Caramon no se demoró mucho en llegar a la hostería; mantuvo un ritmo constante en la carrera a lo largo de la calle de la Puerta del Sur. La avenida estaba desierta en su mayor parte; lord Cal y su guardia se hallaban muy ocupados en dispersar al populacho y en restablecer el orden. A pesar de todo, al guerrero le pareció más conveniente buscar el abrigo de las sombras del anochecer y pasar inadvertido; no quería perder tiempo en un enfrentamiento con la chusma enfurecida.
Por fin, se halló en El Granero; en apariencia, el edificio estaba desierto. Tiró del picaporte, pero el pestillo no giró. La puerta se encontraba cerrada a cal y canto. Se disponía a aporrear la hoja de madera cuando, de repente, se le ocurrió que tal vez el dueño no lo recibiría, precisamente, con entusiasmo.
«Bueno, si ya la derribé una vez, lo haré una segunda», pensó.
El hombretón inhaló hondo, retrocedió un par de pasos y catapultó todo su peso contra la puerta. Los goznes cedieron un poco. Se frotó el hombro e hizo acopio de fuerza; se disponía a intentarlo de nuevo cuando escuchó a su espalda una vocecilla estridente.
—¡Eh, Caramon! ¿Te ayudo?
—¡Earwig! —El guerrero giró sobre sí mismo—. ¿Dónde demonios te habías metido? ¡Te hemos buscado por todas partes! Oye, ¿te ocurre algo, estás enfermo?
La faz del kender estaba macilenta, tenía ojeras y señales de agotamiento. Tenía los hombros encorvados, y se apoyaba en la jupak como Raistlin se sostenía sobre el Bastón de Mago cuando las fuerzas le flaqueaban.
—No he comido desde hace días —respondió con ambigüedad—. Me capturó un…, ese hombre.
—Sí, te buscamos. En la cueva…, la del hechicero muerto, ¿sabes cuál te digo?
Earwig asumió una expresión pensativa, después se encogió de hombros.
—No lo recuerdo. He pasado muy malos tragos en los últimos tiempos, ¿sabes?
—¿Dónde has estado? ¿Cómo escapaste? Aguarda a que tire abajo esta maldita puerta; entonces, comeremos un bocado y charlaremos un rato.
—¡No! —chilló el kender, a la vez que se abrazaba el guerrero—. Hay algo que he de mostrarte. Ahora mismo.
—Un momento, amiguito. Por tu aspecto, no estás en condiciones de…
—No te preocupes por mí, Caramon. ¡Hay otros asuntos más urgentes!
El hombretón lo miró boquiabierto por la sorpresa.
—Te expresas de una manera muy rara. Parece que hablaras como Raistlin.
—¡No seas necio, Caramon! —espetó el hombrecillo—. ¡Vamos!
Al guerrero no le gustaba nada el cariz que tomaba la situación y, mucho menos, la manera de comportarse del kender. Ojalá estuviera Raistlin para aconsejarlo. Al pensar en su hermano, rememoró la advertencia que le hiciera. Bajó la vista al dedo anular del hombrecillo. La zona en contacto con el anillo aparecía inflamada, enrojecida, y bajo el aro de oro se escurrían reguerillos de sangre. Al advertir su escrutinio, Earwig metió la mano en un bolsillo.
—¿Te decides o no? ¿O tendré que ir solo?
—De acuerdo, Earwig —aceptó por último Caramon, que prefería vigilarlo a que deambulara a su libre antojo—. Muéstrame el camino.
El kender se dio media vuelta y salió a todo correr hacia el centro de la ciudad; el guerrero se esforzó por alcanzarlo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Caramon, en tanto oteaba las calles a la expectativa del más leve indicio que denunciara la proximidad de la turba.
—Nos dirigimos hacia el lugar en el que estuve; mejor dicho, donde estuve prisionero. —Earwig estaba distraído; le resultaba difícil caminar y hablar al mismo tiempo—. Es decir, hacia los túneles subterráneos de la ciudad.
—¿Túneles? ¿Qué túneles?
—¡Donde está el calabozo, estúpido! —rezongó el kender en voz baja.
—¿Tienen esos pasadizos pinturas en las paredes, como si relataran una historia o algo así?
—Sí, eso creo. Me cuesta un poco recordar las cosas, con esta terrible jaqueca, ¿sabes? —se disculpó, a la vez que se frotaba las sienes.
—Aguarda un momento. Déjame ver. Quizá te golpeaste y… —El guerrero alargó la mano hacia la cabeza del hombrecillo.
—¡Eh, ¿qué haces?! —gritó Earwig, mientras giraba raudo sobre sus talones y le propinaba un golpe en la mano con la jupak.
—¡Ay! ¡Sosiégate! Sólo trataba de ayudarte. —Caramon miró consternado a su amigo en tanto se frotaba la mano dolorida.
Earwig lo contempló; de pronto, la expresión de desconfianza de su semblante cambió a una de confusión.
—Lo…, lo siento. Estoy… preocupado; eso es todo.
El hombrecillo se dio media vuelta y reemprendió la marcha calle adelante.
—¡Un kender preocupado! —se maravilló el guerrero—. Tal vez convendría disecarlo para asombro de la posteridad ante semejante portento.
Desconcertado, se encogió de hombros y, sin dejar de frotarse la mano, fue en pos de Earwig.
* * *
Después de recorrer unas cuantas manzanas más, la calle trazaba una suave curva hacia el centro de la ciudad, paralela a varios bulevares que llevaban la misma dirección.
Llegaron a un parque pequeño, carente de vida salvo por el césped y los setos, donde Earwig giró a la izquierda y cruzó entre los tenderetes de un mercado hasta alcanzar una mansión, propiedad de uno de los diez consejeros de Mereklar.
—¿De quién es esta casa? —inquirió el hombretón mientras alzaba la vista a los pisos altos.
—De lord Manion. Pero lo mataron —respondió el kender con gesto sombrío—. ¡Muévete, ¿quieres?! No te preocupes, no hay un alma dentro.
—¿Cómo lo sabes?
—Por pura lógica. Nadie habitaba la casa más que el caballero, y él está muerto.
Earwig se metió en el jardín y desapareció entre los arbustos. Un momento después silbaba una tonada extraña, disonante.
El guerrero desenfundó la espada corta y se dio unos golpecitos suaves en la frente con la empuñadura.
—No tiene sentido. Es increíble que un kender hable así —rezongó por lo bajo—. Y más increíble que yo sea tan mentecato y le haga caso.
En la quieta superficie de un estanque pequeño, rodeado de setos bajos y parterres de flores, se asomaba el reflejo de las dos lunas visibles que salían por el horizonte. Caramon alzó la vista al cielo y reparó en la proximidad de los dos orbes.
—¡El Gran Ojo! —recordó en voz alta.
Justo a medianoche, había dicho su hermano. Entonces, se produciría la conjunción de los tres cuerpos celestes… ¡y se desataría un poder mágico inmensurable!
Earwig buscaba entre los matorrales cuando el guerrero lo alcanzó.
—¿Qué buscas? —inquirió a la vez que se agachaba para ayudarlo.
—Una puerta.
—¿Una puerta? ¿Entre los matorrales? ¡Amigo, el golpe que has recibido en la cabeza ha sido fuerte de verdad!
—¡Aquí está! —exclamó el kender y separó unas matas que crecían sobre una trampilla de madera. Al momento, había desaparecido por el orificio.
Caramon se asomó y miró en el interior. La puerta daba a unos escalones excavados en la roca.
—Bueno, ¿vienes o no? —urgió Earwig, mirando al guerrero desde el fondo del agujero.
Caramon soltó un suspiro borrascoso y se aprestó a seguirlo; enfundó la daga, pero conservó empuñada la espada corta, dispuesto para cualquier contingencia.
El kender prendió una antorcha que derramó un resplandor dorado y titilante sobre las paredes. El pasadizo era semejante a los que conducían a la alcantarilla por la que habían entrado días atrás su hermano y él, salvo que las pinturas eran diferentes, al igual que unas extrañas líneas doradas, blancas y negras, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El guerrero alargó la mano y tocó una de las bandas blancas. La apartó raudo y la sacudió con vigor.
—¡Eh, me ha quemado! —exclamó atónito.
—¡Basta ya, Caramon! ¡No perdamos más tiempo con tus simplezas!
Earwig tiró al corpulento guerrero de la guarnición de cuero en un intento de arrastrarlo tras él.
—¡De acuerdo, ya voy! ¿Por qué tanta prisa?
—Hemos de llegar a un sitio cuanto antes. Tenemos…, ¡tenemos que salvar la ciudad! ¡Eso es!
—¿Qué quieres decir con «salvar la ciudad»? ¿Qué ocurre? —demandó el hombretón.
El kender no respondió y prosiguió corredor adelante hasta llegar a un punto en que éste se bifurcaba en varias direcciones.
—Busquemos el rastro de los goterones de la antorcha que utilicé cuando salí de aquí —pidió Earwig; se puso a gatas y tanteó el suelo con las palmas de las manos—. ¡Lo encontré! ¡Vamos por este lado! —Sin más preámbulos, corrió por uno de los túneles.
Caramon lo siguió de inmediato; a la preocupación por el extraño comportamiento del kender, se sumaba un temor creciente. La luz titilante de la antorcha daba vida a las sombras; los envolvía un silencio profundo, sólo roto por el golpeteo de las botas contra la piedra del suelo. Earwig se adelantó a su compañero porque se movía con fácil agilidad por el laberinto de túneles. El guerrero, que tropezaba de tanto en tanto al meter un pie en las grietas de la roca, procuró seguir el ritmo del hombrecillo, pero al cabo quedó rezagado. De repente, la luz de la antorcha desapareció por completo, y Caramon se frenó en seco, perplejo.
—¡Earwig! ¡¿Dónde estás?!
—¡Por aquí, Caramon!
La voz del kender se escuchó apagada, como si tuviera una mano sobre la boca.
—¿Dónde? —El guerrero giró sobre sí mismo en medio de la oscuridad para localizar la llamada del otro—. No será otro de tus juegos estúpidos; si lo es…
—¡Estoy aquí!
El guerrero adelantó la espada a guisa de bastón para tantear el terreno y se encaminó despacio, paso a paso, en la dirección de la que en apariencia provenía la voz de su compañero. Chocó varias veces contra las paredes; en cada encontronazo, el acero de la espada emitía unas vibraciones sonoras que provocaban en el hombretón un estremecimiento involuntario. Estaba totalmente ciego, rodeado por una oscuridad impenetrable. Realizó un gran esfuerzo para que no lo dominara el pánico. Entonces, adelante, divisó el brillo mortecino de una luz. Dividido entre la sensación de alivio y un sincero deseo de estrangular al kender, Caramon recorrió el trecho restante a trompicones y entró en una sala.
—Earwig, ¿estás ahí? —llamó, a la vez que contemplaba con asombro las extrañas antorchas insertas en los muros.
Percibió un soplido, y, un instante después, un dardo metálico se le clavó en la mano. Se desplomó de rodillas en el suelo; la espada se escurrió entre sus dedos insensibilizados.
Ahora veía a Earwig y alzó la mirada hacia su amigo, que se hallaba encaramado en un enorme estrado de piedra, con la jupak en la mano. A la vara le faltaba el extremo ahorquillado y parecía una cerbatana.
—Es uno de aquellos dardos envenenados, Caramon —dijo el kender—. Lo encontré en el suelo después de que el asesino huyera. Dentro de poco habrás muerto.
—¿Por qué? —farfulló con voz débil y con un mareo en aumento. Un calor ardiente recorrió su brazo y se propagó por el cuello y la cabeza.
—¡Has de morir, Majere! —siseó el kender, con el rostro distorsionado por una cruel mueca de triunfo—. ¡No obstaculizarás nuestros planes!
Caramon se arrastró sobre las rodillas y se recostó contra la pared lisa, exenta de grietas o imperfecciones. Inclinó la cabeza; unos puntos brillantes parpadearon ante sus ojos. Tenía la boca seca, y sus labios apenas podían articular las palabras.
—¿Los planes de quién?
—¿De quién? —repitió burlón el kender.
El hombrecillo alzó el brazo y tiró de la manga de la túnica para dejar la mano al descubierto. El anillo de oro relampagueó a la mortecina luz de las antorchas.
¡Cuídate del anillo! En la mente de Caramon resonó el eco de la voz de su hermano.
La oscuridad cubrió el techo de la sala. Aparecieron unos puntos brillantes que conformaban unas figuras vagamente familiares. De forma gradual, los efectos del veneno enturbiaban su cerebro del mismo modo que la piedra deslustra el filo de una espada.
Earwig prorrumpió en carcajadas.
—¡Sí! ¡Abre bien los ojos! ¡Contempla tu propia perdición! ¡Humíllate, rinde pleitesía a nuestra soberana! ¡La Reina de la Oscuridad! ¡Takhisis! ¡Takhisis! ¡Celebramos tu regreso al mundo!
Caramon estaba aturdido, no comprendía nada.
—Earwig —musitó—. Earwig, ¡ayúdame!
El kender bajó la mirada hacia su amigo y los rasgos del rostro se suavizaron.
—¡Ayúdame tú a mí, Caramon! ¡No soy dueño de mis actos! —gritó de repente.
Earwig sacó una daga del cinturón, descendió del estrado de un salto, y corrió hacia el guerrero.
* * *
El Señor de los Gatos se deslizaba, veloz y silencioso, por las calles de la ciudad, una sombra entre las sombras bajo la luz de las lunas. Eludió el encuentro con varias patrullas de la guardia, entre ellas las tropas al mando de lord Cal, y avanzó por calles adyacentes o sobre los tejados de los edificios a los que trepaba con una agilidad increíble, sin valerse más que de sus manos y las uñas, largas y fuertes, con las que se aferraba a las irregularidades de las paredes.
En los aledaños de los límites de la población, ascendió a un edificio con el propósito de obtener una mejor panorámica de los alrededores. La mayoría de la gente se había puesto a resguardo tras los muros de sus casas, con las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Todavía quedaban unos pocos que rondaban por las calles, empeñados en derramar la sangre del mago; sin embargo, la casi totalidad de la chusma se había dispersado y regresado al hogar, esposa, y familia, antes de que comenzara el Festival del Ojo. No obstante, ningún chiquillo de Mereklar saldría esa noche a pedir los bizcochos típicos de la celebración.
Bast llegó a la última casa de la calle de la Puerta del Sur; desde el tejado de la vivienda, salvó la enorme distancia que lo separaba de la muralla con un salto limpio, perfecto, silencioso. De inmediato, se enderezó, alerta a cualquier señal de peligro. Aguardó inmóvil, con el oído atento, y luego se volvió hacia los campos que se extendían al otro lado de las blancas empalizadas de Mereklar. Erguido, alzó los brazos sobre la cabeza y llamó a sus súbditos; los convocó para el inminente fin del mundo.
* * *
Earwig, blandiendo la daga en sesgos violentos, arremetió contra Caramon. El guerrero se las arregló para rechazar al kender y desviar el puñal. Atacante y atacado rodaron por el suelo; sobre el robusto corpachón del guerrero, la menuda figura de Earwig se retorcía y pateaba para librarse de las manazas que lo sujetaban. Caramon, a pesar de hallarse debilitado por el veneno, pasó un brazo bajo la barbilla puntiaguda del hombrecillo y lo inmovilizó.
—En nombre del Abismo, ¿qué pretendes? —gruñó entre resuellos.
—¡Aún no has muerto! —aulló el kender.
—¡No será gracias a ti! ¡Ay!
Earwig había metido la pierna bajo el cuerpo del guerrero y la patada lo había alcanzado justo en el bajo vientre.
Caramon se desplomó boca arriba con un gruñido; el kender trazó un brusco sesgo con la daga y la hoja afilada desgarró el hombro del guerrero antes de frenarse contra la guarnición de cuero y salir despedida de su mano por el impacto.
Al verse indefenso, Earwig retrocedió y se refugió tras el estrado de piedra.
El hombretón se recostó contra la pared. La herida del hombro no era profunda y detuvo la hemorragia sólo con presionar la camisa sobre el corte. Después tanteó el cinturón y sacó la manopla guarnecida de hierro en la que enfundó la mano; apretó con fuerza hasta sentir los bordes metálicos del guantelete incrustados en la carne; tenía la esperanza de que el dolor le impidiera perder el conocimiento. Tampoco él entendía por qué seguía vivo.
«Tal como me siento, quizá sería mejor estar muerto», pensó, en medio de los espasmos agonizantes que le retorcían las entrañas.
Earwig lo contemplaba atento, tal vez con la esperanza de que se desplomase en cualquier momento. El guerrero apalancó los talones en la lisa roca del suelo y los hombros en la pared; después, con un esfuerzo denodado, empujó con las piernas y se incorporó poco a poco. Tres dardos dentados chocaron junto a su cabeza, rebotaron en la dura piedra y cayeron a sus pies. El guerrero se agachó, pero de pronto cayó en la cuenta de lo tardío de sus reflejos, que había llegado cuando los proyectiles ya habían fallado. Otros tres dardos disparados desde la parte trasera del estrado silbaron en el aire; dos alcanzaron su objetivo. Uno se le clavó en el brazo y el otro le dio en el pecho, aunque rebotó contra la armadura de cuero.
«Si no detengo pronto a ese kender, sólo será cuestión de tiempo ver qué acaba antes conmigo: el veneno o la pérdida de sangre», se dijo el hombretón. Respiró hondo y a gatas rodeó el enorme estrado con la esperanza de pillar a Earwig por sorpresa. Un profundo silencio reinaba en la cámara y el avance del guerrero resultaba más ruidoso que el de un enano borracho, pero no podía evitarlo.
Caramon captó un fugaz movimiento y se abalanzó hacia adelante con el propósito de agarrar a su amigo; sin embargo, el kender retrocedió de un salto y, acto seguido, estrelló un huevo contra el piso. Al romperse la quebradiza cáscara, se expandió en el aire una humareda apestosa.
¡Cuídate del anillo!
«Si lo cojo, quizá logre quitarle esa condenada joya», razonó el guerrero. Escudriñó entre las volutas de humo, mientras parpadeaba para librarse de las lágrimas que le enturbiaban la vista.
—Earwig, ¿estás ahí?
—Por supuesto. ¡Espero el momento propicio para matarte! —La voz le llegó del otro lado de la sala.
—¡No, no es contigo con quien quiero hablar! —gritó Caramon, asaltado por la súbita sensación de que había dos kenders diferentes en la estancia—. ¡Quiero que responda Earwig, mi amigo!
—Caramon, socórreme… —se oyó una voz sofocada que enmudeció de repente.
«Bien, si lo mantengo descentrado…». El guerrero parloteó sobre lo primero que le vino a la mente.
—Oye, Earwig, no te imaginas cuánto te han echado de menos los gatos. En particular, aquel negro que te seguía a todas partes, ¿lo recuerdas?
—¡Todos los gatos perecerán! ¡También los mataré!
—¿Por qué quieres matarlos, Earwig?
—No quiero hacerlo, Caramon. Créeme… —gimió la voz del kender, que vaciló—. La profecía lo dice —gritó—. Atiende a sus palabras. «Son los gatos vivos la piedra angular a cuyo arbitrio queda la sentencia de un destino de luz u oscuridad». ¡Prevalecerá la oscuridad!
El hombrecillo se había desplazado de lugar y Caramon no tenía la certeza de hacia dónde. A pesar de que el humo se disipaba, todavía era lo bastante espeso para ocultarlo. El guerrero se quedó sentado, inmóvil, recobrando fuerzas en tanto aguardaba a que mejorara la visibilidad.
—Oh, por cierto, Earwig. Catherine me encargó que te dijese que lo lamentaba. Se sentía muy mal por lo que hizo.
—¿Catherine? ¿Qué Catherine? —Era Earwig el que hablaba en esta ocasión y su voz sonaba asustada, perdida.
—Ya sabes. La chica de la taberna. La que te dio un beso.
—¡Ahora recuerdo! Yo… yo… Ayúdame, Caramon. ¡Ella quiere controlarme y soy incapaz de resistirme! —chilló angustiado.
—Te ayudaré, amigo, pero dime dónde estás —respondió el guerrero.
—¡Aquí mismo!
El kender saltó sobre los hombros de Caramon, lo agarró por el cabello, tiró hacia atrás y trató de degollarlo con el cuchillo.
El guerrero bramó como un toro herido, alargó los brazos sobre la cabeza, aferró a Earwig y lo catapultó hacia adelante. El hombrecillo se estrelló contra la roca de la pared y quedó despatarrado sobre el suelo, inmóvil.
Caramon lo espió con desconfianza durante un momento hasta asegurarse de que no fingía; pronto se convenció de que el kender había perdido el conocimiento.
Se aproximó a él y le alzó el brazo. A la mortecina luz de las antorchas, captó el destello dorado que buscaba. Agarró el anillo y tiró de él, mas, según había anunciado Raistlin, el aro de oro no cedió ni un milímetro.
—Esto te va a doler de verdad, Earwig —musitó el guerrero.
Advirtió que bajo el anillo manaba sangre, como si el áureo metal le mordiera la carne. Caramon se estremeció de pies a cabeza y lo intentó una vez más, pero, aun cuando el flujo sanguíneo brotó más copioso, la joya permaneció inamovible.
—¿Qué haré? —El guerrero se estrujó el cerebro en busca de una solución. El ámbito de la magia escapaba a su comprensión—. ¿Cómo obrarías tú, Raist? —susurró. Casi escuchó la voz de su hermano que respondía.
«Corta el dedo».
Caramon sacó poco a poco su daga.
—Bien, si no queda más remedio…
Antes, sin embargo, aferró de nuevo el anillo empapado en sangre y efectuó un nuevo intento para extraerlo. Notó que el aro dorado cedía apenas.
Empapado en sangre. Mojado… «Impregna con jabón un anillo atorado y saldrá con facilidad», rememoró. No disponía de jabón, pero si conseguía humedecerlo lo bastante…
—¡Eso es!
El guerrero volvió la daga hacia sí y se practicó un corte profundo en el pulgar. Luego presionó la yema del dedo para que la sangre goteara sobre el anillo; derramó más y más de su fluido vital sobre el oro hasta que la mano del kender se tiñó de rojo.
—No es jabón, pero ¡veamos si funciona!
Caramon sujetó la banda dorada entre el índice y el pulgar y tiró de ella. El anillo se deslizó con suavidad —con demasiada facilidad, a decir verdad— y, ante sus asombrados ojos, aumentó de tamaño, palpitó sobre la palma de su mano.
¡Ponme en tu dedo! ¡Ponme en tu dedo!
«Es una joya preciosa y con su nuevo tamaño me encajará a la perfección», pensó el guerrero.
Earwig exhaló un grito de dolor; el aullido resonó contra las paredes de la cámara y levantó ecos. El kender se retorció, sacudido por espasmos agónicos, en tanto gemía como una criatura.
—¡Ella estaba en mi cabeza…, estaba en mi cabeza…, en mi cabeza…!
Caramon arrojó a un lado el anillo y tomó entre sus fuertes brazos el menudo cuerpo de su amiguito. Lo apretó contra su pecho y acunó con ternura al sollozante kender.