Las puertas de la mansión no estaban cerradas con llave y Raistlin giró el picaporte en silencio. Atravesó el vestíbulo y la sala de espera, y entró en la biblioteca. La Gran Consejera, ataviada con una túnica de seda blanca que dejaba al descubierto los hombros perfectos, se hallaba sentada frente al hogar y disponía las diferentes piezas de juego sobre la superficie cuadriculada en blanco y negro del tablero, colocado en una mesita auxiliar.
—Muy oportuno —susurró el mago, mientras cerraba la puerta tras de sí.
—Bienvenido, gran maestro. ¿Has tenido éxito en tu empresa?
—Al parecer, me esperabais.
—En efecto. Por favor, acomódate. —Shavas señaló la silla colocada frente a ella.
El hechicero hizo una breve inclinación de cabeza y se instaló en el asiento ofrecido. Las llamas del hogar se reflejaban en su tez y le otorgaban el aspecto de cobre bruñido.
—¿Una partida? —sugirió la mujer.
—Cuán parecidos somos, Gran Consejera.
—¿A qué te refieres? —inquirió Shavas, que a la vez preparaba sus piezas para el primer movimiento.
—Ambos tenemos los mismos gustos, los mismos deseos.
—¡Ah!
La dignataria alzó la cabeza. Su lacónica exclamación llevaba implícito un claro mensaje de entendimiento, de promesa. Su mirada era invitadora, su voz cálida, su cuerpo seductor, su rostro incomparablemente hermoso.
Raistlin tragó saliva con esfuerzo y se concentró en la colocación de sus propias piezas.
Observó interesado las manos de la dignataria. Los dedos le temblaban y de manera accidental tiró uno de los soldados de infantería.
—¿Os ocurre algo, señora?
Ella negó con un vigoroso cabeceo y apretó los labios en un gesto terminante; un ligero rubor tiñó sus pálidas mejillas.
—¿Quién mueve primero? —preguntó después.
—Yo. —El mago adelantó uno de sus soldados de caballería—. Admito que sorprende encontraros tan serena cuando vuestra ciudad se halla inmersa en el caos. ¿Qué lo ha motivado?
Shavas alzó la vista, sorprendida.
—¿No lo sabes? ¿Dónde has estado hoy? —La mujer movió uno de sus soldados a fin de contrarrestar el avance de su oponente—. A lord Brunswick lo asesinaron esta mañana y a lady Masak esta misma tarde, no hace…, no hace mucho.
—No podéis mover aún esa pieza.
—Lo siento. Estaba… distraída.
—¿Cómo murieron? —Raistlin adelantó otro soldado.
—Del mismo modo que lord Manion. Destrozados por un felino gigantesco.
El mago alzó del tablero uno de sus caballeros y lo situó al frente de sus líneas.
La Gran Consejera quitó un lingote pequeño de la balanza, que se inclinó un poco a favor del hechicero. Luego, colocó una barrera metálica tallada a semejanza de un seto frente al caballero de su adversario.
—Es mi turno de preguntar. ¿Has descubierto el motivo de la desaparición de los gatos?
Raistlin desplazó su caballero alrededor del seto para reanudar el acoso; acto seguido, equilibró los platillos de la balanza al quitar uno de los lingotes que situó junto a la figura.
—No, no lo he averiguado —respondió al cabo—. ¿Poseéis alguna otra información que facilite la investigación?
Shavas hizo una pausa antes de contestar y se llevó los dedos a los labios en actitud pensativa. Un momento después, abrió un cajón inserto en el tablero, sacó un soldado de infantería protegido con una armadura más sólida y lo situó frente al campeón del mago, a dos casillas de distancia.
—Es tarde para abrigar esperanzas en una causa perdida —opinó la mujer.
Al mago no le pasó inadvertido el tono de alivio implícito en su sentencia.
»Y bien, maestro, ¿cómo has pasado el día de hoy?
Raistlin dejó su caballero en la misma casilla y colocó otra barrera junto a la figura.
—En compañía de gente extraña.
—¿Quién?
El hechicero adelantó la figura frente al soldado de infantería de Shavas.
—Creo que lo conocéis. Guardáis su retrato allí. —Señaló la librería con el índice.
—¿De veras? ¿En un libro?
—Os lo mostraré.
Raistlin se levantó del asiento con la ayuda del bastón y se dirigió al estante donde colocara la noche anterior el volumen titulado Mereklar. El Señor de los Gatos.
Había desaparecido. El mago se volvió y clavó en la mujer una mirada penetrante.
—Ah, lo habéis encontrado vos misma.
Ella se removió con desasosiego y esquivó su mirada.
—No sé a qué te refieres. Sin embargo, cabe la posibilidad de que haya visto a ese hombre. ¿Qué aspecto tiene?
—Alto, piel negra, cabello oscuro. Muchas mujeres lo considerarían atractivo —dijo el mago con un deje de amargura en la voz. Regresó a su asiento y recorrió con mirada experta las posiciones del tablero de juego.
—¿Sus ojos son… inusuales por un motivo u otro? —preguntó Shavas.
—¿Inusuales? ¿Qué queréis decir?
—Pues… si sus pupilas brillan, relucen, al darles la luz.
—Tal vez. No reparé en ello. Como imaginaréis, no me entretuve en mirarle los ojos. —El mago quitó el soldado de infantería y colocó su caballero en la casilla.
La Gran Consejera se mordió el labio y pasó las uñas afiladas sobre la superficie de la mesa; en la pulida madera se marcaron los trazos. Alargó la mano hacia la balanza y tomó otro de los lingotes, mayor que los anteriores.
Raistlin frunció el entrecejo, intrigado por el cambio de estrategia de la dignataria. Por el tamaño del lingote, se disponía a utilizar un conjuro de gran potencia, de eso no cabía duda. Como defensa, cogió uno de sus propios marcadores.
Shavas alzó uno de sus caballeros; sin embargo, antes de situarlo en la nueva posición, la figura se escurrió de entre sus dedos temblorosos y cayó sobre el tablero.
—¡Está aquí! ¡Ha venido para acabar con todos nosotros! —exclamó con voz ronca.
—¿Quién?
—¡Sabes muy bien a quién me refiero! ¡El Señor de los Gatos! Regresa para castigar al Cabildo de Mereklar. —Shavas le tendió una mano temblorosa, delicada—. ¡Te suplico que me protejas!
—¿Del Señor de los Gatos? Si en verdad se trata de él, entonces es un semidiós. ¿Cómo me enfrentaré con alguien tan poderoso?
La mujer respiró hondo y, tras un breve debate interno, tomó una decisión.
—No te lo he dicho antes, pero mis antepasados reunieron algunos artilugios mágicos durante sus viajes. Uno de ellos es esta joya que llevo, un amuleto de buena suerte. —Sus dedos acariciaron el ópalo de fuego—. Y otro, es esto. —Shavas abrió un cajón de la mesa del que extrajo un saquillo de cuero de forma triangular—. Es un arma.
Raistlin no miraba la bolsa; sus pupilas contemplaban con fijeza el amuleto colgado al cuello de la mujer; la joya parecía incompleta, inacabada. «¿Cómo no había reparado en ese detalle?», se increpó a sí mismo.
«Porque no era la joya lo que mirabas», le respondió burlona una voz interna.
Entretanto, Shavas había abierto el saquillo y sacaba del interior una vara pequeña. El mago le echó una ojeada fugaz y vio que se curvaba en un extremo y que el otro estaba rematado con un aro metálico. La madera tenía grabadas unas runas y un símbolo. Se abstuvo de tocar el artilugio.
—¿Cómo funciona?
—No estoy segura. Jamás lo he utilizado; no he tenido necesidad. Sin embargo, mi padre me explicó que absorbe las sensaciones y sentimientos de quien lo maneja y centuplica su intensidad. Si deseas acabar con un enemigo, no tienes más que desear su destrucción y apuntarlo con la vara, de esta manera.
La dignataria sujetó el artilugio por la parte curvada y encañonó a Raistlin con el extremo metálico.
El hechicero no hizo ningún comentario ni se movió; sólo sostuvo la mirada de la mujer con una actitud impasible.
Ella bajó los párpados a la par que esbozaba una sonrisa; giró el arma y se la tendió al mago. Raistlin la metió en la funda de cuero y se guardó el saquillo entre los pliegues de la túnica.
—Ahora me protegerás —sonrió Shavas—. Es un arma muy poderosa, capaz de destruir incluso a un semidiós.
Se inclinó hacia adelante y el amplio escote del vestido se deslizó sobre los hombros para dejar al descubierto el nacimiento de los blancos senos. El ópalo centelleó sobre la delicada garganta.
—Cuando termine esta espantosa pesadilla, dispondremos de tiempo para nosotros dos.
—Mi hermano y vos dispondréis de tiempo… —replicó desabrido el hechicero.
«¿Por qué me encrespo? ¿Qué está haciendo conmigo?», se preguntó iracundo. De inmediato, dominó la cólera y se mofó de sí mismo, de su debilidad. «¡Recuerda! ¡No olvides lo que has visto!».
—Lo admito —susurró Shavas, mientras sus dedos acariciaban la mano del mago—. Me…, me reuní con Caramon. —Enrojeció como una chiquilla cogida en falta—. Pero lo hice sólo para despertar tus celos. ¡Es a ti a quien quiero!
Al pronunciar la última frase, su voz, profunda y ronca, denotó una sinceridad plena, sin paliativos. Raistlin quedó sobrecogido. La contempló con fijeza, enajenado.
—¡Soy rica y poderosa! ¡Te daría… tanto! ¡Haz lo que te pido! ¡Destruye al Señor de los Gatos!
El mago apartó poco a poco el brazo aferrado por la dignataria. Ella aflojó la presa y lo soltó en tanto se recostaba una vez más sobre el respaldo del asiento.
Raistlin volvió la mirada al tablero de juego y al guerrero de la muerte que se alzaba frente a su caballero.
—A juzgar por vuestras palabras, parece que sabéis dónde está.
—No lo sé; lo sospecho. Tenemos fundadas razones para aventurar que el Señor de los Gatos se halla atrapado en la plaza Leman, un lugar situado al este de la calle de la Puerta del Sur, unas cuantas manzanas al norte de mi casa.
—Conozco el sitio —dijo el hechicero, al tiempo que se ponía de pie—. ¿Queréis que vaya?
—¡Sí, hazlo! ¡Ahora mismo! —gritó la mujer—. Si sales victorioso, regresa a mí… esta noche —agregó con voz insinuante.
—Volveré —musitó Raistlin mientras clavaba en la mujer una mirada intensa—. Ésta noche.