15

No hablaron durante el resto del trayecto. Un silencio profundo se adueñó del interior del carruaje, alterado sólo por el ronroneo del gato, que parecía el retumbar de una tormenta en miniatura.

Earwig estaba acurrucado en un rincón y se frotaba la mano de manera constante. En la otra esquina, Raistlin, que se había echado la capucha sobre la cabeza de forma que el rostro le quedara oculto por completo, tanto podía estar dormido como inmerso en hondas cavilaciones.

En el asiento opuesto viajaba Caramon; la envergadura de las anchas espaldas ocupaba el respaldo en su mayor parte. El guerrero se hallaba sumido en un estado de ánimo depresivo. A su mente acudió el recuerdo de Solace. «¡Ojalá estuviera allí! Habría consultado a Tanis sobre todo este embrollo», deseó, agobiado por una añoranza avasalladora. Admiraba al semielfo, una de las personas más sabias que conocía; siempre sereno, seguro de sí mismo, Tanis jamás permitía que nada ni nadie lo alterara…, con la única salvedad de su relación con Kitiara, la hermanastra mayor de los gemelos.

El guerrero exhaló un suspiro borrascoso. No vería al semielfo en mucho tiempo, quizá nunca, a juzgar por el modo en que el mundo amenazaba con precipitarse de cabeza en las tinieblas. Se suponía que se reencontrarían dentro de cinco…, no, ahora ya, de cuatro años. El plazo se le antojó una eternidad. Suspiró otra vez. El gato le lamió la mano con su lengua áspera.

—La hostería El Granero, caballeros —anunció el guardia y al mismo tiempo cochero accidental.

El carruaje se detuvo y los compañeros descendieron seguidos por la atenta mirada vigilante del soldado quien, al parecer, no se marcharía hasta que entraran sanos y salvos en la hostería. Además, a juzgar por su actitud, incluso cabía la posibilidad de que pasara allí toda la noche, advirtió Caramon.

El guerrero, con el gato entre los brazos, intentó abrir la puerta del establecimiento; ésta se encontraba cerrada a cal y canto. Aporreó con fuerza la hoja de madera y al cabo de unos minutos uno de los cuarterones se deslizó a un lado y, por el hueco, asomó el rostro soñoliento del dueño. El hombre, al reconocer a los huéspedes, cerró la mirilla deprisa y tras otra corta espera en la que oyeron chasquidos, descorrer de cerrojos y tintineo de cadenas, por fin se entreabrió la puerta, aunque sólo una estrecha rendija apenas suficiente para que pasara el voluminoso corpachón del guerrero.

El dueño cerró de nuevo en cuanto entraron los compañeros. Temblaba de manera tan violenta que casi no podía tenerse en pie.

—Os ruego me disculpéis, caballeros. ¡Pero ha ocurrido un horrible accidente! Lord Manion…

—Lo sabemos. No se trata de un accidente —cortó Raistlin con brusquedad, en tanto cruzaba frente al posadero.

Caramon reparó en que su hermano apenas utilizaba el bastón para caminar. Sus pasos eran firmes, a pesar de las muchas horas que llevaba sin descansar. Él aspecto del mago le recordaba tanto al joven que fuera antes de someterse a la Prueba, que unas lágrimas ardientes acudieron a sus ojos. Parpadeó para contener el llanto y rogó a los dioses —fueran los que fuesen los que escucharan su súplica—, que esta mejoría resultara permanente.

De improviso el gato se retorció entre sus brazos, se escabulló de un salto al suelo y, desde allí, lo miró durante un momento para después, con la cola erguida, encaminarse hacia la cocina.

El propietario de la hostería corrió los pestillos y echó las cadenas que aseguraban la puerta.

Raistlin remontaba los peldaños que llevaban al primer piso y su gemelo se apresuró a seguirlo, no sin antes arrastrar tras él al kender, que observaba con interés profesional los numerosos pestillos y cerraduras.

Cuando alcanzaron la puerta de la habitación, el mago levantó la mano en un ademán de advertencia. Caramon sujetó a Earwig, que seguía adelante con su característica despreocupación irreflexiva.

—Espera —lo amonestó el guerrero.

—¿Por qué? —El kender miró a Raistlin.

¡Shirak!

El mago acercó la luminosa bola de cristal al suelo; se inclinó y escudriñó con cuidado el estrecho resquicio entre el piso y la hoja de madera.

—¿Qué hace? ¿Comprobar si hay polvo? —preguntó Earwig a Caramon.

—Sí, más o menos.

—Todo en orden —anunció Raistlin, a la vez que se incorporaba. En la mano tenía el pétalo de una rosa—. Continuaba en el mismo sitio donde lo dejé. No ha entrado nadie.

—De todas formas, yo pasaré primero, por si acaso. —Caramon desenvainó la espada.

Los gemelos se situaron a ambos lados de la puerta; el mago giró el picaporte y el guerrero empujó la hoja de madera con el extremo del arma. Durante la maniobra, tanto el uno como el otro se mantuvieron bien apartados del vano. No ocurrió nada. Con todos los sentidos alerta, Caramon franqueó el umbral y entró sigiloso a la habitación. Raistlin lo siguió de inmediato, con el bastón enarbolado para iluminar el sombrío cuarto. Earwig pasó el último, sin perder la esperanza de que el pétalo de rosa hubiera fallado y en realidad apareciera algo interesante en el interior. Sufrió una desilusión; la estancia estaba vacía y no les aguardaba ninguna sorpresa.

Raistlin se desplomó en la cama, aquejado por un súbito golpe de tos. Tanteó el ceñidor en busca del saquillo de hierbas.

—¡No lo tengo!

—¿A qué te refieres?

—¡Las hierbas medicinales! ¡El saquillo ha debido de caérseme en el parque!

—Regresaré allí y… —comenzó Caramon.

—¡No, no me dejes, hermano! —Raistlin se llevó las manos al pecho—. Además, no saldrías de la hostería con todos esos cerrojos y candados…

—¡Iré yo! ¡Yo sí sabré cómo salir! —chilló entusiasmado Earwig mientras daba brincos de contento.

—Sí, que vaya el kender —aceptó el hechicero con voz desfallecida, en tanto se reclinaba en el lecho y cerraba los párpados.

—¡Apresúrate! ¡No se te ocurra entretenerte con cualquier cosa! —advirtió Caramon con severidad.

—¡Descuida!

El hombrecillo abrió la puerta y salió disparado al pasillo. Los hermanos oyeron el rumor tenue de sus pasos a lo largo del corredor y escaleras abajo. Después, silencio.

El mago suspiró y se incorporó como impulsado por un resorte.

Saltó de la cama y se acercó presto a la ventana. Caramon lo observaba desconcertado.

—Raist… ¿Qué…?

—Chitón, hermano. —El hechicero apartó la cortina, cuidando de quedar oculto tras ella, y oteó la calle—. Sí, allí va. Ahora podremos hablar con plena libertad.

—¿Acaso crees que Earwig es un espía? —Caramon no sabía si reír o llorar.

—No sé qué creer —respondió su hermano con gravedad—. Lo cierto es que lleva un anillo mágico que no sabe cómo y dónde consiguió. Al menos, eso afirma. Por otro lado, tú mismo has advertido su extraño comportamiento de los últimos días.

Caramon se derrumbó sobre una silla, apoyó los codos en la mesa y enterró el rostro en las manos.

—No me gusta. ¡Nada de esta condenada situación me gusta! Un hombre asesinado, su cuerpo desgarrado en pedazos, ni rastro de sangre, sino una especie de polvo marrón, el kender con un anillo mágico…

—Y aún será peor, hermano, antes de que mejore la situación.

Raistlin buscó entre los pliegues de la túnica y sacó la bolsita de hierbas. La miró con gesto pensativo. Se encontraba cada vez más fuerte, de eso no cabía duda. ¿Pero era un efecto de la medicina, o…?

—¿Serías capaz de romper un árbol, Caramon? ¿Uno de los árboles del parque? —instó de improviso.

—¿Cómo? ¿Por qué quieres saberlo?

—Cerca del cuerpo del hombre asesinado, uno de los árboles tenía el tronco astillado, como si alguien lo hubiera golpeado.

Caramon consideró el asunto durante unos momentos.

—Supongo que podría, siempre y cuando dispusiera de un guantelete que me protegiera el puño y… —Enmudeció de repente. Un escalofrío le recorrió la espalda al captar la conclusión implícita en semejante hipótesis—. ¡Dioses! ¡El que ha cometido ese horrendo crimen es extraordinariamente fuerte! ¿Crees… crees que fue un… un felino grande? Había un montón de huellas de garras…

—O era un gran felino, o es lo que se pretende que creamos —apuntó su hermano con aire ausente, preocupado con otras ideas. Arrastró una silla hasta la mesa y tomó asiento frente a Caramon—. ¿Qué opinas de Shavas?

La pregunta cogió desprevenido al hombretón.

—Me parece muy… atractiva.

—¡La encuentras irresistible!

—¿Qué quieres decir? —preguntó a la defensiva.

—Que te inspira ciertos sentimientos.

—¿Y cómo sabes lo que siento y lo que no? —demandó Caramon con un matiz de cólera en la voz.

Se levantó y recorrió el cuarto de un extremo a otro. Su hermano y él jamás habían comentado asuntos relacionados con mujeres. Aquélla era una faceta en la vida del guerrero en la que Raistlin nunca se había inmiscuido ni había demostrado interés. Claro que, hasta ese momento, no se había dado el caso de que el joven mago, débil y enfermizo, se sintiera atraído por una mujer.

La certeza innegable de tal circunstancia despertó en Caramon un cierto remordimiento. Al fin y al cabo, él había tenido y tendría las mujeres que deseara. Tal vez sería beneficioso para Raistlin que… en fin, que conociese a esta dama con una mayor intimidad. Quizás era aquello la causa de la portentosa mejoría de su gemelo. «El amor obra milagros», rezaba el dicho. Regresó a la silla.

—Mira, Raist, si la quieres para ti, me apartaré…

—¡Quererla para mí! —Las pupilas del mago llamearon. Dirigió una mirada tan preñada de desprecio a Caramon que éste retrocedió—. Yo no la «quiero». No en el sentido obsceno que has dado a entender.

A pesar de su airada protesta, el mago articuló la palabra con lentitud, como si la saboreara, y sus dedos rozaron la madera de la mesa como si acariciasen una piel suave.

—Entonces, ¿por qué la has sacado a colación?

—Te he observado, hermano. Desde la primera noche en que la conocimos, te has comportado como un mozalbete enamorado; le has dedicado miradas tiernas y sonrisas bobaliconas.

—A la dama parece gustarle —replicó el guerrero con sorna.

—Sí, así es. —Raistlin habló con voz queda.

—¿Adónde quieres llegar? —Caramon le lanzó una mirada inquieta.

—Guarda en su casa libros de magia muy antiguos, muy poderosos. Tengo que examinarlos… a solas. Invítala a cenar.

—Esto no me gusta, Raist.

—Oh, pero te gustará, hermano mío. No me cabe la menor duda.

—¿Y si ella no acepta salir conmigo?

—He visto cómo te mira. No se negará.

A Caramon no le pasó inadvertida la amargura implícita en la voz de su hermano.

—También he visto cómo te mira a ti, Raist —dijo en un susurro.

—Eh, sí, bien… —El mago descartó el tema con un ademán.

Caramon habría jurado que bajo el tinte dorado de la piel se advertía un ligero sonrojo. Para su sorpresa, de repente su gemelo apretó los puños. Las áureas pupilas centellearon.

—¡Los libros! ¡La magia! Eso es lo que importa. Todo lo demás es fugaz. ¡Debilidades de la carne! —Una gota de sudor se deslizó por la frente del mago—. ¿Lo harás? —preguntó después con voz ronca, sin mirar a su hermano.

—Claro, Raist. —Era la eterna respuesta a los requerimientos de su gemelo.

—Gracias, hermano. Estarás cansado. Acuéstate. —El tono del mago era frío.

—¿Y tú?

—Tengo que trabajar.

Raistlin sacó de debajo de la túnica el sextante y el libro repleto de columnas de números que días atrás había consultado. Abrió el texto y lo colocó sobre la mesa, junto a una pluma y un tintero. Luego se asomó a la ventana y observó la bóveda celeste a través del instrumento de navegación. De tanto en tanto, tomaba notas, trazaba líneas extrañas y curvas raras, paralelos de tinta y palabras sobre el pergamino.

Caramon, tras observarlo durante un momento, se fue a la cama.

* * *

El hechicero se hallaba tan absorto en el trabajo que no advirtió que se abría la puerta.

—Caray, Raistlin, trasnochas mucho. ¿Te sientes mejor?

La voz del kender lo sobresaltó. Levantó la vista, irritado por la interrupción.

—Te has dado prisa —susurró, al tiempo que reanudaba los apuntes y dibujos.

—Oh, el guardia me llevó en el carruaje. No es que lo supiera, pero deduje que se encaminaba de regreso al parque, así que me subí de un salto en la parte trasera del vehículo y nos pusimos en marcha. Es mucho más divertido que viajar en el interior. Cuando llegamos al parque, se celebraba una reunión importante. Todos los miembros del cabildo estaban allí, y la Gran Consejera Shavas…

—¿Shavas? —Raistlin levantó una vez más la cabeza.

—Sí. —Earwig soltó un bostezo que estuvo a punto de desencajarle las mandíbulas—. Le dije que habías perdido el saquillo. Me ayudó a buscarlo, pero no logramos dar con él. No obstante, encontré algunos otros, por si te interesaban.

El kender extrajo de los bolsillos un buen número de saquillos —la mayoría con dinero—, y los arrojó sobre la mesa. Junto a las bolsas había un pergamino pequeño, enrollado y atado con una cinta roja.

—¿Qué es esto? —inquirió el mago a la vez que lo levantaba.

—Ah, pertenece a lady Shavas. Me encargó que se lo entregara a Caramon.

Raistlin echó una fugaz ojeada al lecho donde su hermano yacía dormido. Después desató la cinta y desenrolló el papel.

Cenaremos juntos mañana. En un lugar discreto que sólo yo conozco; allí estaremos a solas. Mi carruaje te recogerá al anochecer.

Shavas.

El hechicero dejó caer la nota como si le quemara las manos.

Entretanto, Earwig había preparado su petate para acostarse.

—Ah, por cierto. Me enteré de algo más —dijo entre bostezos—. El guardia lo comentaba con uno de sus compinches. Ése hombre, el que ha sido asesinado, ¡no tenía corazón!

Raistlin estaba inmóvil, con los ojos fijos en la nota.

—Era muy afortunado —susurró.

* * *

Cuando Caramon despertó, encontró a su hermano dormido sobre la mesa, con la cabeza apoyada sobre los libros y la mano posada sobre el sextante en un gesto protector.

—¿Raist? —El guerrero le sacudió con suavidad el hombro.

El mago dio un respingo y se incorporó con brusquedad.

—¡Aún no! ¡Todavía no ha llegado la hora! Tengo que cobrar fuerza…

—¡Raist!

El hechicero parpadeó y miró a su alrededor mientras se preguntaba dónde se hallaba. Luego, al reconocer la habitación, cerró los párpados y suspiró.

—¿Te encuentras bien? ¿Has dormido algo en toda la noche?

—Muy poco —admitió Raistlin—. Pero no tiene importancia. Ahora conozco el momento exacto.

—¿El momento de qué?

—De la conjunción de las tres lunas. —La voz del hechicero carecía de inflexiones. Tenía los ojos hundidos y bajo los párpados se le marcaban unos profundos surcos oscuros—. Disponemos de un día, una noche, y otro día más. Mañana, cuando la oscuridad sea más insondable, la alumbrará el Gran Ojo.

—¿Qué haremos?

—Buscaremos a los gatos. Es imposible que se hayan desvanecido de la faz de Krynn así, sin más. Una vez que los encontremos, estará en nuestras manos la clave del misterio.

—Y esta noche…

Caramon articuló las palabras de mala gana, con la esperanza de que su gemelo hubiese olvidado las instrucciones de la noche precedente o que tal vez hubiese cambiado de parecer. El corpulento guerrero no se imaginaba que aquella mujer encantadora y majestuosa aceptara de él una cita galante y que se aviniera a compartir una velada romántica. Estaba seguro de que se le reiría en la cara.

Su gemelo señaló un rollo de pergamino atado con una cinta roja.

—El kender lo trajo anoche, cuando dormías. Es de Shavas.

Caramon notó que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Tomó el papel, lo desenrolló y lo miró. No era preciso leérselo a su hermano; sabía con absoluta certeza que Raistlin lo había hecho la noche anterior. Carraspeó para aclararse la garganta. Debería sentirse satisfecho, regocijado, pero no era así.

—Parece como si… nos hubiese leído la mente.

—¿Verdad que sí? Despierta a Earwig, lo necesito —dijo el mago, y se puso de pie.

—¿Para qué? —Caramon estaba perplejo.

Raistlin le dedicó una mirada perspicaz.

—Digamos que necesito saber dónde está… y dónde no.

El guerrero, sin alcanzar a comprender las palabras de su hermano, se encogió de hombros y fue a despertar al hombrecillo.

* * *

Caramon no tenía la más remota idea sobre dónde y cómo buscar a los gatos, excepto que recorrieran las calles con cualquier cuerda o juguete que les llamara la atención y gritar «¡Toma, misi, misi! ¡Aquí, gatito!». Además, otras cosas lo preocupaban más. Las calles, hasta ahora tan vacías, estaban abarrotadas de gente que comentaba el crimen de la noche anterior; sin embargo, enmudecían en el momento en que veían la roja túnica del mago. Enseguida reanudaban la charla, con una diana sobre la que enfocar sus miedos.

—La magia mató a nuestro consejero… ¡Nadie había sido asesinado hasta que el hechicero llegó a la ciudad!… ¡Es probable que también haya matado a nuestros gatos!

Caramon recorría la calle con paso firme, con la mano sobre la empuñadura de la espada, y dirigía miradas desafiantes a los que osaban levantar la voz en exceso, en un reto manifiesto a que osaran avanzar hacia su hermano. Ya fuera por el halo de misterio que envolvía al hechicero, o por la amenaza del fuerte brazo y el afilado acero del guerrero que lo acompañaba, nadie se les acercó. La muchedumbre se dispersó por los callejones o se amparó en las sombras de los umbrales de las casas. No obstante, Caramon escuchó unos murmullos amenazantes y advirtió el odio reflejado en los semblantes por todos los lugares por los que pasaban.

Habían recorrido un kilómetro desde la hostería El Granero a lo largo de una de las tres avenidas principales de Mereklar, cuando Raistlin se detuvo.

—Ahora, las instrucciones. Earwig, sé un conjuro que nos llevará al paradero de los gatos, mas, para realizarlo, preciso de un saquillo de ciertas hierbas: nepeta cataria. Cuando lo encuentres, reúnete con nosotros en la hostería.

El kender se echó sobre el mago y se aferró a él con tanta fuerza que casi lo derribó.

—¡No! Por favor, no me alejes de ti. ¡Deseo estar a tu lado! Tengo… miedo, si no estoy contigo.

—¡Eh, suéltale! —gritó Caramon mientras apartaba a Earwig de su hermano—. ¿Qué demonios te pasa? ¡Los kenders jamás se asustan por nada!

—¡No me eches de tu lado, Caramon! —Earwig atenazaba el brazo del guerrero a despecho de los esfuerzos del hombretón por librarse de él—. ¡Por favor! Me portaré bien…

Raistlin metió la mano en uno de los bolsillos de la túnica y sacó un puñado de pétalos de rosa que derramó sobre la cabeza del kender como una lluvia suave.

Ast tasarak sinuralan krynawi —musitó.

Earwig soltó un bostezo y se restregó los ojos.

—Me marchaaaaa… —Los dedos del hombrecillo soltaron el brazo de Caramon. En un instante, se desplomó en la acera, hecho un ovillo.

—¿Qué le ocurre? —El hombretón se arrodilló junto al cuerpo de su amiguito.

—Se encuentra bien, hermano. Duerme.

De hecho, Earwig roncaba con placidez.

»Cógelo en brazos y acuéstalo sobre ese banco, no vaya a ser que alguien lo pise —ordenó Raistlin—. Y ahora, tú y yo, solos, iniciaremos la búsqueda.

Los ojos del mago se posaron en el anillo de Earwig Fuerzacerrojos. Caramon procedió conforme a las indicaciones de su hermano. Dejaron al hombrecillo apaciblemente dormido a la puerta de una taberna de hyava.

—¿Qué le pediste que te trajera? Tenía un nombre muy raro.

Nepeta cataria. —El mago esbozó una sonrisa—. Hierba gatera.

Los hermanos prosiguieron calle adelante; aparentaban mirar los escaparates de las tiendas y almacenes. Pero todos los establecimientos estaban vacíos y las contraventanas de las casas, cerradas. La gente se había lanzado a la calle, ansiosa de compartir su pánico con los demás.

—Parece una ciudad sitiada —apuntó Caramon.

—Exacto. Es debido a la misma razón: el miedo. Fíjate. Ni un solo gato. Por ninguna parte —agregó Raistlin.

El guerrero miró a su alrededor.

—¡Tienes razón! ¡No hemos visto ni uno! ¿Han desaparecido todos?

—Lo dudo. Más bien, deduzco que se esconden. Ellos también tienen miedo.

Caramon se preguntó hacia dónde se dirigían. Al parecer, Raistlin tenía muy claro su punto de destino puesto que caminaba sin la menor vacilación. El guerrero lo comprendió cuando divisó el parque, el mismo donde habían asesinado a lord Manion la noche anterior. No se veía una alma por los alrededores; los habitantes de la ciudad eludían la zona como si se encontrara infectada por la peste.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó con intranquilidad, pues compartía el sentimiento de rechazo de los ciudadanos hacia aquel lugar.

Su hermano no le respondió y prosiguió la marcha hasta llegar cerca de un banco. Apoyado en el bastón, observó con detenimiento la hierba pisoteada.

Caramon, más nervioso a cada momento, extrajo de un bolsillo la bola de tela que le regalara Maggie y jugueteó con ella en un intento de sustraerse a los pensamientos lóbregos que le rondaban en la cabeza. Mas pensar en Maggie le recordó a Shavas. Por lógica, debería estar ansioso e impaciente por que llegara la noche; ¿qué hombre no se sentiría así ante la perspectiva de hallarse a solas con una mujer tan hermosa y deseable? Pero, agazapada en un rincón de su cerebro, la idea de que engañaban a la mujer, de que la utilizaban, no lo dejaba en paz y enturbiaba cualquier expectativa placentera. Era un peón en una jugada de distracción, nada más. La idea le desagradaba, y había decidido informar a Raistlin que no acudiría a la cita, cuando sintió un tirón suave en la mano.

Bajó la vista y se encontró con el gato negro que, sentado en las patas traseras, jugaba con el amuleto y lo empujaba de un lado a otro.

—Hola, amiguito —saludó Caramon, en tanto se agachaba para coger al animal.

El felino se escabulló a un lado, con las orejas gachas y la cola retorcida. El guerrero se encogió de hombros, tomó asiento en el banco y cerró los párpados frente a la deslumbrante claridad del día. El gato se restregó contra sus piernas.

—De acuerdo, te haré unos mimos —dijo.

El gato dio media vuelta y echó a andar, aunque con la cabeza torcida hacia atrás para observar al hombretón con ojos relucientes. Caramon sacudió la cabeza.

—Qué animal más raro.

Raistlin pareció salir de un sueño y contempló al felino con atención.

—¿No es el mismo gato que nos acompañaba anoche, el que se subió a tu hombro?

—Imagino que sí. Es el único gato negro que hemos visto en la ciudad.

—Quiere que lo sigamos —dijo el mago, después de mirarlo unos momentos.

—¿Cómo lo sabes?

El animal corrió y luego regresó a la carrera hacia Caramon. El guerrero adelantó un paso y el felino corrió otra vez.

—Veamos adónde nos lleva —decidió Raistlin.

Dando un rodeo por el parque, el gato los condujo hacia la zona occidental de la ciudad. Los precedía varios metros y justo cuando pensaban que lo habían perdido de vista, el animal se detuvo y los esperó sentado con paciencia. Cuando los gemelos llegaron a menos de medio metro, reanudó la veloz carrera en la misma dirección.

—¿Dónde crees que nos conduce? —se interesó Caramon.

—¡Si lo supiera no lo seguiríamos! —exclamó Raistlin.

Los hermanos recorrieron calle tras calle y llegó un momento en que incluso el mago se perdió en el laberinto de callejones, avenidas y travesías. Cada vez que los gemelos se acercaban a menos de un metro de él, el gato corría para mantener las distancias, pero se cuidaba de que en ningún momento lo perdieran de vista. No maulló ni una sola vez, no produjo el menor sonido, pero no cesó de observarlos con aquellas pupilas que reflejaban la luz del sol con la misma fuerza radiante que el orbe de cristal del Bastón de Mago.

Caramon, sin perder el paso, alzó la cabeza al cielo.

—Es casi mediodía. Espero que lleguemos pronto adonde nos lleva.

—Intuyo que estamos cerca. El gato ha aumentado la velocidad de la carrera.

—¿Reconoces esta parte de la ciudad?

—No. Y presumo que tú tampoco.

El guerrero negó con la cabeza. Recorrían un bulevar flanqueado de edificios de comercios y viviendas con aspecto de deshabitados. Las basuras se amontonaban en los callejones que separaban las manzanas de casas y les otorgaban un aspecto de enormes heridas infectadas. Incluso la piedra blanca de la ciudad parecía gris, vieja, ajada.

—Esto es muy raro. —Raistlin se quitó la capucha, a la par que dirigía una mirada escudriñadora a las ventanas oscuras.

—Sí. Éste sitio está muerto. —Caramon habló en un tenso susurro, aun cuando no se veía a nadie por los alrededores.

—Una zona muerta que jamás fue enterrada. Mira, nuestro amigo ha encontrado lo que nos quería mostrar.

El gato negro escarbaba la tapa de una alcantarilla situada junto a la acera de la derecha. Los gemelos se aproximaron cautelosos al felino, que en esta ocasión no escapó como había hecho antes, sino que prosiguió rascando y arañando a la vez que lanzaba un áspero maullido.

—Quiere que nos metamos ahí —comprendió Raistlin—. Levanta la reja, Caramon —ordenó después de apuntar con el índice la tapadera.

El guerrero miró a su hermano con inquietud.

—¿Meternos en una alcantarilla? ¿Estás seguro, Raist?

El animal maulló con más fuerza.

—¡Haz lo que te digo! —siseó el mago.

El hombretón se agachó y aferró la tapa metálica con ambas manos. Los músculos se tensaron, el rostro enrojeció y las facciones se endurecieron en un gesto de concentración y esfuerzo. Poco después, la pesada reja chirrió al alzarse unos centímetros, y el guerrero la arrastró hacia un lado.

El gato clavó en los gemelos una mirada intensa, giró la cabeza para otear un segundo hacia la calle y volvió de nuevo las pupilas hacia ellos. Sin previo aviso, el animal saltó al hueco abierto en el pavimento y desapareció en el oscuro interior.

Caramon se enjugó el sudor de la frente, con la vista clavada en las impenetrables tinieblas del agujero. Era como mirar el Abismo. Se le antojó que percibía el reptar de unas garras gélidas que se abalanzaban sobre él para atenazarlo y arrastrarlo al reino de los muertos. Se estremeció de pies a cabeza y por instinto retrocedió un paso.

—¿De verdad nos meteremos ahí?

Raistlin asintió en silencio; las facciones del rostro dorado estaban rígidas. Al parecer, también a él lo afectaba la misma impresión que a su gemelo. No obstante, dio un paso hacia el agujero.

—Yo iré primero —dijo Caramon.

El guerrero se aproximó contra su voluntad al borde del orificio. Se arrodilló, respiró hondo varias veces y se introdujo en el hueco. La oscuridad se tragó primero sus piernas, luego el torso, y por último la cabeza.

Raistlin recogió los vuelos de la túnica y se dispuso a descender a los subterráneos de Mereklar.

* * *

—¡Eh, tú! O bebes algo, o te marchas.

Earwig abrió los ojos y se encontró con el rostro airado del dueño de una taberna que lo miraba con cara de pocos amigos.

—No queremos vagabundos ni merodeadores.

—No soy ni lo uno ni lo otro —protestó indignado el hombrecillo—. Echaba un sueñecito. Sin embargo, no recuerdo haber dormido siesta desde que era un kender muy pequeño —agregó después, al tiempo que se sacudía unos pétalos de rosa enredados en el copete—. Claro que anoche me acosté tarde, y eso lo explicaría. ¿Dónde se habrán metido Raistlin y Caramon?

En un primer momento, a Earwig le inquietó sobremanera la posibilidad de no encontrar a sus amigos, mas el desasosiego se desvaneció pronto y dio paso a una alegre despreocupación que no sentía desde hacía días. También se había esfumado la vocecilla irritante que resonaba de manera persistente en su cerebro y que le ordenaba hacer esto o aquello, y con ella, la amenaza de que si no obedecía sus instrucciones, lo arrastraría a algún lugar en donde no existían cerraduras que manipular, ni saquillos que descubrir, ni gente con quien hablar; es decir, un sitio de eterno aburrimiento.

Ahora que estaba lejos de Raistlin y Caramon, Earwig se sentía feliz y despreocupado de nuevo, y acometió la actividad preferida de los kenders: explorar.

Caminó calle adelante; miraba hacia todas partes con interés. Algunas personas, al recordar haberlo visto con el mago, comentaban entre susurros si aquel hombrecillo de orejas puntiagudas no sería en realidad un demonio. Se apartaban de él, empujaban a los chiquillos al interior de las casas y cerraban las puertas a cal y canto en sus narices.

—Qué maleducados —dijo Earwig.

Se encogió de hombros y prosiguió su camino acompañando sus pasos con el rítmico golpeteo de la jupak contra el pavimento.

—He estado aquí con anterioridad, ¿verdad? —se preguntó a sí mismo en voz alta. Había llegado al cruce de calles desde donde se divisaba un estrecho pasaje que desembocaba en unos soportales—. ¡Ahora recuerdo! ¡Por aquí pasé la noche que llegamos a Mereklar! Y aquélla es la taberna donde el hombre trató de matarme y la chica me dio un beso.

Earwig entró en la plaza del mercado. Todas las tiendas estaban cerradas y tan sólo unos cuantos transeúntes nerviosos recorrían los soportales, ansiosos por acabar cuanto antes sus tareas y regresar a la seguridad de sus hogares.

—¡Eh, hola! —saludó una alegre voz juvenil.

Earwig miró en derredor.

—¿Te acuerdas de mí? Me ayudaste la otra noche. No tuve ocasión de preguntarte cómo te llamas. Soy Catherine, ¿y tú?

—Earwig. Earwig Fuerzacerrojos —respondió el kender, al tiempo que le tendía la pequeña mano. ¿Era así como Caramon saludaba a las chicas?, rebuscó en su memoria.

—Tampoco tuve oportunidad de darte las gracias. Cuando salí a la plaza, te habías marchado. Te invito a un trago. La taberna está cerca y nuestra especialidad es el «Surtido Sorpresa» —ofreció Catherine.

—¿Surtido Sorpresa? No lo conozco.

—Oh, sólo los más aguerridos aventureros lo han probado… y han sobrevivido —añadió la joven entre risas.

La taberna era tan espaciosa y estaba tan sucia como el hombrecillo la recordaba; manchas de cerveza derramada y otras sustancias innombrables oscurecían la madera del suelo. Las paredes eran de planchas de madera mal encajadas, llenas de grietas y nudos, que mostraban los estragos del tiempo. Catherine pasó por detrás del mostrador y escanció en un vaso diferentes licores de unas garrafas de cristal rojo, verde y azul. Preparada la mezcla, empujó la copa hacia Earwig, que se había sentado en uno de los tambaleantes taburetes.

El kender dio un sorbo y abrió los ojos de par en par.

—¡Ponche Especial! —exclamó al reconocer el sabor—. O algo por el estilo.

—¿Qué es el Ponche Especial? —se interesó Catherine.

—Pues una bebida con la que los kenders celebramos alguna ocasión especial, naturalmente. No hay mucho movimiento —comentó después de mirar a su alrededor.

De hecho, la taberna estaba vacía, a excepción de él y la joven.

—Es por el crimen de anoche —dijo Catherine con tono pragmático—. Todos están muertos de miedo. A mí me trae sin cuidado lo ocurrido. ¡Que Su Señoría nos espere mucho tiempo!, es lo que yo digo.

—Sí, lo comprendo. Ése hombre fue el que te golpeó. —Earwig dio otro sorbo.

—Tiene gracia, ¿sabes? Lord Manion venía a menudo y por lo general se emborrachaba, pero siempre se comportó como un caballero. Me ocupé de que llegara a su casa sano y salvo muchas noches. Sin embargo, desde hace unas cuantas semanas, cambió. Se tornó cruel, desagradable. —La joven frunció el entrecejo, pensativa—. Fue a partir del momento en que empezó a llevar un colgante igual al tuyo.

—¿Qué colgante? ¡Ah, éste! —El kender bajó la vista al cráneo de gato tallado en plata con ojos de rubíes.

—Tú no te volverás vil y malvado, ¿verdad?

—Caray, ¿crees que cabe esa posibilidad? —preguntó Earwig, ilusionado.

Catherine se rio.

—No, lo siento. No lo creo posible.

—Ya me lo parecía. —Earwig suspiró resignado.

Repasó mentalmente una serie de frases que se decían a las mujeres, mientras giraba una y otra vez el anillo en su dedo. Por último eligió la que le pareció más adecuada a la ocasión.

—¿Qué hace una chica encantadora como tú en un sitio como éste?

Catherine soltó una risita divertida.

—Es mi trabajo. Uno de ellos.

—¿Tienes otros?

—Dos o tres, depende de la marcha del negocio. Trabajo en la taberna Hyava, en la calle de la Puerta del Oeste.

—Espero que la clientela no sea tan ruda como la de aquí.

—¡Bah! Sé cuidarme. Apuesto a que has estado en un montón de sitios —agregó después con cierta melancolía.

—Vaya, ya lo creo. Por todo Krynn. Conozco Ergoth del Sur, Ergoth del Norte, Solamnia…

—Nunca he salido de esta ciudad.

Earwig observó con atención a la muchacha que tenía frente a él. Su complexión era fuerte, los músculos firmes y fibrosos. A su entender, la chica estaba capacitada para salir airosa de casi cualquier situación.

—Me recuerdas a alguien que conozco. Se llama Kitiara.

—¿De veras? ¿Cómo es?

—Es una experimentada guerrera, feroz y muy vehemente.

Catherine parecía algo turbada.

—Eh… bueno… gra… gracias, Earwig. Creo que…

—Deduzco que te gustaría marcharte de esta ciudad. —El kender dio otros cuantos sorbos a su bebida—. ¿Por qué no coges tus cosas y te largas?

—Aún no he ahorrado suficientes monedas.

—¡No se necesita dinero para viajar! Sólo precisas una jupak y una buena canción para el camino.

Earwig estalló en carcajadas y giró la vara en el aire. Se sentía muy bien. Tan bien como no recordaba haberse sentido en toda su vida.

La joven frunció el entrecejo y se encogió de hombros. Se separó del mostrador y se recostó contra una de las estanterías.

—Perdona, Catherine, no era mi intención molestarte. —Earwig rebuscó en los bolsillos y sacó lo primero que encontró—. Toma, te lo regalo —dijo, tendiéndole el ovillo de alambre con el abalorio prendido en el interior.

La camarera, con una sonrisa, cogió el regalo que le ofrecía. Alzó a contraluz la baratija de alambre retorcido y la contempló fascinada.

—¿Qué es?

—No lo sé. Lo conseguí durante alguna de las aventuras que he compartido con mis amigos. Emprendemos juntos muchas andanzas, ¿sabes? Uno de mis compañeros es hechicero —agregó para darse importancia.

—¡Qué objeto más interesante, Earwig! —Catherine todavía examinaba el ovillo de alambre—. Si lo observas de cerca, da la impresión de que el abalorio tiene algo escrito.

Earwig escuchó que se abría la puerta a su espalda, pero no se volvió. Estaba muy ocupado en recordar cómo lograba Caramon que las chicas lo besaran. Catherine alzó la vista y guardó la bola de alambre en un bolsillo con un gesto veloz. Asintió con la cabeza una vez y acto seguido se apoyó en el mostrador de manera que su rostro quedó muy cerca del kender.

—Cuéntame cosas de tus amigos. Me encantaría conocer al mago.

—¿Raistlin y Caramon? Nacieron en una ciudad llamada Solace, al este de aquí. Caramon es un gran guerrero y muy fuerte. Tiene unos músculos tan grandes como… como eso —afirmó Earwig y señaló un barril de cerveza que había en una esquina—. ¡Lo he visto partir por la mitad a veinte hombres de un solo tajo!

—¡No! ¿De verdad? —Catherine parecía algo nerviosa y le costaba trabajo mantener la mirada sobre el kender.

Earwig parpadeó. Luego, se inclinó sobre el mostrador y se acercó al oído de la muchacha con aire conspirador.

—No mires ahora, Cathe… Cathe… bueno, como te llames. Pero las paredes de la taberna dan vueltas y vueltas —balbució, en un susurro confidencial.

—Te hace falta otra copa, amigo. Entretanto, cuéntame algo de tu otro compañero.

—Mi otro amigo se llama Rasi… Raistlin. Tie… tiene la piel dorada que rezul… reluce como oro, y los ojos en forma de rejo… relojes de arena. Ve la muerte. —El hombrecillo, que articulaba las palabras con dificultad, bebió otro trago—. Pero, por muy ameda… amedrantador que eso te pueda parecer, más aún lo son sus sorlit… sortilegios y los terril… terribles poderes que invoca para destro… destruir a sus enemigos.

—Hubo un hechicero que vivía en las colinas del este —comentó la muchacha, a la vez que lanzaba una ojeada fugaz a espaldas del kender.

—¿Cómo se malla… llamaba?

—Nadie lo sabe, aunque se rumorea que la gruta en donde habitaba se conserva intacta. Parece que está excavada en unas peñas que se parecen a la pata de un animal.

Las paredes giraban cada vez más rápido y, además, el techo se había sumado al baile, con gran sorpresa de Earwig. Sentado en el taburete, contempló fascinado cómo daban vueltas y más vueltas; un momento después, su asiento se unió al jolgorio y lo lanzó al endemoniado torbellino hasta que de pronto se encontró patas arriba en el suelo.

Un hombre vestido con armadura de cuero negro se inclinó sobre él y se arrodilló a su lado. Unas manos fuertes lo alzaron en el aire y lo echaron sobre un hombro firme y sólido.

—¿No le haréis daño alguno, verdad?

La voz de Catherine flotó en torno al kender como una hermosa nube.

—No —respondió una voz ronca—. Ya te lo dijo nuestro señor. El hombrecillo corre peligro si va por ahí con ese colgante. Queremos protegerlo, nada más. Gracias por tu ayuda.

Earwig se mecía arriba y abajo contra la espalda del hombre; se sentía terriblemente mareado. Su mirada borrosa divisó la figura desenfocada de Catherine que se empequeñecía más y más.

—¡Otro Pon… Ponche Especial… para el camino! —chilló un instante antes de perder el conocimiento.

* * *

—¡Ay! ¡Maldita sea!

—¿Qué ocurre, Caramon?

—¡Por aquí abajo pasa un arroyo! El agua está más fría que el hielo. Será mejor que te lleve sobre los hombros.

Raistlin bajó la escalera que descendía por la boca de la alcantarilla.

—¡Tonterías! No te preocupes. Me encuentro bien.

Caramon escudriñó las sombras con el objeto de localizar a su hermano.

—¿Estás seguro? Sé cuánto te molesta mojarte y coger frío.

—Te repito que me encuentro bien —exclamó con enojo el mago—. Ahora bien, si tanto te fastidia un poco de agua, tal vez quieras que yo te lleve a ti.

—¡Por supuesto que no! —Caramon se sintió en ridículo.

¡Shirak!

El suave resplandor del Bastón de Mago alumbró el túnel. El pasillo, oscuro y largo, se extendía más allá del alcance de la luz mágica de la bola de cristal. Las paredes brillaban por la humedad que rezumaban.

—Huele mal —dijo el guerrero—. Pero no tanto como cabía esperar de una cloaca. Es un tufo a… hierro —opinó sin mucha convicción.

—O a sangre —agregó Raistlin en un susurro.

—Sí, es posible.

—Por consiguiente, no nos encontramos en una cloaca, sino en un canal de conexión a una vía fluvial.

La anchura del túnel no daba lugar a la posible eventualidad de blandir la espada y Caramon optó por desenvainar una de las dagas. La hoja reflejó un destello acerado a la luz del bastón.

El gato maulló con manifiesta impaciencia y el mago se adelantó a su gemelo. Éste abrió la boca para articular una protesta, dado que por costumbre era él quien iba a la cabeza cuando la situación era, si no claramente peligrosa, al menos incierta. Sin embargo, de pronto cayó en la cuenta de que su hermano blandía la única fuente de luz; en consecuencia, guardó silencio y lo siguió, pegado a sus talones.

El animal se movía despacio para que los dos hombres no se extraviaran en el laberinto de pasadizos que Caramon había descubierto. Al felino le desagradaba el agua tanto como al guerrero, puesto que sacudía las patas a cada paso y arrugaba el hocico cuando las posaba de nuevo en la gélida corriente.

Caminaron lo que al guerrero se le antojaron kilómetros de distancia, si bien un sexto sentido le advertía insistentemente del corto trecho recorrido en realidad.

—¿Qué dices, Caramon?

—Que ahora nos vendría muy bien la compañía de un enano. ¡Ojalá tuviera su visión en la oscuridad! Se nos puede echar encima cualquier cosa antes de que nos enteremos.

—Calma, hermano. No advierto amenaza alguna para nosotros en estos subterráneos. La única sensación perceptible es una vejez de siglos. Éste lugar es muy, muy antiguo.

—Antiguo y olvidado.

—Estoy de acuerdo, hermano. La intriga crece por momentos.

La marcha parecía no tener fin. El agua helada se filtraba implacable en las botas de cuero de Caramon; el guerrero tiritaba de frío y se preocupó por su hermano, cuyos pesados ropajes sin duda estarían empapados. No obstante, conocía lo bastante a su gemelo para no preguntarle y guardarse la inquietud para sí mismo.

De improviso, el gato giró raudo por una bifurcación abierta en el túnel principal. En este nuevo corredor, al igual que en el anterior, reinaba la oscuridad más impenetrable. Caramon se detuvo y vaciló, remiso a internarse en él, mas el felino maulló para urgidos a proseguir la marcha.

Raistlin fue decidido en pos del animal, con el cayado a la altura de la cabeza ante la imposibilidad de levantarlo más debido a la escasa altura del techo.

—Vamos, Caramon. ¡No te quedes rezagado!

Llegaron a una intersección; a todo correr y en medio de chapoteos, el gato negro torció a la izquierda. Los hermanos aceleraron el paso, espoleados por la curiosidad.

—… que mató al gato —rezongó el guerrero.

La red de túneles se convirtió en una maraña confusa, un laberinto creado con algún propósito ignorado. Raistlin adelantó el Bastón de Mago, que hendió las tinieblas como una lanza luminosa. Caramon reparó en que las paredes estaban cada vez más secas.

—¡Mira! —susurró el mago, a la vez que alzaba el cayado.

El muro estaba cubierto de pinturas y grabados que representaban escenas desconocidas para ambos hermanos.

El recorrido se prolongó con giros a derecha e izquierda, tramos rectos, y un largo túnel que trazaba una amplia curva. Éste último pasadizo finalizaba en un ángulo, a partir del cual el suelo se hundía en una suave pendiente.

El gato descendió a toda carrera, seguido por los gemelos que, al alcanzar el final de la cuesta, se frenaron en seco, con los ojos desorbitados por la sorpresa.

—¡En nombre del Abismo! —exclamó Caramon en voz alta, a la vez que apoyaba la mano de forma instintiva en la entrada de la caverna.

Raistlin no dijo una palabra, estupefacto ante la visión que les mostraba la suave luminosidad de la bola de cristal.

El gato negro se volvió hacia ellos y los miró; las pupilas lanzaron destellos rojizos.

La gruta a la que habían accedido era inmensa y se extendía a lo largo de decenas de metros. Las paredes rocosas aparecían hendidas por infinidad de pasadizos de entrada y salida que semejaban negras cuchilladas. Varios arroyuelos confluían en estanques donde la quieta superficie reflejaba un brillo aceitoso. No obstante, lo que paralizaba a los hermanos era el hecho de que, por fin, habían encontrado a los gatos de Mereklar. Por todas partes, se divisaban miles de felinos… desplomados de costado sobre el suelo, silenciosos, inmóviles.

Raistlin se agachó y acercó el bastón.

—Fíjate, hermano —instó en tanto apuntaba con el índice.

De los hocicos de todos los animales manaba un hilillo de sangre.

—¡Están… muertos! —dijo el guerrero con un respingo.

El mago examinó uno de los cuerpecillos exánimes. Posó la mano dorada sobre el pelaje atigrado del animal y lo acarició con suavidad. Luego se aproximó a otro, le levantó la cabeza y observó las brillantes pupilas. Repitió la operación con otro gato, y después otro, y otro más.

—No lo comprendo. ¿Qué ha acabado con todos ellos? ¿Veneno? —inquirió Caramon con un hilo de voz.

—No están muertos.

—Pues a mí me lo parecen.

—Te aseguro que viven, no te quepa la menor duda. Sin embargo, a pesar de que sus cuerpos respiren, no ocurre lo mismo con sus mentes.

El hombretón se inclinó sobre uno de los animales y rozó el suave pelaje. Percibió calor bajo la palma de la mano, el tenue latido del pequeño corazón, el exiguo ritmo respiratorio.

El gato negro se plantó frente a él de un salto, arqueó el lomo y bufó.

—Calma, amigo, no lo lastimaré —dijo el guerrero mientras se incorporaba y retrocedía un paso a fin de tranquilizar al animal. Luego se volvió hacia su gemelo—. Tenías razón, Raist. ¡Están vivos!

—En respuesta a tu primera pregunta, te diré que no han sido envenenados. Ninguno de los tóxicos que conozco tiene efectos semejantes.

—¿Cuál es la causa?

—No se me ocurre otra explicación que la magia, si bien el conjuro capaz de producir tan devastadores estragos escapa a mis conocimientos.

Caramon se sumió en un silencio meditabundo.

—¿Entonces sospechas que es obra de un hechicero? —preguntó al cabo.

—Uno extraordinario, poderoso, sí. Tal vez más que el propio Par-Salian.

El guerrero no pudo evitar un estremecimiento al recordar al poderoso archimago de la Torre de la Alta Hechicería.

Durante los últimos minutos, el gato negro atendió a la conversación de los hermanos, de quienes no apartó las pupilas relucientes ni por un instante.

Raistlin alzó los brazos y pronunció unas palabras en el enrevesado y arcano lenguaje de la magia. Surgió un resplandor tenue y al momento una aura rojiza se extendía por toda la caverna y se propagaba al túnel por el que accedieran. El mago sonrió satisfecho.

—Perfecto. Así podremos regresar aquí en el momento que lo deseemos. —Giró sobre sus talones, dispuesto a abandonar la gruta.

—Pero…

—No hay nada que hacer. No está en mis manos el resucitar a estos animales. He de regresar a la posada y reflexionar sobre lo acaecido. Tú, no lo olvides, tienes una cita esta noche.

El mago se encaminó hacia el túnel. Caramon permaneció inmóvil un momento. Volvió la mirada y contempló los cuerpecillos inertes con el corazón rebosante de tristeza. Extrajo de un bolsillo el amuleto adornado con lentejuelas y lo dejó sobre el suelo empapado de sangre.

—Lo siento —se dirigió al gato negro.

Pero el felino había desaparecido.