—¡Raist!
El guerrero dedicó una mirada de desconfianza al felino y, sin apartar las pupilas de él, se inclinó sobre el mago.
—Raist, ¿te encuentras bien? —inquirió angustiado. Si la postración de su gemelo era producto de causas mágicas, no tenía idea sobre qué hacer para ayudarlo.
Un leve temblor agitó los párpados del hechicero; poco después, abrió los ojos y miró en derredor en un intento de recordar dónde se hallaba. El súbito reconocimiento lo hizo incorporarse como impulsado por un resorte.
—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
—No mucho. Un par de minutos.
Las pupilas del mago recorrieron el perímetro de la cueva.
—¿Dónde está Bast?
—Se marchó, me imagino.
La voz del guerrero denotaba incertidumbre y temor al rememorar la conversación captada entre la bruma del aturdimiento, inseguro de haberla escuchado en realidad o de haberla soñado. Raistlin se cogió de su brazo.
—Ayúdame a ponerme de pie.
—¿Estás seguro? Quizá deberías reposar un poco más. ¿Qué te ocurrió? Ése hechicero…
—¡No hay tiempo para preguntas! ¡Ayúdame a levantarme! ¡Hemos de regresar a la ciudad!
—¿A la ciudad? ¿Cómo? ¡Nos impedirán cruzar las puertas!
—Es probable que entrar en Mereklar resulte más sencillo de lo que crees, hermano —dijo, sombrío, el mago—. Tal vez, demasiado sencillo.
* * *
Raistlin estaba en lo cierto. Las puertas se encontraban desiertas, desprotegidas; los guardias, al parecer, habían huido.
—Escucha, Caramon. ¿Lo percibes? —inquirió el mago con la cabeza inclinada hacia un lado.
—No, no oigo nada —respondió el guerrero.
—Exacto. La ciudad está sumida en el más completo silencio.
Caramon sintió los miembros atenazados por la sensación conocida como «el miedo del guerrero», y desenfundó la espada bastarda que portaba a la espalda. Aguzó el oído de nuevo, atento al menor sonido, y en esta ocasión sí captó algo, algo que se aproximaba hacia ellos con rapidez.
—¡Raist, corre! —gritó, a la vez que lo agarraba y tiraba de él mientras cruzaban las puertas, entraban en un callejón y se escondían detrás de un montón de barriles y cajones apilados.
Había reconocido el sonido, el rumor característico del terror y el odio, del impulso incontenible de destruir lo temido, lo incomprensible.
—¡Los encontraremos! ¡Primero lord Manion y ahora lord Brunswick!
—¡El hechicero viste túnica roja!
—¡El grandullón tiene más músculos que un caballo!
El populacho pasó en tropel ante el callejón. Raistlin, enfadado, frunció el entrecejo.
—No puedo perder tiempo. He de ver a Shavas.
—Pero…, ¡si dijiste que trató de matarte! —Caramon le clavó la mirada.
—No, hermano. Matarme, no. Verás, Caramon, creo que, por fin, empiezo a entender —dijo el mago con un suspiro.
—Me alegro, ¡porque yo sigo sin comprender una maldita palabra de todo esto! En fin, será mejor que nos pongamos en camino antes de que esos exaltados regresen.
—No, hermano, no nos pondremos en camino. Debo ir solo.
—Pero…
—Vuelve a El Granero. Quizá haya noticias del kender. Si lo que has escuchado en la cueva es cierto, es probable que se haya escapado. Caramon. —Raistlin le echó una mirada de preocupación—, ¡guárdate del anillo que lleva!
* * *
Lady Masak cerró el libro de registro, incapaz de dominar el escalofrío causado por lo que había leído. Su mano temblorosa colocó el texto en el estante, entre otros de igual índole; las numerosas hileras de fechas grabadas en oro sobre los lomos brillaron a la luz del ocaso. Se sentó de nuevo y bebió un sorbo de té de la humeante taza.
La estancia era amplia y alargada y, en las pinturas y en las manchas, dominaban diferentes tonos de gris. Estaba ocupada en su mayor parte por una mesa que se prolongaba en toda su extensión. La única silla de la habitación era la ocupada por la consejera y Maestre de Bibliotecas y Archivos. Más de un millar de volúmenes abarrotaban las estanterías; se trataba del legado de los ciudadanos y los miembros del Cabildo de Mereklar desde que la ciudad fuera descubierta.
La mujer levantó la cabeza de repente y volvió la mirada hacia la calle que se divisaba bajo la ventana. Había oído algo, un grito o cosa parecida.
Lady Masak dejó la taza de té sobre el platillo y alargó la mano bajo el tablero de la mesa; de allí, extrajo un envoltorio triangular, de tela negra desgastada por los años. De entre los pliegues del paño, sacó una vara que balanceó sobre el índice. El extremo del artilugio presentaba una curva y en la madera oscurecida resaltaba un símbolo grabado a fuego. El otro extremo estaba rematado por una banda metálica carente de junturas, un anillo perfecto que dejaba al descubierto un agujero profundo, circular. La consejera recorrió con la mirada la estructura del artilugio y sonrió.
De improviso, se escuchó un ruido fuerte procedente del piso inferior. La mujer retiró la silla y en silencio cruzó la estancia. Al llegar a la puerta cerrada, pegó el oído a la hoja.
Un golpe brutal astilló la madera y una mano se disparó por el agujero para atenazarle la garganta. La mujer golpeó con el extremo metálico de la vara los dedos negros que la aferraban; el impacto quebró huesos y desgarró tendones. La mano, en apariencia bastante maltrecha, desapareció rauda por el hueco abierto en la puerta.
Lady Masak retrocedió y se parapetó detrás de la mesa. El más absoluto silencio reinaba al otro lado de la destrozada hoja de madera. La consejera alzó la mano, apuntó con el extremo metálico de la vara hacia el acceso y se concentró. Un deslumbrante rayo rojizo salió disparado del orificio, alcanzó la puerta y desintegró la madera; una nube sofocante de polvo y humo se expandió por el aire.
La mujer permaneció inmóvil en su posición, con todos los sentidos alerta a fin de captar la menor señal del intruso. De pronto, se escuchó un estruendo de cristales rotos a su espalda; intentó darse la vuelta, pero su reacción resultó demasiado tardía. El golpe, brutal, la lanzó contra la mesa; a pesar de los profundos surcos que hendían su espalda, abiertos por las afiladas garras, giró sobre sí misma y alzó el artilugio. Una nueva descarga carmesí surgió del orificio metálico, pero la pantera se apartó a un lado con un salto ágil. El rayo ardiente alcanzó los registros de la ciudad que empezaron a arder como yesca.
Lady Masak barrió la estancia con el haz llameante, concentrada en la vara a fin de transformar su ansia vehemente de matar en una realidad tangible.
Un segundo zarpazo contra su espalda la lanzó despatarrada al suelo. El artilugio escapó de su mano; llevada por la desesperación, alargó los dedos a ciegas en busca del arma, oculta tras la espesa cortina de humo y fuego propagada por la biblioteca. La puntera de una bota se estrelló contra su brazo, a la altura del codo.
La consejera aferró a su atacante por el tobillo y le propinó un brusco tirón que le hizo dar con los huesos en tierra. Aprovechando la momentánea desventaja de su oponente, buscó a tientas la vara, desesperada.
Un manotazo contra su barbilla le echó hacia atrás la cabeza, que chocó contra los estantes de la librería. Aturdida, trató de incorporarse. Una mano negra, con los dedos ensangrentados, la cogió por la nuca y la alzo en vilo. Las garras restallaron en el aire y le desgarraron la garganta.
Lady Masak se sostuvo sobre las piernas temblorosas y se aproximó tambaleante hacia la ventana, con las manos en torno al cuello, del que pendía un colgante en forma de cráneo de gato, con las pupilas de rubíes relucientes al resplandor de las llamas. La sangre se escurría a borbotones entre sus dedos crispados. Sacudió la cabeza una vez y esbozó un sonrisa, una mueca espantosa que quedó grabada en su semblante aun después de que se desplomó en el suelo.
El devastador incendio se había propagado por toda la estancia. Entre los remolinos del humo, salió una mano y se cernió sobre la vara caída en el piso. Los dedos acabados en garras quebraron el artilugio en dos y arrojaron los fragmentos de madera a las llamas purificadoras.