16

—Me pregunto dónde se habrá metido Earwig. Quizá se ha extraviado —comentó Caramon, mientras arreglaba la habitación.

Su madre le había enseñado desde pequeño a recoger sus cosas, y el guerrero no perdía las viejas costumbres.

—Un kender jamás se extravía, tal vez porque en realidad nunca sabe dónde está —dijo su gemelo con sorna.

Raistlin se hallaba sentado a la mesa junto a la ventana y escribía algo en un pliego de pergamino. Una vez ordenadas sus pertenencias, Caramon hizo lo mismo con las de su hermano. El mago tampoco perdía los viejos hábitos.

—¿Qué haces?

Raistlin se había quitado la capucha roja y la luz del ocaso bañaba las facciones doradas. Alzó la pluma del pergamino y dedicó una mirada de soslayo a su gemelo antes de reanudar el trabajo.

—Si te interesa, te diré que le escribo a Shavas para solicitarle permiso para acceder a la biblioteca de la mansión esta noche.

—¡Buena idea! —La voz del guerrero manifestó un gran alivio.

—¿Por qué ese tono, hermano?

—Eh… verás… pensé que…

—¿Pensaste que me colaría a hurtadillas en su casa, como un vulgar ladrón?

—Bueno, yo… —El hombretón se removió desasosegado.

—Qué simple eres, Caramon.

El aludido guardó silencio. Por lo general, su gemelo era el más intuitivo de los dos, pero en esta ocasión Caramon columbró con una sutil percepción la lucha interna que se libraba en el corazón del mago. El filo de los celos era muy agudo y dejaba heridas enconadas.

Raistlin había concluido la misiva y esperaba a que se secara la tinta, cuando una inesperada llamada a la puerta los sobresaltó a ambos.

—¿Esperas a alguien, Caramon?

—No. —El guerrero desenvainó la espada—. ¿Y tú?

—Tampoco. ¡Adelante! —invitó en voz alta.

Sin embargo, el mensajero, en lugar de abrir la puerta, introdujo un papel por el estrecho resquicio existente entre la hoja de madera y el suelo. Acto seguido, se escucharon unos pasos apresurados que se alejaban.

El hechicero recogió el mensaje y rompió el sello de cera que cedió con un seco chasquido. Raistlin se giró de manera que la luz de la ventana incidiera sobre el papel y lo leyó.

—¿De qué se trata? —inquirió el guerrero, todavía con la espada empuñada.

—Es una nota de Shavas. Te espera abajo —informó su hermano con un tono de voz carente de inflexiones.

—¿Algo más? —insistió Caramon, a quien no le había pasado inadvertido el temblor de las manos doradas.

El mago estrujó el papel entre los delicados dedos antes de responder.

—Dice que haga uso de su biblioteca esta noche.

* * *

—Me alegró muchísimo que aceptaras mi invitación, Caramon —afirmó la Gran Consejera de Mereklar.

El guerrero y su anfitriona viajaban en el carruaje privado de esta última, conducido por su cochero personal.

—Es un p… placer para mí —balbució el hombretón, en tanto miraba fugazmente a la mujer acomodada al otro extremo del asiento; la escasa distancia que los separaba le parecía un abismo insalvable.

Shavas se ataviaba con un elegante vestido blanco, semejante al que llevara la tarde en que la conocieron, salvo por un detalle muy seductor: éste le dejaba los hombros al descubierto. El ópalo de fuego adornaba la nívea garganta. La mujer se estremeció y se arrebujó con un chal de seda; el negro que él había acariciado, reconoció Caramon con desasosiego.

—¿Sentís frío, señora? Cubríos con mi capa —ofreció el guerrero, convencido de la caballerosidad del gesto.

Sin darle tiempo a responder, se soltó el broche que sujetaba la prenda en torno al cuello y la echó sobre los hombros de la dama con movimientos torpes y algo bruscos.

Al colocar los pliegues del tejido, rozó de manera accidental la garganta de la mujer. El tacto aterciopelado y la tibieza de la piel le produjeron un cosquilleo en las yemas de los dedos.

—Lo lamento —se disculpó, a la vez que enrojecía y regresaba a la esquina del asiento.

Shavas sonrió y se arrebujó en la capa. El forro rojo de la prenda otorgaba a la mujer una apariencia irreal, mágica, tan misteriosa y deslumbrante como las lunas de Krynn.

«Me estoy comportando como un auténtico estúpido, tal como dijo Raistlin», pensó el hombretón con disgusto. «¿Por qué no domino los nervios cuando estoy con ella? Jamás he actuado de este modo con otras mujeres. Sin duda, se debe a que ella es una señora, una verdadera dama. La más hermosa que he visto en mi vida. Igual a las mujeres nobles y regias de las historias de los Caballeros de Solamnia. Sturm, viejo amigo, ¿cómo actuarías tú en una situación semejante? ¿Cómo trata un caballero a una dama?».

Caramon no reparó en que la estaba mirando fijamente hasta que Shavas inclinó la cabeza, con las mejillas teñidas por un rubor tenue.

—L…lo siento. Me estoy comportando como un idiota, pero no puedo evitarlo. ¡Sois tan encantadora! —se excusó entre tartamudeos.

—Gracias, mi bravo guerrero. —Shavas alargó la mano en un gesto no exento de timidez y rozó con los dedos el brazo del hombretón, que tembló con la delicada caricia—. Me alegro mucho de que me acompañes esta noche. Tu presencia me ayuda a olvidar lo…

No concluyó la frase. Un escalofrío estremeció su cuerpo, el rostro perdió color.

—No habléis de ello. Olvidadlo —instó Caramon.

—Sí, tienes razón. Olvidémoslo. —Shavas alzó la barbilla con resolución—. Nada tengo que temer. ¡No contigo a mi lado!

—Moriría antes de permitir que os ocurriera algo malo, lady Shavas.

La Gran Consejera sonrió una vez más ante la sinceridad manifiesta de la voz del guerrero. Rodeó con sus manos las de él y las apretó durante unos segundos.

—Te lo agradezco, mas ¡te prefiero vivo!

Un estremecimiento de deseo recorrió el corpachón de Caramon de pies a cabeza. Todas las ideas anteriores sobre damas nobles se esfumaron de su mente. Ella era una mujer y, cuando estaba con una, sabía muy bien lo que debía hacer. Intentó atraerla hacia sí, pero de improviso Shavas apartó las manos con un gesto brusco. Luego se recostó en el respaldo y volvió la mirada hacia la ventanilla. Caramon, en un esfuerzo denodado por controlar su pasión, optó por hacer otro tanto.

Las peculiares luces de la ciudad brillaban como de costumbre, cual estrellas relucientes suspendidas sobre las calles. Los escasos transeúntes que pasaban por las aceras se quitaban el sombrero y hacían una cortés reverencia al paso del carruaje. Shavas sonreía e inclinaba la cabeza con levedad en respuesta al saludo de los ciudadanos, si bien advirtió una cierta tirantez en su sonrisa.

El vehículo giró a la izquierda por una de las calles y rodeó un parque extenso, cercado por árboles grandes y setos. En una esquina, se alzaba un edificio pequeño.

—¿Es allí adonde vamos? —preguntó Caramon, cuyo corazón latía desbocado. En apariencia, el lugar estaba desierto.

—Si no te gusta, buscaremos otro sitio —respondió la dignataria con frialdad.

—Oh, no. Me parece… bien.

El carruaje se detuvo a un costado del edificio y el guerrero descendió de un salto. Luego se volvió y alargó los brazos; sostuvo a Shavas por el esbelto talle y apretó el cuerpo cálido de la mujer contra el suyo mientras la ayudaba a bajar del vehículo.

—Gracias, Caramon. —La dignataria se demoró unos instantes entre sus brazos antes de apartarse.

—Buenas noches, Gran Consejera. Me complace que lleguéis a tiempo —dijo una voz de timbre estridente.

Desconcertado, el guerrero se giró con rapidez. Detrás de él se encontraba un hombre delgado que vestía un jubón negro. La inquietud que lo dominaba se puso de manifiesto con la mirada nerviosa que lanzó a un lado y a otro de la calle.

—¿Estáis segura de que deseáis cenar aquí esta noche, señora? Los criados rehúsan venir después del anochecer, y…

—Gracias, Robere, estaremos bien —lo interrumpió con suavidad Shavas.

—¿Os indico el camino, Gran Consejera? —preguntó el hombre, con las manos enlazadas en actitud obsequiosa.

La dignataria rechazó el ofrecimiento con un ligero cabeceo y sonrió.

—No. Lo encontraremos.

—Como gustéis, señora. —Robere hizo otra reverencia, dio media vuelta y se alejó de los recién llegados.

—No es preciso que nos esperes —indicó Shavas al cochero.

—¿Cuándo deseáis que regrese a recogeros, señora?

Shavas lanzó una mirada de soslayo a Caramon.

—Mañana al amanecer —dijo poco después en un susurro.

Caramon temió que los latidos de su corazón acabaran por asfixiarlo.

Los dos iniciaron la marcha y rodearon el pequeño edificio; por el olor, el guerrero dedujo que se trataba de una cocina. Llegaron a la entrada del parque. Los ojos del guerrero no tardaron en acostumbrarse a la oscuridad, y divisó un mantel extendido en la hierba; comprendió que cenarían al aire libre y escudriñó el entorno con inquietud. ¡Un sitio perfecto para una emboscada!

Contuvo el impulso de dar media vuelta y huir deprisa al rememorar el espantoso espectáculo de la noche anterior. En aquel momento, Shavas, mientras caminaba, enlazó el brazo con el suyo y se le acercó más.

—Éste es uno de mis sitios preferidos. Aquí me siento más… relajada… que en mi casa —susurró al oído de Caramon. La suave mejilla rozó el pómulo del guerrero.

Todo estaba listo cuando llegaron al lugar dispuesto para la cena. Robere había colocado varios cojines en torno al mantel, de manera que los comensales se instalaran con comodidad. En el centro del lienzo blanco había dos candelabros de plata con velas perfumadas que emitían un suave y cálido resplandor, así como varios platos y bandejas repletos de frutas y carnes. Dos copas de cristal aguardaban impacientes a que saborearan el brillante vino rojo que las colmaba.

Shavas condujo a Caramon hacia el mantel; luego, se soltó de su brazo y se acomodó con movimientos lánguidos en los cojines.

—Siéntate, por favor —invitó mientras señalaba con un grácil gesto de la mano un montón de almohadones frente a ella.

El guerrero la obedeció y se sentó desmañadamente con las piernas cruzadas; las altas botas de cuero crujieron.

—Tienes un aspecto espléndido, Caramon.

El guerrero enrojeció ante el halago de Shavas.

—Gracias… —respondió al tiempo que dudaba entre devolverle el cumplido o limitarse a aceptarlo con cortesía—. Habéis elegido un buen lugar. Es muy… mmmm…

—Íntimo —finalizó la frase por él—. Como Gran Consejera de Mereklar he de guardar una imagen ante la opinión pública. Pero también soy un ser humano con necesidades; entre ellas, el derecho a una vida privada, a disponer de un rato de intimidad.

—Al parecer, lleváis una vida muy ajetreada, repleta de obligaciones. —Caramon bebió un sorbo del vino.

—Sí, muy ajetreada y muy… solitaria.

Shavas bajó los párpados y eludió la mirada del guerrero. Entre las largas pestañas, se escapó una lágrima que se deslizó por la mejilla. Caramon ansiaba tomarla entre sus brazos, pero no se le ocurría cómo salvar la barrera de platos y viandas.

Con la mirada prendida en su copa de vino, la dignataria la acercó a la llama de una de las velas. De repente parpadeó, frunció el entrecejo y sacudió la cabeza como si saliera de un sueño.

—Propongo un brindis —dijo con voz clara—. Por ti y por tu hermano…

—Y por el éxito de nuestra empresa —agregó Caramon.

Esto último cogió por sorpresa a Shavas.

—Eh…, desde luego. Por el éxito —dijo después.

Bebieron al mismo tiempo. El guerrero habría vaciado la copa de un solo trago a no ser porque vio que su anfitriona dejaba la suya sobre el mantel tras beber un pequeño sorbo.

—¿Tienes apetito? —le preguntó la dignataria, a la vez que alargaba la mano para coger el plato del hombretón.

Sin aguardar respuesta, le sirvió unas viandas: carne, pescado y verduras. Después hizo otro tanto con su plato, aunque en cantidades mucho más reducidas.

Caramon buscó los cubiertos y al no atisbar ni tenedores ni cuchillos, su nerviosismo se acrecentó ante la duda de si había pasado algo por alto u otra vez metía la pata. Shavas advirtió su malestar.

—Come con las manos, Caramon. Nadie nos vigila. Es una cena íntima, ¿recuerdas? Estamos solos…, tú y yo.

La mujer cogió una frambuesa con los dedos, se la llevó a la boca con lentitud y chupó el jugo que manchaba su índice. El guerrero, que no le quitaba los ojos de encima, sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Antes de sentarse, estaba hambriento; sin embargo, en ese momento no estaba seguro de tragar un solo bocado. Jamás en su vida había deseado tanto a ninguna otra mujer como a la que tenía entonces frente a sus ojos.

Ambos guardaron silencio a lo largo del refrigerio, como si estuvieran impacientes de que llegara a su fin.

Concluida la cena, Shavas se limpió los dedos en una servilleta de hilo. Robere apareció de la nada y recogió fuentes, platos y demás utensilios.

—Cuando termines, márchate —le dijo Shavas con la mirada fija en Caramon.

—Gracias, señora. —El mayordomo manifestó un evidente alivio.

Poco después, Robere partió y los dejó solos.

—Bien, Caramon. ¿Sobre qué hablaremos? —comenzó Shavas.

—¿Hablar? —reiteró el aludido, tan sorprendido como decepcionado. No era con exactitud una conversación lo que deseaba compartir con la mujer—. ¡Qué sé yo! ¿De qué queréis hablar?

La dignataria se sirvió otro vaso de vino.

—Cuéntame acerca de ti; relátame alguna de tus aventuras —sugirió.

El hombretón pensó en las anécdotas que solía referir en tabernas y posadas, todas basadas en hechos sangrientos, en el frío acero de las armas y en las agallas de los contendientes.

—Me temo que ninguna de mis historias os agradaría, señora —farfulló por último, en tanto asía con brusquedad su copa y la vaciaba de un trago.

—Tal vez te sorprendería descubrir lo que me agrada y lo que no. Pero si no te apetece charlar de ese tema, háblame entonces de tu hermano, de Raistlin.

¡Ajá! ¡Ahora estaba claro lo que en verdad le interesaba!, pensó Caramon con el resquemor de los celos.

—¿Qué queréis saber?

—Cualquier cosa. Por ejemplo, me intriga que siendo tan joven posea un poder mágico tan notable, ¿no es cierto?

—Es el primer aspirante de su edad que pasó con éxito la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería —admitió el guerrero, reacio no sólo a hablar, sino a recordar aquel terrible trance.

—¿De veras? Debió de ser una experiencia aterradora —insistió la mujer.

—En efecto. Aquéllos que no la superan, mueren.

Shavas advirtió el creciente desasosiego del guerrero; sonrió para sus adentros, y cambió de tema.

—¿Hace mucho que tu hermano y tú viajáis juntos?

—Desde siempre —respondió en un susurro, con la vista clavada en la copa de cristal—. Jamás nos separamos.

—Salvo cuando cada uno de vosotros va en busca de lo que realmente desea.

Shavas se puso de pie con un grácil movimiento. Se llevó las manos a la cabeza y se soltó las trenzas enroscadas en la nuca; el cabello se desplomó sobre sus hombros como una suave cascada de ondas oscuras.

Caramon la contempló extasiado; su ardiente deseo era tan avasallador que le resultaba doloroso.

—«Anhelo escuchar los acordes de tu corona de mujer, pulsar las dulces cuerdas de tus brillantes cabellos» —musitó.

La Gran Consejera se acercó a su invitado y se arrodilló frente a él. Se acurrucó en sus brazos y acercó los labios a la mejilla del hombre.

—Qué hermosas palabras. ¿Es tuyo el verso?

—No. Raistlin lo recitaba a menudo. Supongo que lo leyó en alguna parte. Siempre… lee… libros…

El guerrero la ciñó en un prieto abrazo, se tumbó sobre la fresca hierba y arrastró consigo a la mujer. Shavas alzó las manos y acarició con las yemas de los dedos la piel curtida del rostro del guerrero.

—Repítemelo, Caramon —susurró.

Pero él guardó silencio, sabedor de que no deseaba escucharlo en realidad, ni eran versos hermosos lo que esperaba de él.

Mejor así, ya que habría sido incapaz de recordarlos aunque en ello le fuera la vida.

* * *

Raistlin se hallaba sentado en un sillón de la biblioteca de Shavas y hojeaba con aire ausente el libro que Caramon examinara un par de noches atrás. Al comprobar que todas las hojas estaban en blanco, lo arrojó a un lado con enfado.

La dignataria había dejado las puertas de la mansión abiertas, a fin de que el mago accediera sin problemas al interior. En la nota, no mencionaba la hora en que regresaría a la casa, si bien Raistlin, conocedor de las aptitudes de su gemelo, dedujo que la dama no volvería hasta la mañana siguiente. El hechicero recurrió a su tenaz fuerza de voluntad para sofocar la incipiente llama de los celos, que amenazaba alcanzar las proporciones de un incendio devastador en el que se consumiría.

—La magia. Eso es lo importante —se increpó a sí mismo.

Se levantó del asiento, dispuesto a formular un conjuro. Inició la salmodia con un murmullo apenas audible que fue in crescendo hasta inundar la estancia con su indescriptible melodía. Extendió la mano izquierda para cerrarla enseguida; la abrió de nuevo, esta vez con los dedos en una posición de poder que extraía la fuerza de Krynn y de planos ignotos. Alzó el brazo derecho con el negro cayado enarbolado y después lo bajó con lentitud al tiempo que trazaba un arco que terminaba en su propio cuerpo envuelto en la túnica roja.

En respuesta a su mandato, tres volúmenes, entre los cientos que contenían las estanterías, emitieron un fulgor espectral.

Sabedor de que los efectos del conjuro no tardarían en desaparecer, tomó nota mental de la localización cié los tres libros y luego se desplomó en el sillón. Suspiró hondo, entre temblores. Ante la contemplación del tesoro que lo aguardaba, su cuerpo también se agitó con la dolorosa punzada del deseo.

Se obligó a recobrar la calma, a poner coto a sus ideas desbocadas, antes de incorporarse y dirigirse hacia las estanterías. Alargó una mano temblorosa y aferró uno de los tres volúmenes. Se titulaba: Mereklar. Debajo, sobre la piel de la encuadernación, aparecía grabado: El Señor de los Gatos.

—¿Qué es esto? —Raistlin estudió la cubierta con el rostro fruncido.

Daba la impresión de que la segunda parte del título se hubiera añadido con precipitación, como si el encuadernador hubiese recibido instrucciones a última hora. El mago colocó el ejemplar sobre la mesa más cercana al fuego de la chimenea, se acomodó en una silla y abrió el texto en la primera página. Entre las ilustraciones en rojo, azul y oro aparecían los trazos enrevesados de un anónimo escriba de tiempos remotos.

Los orígenes de Mereklar son desconocidos y así permanecerán hasta que llegue la hora en que la revelación resulte necesaria. La creación de la ciudad tiene un único designio, claro y concluyente, y los que habitan entre sus murallas conocen los motivos. Los gatos han de vivir aquí; el propósito para el que están destinados se conocerá llegado el momento.

—¡Simplezas! —gruñó el mago—. ¡Esperaba conjuros mágicos, no una guía turística!

Pasó la hoja y encontró un dibujo que representaba a un hombre de piel negra, vestido con ropajes también negros, erguido frente a los escombros de una ciudad destruida. Los relámpagos hendían un firmamento anaranjado y las tres lunas conformaban el Gran Ojo, suspendidas en la atmósfera irreal. La calle del dibujo le resultaba familiar a Raistlin, si bien no fue capaz de identificarla en ese momento. Al pie de la ilustración se leía:

El Señor de los Gatos en su feudo de desesperanza aguarda sigiloso, al amparo de la negrura, a que se abra el portal.

—Interesante. Muy interesante —susurró Raistlin, olvidada la cólera de unos minutos atrás. Pasó con gran cuidado hoja tras hoja del ajado pergamino hasta llegar al final del libro—. Sin duda, el contenido de este texto da a los acontecimientos un enfoque distinto del que relata la profecía popular.

El Señor de los Gatos traerá a sus demonios…, guiará a los felinos contra el mundo…, destruirá la ciudad más arcana que los primeros dioses…, exterminará a aquellos que representen una amenaza para sus dominios…, emisarios del mal.

Raistlin cerró el volumen, enlazó las manos y apoyó la barbilla en los índices. Permaneció unos segundos inmóvil, en actitud pensativa. Desde luego, el texto era interesante; sin embargo, no había en él ni el menor atisbo de magia. Entonces, ¿por qué había respondido a un conjuro que revelaba la naturaleza ocultista del contenido?

—Jamás me había topado con algo semejante. ¿Qué deduzco de todo esto? Por otro lado, ¿cuál de las dos versiones es la correcta? ¿Las leyendas populares de la ciudad o los hechos expuestos en este libro?

El hechicero se levantó, colocó el volumen en su sitio, y se dirigió hacia la estantería que guardaba el segundo tomo que había reaccionado a su sortilegio. Al alargar la mano hacia el anaquel superior reparó en un libro situado a su izquierda.

Se titulaba Tanis, el Semielfo.

—Fascinante, pero irrelevante en estos momentos, por desgracia —comentó el hechicero.

Llevó a la mesa el segundo ejemplar, levantó la raída cubierta negra y centró la atención en la primera página.

Crónicas del mago Ali Azra de los Planos Luminosos.

La Ciudad de la Piedra Blanca.

—¡Ah! —exclamó Raistlin en un susurro emocionado. Los relatos de Ali Azra, el hechicero considerado loco, acerca de los míticos Planos Luminosos, cuyo contenido combinaba la magia del texto con historias interesantes, era una de sus narraciones preferidas. Los había leído a pesar de las prohibiciones de sus maestros, quienes sostenían que la información facilitada era demasiado avanzada y peligrosa para un joven aprendiz de mago. Pero a Raistlin nunca lo habían detenido ese tipo de órdenes y había descubierto que las técnicas de Azra eran muy interesantes, aunque el estilo narrativo resultara pomposo e irritante.

Largo tiempo he estudiado las piedras de Mereklar, más incluso que el empleado en la investigación de las Columnas de Isclangaard.

El hechicero sonrió ante la mención de Isclangaard; ésa era la primera crónica que había leído.

Al igual que con las columnas, son muchas las cosas fantásticas que he descubierto y que ahora expongo en estas páginas para conocimiento de mis discípulos, entre los que se encuentran…

Raistlin pasó por alto la relación. Ali Azra solía mencionar en cada una de sus obras todos los nombres de sus pupilos. El mago pasó varias hojas hasta llegar al encabezamiento del primer capítulo.

Las murallas: símbolo de pureza. Las murallas de la fabulosa ciudad de Mereklar rodean el recinto con tres barreras protectoras contra el mal. El mármol blanco constituye una advertencia para aquellos cuyos designios sean dañar a sus habitantes. Cinceladas en las murallas de la fabulosa ciudad de Mereklar, aparecen las leyendas y hazañas del mundo, de Krynn, y de otros lugares que incluso yo, el grande y poderoso mago Ali Azra, he de confesar apenas he vislumbrado y, de forma tan breve, que me es imposible brindar una información precisa y extensa como a ti, amable lector, estoy seguro te gustaría recibir.

Raistlin, enfadado, frunció el entrecejo. Detestaba el término «amable lector».

A medida que sigas mis ilustres pasos —-como no dudo harás—-, inducido por el ansia de familiarizarte más y más con mi grandeza, impulsado por el deseo de paladear el poder que con tanta facilidad ostento, encontrarás que las murallas de la fabulosa ciudad de Mereklar son inmunes a cualquier fuerza o conjuro, cualquiera sea su naturaleza: buena o mala. ¿Qué lo motiva?, te preguntarás, y harás bien en plantearte ese interrogante, pues conocimiento es sinónimo de poder. Que se sepa que yo, el grande y poderoso mago Ali Azra, he desvelado los orígenes de la ciudad de Mereklar, y que tuve el placer de conversar con los dioses del Bien, entre los que se encuentran Paladine, Majere y Misakal; ellos crearon esta ciudad y decretaron que no fuera dañada por hombre o elemento.

—¡Muy bien, muy bien! —refunfuñó Raistlin, perdida la paciencia—. Los dioses del Bien crearon la ciudad; pero ¿con qué designio?

Prosiguió la lectura con la esperanza de descubrir la respuesta a su pregunta. Sin embargo, los datos facilitados carecían de interés y se limitaban a informar acerca de los viajes de Azra, con esporádicas menciones a la ciudad que no aportaban nada útil. El mago no se había molestado en incluir en el texto un solo conjuro provechoso.

Raistlin cerró la crónica del demente mago con brusquedad, iracundo, y colocó el volumen en su sitio. Se acercó al tercer y último ejemplar, un libro encuadernado en terciopelo rojo oscurecido por el tiempo. Su sencillo título, Arcano, era un nombre que se utilizaba a menudo como título de los tratados mágicos. Regresó a la mesa y ojeó la primera página; abrió los ojos de par en par al contemplar una espiral de runas grabadas a fuego en el pergamino; los trazos estaban rodeados por las decoloraciones amarillentas del calor.

—¡Al fin! —suspiró.

Sus dedos aferraron con fuerza el bastón, las doradas facciones reflejaron los destellos rojizos de las llamas del hogar. Comenzó la lectura, mas, de repente, ante sus ojos se perfilaron las siluetas de Shavas y Caramon, sus cuerpos enlazados en un abrazo apasionado.

—¡No debo perder el tiempo con esas cosas! —gritó y cerró los párpados para borrar la visión. Disciplina, se exhortó en silencio, en tanto se preparaba para acometer la lectura del primer signo. Respiró hondo, alineó la mente con sus designios, la voluntad con sus deseos, y se internó en la senda tortuosa del poder.

Una descarga deslumbrante sacudió sus sentidos con un dolor agónico y propagó un fuego ardiente a lo largo de todo el sistema nervioso. Innumerables rayos amarillos se precipitaron sobre su cuerpo, que se retorció en contracciones indescriptibles. Inclementes, unas lanzas de luz azulada se hundieron en su carne. La descarga de chispazos anaranjados le desgarraba el cerebro y, con ella, una avalancha glacial, aniquiladora, encauzada directamente contra la esencia de su ser. Las espirales rojizas destruían uno a uno sus pensamientos y los lanzaban a la nada infinita.

—¡No! ¡Jamás! —aulló.

En la soledad de ese universo de dolor, se aferró con ambas manos al negro cayado en una lucha titánica por recobrar la voluntad, y se aferró a una deslumbrante estrella de deseo que sostuviera los trozos de cuerpo y mente antes de hundirse en la fatal desesperanza. Una horda de demonios multicolores, criaturas informes de los planos astrales inferiores, aullaba a su alrededor en un ciego afán por atrapar su espíritu y arrastrarlo al Abismo. A pesar de que, por momentos, su esencia se hundía más y más, se obligó a mantener la mirada fija en las malditas runas. Raistlin sabía que si se rendía, si apartaba los ojos aunque sólo fuera una décima de segundo, su ser sería destruido.

Entonces advirtió que no estaba solo, que alguien más luchaba con denuedo en esta batalla por su existencia. Estalló en carcajadas; retó, desafió a cualquier mundo o plano a que osara tomarlo, a que lo reclamara como suyo.

Los entes espectrales cesaron de torturarlo y huyeron.

Exhausto, Raistlin se desplomó sobre el libro. Bajo su mejilla, sintió que el texto desaparecía en medio de un siseo de serpiente. La trampa tendida había fallado. Había escapado a la destrucción.