Bud se sorprendió de todo el tiempo que pasó antes de tener que utilizar de veras la pistola craneal. Sólo saber que la tenía ahí le daba tal confianza que nadie en su sano juicio se metería con él, especialmente cuando veían las Miras y el cuero negro. Se salía con la suya con sólo mirar a la gente.
Era hora de subir. Buscó trabajo como vigía. No era fácil. La industria farmacéutica alternativa funcionaba por un sistema de entrega en el momento, con el inventario al mínimo para que no hubiese demasiadas pruebas que los policías pudiesen confiscar. La sustancia se fabricaba en compiladores de materia ilícitos, escondidos en bloques de apartamentos vacíos de bajo alquiler, y los mensajeros la llevaban a los camellos. Mientras tanto, una nube de vigías y cebos circulaban probabilísticamente por el vecindario, sin detenerse nunca lo suficiente como para que los parasen por vagabundear, vigilando la llegada de la policía (o aparatos de vigilancia policial) a través de las pantallas en las gafas de sol.
Cuando Bud le dijo a su último jefe que le follase un pez, había estado seguro de que podría conseguir un trabajo como mensajero. Pero no había sido así, y desde entonces un par de naves aéreas había llegado de Norteamérica y habían descargado miles de basura blanca y negra en el mercado de trabajo. Ahora a Bud se le acababa el dinero y estaba cansándose de comer la comida gratuita de los compiladores públicos de materia.
El Peacock Bank era un hombre elegante con una perilla canosa, que olía a limón y que vestía un traje cruzado demasiado elegante que dejaba bien clara la estrecha cintura. Se le podía encontrar en una oficina bastante sórdida, sobre una agencia de viajes, en uno de los terribles edificios entre el Aeródromo y la costa bordeada de burdeles.
El banquero no habló mucho después de estrecharle la mano, se limitó a cruzarse de brazos pensativo y a inclinarse sobre el borde de la mesa. En esa postura escuchó las tergiversaciones que Bud acababa de componer, asintiendo de vez en cuando como si Bud hubiese dicho algo importante. Era un poco desconcertante en cuanto Bud sabía que todo era fachada, pero había oído que aquellos imbéciles se enorgullecían de su atención al cliente.
En un momento cualquiera del monólogo, el banquero se limitó a cortar a Bud mirándole con alegría.
—Desea asegurarse una línea de crédito —dijo, como si le sorprendiese agradablemente, lo cual no era demasiado probable.
—Supongo que podría decirse así —le concedió Bud, deseando haber estado a la altura de tan rimbombante terminología.
El banquero buscó en la chaqueta y sacó del bolsillo delantero un trozo de papel, doblado en tres partes.
—Quizá desee hojear nuestro folleto —le dijo a Bud, y al folleto se le soltó algo en una lengua desconocida. Cuando Bud lo cogió de manos del banquero, la página en blanco generó una bonita animación de un logotipo en color acompañada de música. El logotipo se convirtió en un pavo real[1]. Debajo se activó un vídeo presentado por un caballero de aspecto similar al banquero; de aspecto vagamente hindú, pero también árabe.
—Los parsis le dan la bienvenida a Peacock Bank.
—¿Qué es un parsi? —le dijo Bud al banquero, que se limitó a bajar las pestañas un poco y apuntar con la perilla al papel, que había cogido la pregunta y ya se había lanzado a una explicación. Bud acabó lamentando haberlo preguntado, porque la respuesta resultó un montón de bla-bla-bla general sobre esos parsis que, evidentemente, querían asegurase que nadie los confundiese con los imbéciles, pakis o árabes; y no es que, por supuesto, tuviesen ningún problema con esos grupos étnicos perfectamente respetables. Aunque intentó no prestar atención, Bud absorbió más sobre los parsis de lo que quería saber, su extraña religión, su tendencia a vagabundear, incluso su maldita cocina, que parecía extraña pero que aun así le hizo la boca agua. Luego el folleto volvió al asunto principal, que era las líneas de crédito.
Bud ya lo había visto antes. El Peacock Bank llevaba el mismo negocio que todos los demás: si te aceptaban, te metían la tarjeta de crédito directamente en el cuerpo, en aquel lugar y en ese momento, allí mismo. Esos tipos la implantaban en el hueso ilíaco de la pelvis, algunos optaban por el mastoides en el cráneo; cualquier lugar donde hubiese un hueso cerca de la superficie. Había que colocarla en un hueso porque la tarjeta tenía que hablar por radio, lo que significaba que necesitaba una antena de longitud suficiente para recibir las ondas de radio. A partir de ese momento podías ir por ahí comprando cosas sólo con pedirlas; el Peacock Bank, el mercader del que comprabas y la tarjeta en la pelvis gestionaban todos los detalles.
Los bancos variaban en su filosofía de intereses, pagos mínimos mensuales y otros detalles. Nada de eso le importaba a Bud. Lo que le importaba era qué le harían si se retrasaba, y, por tanto, después de dejar pasar un intervalo decente pretendiendo escuchar cuidadosamente toda aquella mierda sobre tipos de interés, preguntó, de pasada, como si fuese algo que se le acababa de ocurrir, por la política de cobro. El banquero miraba por la ventana como si no se hubiese dado cuenta.
La banda sonora cambió a jazz y se vio una escena de una plantilla multicultural de damas y caballeros, que para nada tenían el aspecto de abusadores crónicos de crédito, sentados alrededor de mesas de ensamblaje fabricando a mano piezas de joyería étnica. Se lo pasaban bien, bebiendo té e intercambiando alegres bromas. Bebiendo demasiado té, a los sospechosos ojos de Bud, tan opacos a tantas cosas pero tan certeros con las tácticas de la manipulación mediática. La verdad es que daban demasiada importancia al té.
Notó con aprobación que vestían ropas normales, no uniformes, y que se permitía que los hombres y las mujeres se mezclasen.
—El Peacock Bank mantiene una red global de talleres limpios, seguros y cómodos, para que en caso de que alguna circunstancia imprevista caiga sobre usted, o si inadvertidamente sobrestima sus posibilidades, pueda confiar en ser acomodado cerca de casa mientras usted y el banco resuelven cualquier dificultad. Los internos en los talleres del Peacock Bank disfrutan de camas privadas y en ocasiones habitaciones privadas. Por supuesto, sus hijos pueden permanecer con usted durante la duración de su visita. Las condiciones de trabajo son de las mejores en la industria, y el gran valor de nuestra operación de joyas tradicionales significa que, sin importar la medida de sus dificultades, la situación se resolverá felizmente en casi nada.
—¿Cuál es, uf, la estrategia para asegurarse de que la gente se, ya sabe, se presenta cuando se supone que debe presentarse? —dijo Bud. En ese momento el banquero perdió interés en el proceso, se enderezó, caminó alrededor de la mesa y se sentó mirando por la ventana hacia Pudong y Shanghái.
—Ese detalle no está en el folleto —dijo—, y es que la mayoría de nuestros clientes no comparten su diligente interés por ese aspecto en particular del acuerdo.
Expulsó aire por la nariz, como un hombre deseoso de no oler algo, y se mesó la perilla una vez.
—Nuestro régimen consiste en tres fases. Tenemos nombres agradables para ellas, por supuesto, pero puede pensar en ellas, respectivamente, como: uno, un aviso amable; dos, muy por encima de su umbral de dolor; tres, espectacularmente fatal.
Bud consideró demostrarle a aquel parsi el significado de fatal allí mismo, pero al tratarse de un banco, el tipo probablemente tendría una seguridad muy buena. Además, era una política bastante normal, y en realidad Bud le agradecía al tipo que se lo hubiese dicho directamente.
—Bien, volveré —dijo—. ¿Le importa si me quedo con el folleto?
El parsi se despidió de él y del folleto. Bud volvió a la calle en busca de efectivo en mejores condiciones.