18

—¿Conocéis a Dizzy Lengualarga, el kender que arrojaba su jupak con tal maestría que la vara retornaba a su mano? Bueno, pues veréis, cierto día un minotauro apostó con Dizzy a que era incapaz de lanzar la vara alrededor del contorno de un bosque y Dizzy contestó: «Apuesto el oro que guardo en mi bolsa contra ese aro ensartado en tu nariz a que consigo que mi jupak circunvale el bosque y regrese a mi mano». El minotauro accedió, pero advirtió a Dizzy que si fracasaba, se lo zamparía de postre. Por supuesto, Dizzy aceptó las condiciones.

Earwig hizo una pausa a la espera de que alguno de sus compañeros de celda articulara el comentario oportuno, algún «¡Guau! ¡Qué interesante!», o «¡Me muero de impaciencia por oír lo que ocurrió!», pero nadie pronunció una sola palabra. El kender suspiró resignado y reanudó el relato.

—Dizzy retrocedió cien pasos para tomar impulso y efectuó el lanzamiento. ¡La jupak salió disparada por el aire en medio de un zumbido ensordecedor! Dizzy y el minotauro aguardaron durante horas, pendientes del menor sonido que anunciara el regreso de la vara. Transcurrido un día entero, el minotauro dijo: «Bien, muchacho, serás la guinda de mi pastel», a lo que Dizzy respondió…

Un súbito dolor lacerante en la parte posterior de los globos oculares le hizo perder el hilo de la narración. En verdad, era una sensación interesante en extremo, ya que las palpitaciones de las sienes eran tan desmesuradas que parecía que la cabeza le estallaría en pedazos en cualquier momento.

Sin embargo, tras reconsiderar el tema, el kender llegó a la conclusión de que podía pasarse muy bien sin aquel dolor por muy interesante que fuera.

Earwig alzó las manos para frotarse los ojos, pero no le llegaban hasta ellos a causa de las cadenas atadas a las muñecas. Detalle, por otra parte, que también contenía su pizca de emoción.

—Estoy prisionero en una celda oscura y húmeda, localizada, con toda seguridad, a decenas de metros bajo tierra, y vigilada por miles de guardianes armados hasta los dientes… Una situación que siempre deseé experimentar.

Disfrutó de lo lindo durante una hora, más o menos, pero después…

—¿Sabéis una cosa? —preguntó a sus compañeros de calabozo, a quienes apenas distinguía en la penumbra. (Uno de ellos, por cierto, sufría una calvicie galopante)—. Esto no es ni la mitad de divertido de lo que había imaginado.

A decir verdad, a despecho del aliciente que suponía el dolor de cabeza y las cadenas en las muñecas, Earwig se aburría terriblemente. Y, como todo el mundo sabe, no hay nada más peligroso que un kender aburrido.

—¡Caray, muchachos! No sois muy charlatanes, ¿verdad? —exclamó Earwig, escudriñando la oscuridad.

No obtuvo más respuesta que un rítmico goteo de agua, e incluso ese sonido monótono cesó por un momento, como si aguardara a que el reciente huésped de la celda añadiera algún otro comentario. No tardó, sin embargo, en reanudar su golpeteo regular, indiferente a la conversación del kender.

Earwig suspiró y tiró de las cadenas. Había examinado las cerraduras, pero no había descubierto nada debido a la profunda oscuridad reinante.

—De todas formas, tampoco sería capaz de abrirlas. Se quedaron con mis herramientas. —El hombrecillo se indignó al recordar la afrenta sufrida—. Desde luego, no es justo. Se lo diré cuando salga de aquí.

Las cadenas eran bastante gruesas y pesadas, e incluso dudaba de que Caramon, su fortachón amigo, consiguiera romperlas al primer intento. Además, el suelo estaba frío y húmedo, y hacía rato que estornudaba sin parar. Las paredes eran de roca sólida y, en apariencia, inmunes a cualquier clase de herramienta. Recordó al tío Saltatrampas, que proclamaba ufano que se había escapado de una celda tras abrir un túnel con una cuchara. Dicha cuchara había alcanzado la categoría de reliquia sagrada para el pueblo kender.

—Me pregunto qué habría hecho él si se encontrara en mi situación —comentó Earwig en voz alta, con la loca esperanza de escuchar una respuesta. Nunca se sabía en qué momento el tío Saltatrampas aparecía de repente.

Mas, por lo visto, no era una de esas ocasiones.

Earwig no tenía la más remota idea de cuánto tiempo llevaba en ese agujero. Sólo sabía que debía salir pronto; de lo contrario, su mente se marcharía y lo abandonaría a su suerte.

—¿Por qué no me contáis alguna historia, chicos? Cualquier relato o anécdota que no conozca. ¿Y bien? ¿Qué me contestáis? —instó a sus compañeros de calabozo.

Silencio. Earwig frunció el entrecejo. La situación le colmaba la paciencia. Buscó en los bolsillos por enésima vez con la esperanza de hallar algo que lo ayudara a escapar o, al menos, le sirviera de entretenimiento.

—Un pañuelo y un puñado de pelusas; este otro, vacío; y éste también; la ruleta indicadora de dirección y nada más.

Frustrado, alargó el brazo encadenado para que girara la flecha de la ruleta. Al efectuar el movimiento, sintió que algo le rozaba el antebrazo derecho, a la altura del bolsillo interior de la manga.

—¡El dardo! —exclamó, a la vez que abría el escondrijo donde guardaba el proyectil—. No os preocupéis, muchachos. ¡Saldremos de aquí en un abrir y cerrar de ojos! —animó a sus silenciosos compañeros de celda—. Esto tiene gracia, ¿sabéis? Alguien trató de matar a Caramon con un dardo igual, y ahora éste nos ayudará a escapar de aquí, estemos donde estemos —parloteó, con el propósito de mitigar la impaciencia que sin duda dominaba a sus vecinos de calabozo.

Mientras hablaba, Earwig introdujo la punta afilada del dardo en la cerradura del grillete. Recordó vagamente la voz de Raistlin que le decía que el proyectil estaba envenenado, pero ese pequeño detalle carecía de importancia en ese momento. En cualquier caso, mejor morir que permanecer sentado mano sobre mano.

Hurgó con la punta afilada en el agujero de la cerradura mientras mantenía la yema del dedo pegada al metal; muy pronto, tocó el primer rodete. Con movimientos suaves y diestros salvó el segundo y el tercero, sobrepasó el cuarto y, un instante después, sintió que una punta afilada le rozaba la piel de la muñeca.

—¡Ya está!

El mecanismo de la cerradura cedió con un leve empujón. Algo suave —polvo, tal vez— se desprendió del dardo y cayó sobre su piel, pero en su estado de excitación no lo advirtió. Guardó el proyectil en el bolsillo secreto, apartó las cadenas y se puso de pie con aire triunfal.

—¡Muy bien, muchachos! ¡Llegó vuestro turno!

Durante un breve y maravilloso instante, Earwig creyó que se desmayaría a causa del espantoso dolor de cabeza, pero el mareo desapareció enseguida y la intensidad de las palpitaciones remitió en parte. El kender recorrió la celda a ciegas, tambaleante, con los brazos extendidos frente a él. Sus manos chocaron contra un muro cubierto de moho.

—¡Tranquilo, Calvete, voy!

Siguió la pared a tientas hasta que sus pies chocaron contra unas cadenas esparcidas sobre el piso.

—¡Ah, aquí estás! —exclamó a la vez que se agachaba y tanteaba en busca de los grilletes—. ¿Por qué no me dijiste dónde te encontrabas para orientarme?

Su mano se cerró, no en torno a la carne de una muñeca, sino sobre huesos, huesos mondos y lirondos de alguien muerto mucho tiempo atrás.

—Ahora entiendo por qué no te entusiasmaste con la historia de Dizzy —dijo Earwig, con cierto alivio. Había pensado que estaba perdiendo sus aptitudes de narrador—. Bueno, Calvete, con tu permiso, me marcho. No quiero ser descortés, pero la verdad es que resultas un compañero muy aburrido.

Earwig recorrió otro trecho de la celda a tientas y unos momentos después pateó un objeto, largo y blando, que yacía en el piso cerca de la pared. Se puso en cuclillas y sus manos rozaron una pieza alargada de madera, una vara que le era muy familiar.

—¡Mi jupak! —chilló alborozado.

Alargó las manos y tocó sus saquillos. Tras revolver a ciegas en los bártulos, descubrió que todas sus posesiones se encontraban allí, incluidos el yesquero y una antorcha pequeña. A los pocos instantes, una llama dorada y brillante iluminaba el calabozo.

Earwig miró a su alrededor. Había otros cuatro esqueletos encadenados a las paredes, además del que encontrara momentos atrás. Al parecer llevaban «alojados» en la celda un tiempo bastante largo, pensó el kender, si bien lo que en realidad le llamaba más la atención eran las paredes decoradas con dibujos y pinturas, trazos dorados sobre el negro granito.

—¡Más historias! —suspiró arrobado, en tanto las examinaba—. Hace mucho tiempo el mundo era… uno… y perfecto —comenzó a interpretar al tiempo que seguía los trazos con el índice—. Después, ocurrió algo y surgieron las guerras. Luego, vino la calma y todos se sintieron felices, pero en realidad no lo eran. Entonces… ¡sobrevino el Cataclismo! —conjeturó ante la representación de una gigantesca montaña de fuego que se precipitaba desde el cielo—. ¿Y más tarde qué? Volvemos atrás y un tipo vestido con una túnica roja construye una gran ciudad de piedra blanca. No, no suena acertado. Veamos, un tipo con una túnica negra convence con engaños al de la túnica roja para que construya la ciudad de piedra blanca. Entonces, el de rojo crea la ciudad y otro individuo que viste túnica blanca lo ayuda desde atrás.

Earwig retrocedió un paso a la vez que se rascaba la cabeza con desconcierto. La primera parte de la historia resultaba fácil de interpretar si se seguían los dibujos en líneas verticales de arriba abajo, pero más adelante cualquiera de las imágenes que miraba se ramificaba en cientos de direcciones, por el techo, sobre el suelo, a lo ancho de las paredes; incontables líneas doradas conectadas con un triángulo inmenso. Al analizar el curso de los trazos áureos, llegó a un estilizado dibujo de un gran ojo realizado en rojo, blanco y negro, que lo observaba con fijeza desde el muro opuesto al triángulo. Todas las líneas doradas convergían en este símbolo.

—Como historia no vale mucho —opinó el hombrecillo encogiendo la nariz—. La trama no conduce a un desenlace definido.

Earwig se cargó los bártulos a la espalda y los ajustó de manera que no lo estorbaran y que el peso le cayera sobre los hombros. Se dispuso a abandonar la celda, mas de repente reparó en la falta de un detalle primordial para que su plan de huida no fracasara.

—Una puerta. ¡No hay puerta! ¿Cómo demonios se sale de aquí? —inquirió el kender, enfurecido—. ¡Un momento! Tal vez exista un acceso secreto; ¡tengo que dar con él!

Recobrado el buen humor, Earwig recorrió las paredes a la vez que las golpeaba con la jupak palmo a palmo; la vara de madera levantó ecos en la quietud del calabozo. Comprobó de manera sistemática los muros de esquina a esquina, atento al repicar parejo, monótono; de pronto, el choque de la vara contra la piedra produjo un sonido diferente, hueco.

—¡Aquí está!

Empujó con todas sus fuerzas; sin embargo, el bloque pétreo no se movió ni un centímetro.

—Quizá no sea esto —concluyó, recostado contra el muro para descansar—. ¡Gua… uuuu!

Una sección de la pared giró sobre unos goznes ocultos y el perplejo, pero entusiasmado kender, se precipitó de bruces en el piso de la estancia contigua.

* * *

—¡Despierta, Caramon!

Unos dedos delgados se cerraron con fuerza sobre el brazo del hombretón, que al instante se encontraba de pie y alerta, impulsado por el instinto del guerrero que responde antes con el cuerpo que con el cerebro.

—¡Estoy dispuesto! —gritó a la vez que sus manos buscaban las armas de manera instintiva.

—Tranquilo, hermano. Baja la guardia…, por ahora. Vístete.

Caramon, todavía adormilado, miró a su alrededor y descubrió que se hallaba en la cómoda habitación de El Granero y no en un campamento militar atacado por una horda de goblins.

—Claro, Raist. —Sacudió la cabeza aturdido; había dormido unas pocas horas. Dame un par de minutos para lavarme y…

Raistlin golpeó el piso con el extremo metálico de su bastón con tanta fuerza que los candiles de las paredes temblaron.

Caramon, sobresaltado, miró a su gemelo. Unos surcos profundos de dolor y agotamiento marcaban el rostro dorado; un destello colérico de quien ha sufrido un ultraje centelleó a través de los párpados entrecerrados. El guerrero se vistió deprisa y se ajustó las armas como si se preparara para una batalla inminente.

El mago, sin pronunciar ni una palabra, abandonó la habitación y encabezó la marcha hacia la calle. En el transcurso de la noche, se había convertido en un espíritu justiciero y vengador. ¿Qué sucedió?, se preguntó Caramon.

Las personas con las que se topaban en la avenida se apartaban a un lado y cruzaban a la otra acera para no encontrarse cara a cara con el hechicero. Los hermanos subieron a un carruaje público.

—A la calle de la Puerta del Oeste —ordenó Raistlin.

El cochero cabeceó en un gesto de asentimiento y azuzó los caballos con las riendas. A paso vivo y regular, el vehículo recorrió la calle de la Puerta del Sur. Caramon guardó silencio, si bien apretó los dientes para contener la avalancha de preguntas que le quemaban la lengua. Raistlin no lo había mirado directamente a la cara desde el momento en que lo había despertado; mantenía fijas las pupilas en los comercios por los que pasaban, ignorando de manera deliberada la presencia de su gemelo.

El guerrero, al evocar con un estremecimiento en la sangre dónde y cómo había pasado la noche, adivinó el motivo del mal humor de su hermano. «¿Por qué me lo recrimina?», protestó en silencio, aunque también se sintió culpable, con lo que creció su desazón. «Él escogió, él decidió. Tomó lo que quería y yo hice otro tanto, ni más ni menos».

El carruaje giró a la derecha y entró en la calle de la Puerta del Oeste. Caramon advirtió que su hermano se ponía tenso; las delgadas manos se cerraron en torno al bastón con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos. El guerrero no atisbó ni percibió ninguna señal de peligro, pero aun así empuñó la daga.

Al advertir su gesto, Raistlin resopló burlón.

—Guarda tu arma, Caramon. No corres peligro.

—¿Acaso tú sí? —instó el guerrero.

El mago lo miró de soslayo. Un rictus de angustia le contrajo las facciones doradas; no obstante, eludió el escrutinio de su hermano y apartó la vista con premura. La presión de las manos sobre la madera del cayado se hizo tan intensa que los dedos parecieron próximos a quebrarse.

—Alto —ordenó Raistlin al cochero.

El carruaje se detuvo. El mago bajó de un salto y marchó con pasos rápidos calle adelante. Caramon siguió la caminata veloz de su gemelo lo mejor que pudo.

—¿Adónde vamos? —preguntó por último.

—A tomar una copa de hyava —respondió Raistlin, escueto, sin volverse.

El hombretón lo contempló desconcertado, boquiabierto. Se preparó para provocar la cólera de su hermano con otra pregunta que el otro tildaría de estúpida, cuando sus ojos captaron una escena que le dejó mudo. La calle se había plagado de repente de una oleada inmensa de gatos y, en medio del aluvión de felinos, frente a la taberna, se sentaba una figura solitaria: un hombre de piel tan negra como los ropajes que vestía.

—¡Raist! Ése es el individuo que…

—Caramon, cállate —lo interrumpió su gemelo.

Al aproximarse los hermanos, los gatos se dispersaron a la carrera calle abajo, o treparon por las paredes. Raistlin se detuvo frente al hombre. Caramon se situó junto a su gemelo, con la mano en torno a la empuñadura de la espada.

—Sentaos, por favor —invitó el hombre de negro. El ligero timbre siseante de su voz estremeció a Caramon, que miró de reojo a Raistlin; éste asintió con la cabeza y el guerrero acercó una silla en la que se sentó. El mago hizo otro tanto.

Caramon estudió al hombre que tenía delante. Era muy atractivo; el cabello, oscuro y ondulado, le caía sobre los hombros. Los ojos azules —un contraste sorprendente con la brillante negrura de su tez—, y algo rasgados, se clavaban en los gemelos sin pestañear, con una mirada atenta. Las joyas cosidas en una banda en torno al cuello de las negras vestiduras emitían suaves destellos con los rayos del sol.

—Me llamo Bast —dijo inopinadamente—. Os invito a una copa.

Sin aguardar respuesta, Bast alzó la mano y llamó a una camarera.

—Catherine, por favor, dos tazas de hyava para mis invitados.

La joven los miró con fijeza durante un instante; luego, se dio la vuelta y entró corriendo en la taberna. Regresó casi de inmediato con dos tazas de licor.

—Gracias —dijo Caramon. La muchacha murmuró algo incomprensible y se retiró; no obstante, remoloneó por las mesas vecinas en tanto los observaba de reojo.

Raistlin permanecía tan silencioso e inmóvil como la propia ciudad, con los labios apretados en un rictus adusto y sombrío.

—Sí, adelante con las preguntas —dijo Bast, con los ojos azules dirigidos hacia el mago.

—¿Quién eres? —inquirió Raistlin.

—Tú lo sabes.

—¿Por qué has estado siguiéndonos?

—Tú lo sabes.

Una ira creciente tiñó de rojo las mejillas del hechicero. La expresión de Bast, por el contrario, era divertida. Caramon bebió de un trago la copa de hyava, y el líquido le quemó el paladar; por lo visto, su hermano había encontrado la horma de su zapato.

—¿Cuál es tu papel en todo este asunto? ¿Para qué estás aquí? —demandó Raistlin.

—También lo sabes —respondió el hombre; los dientes, blancos y afilados, brillaron al esbozar una lenta sonrisa.

Caramon se encogió sobre sí mismo y aguardó el inminente exabrupto colérico de su gemelo. Literalmente, el mago estaba a punto de estallar por la ira y la frustración contenidas. El hombre de negro le observó con detenimiento, con calma, y la furia abandonó a Raistlin como la sangre fluye de una herida.

—¿Lo sé? ¿Cómo estoy seguro de lo que he de creer y de lo que no?

—Es asunto tuyo. A mí me trae sin cuidado.

—Eso no es cierto —refutó Raistlin en voz baja—. Si no te importara, no te habrías entrevistado conmigo.

—No he venido para que me pusieras a prueba, sino para ponerte yo a ti.

El hombre de negro que se hacía llamar Bast se puso de pie con movimientos lentos, indolentes, y se desperezó sin recato; los músculos se marcaron nítidos en los fuertes brazos. Luego los saludó con una leve inclinación de cabeza y anduvo calle abajo.

—¿Quieres que lo detenga? —preguntó Caramon al tiempo que se levantaba de la silla.

—¡No! —Su hermano le aferró el brazo—. No tienes la menor posibilidad de sobrevivir en un enfrentamiento con él. Es un enemigo que está más allá de tu fuerza, más allá de tu comprensión. En un momento acabaría contigo.

El guerrero se sentó de nuevo con evidente alivio. Tenía la seguridad de que su hermano decía la verdad, aunque no sabía por qué. Lo único que era capaz de afirmar era que pocas veces en su vida había sentido miedo, y que se enfrentaba a una de ellas.

Entonces, advirtió la fría mirada del mago a través de las estrechas rendijas de los párpados entrecerrados.

—Una noche con esa mujer te ha vuelto muy arrojado, hermano. Ha de ser muy… especial.

—No hablaré sobre ello.

—¿Por qué no? Hasta ahora nunca te importó hacer alarde de tus conquistas.

—¡Tal vez lo hice, pero eso es debido a que yo tengo capacidad de experimentar esa clase de sentimientos! ¡Yo sé lo que es amar a alguien!

Caramon lanzó las frases punzantes sin intención de herir, espoleado por el amargo sarcasmo de su gemelo. Mas, al advertir que alcanzaban el blanco, habría dado su alma por retractarse.

Como si las palabras fueran una lanza que lo hubiese traspasado, los hombros del mago se encorvaron, hundió la cabeza en el pecho y el frágil cuerpo se estremeció, encogido sobre sí mismo. Después se arrebujó en la capa con manos temblorosas.

—Lo siento, Raist —comenzó el guerrero.

—No, Caramon —lo interrumpió su gemelo—. Yo soy quien debe disculparse. Tus comentarios fueron muy… perspicaces.

—¿Qué te ocurrió anoche? —instó el hombretón, con la intuición propia de un gemelo.

El mago guardó silencio durante unos momentos. Bajó la vista hacia su taza de hyava, agitó el recipiente entre los delgados dedos y se concentró en los remolinos del licor.

—Anoche casi me destruyen —dijo finalmente, sin alzar la mirada.

—¿Una emboscada? —Caramon se incorporó de nuevo en la silla—. Fue ese hombre, ¿verdad? ¡Ése tal Bast! Le…

—No, hermano. Era una trampa…, una trampa mágica. Preparada en uno de los libros.

—¿Trampa? ¿Dónde? ¿En casa de Shavas? —El guerrero lo miró con incredulidad.

—Sí, en casa de Shavas.

—Crees que ella lo maquinó, ¿no es cierto? —instó Caramon, más furioso por momentos.

—Encontré tres libros mágicos en su biblioteca, hermano, y uno de ellos contenía una espiral rúnica que casi se apoderó de mi alma y me arrastró al Abismo. ¿Qué otra cosa puedo deducir? ¿Qué pensarías tú, en mi lugar?

—Un accidente, sin duda. ¡Ella no sabría que poseía algo tan peligroso!

—¿Cómo no iba a saberlo? ¡Ah, claro, ahora recuerdo! «No hay magos en Mereklar» —repitió imitando la voz de la mujer—. Una excusa perfecta.

—No sospecharás… ¡Crees que lo hizo a propósito!

El mutismo de su gemelo espoleó aún más al guerrero.

»¿A santo de qué iba a hacer algo así? —gritó descompuesto—. ¡Ella nos contrató! ¡Se enfrentó a los consejeros por defendernos!

—Exacto. ¿Entonces por qué me…? —El hechicero enmudeció y estrechó los ojos.

—¡Mira, Raist! —interrumpió Caramon, que respiraba de manera agitada a intentaba con escaso éxito controlar la furia que lo embargaba—. Eres más inteligente que yo, lo admito. También, al parecer, sabes mucho más acerca de lo que ocurre aquí. Alguien trató de matarnos en el bosque. Luego intentaron acabar conmigo. Ahora, te han tendido una trampa a ti. Earwig ha desaparecido. Hoy has venido aquí con el propósito de encontrarte con ese hombre que nos ha estado siguiendo. ¿Cómo sabías dónde encontrarlo y que te estaría esperando? ¿Quién es? Es hora de que me expliques este galimatías.

Raistlin negó con la cabeza.

—Hay mucho que hacer. Y apenas queda tiempo. Ésta noche, Caramon. El Gran Ojo brillará en el cielo esta noche. Y aún no estoy preparado… —Suspiró hondo—. Si te interesa, te diré que en uno de los libros vi un dibujo de ese hombre; estaba en un lugar que me resultó familiar. Ésta mañana caí en la cuenta de que se trataba de esta avenida…, la calle de la Puerta del Oeste.

—¿Lo viste en un libro? ¿Hablaba de él?

—Sí. Según el texto, es una criatura maligna en extremo. Pero, después de conversar con el hombre, tengo mis dudas. No sé qué creer.

—Yo sí. —Caramon se estremeció—. Te arrancaría el corazón con la misma tranquila indiferencia con que te mira.

—Tal vez, pero…

—Disculpad, señores. —Era la camarera, Catherine, si no recordaba mal el guerrero—. Oí que mencionabais a Earwig. ¿Os referíais a Earwig Fuerzacerrojos, el kender?

—¿Lo has visto? ¿Sabes dónde está? —preguntó Raistlin con interés.

—No, lo ignoro. Es lo que vine a deciros. Sospecho que lo han raptado.

—¿Raptado? —Caramon resopló—. ¿Y quién en su sano juicio secuestraría a un kender?

—Veréis, charlábamos en la otra taberna donde trabajo y me marché un momento a la bodega para coger más cerveza. Cuando regresé, ¡había desaparecido!

Mientras hablaba, la joven no levantó la vista del suelo. Raistlin estrechó los ojos y la observó inquisitivo desde las sombras de la capucha.

—Lo más probable es que se marchara a recorrer las calles —dijo después.

—No, no lo hizo. —Catherine estaba tan nerviosa que estrujaba los bordes de su delantal.

El mago estudió a la joven con una mirada especulativa; de improviso, la mano dorada se disparó y se cerró como un cepo en torno a su muñeca.

—¿Adónde se lo han llevado?

—¡Ay! —Catherine lanzó un grito ahogado a la vez que retorcía el brazo para librarse de la garra del hechicero—. Señor, os lo ruego. Yo… ¡Me hacéis daño!

—¿Adónde se lo han llevado? —repitió Raistlin mientras aumentaba la presión de los dedos. El semblante de la camarera adquirió una palidez cadavérica.

—Raist… —intervino Caramon.

—¡Vamos, vamos, muchacha! —El mago ignoró la protesta de su hermano—. Tomaste parte en ello, ¿verdad? Serviste de señuelo para conducirlo a la trampa.

—Él me dijo que lo hiciese —confesó al cabo la joven, a la vez que se soltaba de un tirón.

—¿Quién?

—Ése hombre. Bast. Me dijo que vuestro amigo corría peligro porque llevaba aquel extraño colgante. Aseguró que él y sus hombres lo protegerían. Sólo tenía que ocuparme de que el kender los acompañara pacíficamente, sin organizar escándalo. —La muchacha apretó el delantal entre los dedos crispados—. ¡Mi intención no era mala! ¡Quería ayudarlo!

Unas lágrimas incontenibles se deslizaron por sus mejillas. Alzó el brazo y se limpió la nariz con la manga de la blusa.

—¿Adónde se lo han llevado? —reiteró una vez más Raistlin.

—A… a la cueva del hechicero muerto, creo.

—¿Dónde está esa cueva?

—En las montañas, a media jornada de camino. —Catherine señaló con el pulgar hacia el noreste—. Existe una antigua senda que conduce hasta allí; está marcada con flores negras.

—¡Flores negras! —Raistlin la miró con intensidad—. ¡No me mientas!

—¡Es cierto! —Catherine se enjugó las lágrimas con el reverso de la mano—. Lamento lo que hice. Earwig fue muy amable conmigo. Os ruego que lo busquéis.

—Flores negras —musitó el mago.

—¿Qué ocurre, Raist?

—Las flores negras tienen un significado especial entre nosotros los hechiceros, hermano. Denotan el lugar donde acaeció la muerte de un perverso nigromante. —Raistlin se puso de pie—. Hemos de encontrar a Earwig.

—No imaginaba que te preocupara tanto la suerte del hombrecillo —dijo Caramon agradablemente sorprendido.

—¡Él no! ¡El anillo mágico que lleva en el dedo!

Raistlin echó a andar con paso vivo calle adelante. El guerrero sacudió la cabeza y se disponía a ir en pos de su hermano, cuando sintió un roce suave en el antebrazo. Al volverse, se encontró con la muchacha.

—¿Qué quieres ahora? —espetó con brusquedad—. ¿No es bastante lo que has hecho?

Catherine se sonrojó y bajó la vista.

—Sólo quería pediros que… Si veis a Earwig, decidle que… —se encogió de hombros, falta de palabras—. Decidle que lo siento.

—¡Seguro! —rezongó el guerrero, que de inmediato se alejó a grandes zancadas.