Las campanas de San Marcos repicaban para señalar cambios en la montaña cuando Bud llegó patinando a la modería para actualizar su pistola craneal. Bud tenía un buen par de patines nuevos con una velocidad máxima de entre cien y ciento cincuenta kilómetros por hora, dependiendo del peso y de si llevaba o no ropas aerodinámicas. A Bud le gustaba llevar ropas ceñidas de cuero para marcar los músculos. En una visita anterior a la modería, dos años atrás, había pagado para que le implantasen un montón de ‘sitos en los músculos: pequeños bichos, demasiado pequeños para detectarlos, que estimulaban eléctricamente las fibras musculares de Bud con un programa que se suponía maximizaba el volumen. En combinación con la bomba de testosterona insertada en el brazo, era como entrenar en un gimnasio día y noche, sólo que nunca tenía que hacer nada y no sudaba. El único inconveniente era que el montón de pequeños pinchazos le volvían tenso y predispuesto a los espasmos. Se había acostumbrado, pero todavía le causaban una cierta inestabilidad cuando iba en patines, especialmente cuando corría a cien kilómetros por hora por una calle repleta. Pero pocos se metían con Bud, incluso cuando los derribaba en la calle, y después de hoy nadie se volvería a meter con él nunca más.
Bud había terminado, sorprendentemente sin un arañazo, su último trabajo —cebo— con unos mil yuks en el bolsillo. Se había gastado un tercio en ropas nuevas, en su mayoría cuero negro, otro tercio en los patines, y estaba a punto de gastarse el tercio final en la modería. Por supuesto, podían conseguirse pistolas craneales mucho más baratas, pero significaría atravesar la Altavía hasta Shanghái y comprar un trabajo clandestino a algún costero, pero probablemente sacar también una bonita infección de hueso del negocio, y posiblemente le robaría mientras le tuviese agarrado. Además, sólo podías ir a Shanghái si eras virgen. Para cruzar la Altavía cuando ya llevabas una pistola craneal, como Bud, habría que sobornar a la mitad de los policías de Shanghái. No había razón para economizar. Bud tenía una gran e ilimitada carrera ante él, trepando por la jerarquía de unas ocupaciones peligrosas relacionadas con las drogas para las que un cebo servía como audiencia pagada. Un sistema de defensa era una sabia inversión.
Las malditas campanas seguían sonando a través de la niebla. Bud murmuró una orden al sistema musical, un sistema acústico desperdigado en ambos oídos como las semillas en una fresa. El volumen aumentó pero no pudo apagar los tonos bajos del carillón, que resonaban en sus huesos. Se preguntó si ya que estaba en la modería no debería hacer que le sacaran y cambiaran las baterías que llevaba en el mastoides derecho. Supuestamente, duraban diez años, pero hacía seis que las tenía y había estado escuchando continuamente música a alto volumen.
Había tres personas esperando. Bud se sentó y cogió un mediatrón de la mesa; tenía el aspecto de una hoja de papel en blanco, arrugada y sucia.
—Anales de Autoprotección —dijo, en voz lo suficientemente alta como para que le oyesen todos los demás.
El logotipo de su servicio favorito se formó en la página. Los mediaglíficos, sobre todo esos animados tan chulos, se dispusieron en orden. Bud los repasó hasta encontrar el que indicaba una comparación de un montón de cosas diferentes y lo tocó con una uña. Aparecieron nuevos mediaglíficos, rodeando varias imágenes cinematográficas en las que los redactores de Anales probaban varios modelos de pistolas craneales contra blancos vivos y muertos. Bud arrojó como un frisbee el mediatrón de vuelta a la mesa; era la misma reseña que había estudiado el día anterior, no la habían actualizado, su decisión seguía siendo válida.
Uno de los tipos frente a él se hizo un tatuaje, lo que llevó unos diez segundos. El otro tipo sólo quería que le recargasen la pistola craneal, lo que no llevó mucho más. La chica quería que le reemplazasen unos pocos ‘sitos en su red de ractuación, especialmente alrededor de los ojos, donde empezaba a tener arrugas. Eso llevó un tiempo, así que Bud volvió a coger el mediatrón y entró en un ractivo, su favorito, llamado ¡Calla o muere!
El artista mod quería ver los yuks de Bud antes de instalar la pistola, algo que en otras circunstancias podría haberse considerado un insulto pero que era la forma normal de hacer negocios aquí en los Territorios Cedidos. Cuando se convenció de que aquello no era un robo a mano armada, anestesió la frente de Bud con una pistola de spray, retiró una zona de piel, y acercó a la frente de Bud una máquina, montada sobre un delicado brazo robot similar al de una herramienta de dentista. El brazo se situó automáticamente sobre la vieja pistola, moviéndose con velocidad y seguridad alarmantes. Bud, que en su mejor momento estaba un poco nervioso por los estimuladores musculares, se encogió un poco. Pero el brazo robot era un centenar de veces más rápido que él y sacó la vieja pistola sin error. El propietario lo controlaba todo desde una pantalla y no tenía nada que hacer, sólo vigilar.
—El agujero en el cráneo es algo irregular, así que la máquina lo está ensanchando un poco… bien, aquí llega la nueva pistola.
Una sensación desagradable como de explosión se extendió por el cráneo de Bud cuando el brazo robot le metió el nuevo modelo. Le recordó a Bud sus días de juventud, cuando, de vez en cuando, uno de sus compañeros de juegos le disparaba en la cabeza con una pistola de la brigada juvenil. Instantáneamente tuvo un ligero dolor de cabeza.
—Está cargada con cien cartuchos de fogueo —dijo el propietario—, para que pueda probar el iurevo. Tan pronto como se sienta cómodo con ella la cargaré de verdad. —Unió la piel de la frente de Bud para que cicatrizara de forma invisible. Por un extra, el tipo dejaría una cicatriz en la zona para que todos supiesen lo que llevaba, pero Bud había oído que a algunas chicas no les gustaba. Las relaciones de Bud con el sexo femenino se regían por un conjunto de impulsos primarios, oscuras suposiciones, teorías confusas, fragmentos de conversaciones oídas al azar, malos consejos apenas recordados, y fragmentos de anécdotas sin duda exageradas que a efectos prácticos eran supersticiones. En ese caso, le indicaban que no debía pedir la cicatriz.
Además, tenía una buena colección de Miras: gafas de sol no demasiado elegantes con cruces en las lentes del ojo dominante. Eran maravillosas para la puntería y también eran bastante conspicuas, por lo que todos sabían que no debían joder a un tío que llevaba Miras.
—Dé un giro —dijo el tipo, y dio la vuelta al sillón, un viejo y enorme sillón de barbero recubierto de plástico de colores, con lo que Bud acabó frente a un maniquí al otro extremo de la habitación. El maniquí no tenía ni cara ni pelo y estaba cubierto de pequeñas marcas de quemaduras, al igual que la pared tras él.
—Estado —dijo Bud, y sintió que la pistola zumbaba ligeramente en respuesta.
—Listo —dijo, y recibió otro zumbido como respuesta. Puso la cara justo en dirección al maniquí.
—Dispara —dijo. Lo subvocalizó, sin mover los labios, pero la pistola lo oyó igualmente; sintió que el retroceso le empujaba la cabeza hacia atrás, y sonó un sorprendente «pop» en el maniquí, acompañado de un fogonazo de luz en la pared por encima de la cabeza. El dolor de cabeza de Bud se hizo más intenso, pero no prestó atención.
—La munición es más rápida, así que tendrá que acostumbrarse a apuntar un pelín más abajo —dijo el tipo. Así que Bud lo intentó de nuevo y esta vez acertó al maniquí en el cuello.
—¡Gran tiro! Eso lo hubiese decapitado si estuviese usando Infernales —dijo el tipo—. Me parece que sabe lo que hace, pero también hay otras opciones. Y tres cargadores para que pueda llevar distintos tipos de munición.
—Lo sé —dijo Bud—, me he informado sobre esta cosa —luego le habló a la pistola—. Diez en dispersión media. —Luego volvió a decir «dispara». Su cabeza se echó aún más atrás, y se oyeron diez «pops» simultáneamente, en todo el cuerpo del maniquí y en la pared. La habitación se estaba llenando de humo, y empezaba a oler a plástico quemado.
—Puede lanzar hasta cien en dispersión —dijo el tipo—, pero el retroceso probablemente le rompería el cuello.
—Creo que ya le he cogido el truco —dijo Bud—, así que cárgueme. El primer cargador con Electroaturdidores. El segundo cargador con Incapacitadores. El tercero con Infernales. Y deme una puta aspirina.