Mereklar se encontraba sumida en un silencio profundo, expectante, preconizador de la inminencia del portento: la configuración del Gran Ojo.
Las tres lunas, Solinari, Lunitari y la oscura Nuitari, que en el trazado de sus órbitas se habían cruzado a lo largo de milenios, una vez más se encontrarían en un mismo punto. Sobre el blanco, el rojo y, sobre éste, el negro; una pupila enfocada al mundo, un núcleo por el que se desataría toda la energía mágica acumulada por unos magos muertos en la Era del Poder.
¿Quién la utilizaría?
Caminando con la cabeza gacha a causa de la embestida de un viento que sólo él percibía, Raistlin repasó los senderos y portentos que habían conformado su existencia: comenzó por los años de la infancia, siguió con los de adoctrinamiento en las filas de adeptos, y pasó por el momento de iniciación como mago, hasta llegar al instante presente, en una calle desierta. El objeto de tan exhaustiva revisión no era otro que dar con la clave que desentrañara el misterio del festival, la llave que abriera la puerta clausurada desde el Cataclismo.
Su mano derecha atenazaba el Bastón de Mago para utilizarlo no sólo como apoyo sino como punto de referencia. La madera negra, la garra dorada, la bola de cristal facetado, constituían el pináculo del saber esotérico; contenía runas y símbolos de sortilegios que aún escapaban a su comprensión. Era el receptáculo de la sabiduría de aquel que lo había creado, el resultado de rituales y sacrificios, un cúmulo de portentos perdidos en la noche de los tiempos, dispuestos a desplegarse, a entregarse, al que supiera escuchar los mudos relatos de voces ignotas. Y a esas voces venerables prestó oídos el mago mientras ignoraba todo lo que lo rodeaba.
A su subconsciente acudieron imágenes, escenas; sensaciones, más que sustancia. Dejó que su espíritu fluyese por las líneas rúnicas del bastón y las sendas del poder lo absorbieron y esparcieron partículas de su mente hacia otros caminos. Sin embargo, el mago carecía de la experiencia requerida para atravesar el velo del tiempo y el espacio y penetrar en el pasado. La barrera impenetrable rechazó su voluntad una y otra vez; y la obligó a regresar al sendero de runas, hasta que por último él admitió su fracaso.
—¡El Gran Ojo se formará esta noche y todavía ignoro lo que acontece! ¿Quién utilizará su poder? ¿Cómo podría utilizar yo su poder?
Los dedos se cerraron con más fuerza en torno al bastón; la energía fluyó a través de la mano, del brazo, y se desbordó hasta el último rincón de su cuerpo. Después de entrar por primera vez en contacto con la fuerza creciente del Gran Ojo, la enfermedad que lo aquejaba había remitido como si la magia insuflara vigor a su maltrecho organismo. La idea de recobrar la salud de manera permanente lo estimuló a la acción, e hizo renacer en él la esperanza que creía perdida para siempre. «¿Podré en verdad librarme de él?».
Sí, susurró en su mente la voz profunda y sensual de Shavas. Alíate conmigo y, juntos, lo enfrentaremos. Muy pronto poseeré grandes poderes. Cumplido el cometido de esta noche obtendré una generosa recompensa, ¡y tú la compartirás!
En su mente resonó el eco de una voz —su voz—, que formulaba una pregunta en la vivencia onírica repetida hasta la saciedad.
¿Y mi recompensa?
Al alcance de la mano.
Raistlin sabía dónde hallar el conocimiento que buscaba. No obstante, su precio era muy alto. Una vez roto el cordón dorado, perdería la magia para siempre. Pero tendría a Shavas. Y riqueza. Y poder. ¿Acaso significaba tanto renunciar a la magia? El hechicero se llevó la mano a la frente; la sangre le palpitaba en las sienes.
El Bastón de Mago golpeó contra el pavimento como manifestación de la frustración que lo embargaba; las vibraciones emitidas por la punta metálica del cayado lo volvieron al momento presente.
Las tres lunas se encumbraban más y más en el cielo nocturno; las dos que resultaban perceptibles a sus ojos proyectaban sombras informes sobre las calles, a la par que surgían otras luces místicas —estrellas luminosas cernidas sobre aceras y edificios—, dispuestas a iniciar su eterno desfile. El mago hizo un alto en el camino y observó la formación de las burbujas; presenció cómo una de estas fuentes de luz brotaba a sus pies y luego se disparaba hacia lo alto en dirección a un parque cercano. Era como si la propia Mereklar cobrara vida.
El aullido de un animal herido hendió el silencio y sacó al hechicero de sus reflexiones con un sobresalto. El alarido procedía de unas cuantas manzanas más adelante, a la izquierda, precisamente en la zona hacia la que se dirigía.
«Tendré que tomar mi decisión mucho antes de lo previsto», pensó, con una punzada de miedo.
Aceleró el paso en tanto oteaba los callejones y travesías por los que cruzaba. Una manzana más adelante, Raistlin se resguardó en las sombras de un portal. Por la esquina, doblaba una patrulla de hombres que marchaban en filas y manejaban lanzas y espadas. Los seguía otro grupo también equipado con armas, pero su paso adolecía de la disciplina y decisión de los primeros. El mago se preguntó hacia dónde se encaminaban. La ciudad parecía desierta.
El alarido, un grito de dolor y furia, se repitió.
Raistlin sacó de entre los pliegues de la túnica el saquillo que le diera Shavas y desanudó los cordones; con movimientos lentos extrajo del interior la vara repleta de extrañas runas. Enseguida, corrió calle adelante tan rápido como la prudencia le aconsejaba, y se dirigió hacia la plaza Leman.
Allí encontraría a Bast… El Señor de los Gatos.
Giró a la izquierda por una calle adyacente envuelta en las sombras y, una vez rebasada la manzana de edificios, torció de nuevo a la derecha. Reparó en que la luz mágica de las burbujas suspendidas sobre las aceras perdía intensidad, como si el combustible que las alimentaba se estuviera consumiendo. Giró una vez más a la izquierda y salió a la calle principal. A punto de alcanzar el espacio abierto de la plaza, dobló la última esquina y se frenó en seco.
Herido, jadeante, acorralado bajo un árbol, se hallaba el hombre de negro; lo rodeaban los miembros sobrevivientes del Cabildo de Mereklar. Lord Cal avanzó hacia él con una vara que emitía un resplandor rojizo en la mano.
—Atiéndeme, Señor de los Gatos. Nuestra soberana no desea que seas su enemigo. Te ofrece a ti y a los que gobiernas que os suméis a nuestras filas y busquéis el poder en la oscuridad que tú tan bien conoces.
—¡A vuestra «soberana» no le importamos nada! —Bast escupió literalmente las palabras—. Lo que quiere es utilizarnos como hace con todo lo que cae bajo su dominio. Nosotros somos libres, no siervos. Así ha sido y así será. —El Señor de los Gatos alzó el mentón con orgullo.
—Entonces, ¡muere libre! —graznó lord Cal, que de inmediato lo apuntó con la vara.
Somos libres, no siervos.
—Shirak. —La voz de Raistlin sonó fuerte, clara.
El Bastón de Mago se iluminó y su fulgor sobrepasó el emitido por las dos lunas convergentes. Bast miró con fijeza al mago y sus pupilas lanzaron un destello rojizo, ardiente. Los consejeros se volvieron hacia la fuente de luz y parpadearon deslumbrados por su intensidad.
—¿Quién…?
—El mago —siseó lord Cal con los dientes apretados.>
—Un momento. Maneja una de nuestras varas —intervino lord Alvin en voz baja—. Raistlin Majere, nos equivocamos al acusarte y nos disculpamos. Como ves, hemos acorralado a esta mortífera bestia. ¡Súmate a nuestra lucha y serás recompensado con largueza! ¡Lady Shavas se ocupará de ello!
Raistlin pensó en la enfermedad, el dolor, los momentos angustiosos en los que temió ser incapaz de respirar una vez más. Pensó en un futuro en el que dependería de su hermano. Pensó en las mujeres, que lo miraban con una expresión de horror o piedad; nunca con amor.
Y pensó en la magia, que corría por sus venas como un río ardiente de lava.
—La decisión está tomada —susurró.
En su mente resonó la voz del otro.
Sí, hace mucho. Aquí tienes tu recompensa.
Raistlin se encontró frente a unas inmensas cascadas de luz, las líneas mágicas que recorrían el interior laberíntico del Bastón de Mago en los espacios infinitos existentes entre las runas de los sortilegios, un lugar donde el saber arcano aguardaba la invocación de sus dedos dorados. Fundió su voluntad con una línea plateada, el acceso al pasado, en el que se encontró en la ladera de una montaña con otros tres hechiceros, imágenes de otro tiempo que captó con todos sus sentidos.
El Túnica Blanca, el Túnica Roja y el Túnica Negra caminaban despacio en abierto desafío a la tormenta, al vendaval, a los relámpagos; ascendieron por un paso abierto en la roca por las fuerzas de la naturaleza, hasta alcanzar la cima. Contemplaron el mundo extendido a sus pies.
—Ha llegado la hora —dijo el Túnica Blanca.
—De entregar nuestras vidas por una gran causa —agregó el Túnica Roja.
—Para dar a nuestros dioses un poder mayor del que cualquiera de nosotros poseerá nunca —concluyó el Túnica Negra.
Llevaron a cabo el conjuro y murieron despedazados por las fuerzas invocadas; el cúmulo de magia quedó atrapado en los tres orbes celestes.
Raistlin siguió con atención las manipulaciones, los movimientos de las manos, las palabras pronunciadas sobre el aullido del viento que sacudía sus ropajes, y aprendió a apoderarse del poder del Gran Ojo.
Su mano, cerrada en torno a la vara, se alzó poco a poco. El artilugio emitió un resplandor rojizo.
—¡Es de los nuestros! —exclamó lord Cal entre carcajadas, y se volvió hacia el Señor de los Gatos.
Un rayo carmesí se disparó de la vara de Raistlin y alcanzó a lord Cal en la espalda. El hombre lanzó un aullido mezcla de rabia y dolor mientras el haz luminoso atravesaba ropajes y músculos. Se giró para enfrentarse a su enemigo, pero le fallaron las fuerzas. Sacudido por espasmos agónicos, se desplomó en el suelo.
Entretanto, Bast le propinó a lord Alvin un zarpazo en la garganta que le separó la cabeza del tronco. El cuerpo mutilado se derrumbó a los pies de su verdugo.
El resto de los consejeros atacaron al Señor de los Gatos en medio de aullidos enfurecidos. El mago no intervino ante el temor de dañar al hombre negro si formulaba cualquier hechizo.
Sin embargo, Bast no precisaba ayuda alguna. Se libró de uno de sus oponentes con una patada brutal que le alcanzó en el plexo solar, y acabó con la vida de otro de un golpe dado con la palma de la mano en la frente, que le hundió el cráneo y lo desnucó.
La noche se sumió otra vez en un profundo silencio.
Raistlin se adelantó despacio, apoyado en el bastón.
De los cuerpos de los consejeros manaba un líquido rojizo oscuro que a la luz de las lunas adquirió un tinte negruzco. El mago advirtió que todos lucían amuletos de plata reluciente, en forma de cráneos de gato.
—¿Quiénes eran? —inquirió.
—Contémplalos en su verdadera naturaleza —respondió Bast.
Los cadáveres sufrieron una espantosa transformación. Los cuerpos se retorcieron con violentas contracciones, les creció un pelaje negro, las manos y pies se tornaron garras. La metamorfosis reveló unas formas maléficas, distorsionadas, delirantes, de animales semejantes a gatos.
—Demonios —dijo Raistlin.
—Los agentes del Abismo —informó Bast.
—La «soberana» a la que se referían…
—Takhisis, la Reina de la Oscuridad. —El Señor de los Gatos pronunció las palabras en un susurro, con temor reverencial.
Un súbito escalofrío premonitorio sacudió al mago de pies a cabeza.
—¡Aún no! —susurró—. ¡Aún no! Todavía no soy lo bastante fuerte. Y ahora, ¿qué? —concluyó en voz alta dirigiéndose a Bast, después de inhalar hondo.
—Eso es decisión tuya, mago. Krynn está en peligro. «El mundo conocerá cinco eras, mas la quinta jamás despuntará si las tinieblas prevalecen y atraviesan el portal». La Reina regresará al mundo con la ayuda de sus huestes. Hay que impedírselo.
Raistlin contempló de arriba abajo el cuerpo del Señor de los Gatos, un semidiós, lacerado y sangrante por las heridas infligidas por las garras de los demonios.
—Si tú no conseguiste presentarles resistencia, ¿qué haré yo?
—Los nueve enviados eran la élite de los de su clase. Asesinaron a los verdaderos consejeros y consejeras de Mereklar, usurparon sus puestos y asumieron su apariencia. De no ser por ti, habrían abierto el portal sin el menor obstáculo.
—Sin embargo, el cabildo está compuesto por diez miembros.
—Shavas es algo que descubrirás por ti mismo. Ahora, he de marcharme. —Ante la atónita mirada de Raistlin, las heridas del Señor de los Gatos cesaron de sangrar y cicatrizaron en un momento—. A pesar de todo cuanto he dicho antes, te preguntaré algo sin rodeos, aun cuando conozco la respuesta: ¿nos ayudarás a frustrar los planes de la Reina de la Oscuridad?
Raistlin bajó la vista a la vara que le entregara la Gran Consejera; el artilugio todavía emitía un tenue fulgor rojizo.
La decisión está tomada.
Arrojó al suelo la vara y aplastó con la punta del bastón el orificio metálico. El artilugio se quebró en pedazos; el fulgor perdió intensidad y por último se extinguió.
* * *
—Acércate a mí —indicó Bast.
Un instante después, Raistlin se encontraba en una cámara cuyas paredes estaban jalonadas de antorchas que emitían una luz grisácea, mortecina. Varios hombres vestidos con armaduras de cuero negro se hallaban de pie en torno a un estrado de piedra que se alzaba en el centro.
Caramon, herido y ensangrentado, estaba sentado en el suelo y acunaba a Earwig en sus brazos.
El mago se acercó raudo a su hermano y se arrodilló junto a él.
—Caramon —llamó en voz baja.
El hombretón alzó la cabeza, demasiado aturdido y apesadumbrado para sorprenderse por la inesperada aparición de su gemelo.
—¡Pobre Earwig! Tenías razón con el anillo, Raist. Estaba poseído. Cuando se lo quité empezó a gritar. Y me disparó uno de los dardos envenenados, pero no me mató.
El hechicero escuchó la incoherente reseña del guerrero y luego se aproximó al suelo con el propósito de examinar tanto el dardo como el anillo.
Al revisar con más detenimiento el proyectil, advirtió unas muescas en la punta metálica.
—La mayor parte del veneno se desprendió antes de que el dardo te alcanzara. —Raistlin volvió la mirada hacia el kender y esbozó una leve sonrisa—. Al parecer, actuó como ganzúa para abrir un cerrojo.
Caramon no le prestaba atención; el corpulento guerrero estaba volcado sobre el balbuceante kender y trataba en vano de tranquilizarlo.
Raistlin cogió el anillo con cautela y lo sostuvo en la palma de la mano. Casi de inmediato, percibió un susurro aterciopelado:
Ponme en tu dedo. Ponme en tu dedo.
El mago alzó una ceja y lo escudriñó con atención; tenía algo que le resultaba familiar.
«No», comprendió de repente. «No es el anillo en sí, ¡sino dónde lo he visto!».
El colgante de Shavas…, el ópalo que adornaba su garganta. Cerró los ojos e imaginó el aro de oro engarzado en la parte superior de la joya, en el punto de unión con la cadena. Con un movimiento raudo, ocultó el anillo en uno de los bolsillos.
En aquel momento, el kender se removió, sacudido por fuertes temblores.
—¡En mi cabeza! ¡En mi cabeza! ¡En mi cabeza! —chilló una y otra vez.
—¡No consigo calmarlo, Raist! —dijo Caramon con una mirada suplicante—. ¿Puedes hacer algo?
—No, hermano. Pero entre nosotros hay alguien capaz de ayudarlo —respondió con voz queda.
Bast se inclinó y rozó la frente de Earwig. El kender parpadeó y se restregó los ojos.
—¡Hola, Caramon! ¿Por qué me tienes en brazos…? ¡Eh! ¡Ya te has metido en otra pelea! —gritó con un tono acusador a la vez que señalaba la sangre que manchaba las ropas del guerrero. Enseguida se puso de pie de un brinco—. ¡Se organiza una trifulca y mientras tú te diviertes permites que siga dormido y me la pierda!
—Earwig, yo… —balbució aturdido el guerrero—. ¡No, espera!
Sin más preámbulos, el kender lo golpeaba con los puños y lo pateaba en la espinilla.
—¡Ay! Maldita sea, Earwig, déjame que te explique…
Raistlin exhaló un suspiro y se volvió hacia el Señor de los Gatos.
—¿Cuál es nuestro cometido? —le preguntó.
La blanca dentadura brilló al esbozar Bast una sonrisa.
—Decididlo vosotros. No debo intervenir.
—En mi opinión, señor, ¡lo habéis hecho! —replicó el mago con aspereza.
—No es cierto. Todas las decisiones fueron tuyas.
«Sí, tiene razón», se dijo Raistlin. «Yo decidí mis actos en cada momento. Y está en mis manos encajar las piezas del rompecabezas y actuar en consecuencia».
—La propia Mereklar es el portal mencionado en la profecía. Ésta noche, cuando se forme el Gran Ojo, la Reina de la Oscuridad utilizará el poder mágico acumulado para abrir el umbral.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Caramon en tanto observaba a su hermano con una expresión dubitativa.
—Por la maqueta de la ciudad que descubrimos en la cueva del hechicero muerto. En esa ocasión, tú también viste brillar las líneas de poder. Yo las percibí desde el día que nos alojamos en El Gato Negro, si bien su significado no se me reveló hasta el instante en que me tocó el hechicero. Al hacerlo, me transmitió sus conocimientos, inducido por el deseo de vengarse de quien lo destruyó.
Caramon se puso de pie con esfuerzo. La herida del hombro se había abierto de nuevo y un reguero de sangre le corría por el brazo.
—¿Cómo impediremos que la puerta, o lo que sea, se abra?
—Cuando eso ocurra, el portal quedará franco en ambas direcciones. Cualquiera podrá entrar o salir. Sin embargo, sólo por un lado del umbral se tiene acceso a un sitio, y sólo por el otro lado es posible el acceso desde un sitio.
—Correcto —confirmó el Señor de los Gatos—. El portal se creó de tal modo que sólo una persona lo puede franquear por un punto determinado.
—Y ese punto, o, mejor dicho, esos tres puntos, aparecerán sobre las puertas de las murallas, en los vértices mágicos que se formarán al abrirse el portal. Es decir, disponemos de tres accesos. —Raistlin se volvió hacia Bast—. Afirmaste que no puedes decidir por nosotros, pero deduzco que sí puedes prestarnos cierta ayuda. Dime todo lo que necesito saber.
—Existe un altar que utilizará la Reina de la Oscuridad cuando se forme el Gran Ojo. Sólo si ese altar se destruye, se clausurará el acceso.
Caramon sacudió la cabeza.
—Pero ¿cómo romperemos esa cosa? ¡Me refiero a que ni siquiera sabemos cómo es!
—Oh, sí. Ya lo creo que lo sabéis —lo contradijo Bast—. Yo entraré por la Puerta del Sur.
—¿Entrar adónde? —instó el guerrero—. ¿Me explicará alguien este galimatías?
—Entrar a la ciudad de Mereklar que existe bajo la ciudad de Mereklar, hermano —intervino el mago—. La ciudad reproducida en la maqueta del hechicero. La ciudad en la que no aparece la mansión de Shavas.
—¿Qué hay en su lugar? —preguntó Caramon, aun cuando, en el fondo de su corazón, prefería ignorarlo.
—El templo de la Reina de la Oscuridad —respondió el Señor de los Gatos—. Apresurémonos. Apenas queda tiempo.
—¿Y qué me dices de ellos? —demandó el guerrero al tiempo que apuntaba a los hombres erguidos alrededor del estrado de piedra.
Bast ejecutó un movimiento con la mano. Caramon contuvo el aliento, sin dar crédito a sus ojos. Veía gatos, no hombres. Los felinos, de todos los tamaños y pelajes, se arremolinaron en torno a las piernas de su señor, y ronronearon y se restregaron contra él, en espera de sus órdenes.
—Ellos cumplirán la profecía. —Bast se aprestó a partir. A la entrada de la cámara se volvió hacia el grupo—. El Gran Ojo está formándose. Haz uso de esa espada, Caramon Majere. He formulado un conjuro para hacerla efectiva contra los demonios. Sólo su hoja será capaz de acabar con sus repugnantes vidas. —El Señor de los Gatos señaló la espada bastarda sujeta a la espalda del hombretón.
—Creí que no podías ayudarnos —comentó Raistlin con una cierta aspereza en el tono.
Bast arqueó las oscuras cejas.
—Es un regalo a cambio de otro que él le brindó a los caídos. —Su mano se alzó y mostró una bola pequeña, con cintas amarillas y lentejuelas que relucieron a la luz de las antorchas.
—¿Y a mí qué? —chilló Earwig con gran decepción—. ¿No me facilitarás un arma mágica?
—Eres un kender. ¿Qué otra magia quieres?
Sin más rodeos, el Señor de los Gatos desapareció en la oscuridad seguido por su séquito de felinos.
—¡Guau! ¿Oísteis lo que dijo? —exclamó Earwig con los ojos abiertos de par en par.
Caramon desenvainó la espada y la examinó con desconfianza. La blandió con movimientos cadenciosos y precisos a fin de probar el balance.
—No me gusta que nadie manipule mis armas. Ni siquiera un dios.
—¡Caray, chicos! ¡Una pelea! ¡Y esta vez nadie me mantendrá alejado de la acción! —afirmó Earwig, mientras hacía girar la jupak sobre su cabeza.
—¿Sabes lo que hay que hacer, hermano? —inquirió Raistlin.
—No. ¡No entiendo nada de lo que ocurre! —admitió con franqueza el guerrero.
—Cada uno de vosotros tenéis que encontrar un acceso en lo alto de las murallas, sobre las puertas. Tú, Caramon, encárgate de la del éste. Earwig, tú… —El mago hizo una pausa, dudoso de confiar el destino del mundo a un kender. Suspiró hondo. No quedaba más remedio que hacerlo—. Tú te dirigirás a la del oeste. Una vez que hayáis entrado, encaminaos hacia el centro de la ciudad, al lugar donde ahora nos encontramos.
Caramon arrugó el rostro en un gesto de perplejidad.
—¡Pero, Raist! ¡Si estamos aquí! ¡Nos encontramos en el centro de la ciudad!
—En el de esta ciudad —corrigió el mago—. No en el de la ciudad que surgirá de las tinieblas… ¡La que se halla en el Abismo!
Los ojos de Earwig se abrieron de par en par por la alegría.
Los de Caramon se desencajaron por el terror.
—Cuando lleguéis a esta sala, destruiréis lo que encontréis, sea lo que sea. —Raistlin apuntó al estrado.
—¿Cómo?
—¡Tendrás que descubrirlo por ti mismo, hermano! —replicó el mago malhumorado, a la par que giraba sobre sus talones—. Queda poco tiempo y tengo mucho que hacer.
—Pero… ¿no vendrás con nosotros? —Caramon alargó la mano para detenerlo—. ¡No te enfrentarás solo a lo que sea!
—Sí, hermano. No resta otra alternativa.
—¿Adónde vas?
—A mi propio abismo.
* * *
La bóveda celeste estaba cuajada de estrellas; las constelaciones de los grandes poderes vigilaban expectantes el devenir de los acontecimientos. Las tres lunas se aproximaron con lentitud a su conjunción. En primer lugar, Solinari y Lunitari se fundieron la una con la otra. La esfera negra de Nuitari se proyectó poco a poco sobre sus luces entremezcladas en su recorrido hacia el centro de la conjunción con que se completaría el espectáculo más maravilloso y sobrecogedor del universo: el Gran Ojo.
El poder acumulado por los tres hechiceros muertos mucho tiempo atrás fluía y se derramaba sobre el mundo; las compuertas se abrieron al aluvión mágico que inundaría la tierra. Sobre las blancas murallas de Mereklar, se concretó un dosel, una cobertura puntiaguda cuyo vértice se encumbraba en el centro de la población, cernido sobre la colina donde un templo yacía sepultado bajo piedra y tierra desde hacía siglos. Las tinieblas sofocaron el brillo de las estrellas; incluso la imagen del Gran Ojo se tornó imprecisa, como si un párpado fantasmagórico se abatiera sobre la celestial pupila.
Al reconocer por las señales el sesgo tomado por los acontecimientos, los dioses del Bien pusieron en práctica la acción prevista en el supuesto de que se presentara esta contingencia.
Las tres puertas de la ciudad se clausuraron y se sellaron; tras los muros quedó atrapado lo que había en su interior.
Cuando volvieran a abrirse —si tal circunstancia se producía—, acatarían el mandato de la Reina de la Oscuridad.