a los camarotes de primera clase, podían verse muchos miembros superiores violentamente retenidos por padres furiosos con la chistera ladeada, los dientes apretados y los ojos girando violentamente en busca de testigos.

John Percival Hackworth era ingeniero. A la mayor parte de los ingenieros les habían asignado pequeños cuartos con camas plegables, pero Hackworth ostentaba el elevado título de Artifex y había sido director de equipo en aquel mismo proyecto, por lo que merecía un camarote de segunda clase con una cama doble y una plegable para Fiona. El porteador llevó las maletas justo cuando la Æther se despedía del mástil de amarre: un puntal diamantino que ya se disolvía en la superficie de mesa de billar del oval para cuando la nave había virado hacia el sur. Estando tan cerca de Fuente Victoria, el parque estaba repleto de líneas de Toma, y cualquier cosa podía crecer en poco tiempo.

El camarote de los Hackworth se encontraba a estribor, por lo que a medida que la nave aceleraba alejándose de Nueva Chusan, vieron cómo se ponía el sol en Shanghái, brillante en rojo a través de la capa eterna de humo de carbón que tenía la ciudad. Gwendolyn le leyó a Fiona cuentos en la cama durante una hora, mientras John miraba la edición de tarde del Times, luego extendió algunos papeles en la pequeña mesa de la habitación. Más tarde, ambos se vistieron con los trajes de noche, acicalándose en silencio bajo la luz crepuscular para no despertar a Fiona. A las nueve en punto salieron al pasillo, cerraron la puerta con llave, y siguieron el sonido de la gran orquesta hasta el gran salón de la Æther, donde acababa de empezar el baile. El suelo del salón de baile era una losa de diamante transparente. Las luces estaban bajas. Parecía que flotaban sobre la brillante superficie iluminada por la luna del Pacífico mientras bailaban el vals, el minué, el lindy, y el eléctrico en la noche.

El amanecer encontró a las tres naves aéreas flotando sobre el Mar del Sur de China, sin tierra a la vista. El océano era relativamente poco profundo en aquel punto, pero sólo Hackworth y un puñado de ingenieros lo sabían. Los Hackworth disfrutaban de una vista aceptable desde su ventana, pero John se levantó temprano, reservó un lugar en el suelo de diamante del salón de baile, pidió un café expreso y el Times a un camarero, y pasó el rato agradablemente mientras Gwen y Fiona se preparaban para el día. A su alrededor podía oír a los niños especulando sobre lo que iba a suceder.

Gwen y Fiona llegaron lo suficientemente tarde como para que fuera interesante para John, que sacó el reloj mecánico del bolsillo al menos una docena de veces mientras esperaba, y al final acabó sosteniéndolo en la mano, abriendo y cerrando nerviosamente la tapa. Gwen dobló sus largas piernas y extendió la falda sobre el suelo transparente, ganándose las miradas desaprobadoras de las mujeres que permanecían de pie.

Pero John se tranquilizó al comprobar que la mayor parte de las mujeres eran ingenieros de bajo nivel o esposas; ninguna persona importante necesitaba venir al salón de baile.

Fiona se echó sobre brazos y piernas y prácticamente hundió la cara contra el diamante, con el fundamento en alto. John se agarró los pliegues del pantalón, se los levantó un poco y se echó de rodillas.

El coral inteligente surgió de las profundidades con una violencia que sorprendió a Hackworth, aunque había participado en el diseño y había presenciado los ensayos. Visto a través de la superficie oscura del Pacífico, era como asistir a una explosión a través de un cristal fracturado. Recordaba a la crema que cae sobre el café, que vuelve a subir del fondo de la taza en una turbulenta floración fractal que se solidificaba justo al llegar a la superficie. La velocidad del proceso había sido un truco cuidadosamente calculado; el coral inteligente había estado creciendo en el fondo del océano durante los tres meses anteriores, obteniendo energía de una línea superconductora que habían hecho crecer en el fondo marino para la ocasión, extrayendo los átomos necesarios del agua del mar y los gases disueltos en ella. El proceso que se producía debajo parecía caótico, y en cierta forma lo era; pero cada litóculo sabía exactamente dónde se suponía que tenía que ir y lo que tenía que hacer.

Había piezas de construcción tetraédrica de calcio y carbono, del tamaño de semillas de amapola, cada una equipada con una fuente de energía, un cerebro y un sistema de navegación. Se elevaron del fondo del océano a una señal dada por la princesa Charlotte; se había despertado para encontrar un pequeño regalo bajo la almohada, lo abrió para descubrir un silbato dorado con una cadena, se fue al balcón, y sopló el silbato.

El coral convergía al lugar de la isla desde todas direcciones, con algunos de los litóculos desplazándose durante varios kilómetros para llegar a las posiciones asignadas. Desplazaban un volumen de agua igual al de la isla, varios kilómetros cúbicos en total. El resultado era una turbulencia furibunda, una hinchazón en la superficie del océano que provocó los gritos de los niños, quienes pensaban que podía elevarse y atrapar la nave en el cielo; y de hecho unas gotas mancharon el vientre de diamante de la nave, obligando al piloto a ganar algo más de altura. La súbita maniobra provocó la risa sincera de los padres en el salón de baile, que estaban encantados con la ilusión de peligro y la impotencia ante la naturaleza.

La espuma y la niebla se disiparon con el tiempo para revelar una nueva isla, de color salmón bajo la luz de la mañana. Los aplausos y los gritos se redujeron a un murmullo profesional. La charla de los sorprendidos niños era demasiado alta y aguda para oírse.

Faltaban todavía un par de horas. Hackworth chasqueó los dedos para llamar a un camarero y pidió fruta fresca, zumo, bollos y más café. Ya que estaban podrían disfrutar de la famosa cocina de la Æther mientras la isla criaba castillos, faunos, centauros y bosques encantados.

La princesa Charlotte fue el primer ser humano en poner pie en la isla encantada, bajando a saltitos la pasarela de la Atlantis con un par de amigos a remolque, todos con el aspecto de florecillas salvajes con los gorros llenos de cintas, todos llevando pequeños cestos para los recuerdos, aunque poco después éstos pasaron a las niñeras. La princesa se colocó frente a la Æther y la Chinook, amarradas a unos cien metros de ella, y habló en un tono de voz normal que fue, sin embargo, oído con claridad por todos; había un nanófono oculto en algún punto de la cinta del peto de la falda, conectado con un sistema de audio que había crecido en la capa superior de la isla misma.

—Me gustaría expresar mi gratitud a lord Finkle-McGraw y a todos los empleados de Sistemas de Fase Máquina[2] S.L. por este regalo de cumpleaños absolutamente maravilloso. Ahora, niños de Atlantis/Shanghái, ¿podríais uniros a mi fiesta de cumpleaños?

Los niños de Atlantis/Shanghái gritaron sí y corrieron en tropel por las múltiples pasarelas de la Æther y la Chinook, que habían sido extendidas todas para la ocasión con la esperanza de prevenir atascos, que podrían llevar a accidentes o, el cielo no lo quisiera, descortesía. Durante los primeros momentos, los niños se limitaron a salir de la nave aérea como gas que escapa de una botella. Luego empezaron a converger hacia las fuentes de maravillas: un centauro de ocho pies de alto paseando por un prado con su hijo e hija trotando a su alrededor. Algunos bebés dinosaurios. Una caverna al lado de una colina, con signos prometedores de más encantamientos. Un camino que serpenteaba por otra colina hacia un castillo en ruinas.

Los adultos en su mayoría permanecieron a bordo de las naves aéreas y les dieron a los niños unos minutos para desahogarse, aunque podía verse a lord Finkle-McGraw caminando hacia la Atlantis, golpeando curioso el suelo con el bastón, como para asegurarse que era digno de ser pisado por pies reales.

Un hombre y una mujer bajaron la pasarela de la Atlantis: con un vestido floral que exploraba la difusa frontera entre la modestia y el confort estival, acompañado de un parasol a juego, la Reina Victoria II de Atlantis. Con un elegante traje beige, su marido, el Príncipe Consorte, cuyo nombre era, lamentablemente, Joe. Joe, o Joseph como se le llamaba en circunstancias oficiales, bajó primero, moviéndose con el ritmo algo pomposo de un-paso-pequeño-para-un-hombre, luego se volvió hacia Su Majestad y le ofreció la mano, que ella aceptó graciosa pero ligeramente, como si quisiese recordar a todo el mundo que había sido alumna de Oxford y que había quemado la tensión de los estudios en la Stanford B-School con la natación, el patinaje y el jeet kune do. Lord Finkle-McGraw hizo una reverencia cuando las sandalias tocaron el suelo. Ella extendió la mano, y él la besó; aunque era atrevido, estaba permitido si eras viejo y tenías estilo, como Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw.

—Agradecemos a lord Finkle-McGraw, Tectónica Imperial S.L. y Sistemas de Fase Máquina S.L. una vez más por esta adorable ocasión. Disfrutemos ahora de este magnífico ambiente antes de que, como la primera Atlantis, se hunda para siempre bajo las olas.

Los padres de Atlantis/Shanghái bajaron las pasarelas, aunque muchos habían vuelto a los camarotes para cambiarse de ropa después de ver cómo vestían la Reina y el Príncipe Consorte. La gran noticia, que en aquellos momentos ya estaba siendo enviada al Times por columnistas de moda con telescopios a bordo de la Æther, era que el parasol había vuelto.

Gwendolyn Hackworth no había metido un parasol en la maleta, pero no le preocupaba; siempre había poseído cierto olvido inconsciente y natural con respecto a la moda. Ella y John bajaron a la isla. Para cuando los ojos de Hackworth se ajustaron a la luz del sol, ya estaba observando y examinando un poco de suelo entre los dedos. Gwen lo dejó obsesionarse y se unió a un grupo de mujeres, en su mayoría esposas de ingenieros, e incluso una o dos Accionistas con nivel de baronía.

Hackworth encontró un sendero escondido que serpenteaba por entre los árboles por un lado de la colina y que llegaba hasta un pequeño bosquecillo alrededor de un estanque de agua clara y fresca: la probó para asegurarse. Se quedó allí un rato, mirando la isla encantada, preguntándose qué estaría haciendo Fiona. Eso le llevó a soñar despierto: quizá, milagrosamente, se había encontrado con la princesa Charlotte, se había hecho amiga suya, y ahora mismo estaba explorando alguna maravilla con ella. Ello le condujo a un largo ensueño que se vio interrumpido cuando se dio cuenta de que alguien le estaba recitando poesía.

¡Dónde estaríamos, nosotros dos, querido Amigo!

Si en la estación de las elecciones fáciles,

en lugar de vagar, como hicimos, por valles

repletos de flora, tierra abierta

a la Imaginación, pastos felices recorridos a voluntad,

nos hubiesen seguido, vigilado cada hora y controlado,

cada uno en su camino melancólico

atados como la vaquilla de un pobre al pienso,

llevados por los caminos en triste servidumbre.

Hackworth se volvió para ver a un hombre mayor que compartía la vista. Asiático genéticamente, con un cierto acento norteamericano vibrante, parecía tener al menos setenta años. La piel translúcida todavía estaba firme sobre los huesos de la cara, pero los párpados, orejas y los huecos de las mejillas estaban viejos y llenos de arrugas. Bajo su casco de bocamina no se apreciaba pelo; el hombre estaba completamente calvo. Hackworth reunió las pistas lentamente, hasta que comprendió quién estaba frente a él.

—Suena a Wordsworth —dijo Hackworth.

El hombre había estado mirando a los prados de abajo. Giró la cabeza y miró directamente a Hackworth por primera vez.

—¿El poema?

—A juzgar por el contenido, yo diría El Preludio.

—Bien hecho —dijo el hombre.

—John Percival Hackworth a su servicio. —Hackworth se acercó al otro y le dio una tarjeta.

—Es un placer —dijo el hombre. No malgastó el tiempo presentándose.

Lord Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw era uno de los múltiples Lores Accionistas con nivel de duque que habían salido de Apthorp. Apthorp no era una organización formal que uno pudiese buscar en la guía telefónica; en hipocresía económica, se refería a una alianza estratégica entre diversas compañías enormes, incluyendo a Sistemas de Fase Máquina S.L. y Tectónica Imperial. Cuando no había nadie importante escuchando, sus empleados la llamaban John Zaibatsu, de la misma forma que sus antepasados de un siglo antes se habían referido a la East India Company como John Company.

SFM fabricaba productos de consumo y TI fabricaba tierras, que era, como siempre, donde estaba el verdadero dinero. Contadas en hectáreas, no era mucho —realmente sólo unas pocas islas estratégicamente colocadas, condados más que continentes— pero eran las tierras más caras del mundo aparte de algunos afortunados lugares como Tokio, San Francisco y Manhattan. La razón era que Tectónica Imperial tenía geotectólogos, y los geotectólogos podían asegurarse de que cada trozo de tierra tuviese el encanto de San Francisco, la situación estratégica de Manhattan, el feng-shui de Hong Kong, el temible pero obligatorio Lebensraum de Los Ángeles. Ya no era necesario enviar a sucios palurdos con gorras de mapache a explorar los territorios salvajes, matar a los aborígenes y limpiar las tierras; ahora todo lo que se precisaba era un joven geotectólogo, un compilador de materia inteligente, y una buena Fuente.

Como la mayoría de los neovictorianos, Hackworth podía recitar la biografía de Finkle-McGraw de memoria. El futuro duque había nacido en Corea y había sido adoptado a los seis meses por una pareja que se había conocido en la universidad de Iowa y que luego habían creado una granja orgánica en la frontera de Iowa con Dakota del Sur.

Durante su adolescencia, un jet de pasajeros realizó un peligroso aterrizaje en el aeropuerto de Sioux City, y Finkle-McGraw, junto con otros muchos miembros de la tropa de Boy Scouts que había sido movilizada por los guías, estaba de pie en la carretera junto con cada ambulancia, bomberos, médicos y enfermeras de varios condados a la redonda. La extraña eficacia con la que los ciudadanos locales respondieron al accidente obtuvo amplia publicidad y fue el tema de un telefilme. Finkle-McGraw no podía entender la razón. Se habían limitado a hacer lo humano y razonable en aquellas circunstancias; ¿por qué la gente de otras partes del país lo encontraba tan difícil de entender?

Esa tenue comprensión de la cultura americana podría deberse a que hasta la edad de catorce años sus padres lo educaron en casa. Un día de escuela típico de Finkle-McGraw consistía en caminar hasta el río a estudiar los renacuajos o ir a la biblioteca pública para sacar un libro sobre la Grecia o la Roma clásicas. La familia tenía poco dinero extra, y las vacaciones consistían en conducir a las Rocosas para acampar, o al norte de Minnesota para navegar en canoa. Probablemente aprendió más en sus vacaciones de verano que sus compañeros en los años escolares. El contacto social con otros niños se producía principalmente en los Boy Scouts o en la iglesia; los Finkle-McGraw pertenecían a la iglesia metodista, a una iglesia católica, y a una sinagoga que se reunía en una habitación en Sioux City.

Sus padres le inscribieron en un instituto público, donde mantuvo una media de 2 sobre 4. Las clases eran tan aburridas y los otros chicos tan estúpidos, que Finkle-McGraw desarrolló una pobre actitud. Ganó alguna reputación como luchador y corredor de campo a través, pero nunca la explotó para conseguir favores sexuales, lo que hubiese sido muy fácil en el clima promiscuo de la época. Tenía algo de esa enervante característica que hace que un joven se convierta en no conformista por gusto y descubrió que la forma más segura de escandalizar a la mayoría de la gente en esa época, en aquel tiempo, era creer que algunos comportamientos eran malos y otros buenos, y que era razonable vivir la vida de esa forma.

Después de graduarse en el instituto, pasó un año llevando ciertas partes del negocio agrícola de sus padres y luego fue a la Universidad de Ciencia y Tecnología («Ciencia en la práctica») del Estado de Iowa en Ames. Se matriculó en ingeniería agrícola pero se cambió a física después del primer semestre. Aunque nominalmente estudió física durante los tres años siguientes, se matriculaba en las clases que quería: ciencia de la información, metalurgia, música clásica. Nunca obtuvo un título, no por bajas notas sino por el clima político; como muchas universidades de la época, U.E.I. exigía a los estudiantes que estudiasen un amplio espectro de materias, incluyendo artes y humanidades. Finkle-McGraw prefería leer libros, escuchar música y asistir a obras de teatro en su tiempo libre.

Un verano, mientras vivía en Ames y trabajaba como asistente de investigación en un laboratorio de física de estado sólido, la ciudad se había convertido en una isla durante un par de días debido a una enorme inundación. Como muchos otros nativos del Medio Oeste, Finkle-McGraw pasó una semana construyendo diques con sacos de arena y hojas de plástico. Una vez más, le sorprendió la atención de los medios de comunicación; los reporteros de las costas aparecían continuamente y anunciaban, con algo de sorpresa, que no había habido pillaje. La lección aprendida durante el accidente del avión en Sioux City se reforzó. Los disturbios de Los Ángeles del año anterior daban un claro contraejemplo. Finkle-McGraw comenzó a desarrollar una opinión que habría de informar su visión política en los años posteriores, es decir, que mientras que las personas no eran genéticamente diferentes, eran culturalmente tan diferentes como se podía ser, y que algunas culturas eran simplemente mejores que otras. Ése no era un juicio de valor subjetivo, sino una observación de cómo algunas culturas florecían y crecían mientras otras fallaban. Era un punto de vista compartido implícitamente por casi todo el mundo pero, en aquellos días, rara vez manifestado.

Finkle-McGraw dejó la universidad sin un título y volvió a la granja, que dirigió durante unos años mientras sus padres se preocupaban del cáncer de mama de su madre. Después de su muerte, se mudó a Minneapolis y aceptó un trabajo en una compañía fundada por uno de sus antiguos profesores, fabricando microscopios de efecto túnel, que en aquella época eran dispositivos novedosos capaces de ver y manipular átomos individuales. En aquella época el campo era incierto, los clientes solían ser grandes instituciones de investigación y las aplicaciones prácticas parecían lejanas. Pero era perfecto para un hombre que quería estudiar nanotecnología, y McGraw empezó a hacerlo, trabajando de noche en su tiempo libre. Dada su diligencia, su confianza en sí mismo, su inteligencia («adaptable, implacable, pero no realmente brillante») y la comprensión básica de los negocios que había adquirido en la granja, era inevitable que se convirtiese en uno de los pocos cientos de pioneros de la revolución nanotecnológica; que su propia compañía, que había fundado cinco años después de mudarse a Minneapolis, sobreviviese lo suficiente para ser absorbida por Apthorp; y que navegase por las corrientes económicas y políticas de Apthorp lo suficientemente bien como para desarrollar una posición decente de accionista. Todavía poseía la granja familiar al nordeste de Iowa, así como algunos cientos de miles de acres de tierra circundante, que estaba reconvirtiendo en una pradera de alta hierba, repleta de manadas de bisontes y verdaderos indios que habían descubierto que cabalgar caballos y cazar animales salvajes era mejor que amargarse la vida en los barrios pobres de Minneapolis o Seattle. Pero la mayor parte del tiempo permanecía en Nueva Chusan, que a efectos prácticos era su estado ducal.

—¿Relaciones públicas? —dijo Finkle-McGraw.

—¿Señor? —La etiqueta moderna era simple; «Su gracia» o cualquier otro título honorífico era innecesario en aquel contexto tan informal.

—Su departamento, señor. —Hackworth le había dado su tarjeta social, lo que era apropiado dadas las circunstancias pero no revelaba nada.

—Ingeniería. Bespoke.

—Oh, de veras. Pensaba que alguien capaz de reconocer a Wordsworth sería uno de esos artistas de R.P.

—No en este caso, señor. Soy un ingeniero. Hace poco me han ascendido a Bespoke. Trabajé un poco en este proyecto, para ser exacto.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Oh, asuntos de P.I. en su mayoría —dijo Hackworth. Asumió que Finkle-McGraw se mantenía al tanto y reconocería la abreviatura de pseudo-inteligencia, y quizás incluso apreciase que Hackworth hubiese hecho esa suposición.

Finkle-McGraw se iluminó un poco. —Sabe, cuando era joven lo llamaban I.A., inteligencia artificial.

Hackworth se permitió una breve y fina sonrisa. —Bueno, supongo que podríamos hablar de caraduras.

—¿De qué forma se usó la pseudo-inteligencia aquí?

—Estrictamente en la parte de SFM del proyecto —Tectónica Imperial había hecho la isla, los edificios y la vegetación. Sistemas de Fase Máquina, los jefes de Hackworth, todo lo que se movía—. El comportamiento estereotipado estaba bien para los pájaros, dinosaurios y demás, pero para los centauros y faunos queríamos más interactividad, algo que produjese la ilusión de seres sensibles.

—Sí, bien hecho, bien hecho, señor Hackworth.

—Gracias, señor.

—Ahora bien, sé perfectamente que sólo los mejores ingenieros llegan a Bespoke. Supongamos que me cuenta cómo un aficionado a la poesía romántica ha llegado a esa posición.

Hackworth se sorprendió ante aquella pregunta e intentó responder sin parecer fatuo. —Estoy seguro de que un hombre de su posición no verá ninguna contradicción…

—Pero un hombre de mi posición no fue el responsable de ascenderle a Bespoke. Lo fue un hombre en una posición completamente diferente. Y me temo mucho que esos hombres suelen ver una contradicción.

—Sí, entiendo. Bien, señor, estudié literatura inglesa en la universidad.

—¡Ah! Por tanto, no fue uno de ésos que siguió el camino recto y estrecho hacia la ingeniería.

—Supongo que no, señor.

—¿Y sus colegas en Bespoke?

—Bien, si he entendido su pregunta, señor, diría que, comparados con otros departamentos, una proporción relativamente grande de ingenieros de Bespoke ha tenido… bien, a falta de mejor forma de describirlo, una vida interesante.

—¿Y qué hace que la vida de un hombre sea más interesante que la de otro?

—En general, diría que encontramos las cosas impredecibles y nuevas más interesantes.

—Eso es casi una tautología. —Aunque lord Finkle-McGraw no era dado a expresar sentimientos de forma promiscua, parecía encantado del rumbo de la conversación. Se volvió hacia la vista y miró a los niños durante un minuto, retorciendo la punta del bastón en el suelo de la isla como si todavía estuviese inseguro de su integridad—. ¿Cuántos de esos niños cree que están destinados a llevar vidas interesantes?

—Bien, al menos dos, señor; la princesa Charlotte y su nieta.

—Es rápido, Hackworth, y sospecho que también es capaz de ser retorcido si no fuese por su carácter moral inquebrantable —dijo Finkle-McGraw, no sin cierta socarronería—. Dígame, ¿sus padres eran súbditos, o ha prestado el Juramento?

—Tan pronto como cumplí los veintiuno, señor. Su Majestad, en aquella época todavía era Su Alteza Real, realizaba un viaje por Norteamérica, antes de asistir a Stanford, y presté el Juramento en la Trinity Church de Boston.

—¿Por qué? Es un tipo inteligente y no está ciego a la cultura como muchos ingenieros. Podía haberse unido a la Primera República Distribuida o a cualquiera de las cientos de phyles sintéticas de la Costa Oeste. Hubiese tenido un futuro decente y se hubiese librado de toda esta —Finkle-McGraw señaló con el bastón a las dos naves aéreas— disciplina conductista que nos imponemos a nosotros mismos. ¿Por qué se la impuso a usted mismo, señor Hackworth?

—Sin derivar a cuestiones que son estrictamente personales —dijo Hackworth cuidadosamente—, conocí dos tipos de disciplina cuando era niño: ninguna en absoluto y demasiada. La primera conduce a comportamientos degenerados. Cuando hablo de degeneración, no estoy siendo mojigato, señor… Aludo a cosas que me eran muy conocidas, y que hicieron mi infancia algo menos que idílica.

Finkle-McGraw, quizá comprendiendo que se había excedido, asintió con vigor.

—Ése es un argumento familiar, por supuesto.

—Por supuesto, señor. No tendría la presunción de dar a entender que fui el único joven maltratado por lo que quedó de su cultura nativa.

—Y no veo esa implicación. Pero muchos de los que pensaban como usted se las arreglaron para entrar en phyles donde prevalece un régimen mucho más cruel y que nos consideran a nosotros degenerados.

—Mi vida no careció de periodos de disciplina irracional y excesiva, normalmente impuesta de forma caprichosa por los responsables en primer lugar de la laxitud. Eso combinado con mis estudios históricos me llevó, como a muchos otros, a la conclusión de que había poco en el siglo anterior digno de imitarse, y que debíamos mirar en el siglo diecinueve en busca de modelos sociales estables.

—¡Bien hecho, Hackworth! Pero debe saber que el modelo al que alude no sobrevivió por mucho a la primera Victoria.

—Hemos superado mucha de la ignorancia y resuelto muchas de las contradicciones internas que caracterizaron aquella época.

—Ah, ¿lo hemos hecho? Qué tranquilizador. ¿Y las hemos resuelto de forma que pueda garantizarse que esos niños vivirán vidas interesantes?

—Debo confesar que soy demasiado lento para seguirle.

—Dijo usted que los ingenieros en el departamento de Bespoke, el mejor, habían llevado vidas interesantes, en lugar de llegar por el camino directo y estrecho. Lo que implica una correlación, ¿no?

—Claramente.

—Eso implica, ¿no?, que en orden a educar una generación de niños que puedan alcanzar todo su potencial, debemos encontrar una forma de hacer que vivan vidas interesantes. Y la pregunta que tengo para usted, señor Hackworth, es: ¿cree que nuestras escuelas lo consiguen? ¿O son como las escuelas de las que se quejaba Wordsworth?

—Mi hija es demasiado joven para ir a la escuela… pero me temo que esa última situación es la predominante.

—Le aseguro que es así, señor Hackworth. Mis tres hijos se criaron en esas escuelas, y las conozco bien. Estoy decidido a que Elizabeth se eduque de forma diferente.

Hackworth sintió cómo se sonrojaba.

—Señor, debo recordarle que acabamos de conocernos… no me siento digno de las confidencias que me hace.

—No le cuento estas cosas como amigo, señor Hackworth, sino como profesional.

—Entonces debo recordarle que soy ingeniero, no psicólogo infantil.

—No lo he olvidado, señor Hackworth. Es de hecho un ingeniero, y uno muy bueno, en una compañía que todavía considero mía… aunque como Lord Accionista, ya no tengo conexiones formales. Y ahora que ha finalizado con éxito su parte de este proyecto, tengo la intención de ponerle a cargo de un nuevo proyecto para el que creo que está perfectamente cualificado.