—He perdido el carruaje; por consiguiente, tendré que andar —protestó malhumorado el kender.
Caminaba calle adelante al mismo tiempo que rumiaba la idea de que la aventura habría resultado mucho más divertida si Caramon y él hubiesen descendido juntos a este mundo; de repente, una de las horrendas criaturas le salió al paso.
—Hola. Me llamo Earwig… —saludó y le tendió la mano.
El extraño gato alzó también la zarpa, pero no para saludarlo. Sostenía el artilugio más fascinante que el kender había visto en su vida, una especie de vara rara. El artefacto emitió un tenue brillo rojizo. Dedujo que la criatura le ofrecía la vara, puesto que le apuntaba con ella, y entonces el hombrecillo alargó la mano y se la cogió.
—Muchas gracias.
El engendro lanzó un sordo gruñido y trató de recobrar el artilugio.
—¡Eh! ¡Me lo has dado! ¡Gully tramposo! —lo insultó.
La criatura se encolerizó y se abalanzó sobre el hombrecillo, con las fauces abiertas y babeantes.
—¡Ni hablar! ¡No te lo devolveré!
Sin más preámbulos, Earwig blandió la jupak y la estrelló contra la sien del engendro, que se desplomó en el suelo y se quedó tumbado, inmóvil.
—Caramba, lo siento —musitó mientras empujaba a la criatura con la punta del pie—. Bueno, te servirá de lección —concluyó ufano—. Ahora, varita mágica, ¡veamos cómo te tornas roja y reluces!
Con los ojos fijos en el artilugio, aguardó expectante la transformación, pero no se produjo el menor cambio. Perplejo, sacudió el objeto con energía, pero tampoco obtuvo resultados. Desilusionado, arrojó la vara sobre el cuerpo del engendro que daba muestras de recobrar el conocimiento.
—¡Está rota! Toma, quédate con ella, no me interesa.
Se le ocurrió que tal vez Caramon lo necesitaba; en consecuencia, reemprendió la marcha.
Al llegar al centro de la ciudad, divisó un pelotón de aquellas horrendas criaturas que marchaba calle adelante en medio de gritos y cantos entonados, o más bien desentonados, con unas voces desagradables y broncas.
Para entonces, Earwig estaba de un humor de perros y no le apetecía charlar con nadie; por lo tanto, se zambulló en las sombras del umbral de una casa y miró en derredor. Justo frente a su puesto de observación, se erguía una edificación alta, rematada en cúpula.
—¡Vaya! Ahí debería de estar la mansión de lady Shavas. ¡Maldición! Quizá me he equivocado de camino.
Sin embargo, tras mirar el entorno, reconoció las calles y los demás edificios. No cabía duda. Se hallaba en el centro de la población.
—Se lo advertiré. Tal vez lady Shavas ignora que su casa ha desaparecido —reflexionó el kender, quien había olvidado por completo lo que dijera Raistlin acerca del templo de la Reina de la Oscuridad.
Dio un paso adelante con el propósito de cruzar la calle, sin apartar la mirada de los saquillos que llevaban algunas de las extrañas criaturas, cuando escuchó una voz contenida que lo llamaba.
—Earwig, ¡aquí!
—¿Caramon? —Escudriñó las sombras a su espalda y atisbó un destello metálico.
—¿Eres tú, Caramon? —repitió en voz alta.
Un brazo se disparó desde la oscuridad, lo cogió por el cuello de la camisa y lo arrastró hasta el callejón adyacente.
—¡Eh! ¡No hagas eso! ¡Me arrugarás la…!
—¡Cierra el pico! —El guerrero le upó la boca coa la manaza.
De inmediato, sin soltar al forcejeante kender que se debatía furioso entre sus zarpas, se asomó a la calle con cautela. La horda de demonios marchaba con gran alboroto y, en apariencia, ningún componente del grupo había percibido su presencia ni los había escuchado.
—¡Shhh! —advirtió a su amiguito, mientras lo soltaba.
El aludido lo miró de pies a cabeza y su semblante enrojeció por la cólera.
—¡Te has metido en otra pelea! ¡Y no me has esperado! —chilló Earwig, dando una patada en el suelo.
—Te pido disculpas —rezongó el guerrero—. ¡Pero baja la voz! ¿Has visto al Señor de los Gatos?
—Desde luego.
El rostro de Caramon se iluminó.
—¿De veras? ¿Dónde?
—Ahí mismo. —El kender señaló a la espalda de su amigo.
Éste se dio media vuelta al tiempo que, de manera instintiva, llevaba la mano a la espada. Divisó a Bast unos pasos más allá, camuflado en las sombras; su gallarda figura resultaba algo más oscura que la negrura que lo envolvía.
Caramon suspiró hondo y se recostó contra la pared. Le ardía el hombro, pero mayor que el dolor era el miedo que socavaba su cuerpo y su mente, y aguardaba agazapado en lo más profundo de su ser. Odiaba este lugar. Si le hubieran permitido elegir, habría cambiado gustoso este batallón de demonios por seis legiones de goblins más un regimiento de trolls por añadidura.
—¿Dónde se encuentra lo que debemos destruir? ¿En el interior de ese edificio? —preguntó después.
—No. El templo es un paso entre los dos mundos. El altar de la Reina de la Oscuridad se halla bajo tierra.
—En el mismo sitio donde estaba el enorme estrado redondo de piedra —aventuró Earwig.
—Exacto. Os mostraré cómo llegar hasta él, pero ésa es toda la ayuda que os ofrezco —dijo el Señor de los Gatos.
Al advertir el entrecejo fruncido del guerrero, continuó.
—Mis fuerzas y yo presentaremos batalla en la ciudad exterior. De hecho, las tropas de demonios recorren las calles de Mereklar y se encaminan hacia las puertas de las murallas. Si se abren, caerán como una plaga sobre un mundo desprevenido. Apenas queda tiempo; el Gran Ojo reluce en los cielos. ¡Seguidme!
El guerrero exhaló un gemido al apartarse de la pared sobre la que estaba apoyado.
—Tienes un aspecto fatal, Caramon —opinó el kender con un deje de preocupación—. ¿Seguro que estás en condiciones de seguir adelante? Toma, apóyate en mi jupak.
El hombretón miró la débil vara de madera, esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza.
—Lo lograré. No queda más remedio.
—¡Apresuraos! Por aquí —urgió Bast.
Giró en una esquina, con los compañeros pisándole los talones, sin apartarse de las sombras. El Señor de los Gatos se desplazaba como si formara parte de la noche, e incluso las livianas pisadas del kender resultaban ruidosas comparadas con las suyas. Caramon avanzaba en medio del entrechocar metálico de las armas; su respiración era un resuello dificultoso y apretaba los dientes para contener el dolor lacerante que le producía cada paso que daba. Después de recorrer varias manzanas, o habían dejado muy atrás la columna de demonios o éstos habían tomado otro camino, pues ya no se escuchaban sus voces destempladas.
—Conozco esta calle —dijo Caramon.
—Por supuesto. —El hombre negro se agachó, levantó la reja de una alcantarilla y señaló el oscuro agujero. El guerrero percibió el sonido de una comente de agua.
—Éste túnel os conducirá a vuestra meta —dijo el Señor de los Gatos—. Destruid el altar cuanto antes, no dudéis ni os entretengáis con nada. Captará cualquier roce o intento por forzarlo, y alertará a su señora.
—¿Quieres decir que está vivo? —inquirió Earwig con interés.
—En cierto sentido, sí. Adiós, guerrero y kender. No os volveré a ver. Que vuestros dioses os acompañen.
—¡Aguarda! —gritó Caramon mientras alargaba la mano en un intento por detenerlo; sin embargo, sus dedos se cerraron en el aire.
Bast, el Señor de los Gatos, había desaparecido tan fugaz y silencioso como se desvanece la noche al nacer el día.
—¿Para qué lo querías? —preguntó Earwig, a la vez que se preparaba para saltar a la alcantarilla.
—No nos ha dicho cómo regresar a casa —respondió el hombretón en un susurro.
* * *
Los demonios pasaron de su mundo a la ciudad real de Mereklar a través del templo. Otearon alrededor con sus pupilas amarillas; por fin, estaban libres de la prisión que los confinara en otro plano. Mereklar era suya. Pronto se apoderarían del resto de Krynn.
Avanzaron desperdigados en pequeños grupos en dirección a las puertas de las murallas, preparados para atravesarlas cuando llegara el momento y sumir al mundo en las tinieblas. No tenían miedo. Sus enemigos, los gatos que en otro tiempo guardaran la ciudad, estaban muertos.
Sin embargo, las puertas estaban selladas por los dioses del Bien, y no se abrirían hasta que una fuerza tan poderosa como la de ellos rompiera el hechizo que las clausuraba.
Aun así, los demonios se situaron en formación de ataque, la línea delantera rodilla en tierra, y apuntaron con las varas los pesados rastrillos que clausuraban las salidas. Descargaron los rayos ardientes sobre las gruesas placas metálicas en un intento de destruirlas. No obstante, las armas resultaron ineficaces, incluso cuando repitieron la operación una y otra vez. Enfundaron las varas y trataron de doblar los barrotes con su fuerza desmesurada, mas el poder de los creadores los había hecho inmunes a todos sus ataques.
En la Puerta del Oeste, un comandante retiró sus tropas de un trabajo vano que no daba el resultado apetecido y las envió en busca de refuerzos. Los demonios se replegaron a la orden de su jefe; algunos rugían y otros enseñaban los dientes en un gesto de furia desbordante.
El comandante olfateó el aire y giró la cabeza para captar un efluvio conocido, un olor temido y odiado. Se aproximó a la puerta y escudriñó la oscuridad, una oscuridad alumbrada por el Gran Ojo, al otro lado de las murallas. Encogió el hocico en un gesto de alarma.
—Sacad las armas…
El latigazo de una garra le cruzó la espalda y le arrancó la carne del hueso; de la herida, saltó un chorro de líquido sanguinolento. El demonio cayó muerto al suelo; un inmenso tigre se encontraba junto al cuerpo, con los jirones de piel ensangrentados entre las garras. Toda la tropa disparó los mortíferos rayos de sus armas contra el felino, pero éste desapareció de manera súbita.
—¡Encontradlo! —gritó uno de los engendros en tanto señalaba hacia la calle.
Cinco componentes de la tropa obedecieron la orden y corrieron tras el tigre con la velocidad propia de los hijos de las tinieblas; giraron en las esquinas y buscaron por los oscuros callejones adyacentes.
En cuestión de minutos, sus cuerpos, desmembrados y desgarrados por gigantescas zarpas, fueron arrojados al centro de la avenida.
Los demonios estaban encolerizados. Se lanzaron al ataque y las rojas explosiones sacudieron el aire, e hicieron volar en pedazos cajas, maderas y metal. A pesar de todo, el invisible enemigo permaneció ileso. Las filas de los demonios sufrieron nuevas bajas, y los sobrevivientes, babeando por la ira y la frustración, se replegaron y reagruparon.
—¡Refuerzos! —gritó uno de ellos en aquel momento, a la vez que agitaba los brazos y apuntaba hacia la avenida.
Otro contingente de demonios se aproximaba sigiloso calle adelante; las relucientes pupilas amarillas escudriñaban cada sombra antes de dar un paso, a la vez que olfateaban el aire con un gesto de desagrado. Llegaron hasta un carruaje, lo rodearon y lo utilizaron como cobertura. Por fin, se reunieron con el primer grupo y uno de los engendros, que lucía una guarnición con un medallón dorado en el centro, se interesó por lo ocurrido.
Como respuesta, los componentes de la diezmada tropa señalaron el cadáver de su comandante.
—Nos dijeron que habían exterminado a los felinos —protestó uno entre gruñidos.
—Supongo que se produjo algún fallo —dijo otro.
—Sí, y me pregunto cuántos errores más se habrán cometido esta noche. Quedaos aquí y aguardad a que se os unan nuevas tropas. Cuando lleguen, reanudad los trabajos para abrir la puerta. —El jefe de los recién llegados se volvió hacia sus subordinados y les dio instrucciones—. Formad patrullas y buscad al enemigo. ¡Los quiero muertos!
Los deformes cuerpos se agruparon de cinco en cinco con una rapidez y eficacia que hasta los Caballeros de Solamnia habrían envidiado. Al parecer, no precisaban otra indicación que una sola orden para actuar en equipo de forma precisa. Tras unos momentos de rápidas maniobras, sus siluetas furtivas y silenciosas se perdieron en la noche, una sombra entre las sombras.
Ninguno de ellos regresó.
Varios de los engendros que habían quedado atrás, se adelantaron por propia iniciativa, reacios a esperar pasivos cuando su naturaleza violenta clamaba por entrar en batalla. Sin embargo, el comandante les ordenó permanecer en sus posiciones.
—¡Quedaos en vuestros puestos! —siseó entre las fauces desencajadas por la cólera.
Entonces, un grupo de quince personas entre hombres y mujeres salió a la avenida desde los callejones y bulevares cercanos. Iban desarmados, tenían las manos teñidas de sangre, y una expresión de triunfo centelleaba en sus pupilas. Caminaban despacio, con movimientos gráciles y fluidos.
—¡Bah! ¡Humanos! —escupió uno de los demonios.
Él y sus compinches abrieron fuego y una cortina de rayos púrpura hendió el aire; en su trayecto hacia las dianas, las mortíferas descargas destrozaron pavimento y edificios, y levantaron nubes de polvo y tierra. Pero los atacados se habían lanzado en tromba contra ellos y cubrían la distancia que los separaba a una velocidad increíble.
—¡No son humanos! ¡Son el enemigo! —aulló el líder.
Los leones saltaron sobre sus víctimas y aplastaron a cinco de inmediato bajo su tremendo peso, y mataron a otros cinco en cuestión de segundos. Los demonios retrocedieron a la par que peleaban con dientes, garras y varas ardientes; sus pupilas amarillas relucían con el ardor de la batalla. Durante el primer minuto, su número se redujo a la mitad, mientras que los leones perdieron cinco de los suyos.
El comandante se reunió con sus fuerzas y exhortó a voces.
—¡Replegaos! ¡Hemos de reagruparnos! ¡No nos vencerán!
Las tropas demoníacas obedecieron al instante; luchaban espalda contra espalda en tanto maniobraban a toda velocidad para situarse en líneas de formación. Acto seguido, contraatacaron, y la brutal embestida hizo retroceder a los grandes felinos contra la puerta de la muralla. Para entonces, habían sufrido muchas bajas y no quedaban muchos; comprendieron que no lograrían resistir.
—¡Ahora! ¡Acabad con ellos, destruidlos!
Mas los demonios vacilaron. La ciudad se había sumido en un profundo silencio expectante. Los dos bandos enemigos cesaron de luchar y escucharon atentos.
Un rumor semejante al retumbar de un trueno lejano se extendía por los campos que rodeaban las murallas: el sonido se acercó más y más hasta llegar a las mismas puertas. De repente, miles de gatos irrumpieron a través de los rastrillos; los menudos cuerpos se deslizaban con facilidad por los huecos existentes entre las placas y los barrotes. El espacio entre las rejas era mínimo, justo para el paso de las pequeñas criaturas; detalle, al parecer, previsto por sus creadores. Los gatos se adelantaron a sus gigantescos hermanos y atacaron a los demonios; las diminutas garras y colmillos se hincaron en los engendros y les infligieron heridas contra las que ninguna magia negra surtiría efecto.
El batallón de demonios destacado en la puerta fue exterminado; los cuerpos destrozados quedaron esparcidos sobre el blanco pavimento. Sobre los cadáveres pasaron más y más oleadas de gatos; el ejército de felinos se desbordó silencioso por las calles de la ciudad de Mereklar para cumplir la profecía.
* * *
—Ahí está, Caramon. ¡El altar! —Earwig señaló con la jupak el estrado de piedra.
—Sí, tienes razón.
El guerrero se detuvo a la entrada de la caverna y escudriñó la penumbra de la sala. El kender dio un paso, dispuesto a entrar en tromba, pero la manaza de su compañero lo frenó.
—No te precipites. Tal vez haya guardianes. ¿Distingues algo?
—No, nada —respondió Earwig, tras inspeccionar la sala.
—Yo tampoco. Sin embargo, oigo algo.
—Caramon, los latidos de tu corazón son tan fuertes que me impiden escuchar otra cosa. ¿Por qué no haces algo para que deje de repicar?
—¿Qué quieres que haga? ¿Morirme? Además, ¡no es el palpitar de mi corazón lo que oyes! Es el mismo ruido que percibo yo y suena como unos engranajes.
—¿Estás seguro? —insistió el hombrecillo con escepticismo—. A mí me parecen los latidos de un corazón.
—¡Claro que estoy seguro! En fin, entremos. No nos quedaremos aquí toda la noche.
Los dos amigos dieron un paso adelante. La caverna era casi una réplica de la que Earwig había encontrado en la ciudad del exterior: las mismas antorchas titilantes, el mismo estrado de piedra. No obstante, al observar con más detenimiento, divisaron algo sobre las pétreas gradas: el altar que serviría de acceso entre el Abismo y Krynn.
Su aspecto era el de una gran arca de forma irregular, con adornos de oro, plata y bronce. Sobre la reluciente superficie habían tallado figuras extrañas de apariencia malévola.
—¡Guau! —exclamó el kender y, antes de que Caramon pudiera detenerlo, corrió hacia el altar.
—¡No! ¡Aguarda! —gritó el guerrero.
—¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?
Earwig se giró y lo miró expectante.
Caramon tenía el corazón en un puño. Carraspeó para librarse del nudo que le constreñía la garganta.
—No vuelvas… a entrar así… en un sitio como éste… ¡sin mirar antes!
—De acuerdo, Caramon.
El guerrero torció el gesto al adivinar la pregunta que vendría a continuación.
—¿Por qué?
—¡Supongo que te gustaría vivir unos cuantos años más! —bramó el hombretón, y a continuación se adentró en la gruta con la espada enarbolada—. ¡Cuidado, Earwig, a tu espalda!
—¿Qué…? —El kender se dio la vuelta y trazó un amplio arco con la jupak—. ¿A qué te refieres, Caramon? ¡No veo nada! —gritó mientras apaleaba el aire vacío.
—Eso… Ésa cosa. ¡Parece una mano! —señaló el guerrero.
—¡Oh, es verdad! ¡Caramba!
Un brazo esbelto, sinuoso, extremadamente bello, se proyectaba de la nada; la mano se movía de un lado a otro, como si tanteara el aire a ciegas en busca de algo. Earwig alargó su propia mano.
—Hola. Me llamo…
—¡No! —aulló Caramon, pero el brazo pasó a través de los dedos extendidos del kender, que lo miro con el entrecejo fruncido.
—¡Vaya, qué falta de educación!
Earwig trató una y otra vez de estrechar la mano ondeante, pero en todas las ocasiones ésta pasó a través de la suya. Aburrido del jueguecito, se encaminó hacia el arca para examinarla.
Caramon alzó la espada bastarda, listo para blandiría en cualquier momento. Cruzó receloso la sala; a cada paso se volvía para otear la entrada y, a continuación, daba media vuelta y escudriñaba el altar.
—¡No lo toques! —reprendió al kender con aspereza.
Earwig retiró la mano a toda velocidad.
—Entonces, ¿qué hacemos? —inquirió.
—Destruirlo —respondió el guerrero, a la vez que se agachaba en un reflejo instintivo al pasar junto a él el espectral brazo. De la oscuridad salieron más miembros, cuyas manos también tanteaban el aire—. Ésas fueron las instrucciones de Raistlin.
—¿Cómo? Imagino que no lo romperás a golpes de espada, ¿verdad? —opinó el kender tras echar una ojeada experta al cofre sellado.
—No, creo que no.
—Pues entonces ¡tú dirás qué haremos! —instó Earwig, exasperado.
—¡Yo qué sé! Supuse… Di por hecho que Raistlin estaría con nosotros y nos ayudaría.
—Bueno, puesto que ignoramos cómo destruirlo, entonces lo abriremos y echaremos una ojeada a ver que guarda dentro.
Frotándose las manos de contento, el kender se aproximó al cofre y lo examinó de cerca; pasó los dedos a lo largo de la superficie con el propósito de descubrir el agujero de una cerradura o algún resquicio.
—Earwig, no sé si es lo adecuado… —comenzó el guerrero, atento tanto a las manipulaciones del kender como a los brazos ondeantes.
—¡Ajá!
Se escuchó un seco chasquido y en el centro del arca se abrió una grieta que se extendió horizontal por los cuatro costados.
—Oops… —dijo Earwig.
Caramon había compartido con kenders suficientes aventuras como para conocer muy bien el significado de tan temida exclamación; de inmediato, adoptó la posición de lucha.
—¿Qué ocurre? ¿Qué has hecho, Earwig?
—¡Nada! —protestó el aludido con un aire de inocencia ofendida—. Pero creo que ahora no te sería difícil levantar la tapa.
El guerrero subió al estrado; advirtió que poco a poco los brazos ondulantes se tornaban más reales. Eran tantos que resultaba imposible esquivarlos a todos, y el hombretón se estremeció cuando uno de ellos lo tocó, si bien pasó a través de su cuerpo como si él mismo fuera tan insustancial como el espectral miembro.
—¡Aprisa, Caramon! Me muero de impaciencia por ver qué hay dentro —urgió Earwig con gran excitación.
—Pues yo ¡maldita la gana que tengo! —rezongó el hombretón.
Llegó junto al cofre y, tras mirar con recelo alrededor, abandonó la espada en el suelo. Luego se escupió en las manos, se las frotó, plantó los pies con firmeza, aferró la tapa y tiró.
Se escuchó un sonido siseante. La cubierta de piedra se levantó hacia atrás con tanta facilidad que el guerrero casi se fue tras ella con el impulso. Caramon sostuvo la pesada tapa con ambas manos y se asomó con cautela al interior del arca.
—¡Déjame mirar! ¡Déjame mirar! —chilló Earwig y metió la cabeza bajo el musculoso brazo del guerrero.
Las joyas centelleaban a la luz titilante de las antorchas. La mano diminuta del kender se disparó hacia ellas.
—¡Eh! Estamos aquí para destruirlas… no para robarlas —advirtió Caramon mientras jadeaba por el esfuerzo de sostener el peso de la tapa.
—¡Jamás he robado una sola cosa en toda mi vida! —gritó indignado Earwig, mientras cogía un tubo de cristal lleno de deslumbrantes zafiros—. ¡Fíjate! ¿Habías visto algo tan hermoso? —Un destello de luz azul se desprendió de las gemas y trazó un arco que se perdió en el interior del cofre.
—No toques eso —intervino Caramon, más nervioso por momentos—. Ponlo otra vez en…
Sin previo aviso, una de las manos espectrales aferró el tubo de cristal y lo guardó de nuevo en el arca. Caramon se encogió a la espera del ataque que presintió se produciría de inmediato; sin embargo, la mano reanudó el inexplicable movimiento ondulante.
—No ha estado mal eso, ¿verdad, Caramon? ¡Veamos si lo repite!
Earwig se inclinó sobre el borde del arca. Le llamó la atención otro tubo de obsidiana negra, adornado en el centro con relucientes rubíes, esmeraldas, zafiros y perlas. El kender pensó en lo hermoso que resultaba el contraste de los cinco colores. Lo cogió y tiró de él, pero el tubo no cedió.
El ondulante movimiento de las manos se detuvo. A Caramon lo asaltó la inquietante sensación de que unos ojos invisibles los observaban.
—Earwig, has encontrado algo importante —dijo en un susurro.
—Lo sé, pero… —La sangre se agolpó en el rostro del kender a causa del esfuerzo—. ¡No se mueve!
El guerrero bajó la vista al arca.
—Gíralo. ¡Deprisa! ¡No podré sostener la tapa por mucho tiempo! —urgió al kender, al advertir que los brazos le temblaban con el peso de la losa.
Earwig asió el tubo con las dos manos e intentó rotarlo, pero los dedos le resbalaron sobre la tersa superficie del recipiente.
—Prueba hacia el otro lado —sugirió Caramon.
Al guerrero, que vigilaba de nuevo las manos espectrales, le pareció que los dedos se agarrotaban en un gesto de alarma. «A alguien no le gusta nada lo que estamos haciendo», se dijo para sus adentros; la idea le provocó escalofríos.
El kender giró el tubo hacia la izquierda.
—¡Lo logré! —gritó—. ¡Cede!
—¡Estupendo! Sigue y…
Una mano tenebrosa se cerró en torno a su garganta e interrumpió el resto de la frase. Otras dos lo aferraron por los hombros y tiraron de él. Caramon empleó toda su fuerza para resistir y se aferró al borde de la tapa.
—No sé… cuánto… podré aguantar… —jadeó—. ¡Date prisa!
—¿Prisa? ¿Y luego qué? —chilló frenético Earwig mientras giraba el tubo tan rápido como le era posible.
El recipiente salió poco a poco del agujero en el que estaba incrustado. Las manos se acercaron al kender, pero no lo atacaron, tal vez porque sostenía el tubo.
—¿Qué hago cuando lo saque?
La única respuesta que recibió de Caramon fue un gruñido. El rostro del guerrero estaba desencajado en una mueca de dolor y congestionado por el esfuerzo de sostener la tapa y resistir contra las manos que lo atenazaban.
—¡Lo tengo! —Earwig sacó el tubo de un tirón.
Lo examinó, lo sacudió y lo acercó al oído para escuchar el ruido. Los dedos de las manos que lo rodeaban se crisparon en un gesto de agonía o frustración.
Caramon exhaló un grito ahogado. Más y más brazos descendieron de la nada, lo aferraron, y tiraron de él con el firme propósito de alzarlo en el aire. El guerrero se asió a la tapa con desesperación.
—¡Haz algo!
—¡Eso intento! —jadeó el kender.
Había examinado el tubo por todos lados sin resultado. Por último, con un grito de impotencia, lo golpeó contra el canto del arca.
Un sonido penetrante hendió el aire; las vibraciones amenazaron con taladrarles el cerebro. Caramon no había escuchado en toda su vida algo tan horrendo ni experimentado un dolor tan insoportable. Soltó la tapa, que se cerró con estrépito. Las manos se enlazaron en torno a su garganta y apretaron, apretaron. Lo estaban estrangulando.
Con la cabeza hundida entre los hombros en un fútil intento de eludir el vibrante sonido, Earwig golpeó una vez más el negro cilindro contra el cofre.
El guerrero notó que perdía el conocimiento. Su cuello era grueso, pero las manos ejercían una presión tan férrea contra la tráquea que le impedían respirar.
Earwig miró a su amigo y vio que boqueaba, con los ojos desencajados como si fueran a salírsele de las órbitas.
—¡Rómpete! —ordenó frenético al tubo, mientras lo volvía a golpear contra el arca. El fondo del recipiente se quebró y por el agujero se deslizó otro tubo más pequeño. En su interior guardaba un aro de oro.
—¡Oh, no! —gimió Earwig.
Los kenders no le temen a nada, pero él había llegado al límite en lo referente a anillos.
«Tengo que hacer algo. Están matando a Caramon», pensó. Sacudió el tubo y el anillo cayó sobre la palma de su mano.
¿Qué quieres de mí?, tronó una voz.
—¡Otra vez tú!
Las manos que lo rodeaban apretaron los puños. Una de ellas lo atacó y el kender se agachó para eludirla. La fuerza del golpe dejó una estela de aire que lo hizo tambalearse. Volvió la vista hacia Caramon. Su amigo había perdido el conocimiento y su corpachón pendía inerte de las manos que lo izaban poco a poco en el aire.
Earwig tornó los ojos al aro dorado.
—¡Quiero salir de aquí! —gritó.
Poneos el anillo en el pulgar, Oscura Majestad, y el portal se abrirá.
—Bueno, yo no soy una Oscura Majestad, pero desde luego no tengo tiempo de buscar a alguien que lo sea. ¡Allá vamos! —Earwig se metió el anillo en el pulgar.
—¡No! —clamó una voz espantosa. El kender tuvo la impresión de que eran cinco las voces que gritaban al unísono—. ¡No es el momento! ¡Aún no poseo el poder del Gran Ojo!
Una ráfaga de aire huracanado levantó al hombrecillo del suelo y lo arrojó contra Caramon. Las tinieblas pasaron con precipitación ante él, y después las calles, y a continuación los edificios, y también las horrendas criaturas. Sin embargo, lo extraño era que parecían ir marcha atrás.
Entonces, de súbito, la avalancha cesó.
Earwig, con la sensación de haber dado volteretas, no supo en principio si estaba cabeza arriba o cabeza abajo. De hecho, se encontraba tumbado sobre Caramon y éste, a su vez, yacía sobre las blancas losas de una calle.
El kender se arrodilló junto a su amigo y posó una mano sobre su corazón. Latía con fuerza. El amplio pecho subía y bajaba e inhalaba el aire vivificante. No obstante, el hombretón estaba inconsciente. Earwig escuchó un cercano fragor de lucha, alaridos horrendos, chillidos de dolor.
—Como un puñado de gatos enzarzados dentro de un barril —opinó el kender.
Miró a su alrededor. Vio las burbujas mágicas, mortecinas pero encendidas, y los soportales de la plaza, y la taberna donde Catherine lo besó.
—¡Hemos regresado! —dijo, con un deje de desencanto—. En fin, fue divertido mientras duró.
Se sentó junto al desmayado Caramon a la espera de que el guerrero volviera en sí; entretanto, se distrajo en la contemplación de su nuevo anillo.