—Aceptamos el encargo —anunció Raistlin.
La dignataria les dedicó a los compañeros una mirada de extremada complacencia.
—Gracias. No sabría decir por qué, pero presentía que lo haríais.
Con un movimiento lleno de gracia, tomó asiento en una silla situada frente a una de las armaduras cuyos guanteletes sostenían un hachero más alto que el kender. Shavas gesticuló y los invitó a sentarse con ella. A Caramon le pareció que la mujer lo miraba con una expresión cómplice.
«Sabe que estuve en su dormitorio», se dijo para sus adentros mientras enrojecía abochornado. «Sabe que… que tuve entre mis manos su chal». A fin de ocultar su nerviosismo, se volvió hacia los estantes de libros y cogió el primer tomo que encontró.
Raistlin hablaba con la dignataria acerca de las condiciones del acuerdo y hacía preguntas sobre los relieves de las murallas. Él hombretón no les prestó atención y sus pensamientos se centraron en la hermosa mujer. Rica, instruida, de alta cuna… Estaba muy por encima de él, fuera de su alcance, como lo estaban las lunas y las estrellas.
«Me estoy comportando como un idiota», pensó Caramon. «Una mujer como ella jamás se enamoraría de mí. Mis relaciones se limitan a mujeres como Maggie…». A pesar de tales razonamientos, no podía apartar su hambrienta mirada del rostro seductor de la dama.
—Cuando se descubrió la ciudad, la mayor parte de las murallas carecía de relieves —decía Shavas en ese momento—. Creemos firmemente que fueron los primeros dioses quienes proporcionaron la piedra blanca a los maestros canteros constructores de la ciudad. Es indestructible, aunque han sido muchos los que han intentado romperla. No obstante, la gente advirtió que, a medida que transcurrían los años, los relieves aparecían de manera paulatina, como si alguien los esculpiera en la piedra de forma mágica. —Shavas dirigió la mirada a la figura inmóvil del hechicero—. Los relieves representaban los eventos más destacados de Krynn, como la caída del Príncipe de los Sacerdotes de Istar; la Leyenda de Huma; la historia de Soth, Caballero de la Rosa Negra. Al parecer, una fuerza desconocida esculpía la historia del mundo en las murallas.
«El caballero Soth. Qué nombre tan estúpido», pensó Caramon y volvió la vista a los libros. Abrió otro ejemplar y lo empezó a hojear. «¡Qué libro más tonto!», sentenció el guerrero para sí, mientras pasaba una hoja tras otra hasta llegar a la última. No tenía dibujos, ni texto, ni nada.
Se encogió de hombros y devolvió el ejemplar a su sitio, en la estantería de donde lo había cogido. Miró al grupo sentado y se encontró con que Shavas lo observaba con detenimiento. El guerrero enrojeció bajo la penetrante mirada.
—¿Has encontrado algo interesante? —inquirió la dama.
—Lo dudo —respondió Raistlin por su hermano—. Caramon no es muy aficionado a la lectura. Por el contrario, yo estaría encantado si me permitieseis pasar un rato en vuestra biblioteca.
—Desde luego. Dispón de mi casa y de sus servicios con entera libertad. Os lo digo a los tres —agregó, mirando al guerrero.
El hombretón esbozó una sonrisa, recobrada en parte su seguridad ante las palabras de la mujer.
—Es preciso que nos reunamos también con los otros miembros del cabildo de la ciudad —intervino el mago con aspereza.
Caramon miró a su gemelo. Si no fuera por lo ridículo que le resultaba, habría jurado que Raistlin ¡estaba celoso!
—He organizado una entrevista para esta noche. Como dije, presentía que aceptaríais el trabajo —dijo Shavas con una sonrisa sugestiva.
* * *
La reunión se celebró en la mansión Brunswick, situada entre la calle de la Puerta del Éste y la de la Puerta del Sur. El caballero había enviado a su familia a pasar la velada fuera de la casa, con el propósito de contar con la intimidad que requería la delicada entrevista.
Los representantes oficiales de la ciudad se dieron cita en el despacho del anfitrión, la estancia en la que se conservaba la maqueta a escala de la población. Había varias mesas y sillas repartidas por la abarrotada habitación y, por tanto, el cuarto parecía más pequeño de lo que en realidad era.
Caramon experimentaba una ligera sensación de claustrofobia, además del nerviosismo que despertaba en él la perspectiva de ser sometido a una serie de preguntas por parte de personas tan relevantes como los consejeros de Mereklar.
—Tranquilízate, hermano. No es preciso que intervengas en la conversación. Yo me encargaré de darles la réplica —susurró el mago desde las sombras envolventes de la capucha.
—De acuerdo, Raist. Como quieras —aceptó el guerrero, más que aliviado por la decisión de su gemelo.
Earwig, por su parte, había superado en apariencia la irritabilidad inusual de las últimas horas y era el mismo de siempre; con su inveterada costumbre de tocar y hurgar en todo, obligó a Caramon a estar tan pendiente de él, que el guerrero apenas prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. El kender casi volcó la maqueta y poco después lo sorprendieron in fraganti cuando ocultaba un libro en la mochila. Por último, Caramon lo agarró por el cuello de la túnica y lo incrustó en el sillón, entre él y su hermano, en tanto lo amenazaba con maniatarlo si movía un solo dedo. Un momento después, Earwig, aburrido de tanta inmovilidad, extrajo el peculiar ovillo de alambre que había encontrado en el claro del bosque tras la emboscada y lo sacudió con el propósito de sacar el abalorio que colgaba en el interior.
Shavas fue la primera en entrar en la estancia y se acomodó en una silla frente a los compañeros, al otro lado del modelo de la ciudad. Lucía un vestido blanco que se ajustaba a su cuerpo y que contrastaba de un modo perfecto con el oscuro cabello trenzado.
Lord Brunswick, el propietario de la mansión, fue el segundo en aparecer. Cruzó la estancia con pasos mesurados y se sentó junto a Shavas. Su semblante carecía de expresión y manifestaba una rígida actitud oficial. Otro caballero, lord Alvin, hizo acto de presencia. Se acomodó frente a lord Brunswick en tanto dedicaba una mirada torva en dirección a Raistlin.
Otro grupo de consejeros y consejeras franquearon las puertas dobles de la estancia. Un hombre de corta estatura, pelo oscuro y bigote tomó asiento junto a lord Brunswick. A la izquierda de Alvin se acomodó otro hombre, larguirucho y desgarbado.
Entró una mujer. Llevaba el cabello peinado muy tirante, sujetos los tiesos mechones con un prendedor de plata. La acompañaba un hombre de aspecto impasible que vestía un jubón gris, calzas y una camisola del mismo tono, aunque más oscuro. Debajo del ojo, en la mejilla izquierda, tenía una pequeña cicatriz, y se peinaba el cabello oscuro hacia un fado.
Otros tres personajes hicieron su entrada en la sala. Dos eran hombres. Uno de ellos se cubría con una túnica amplia de color marrón que señalaba su calidad de clérigo de alguna secta religiosa. El otro llevaba un peto de armadura realizado en acero, y unas grebas de cuero. La tercera era una mujer, ataviada con una larga túnica azul. Portaba un amuleto, pero el emblema quedaba oculto.
Shavas se levantó de la silla.
—Raistlin Majere, Caramon Majere, Earwig Fuerzacerrojos, os presento al Cabildo de Mereklar: Lord Brunswick, Consejero de Agricultura y nuestro amable anfitrión. Lord Alvin, Consejero de la Propiedad. Lord Young, Magistrado Supremo. Lord Creole, Consejero de Trabajo. Lady Masak, Maestre de Bibliotecas y Archivos. Lord Wrightwood, Consejero de Finanzas. Lord Cal, Comandante de la Guardia. Lady Volia, Consejera de Bienestar Social. Lord Manion, Consejero de Asuntos Internos… —Shavas hizo un alto—. ¿Dónde está Manion?
Los consejeros miraron a su alrededor.
—Lo ignoro. Estaba enterado de la reunión; yo mismo se lo comuniqué —dijo Alvin con acritud.
—Nunca se retrasa. Esto no me gusta. —Shavas se mordió el labio inferior. Una línea quebró la tersura marmórea de la piel de su frente. Raistlin advirtió que los delicados dedos de una mano se crispaban.
—Tal vez deberíamos esperar —sugirió el mago, a la vez que se ponía de pie.
—No… no. No demorará mucho, estoy segura —respondió la dignataria quien, con un evidente esfuerzo de voluntad, asumió una expresión más relajada.
—Como gustéis, Gran Consejera.
—Disculpa, Shavas —intervino lord Cal—. Quisiera hablar contigo y con los otros miembros del cabildo. En privado.
Los consejeros hicieron un aparte en un extremo de la sala; sus voces llegaban hasta Raistlin en murmullos incomprensibles. El mago, al estudiar a los mismos que antes le habían observado a él, llegó a la conclusión de que no confiaba en ninguno. La experiencia adquirida en previos acuerdos alcanzados en el pasado con otros dirigentes le había enseñado que las alianzas entre los de su clase solían resultar tan intangibles como peligrosas.
«El que cae en los hilos de la intriga no tarda en servir de alimento a la araña», citó para sí el proverbio de Eyavel, el gran revolucionario político.
Se preguntó acerca de qué estarían discutiendo; cuando consideraba la posibilidad de acercarse con disimulo para captar algún retazo de la conversación que le diera una pista, una risita estridente le trajo a la memoria algo importante que había planeado. Alargó su descarnada mano dorada por detrás de Caramon, aferró al kender por la pechera de la camisa y lo atrajo hacia sí.
—Earwig, ¿reconoces a alguno de estos hombres? ¿Alguno de ellos trató de matarte en la taberna?
El hombrecillo negó de inmediato con un enérgico cabeceo.
—No, Raistlin. Pero si lo deseas, les puedo preguntar si saben quién…
Las pupilas del hechicero centellearon a la par que la mano apretaba su presa.
—Si dices una sola palabra, te convertiré en figura de cristal y te arrojaré desde lo alto de un acantilado.
—¿En serio? ¿Te tomarías tantas molestias por mí? —Earwig, muy conmovido por la generosa oferta del mago, posó su mano sobre los dedos delicados para estrecharlos con afecto.
—¡Aaay! —El hechicero apartó raudo la mano—. ¿Qué has hecho? ¡Me has quemado!
—¡Nada! ¡Te juro que no he hecho nada, Raistlin! —protestó Earwig, que se miraba su propia mano con total desconcierto.
El hechicero lo aferró por la muñeca. Al levantarla para observarla mejor a la luz de una lámpara, descubrió el sencillo anillo de oro en el dedo anular.
De inmediato, echó una fugaz ojeada en derredor para cerciorarse de que nadie los miraba. Los consejeros continuaban inmersos en sus asuntos y ninguno se había percatado del incidente.
—Earwig, ¿de dónde has sacado este anillo? —inquirió en un susurro.
—¿Anillo? ¡Ah, te refieres a éste! Lo encontré por ahí. Creo que se le cayó a alguien —replicó el kender con desparpajo.
Raistlin sostuvo el dedo que portaba la joya y musitó un simple sortilegio. El aro de oro empezó a emitir un resplandor, como si reflejara una luz de fuente desconocida.
—Magia —sentenció el hechicero y, acto seguido, procuró extraer el anillo del dedo del hombrecillo.
—¡Ay! ¡Detente! ¡Me haces daño! Oye, ¿dijiste que mi anillo es mágico? —instó Earwig con ansiedad. Raistlin soltó la joya y el kender se frotó la mano.
—No, Earwig. Dije «magia». Qué trágica pérdida para quien haya extraviado tan valioso anillo…
—¡Por favor, basta de discusiones! Iniciemos la sesión. —La voz de Shavas, más tensa de lo normal, interrumpió al mago. Cuando todos los presentes en la estancia regresaron a sus respectivos asientos, prosiguió—. Ésta asamblea del Cabildo de Mereklar difiere de cuantas se han celebrado hasta la fecha. Nuestra ciudad peligra y el destino del mundo se ha convertido en materia de controversia. Hemos solicitado el concurso de los hombres que tenéis ante vosotros para que nos ayuden en esta grave crisis —dijo, señalando con un gesto de la mano a los compañeros—. Tenéis la palabra para realizar las preguntas que consideréis oportunas.
—Resulta una coincidencia en extremo curiosa el hecho de que sea precisamente ahora cuando aparece un mago en escena. ¿Quién nos asegura que no es él la causa del problema? ¡Todos conocemos las constantes conspiraciones de los hechiceros, encaminadas a dominar el mundo! —exclamó lord Alvin al tiempo que apuntaba a Raistlin con un dedo acusador.
—¡Repito, Gran Consejera, que no lo necesitamos, ni a él ni a sus negras artes! —lord Cal se sumó a la protesta—. La guardia de la ciudad se encargará del asunto. ¡Sólo nos hace falta un poco más de tiempo!
—Os ruego moderéis vuestra actitud, lord Alvin. Carecéis de pruebas sobre las que basar vuestra acusación. Y vos, lord Cal, mostraos más respetuoso con nuestros invitados —ordenó Shavas—. No me cabe la menor duda de que si lord Manion se encontrara entre nosotros, estaría de acuerdo con las medidas que he tomado.
—Disculpad, señores, por mi actitud ofensiva —se disculpó lord Alvin, aunque las palabras sisearon al salir a través de sus dientes apretados.
Por su parte, lord Cal se encerró en un hosco mutismo y por un momento pareció que abandonaría la sala a todo correr; sin embargo, se doblegó ante la gélida mirada que le lanzó Shavas.
—El mago está aquí sólo por las diez mil monedas de acero —declaró lord Brunswick.
—No. Muy por el contrario, Raistlin Majere ha declinado cualquier clase de recompensa.
Cogidos por sorpresa, los consejeros intercambiaron miradas atónitas. Caramon, tan estupefacto como ellos, contempló a su hermano con incredulidad.
—Entonces, espera obtener algún otro provecho —sentenció él Consejero de la Propiedad en un susurro apenas audible.
—He de recordaros, lord Alvin, que de acuerdo con la tradición los servicios de un hechicero son gratuitos durante el Festival del Ojo. —La voz de Raistlin salió de las profundidades de la capucha con la que se cubría el rostro.
—Y yo quisiera recordaros, «maestro», que el festival no es más que una celebración infantil; ¡ni leyendas ni historias cambiarán tal circunstancia! Decidnos el verdadero motivo de vuestra presencia aquí… ¡si es que os atrevéis! —se mofó el consejero.
—¡Lord Alvin! —gritó Shavas, atónita—. ¡Puesto que lord Manion no está aquí para imponeros silencio, os expulsaré de esta asamblea si persistís en semejantes exabruptos!
—Agradezco vuestra intervención, Gran Consejera —dijo Raistlin, a la par que se levantaba del asiento con deliberada lentitud, sin soltar de la mano el Bastón de Mago—. No obstante, el consejero está en su legítimo derecho al formular su pregunta. El motivo que me induce a permanecer en vuestra ciudad es el gran interés que ha despertado en mí. Jamás había visto un lugar en el que concurrieran tantas maravillas y haré cuanto esté en mi poder para ayudaros. Nosotros, los túnicas rojas, no practicamos las artes oscuras de nuestros hermanos que visten los ropajes negros. Nosotros sólo buscamos la luz del discernimiento y el incremento de nuestra sabiduría.
—Si comprendí bien, queréis decir que os daréis por bien pagado con la experiencia que saquéis de este trabajo, ¿no es así?
Era la consejera Volia la que se dirigía al mago. La mujer, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, observaba con detenimiento sus reacciones.
—Sois muy perspicaz, señora. Tanto mis compañeros como yo consideramos edificante socorrer a aquellos que lo precisan sin que nos mueva la ambición de una burda recompensa material —contestó Raistlin con actitud modesta.
Caramon sabía que su hermano mentía. Jamás había rechazado una oferta de dinero. Entonces, ¿por qué les decía eso? ¿Qué tramaba en realidad?, se preguntó el guerrero. Al mirar a la Gran Consejera, que en ese momento contemplaba a su gemelo con admiración manifiesta, Caramon adivinó la respuesta. El amargo sentimiento de los celos lo embargó.
El silencio se había apoderado de la estancia; la frase del mago los había cogido por sorpresa y no reaccionaban. Sin embargo, al guerrero no le pasó inadvertido que tanto lord Alvin como lord Cal no estaban convencidos y mostraban una actitud desconfiada. Por el contrario, era obvio que los otros consejeros y consejeras cambiaban poco a poco de opinión.
—¿Cómo iniciaréis la investigación? —inquirió lady Masak.
Raistlin se volvió hacia la dama e hizo una leve reverencia.
—Disculpadme, señora, si me abstengo de descubrir mis métodos. No acostumbro discutirlos en público.
Las palabras del hechicero provocaron un alboroto; todos los consejeros empezaron a hablar, o a gritar, a la vez. Caramon refunfuñó por lo bajo, cansado de permanecer en el mismo sitio durante tanto rato, y se removió inquieto en el sillón.
Earwig se rascaba la mano con gesto ausente; la zona de la piel en contacto con el anillo había adquirido una tonalidad rojiza y se le había irritado de tanto frotársela.
—¡Esto no puede continuar así! —gritó Shavas, al tiempo que hacía una seña con la mano a lord Cal—. ¡Ve a buscar a Manion!
El Comandante de la Guardia abandonó la sala.
* * *
El consejero Manion se cubrió los hombros con la capa y ajustó los cierres del cuello, unidos entre sí por una cadena de oro trenzada como una cuerda. Se dio media vuelta a fin de comprobar si todo estaba en orden en el vestíbulo principal; satisfecho del resultado, apagó la lámpara, salió al exterior y cerró la puerta con una llave grande de bronce.
La mansión Manion guardaba una gran semejanza con las de los otros dirigentes de Mereklar. Era un edificio de planta rectangular, construido con la piedra blanca, con ventanales que jalonaban todos los muros. No obstante, el aspecto de la casa daba una sensación de dejadez. El Consejero de Asuntos Internos no era un hombre acaudalado. Corría el rumor de que había dilapidado su herencia con mujeres y en las tabernas. No disponía de carruaje propio, aunque por fortuna la mansión Brunswick estaba bastante cerca y podía llegar a pie.
Lord Manion caminó calle adelante en dirección al centro de la ciudad. Tras recorrer un trecho de la población, el trayecto elegido por el caballero cruzaba por un parque público. Mientras andaba, alzó la vista al cielo y observó las estrellas y las lunas. La contemplación de los círculos casi completos de Solinari y Lunitari lo hizo sonreír.
Pronto, pensó. Muy pronto.
En el profundo silencio de la noche, las pesadas botas negras del caballero levantaban ecos en las losas blancas de la acera. Los habitantes de la ciudad se encerraban en el refugio seguro de sus hogares y habían atrancado las puertas a causa del vago y desconocido terror exterior.
El caballero sonrió y sacudió la cabeza, divertido por la estupidez de sus conciudadanos. Entonces, de manera imprevista, cuando giraba en una esquina, escuchó un gruñido sordo.
Manion volvió la vista al tramo de la calle que había dejado atrás. Las burbujas mágicas de luz alumbraban la acera sin dejar resquicio a las sombras. No vio nada sospechoso y reanudó la marcha, aunque de tanto en tanto echaba fugaces ojeadas sobre el hombro.
Se escuchó de nuevo el gruñido, más cercano en esta ocasión; el caballero percibió asimismo un suave rumor de pisadas. En lugar de detenerse y dar media vuelta para ver de qué se trataba, Manion aceleró el paso. Las botas repicaron con más fuerza sobre el pavimento. Por fin, alcanzó el parque y respiró más tranquilo. La arena suelta del sendero amortiguaba el sonido de sus pasos y los altos árboles le servían de cobertura. Ya no escuchaba las pisadas de su perseguidor.
El caballero sudaba y respiraba de manera entrecortada, jadeante. Se agazapó tras un árbol, con la espalda apretada contra la áspera corteza del tronco, y desenvainó una daga de hoja larga y afilada punta curvada. Su mano crispada se cerró en torno a la empuñadura recamada de joyas. Aguardó en su escondrijo, quieto y silencioso como la propia noche que lo rodeaba, alerta, contando los latidos de su corazón, aguzando los sentidos de la vista y el oído al máximo de su capacidad.
No escuchó nada, no vislumbró nada. Lord Manion suspiró aliviado.
De pronto, un brazo le rodeó el cuello y le golpeó la cabeza contra el tronco del árbol, al tiempo que una mano aferraba la daga y la arrojaba entre la maraña de un arbusto cercano; quedó inmovilizado y desarmado en una única maniobra tan veloz como efectiva.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —susurró el atacante que vestía de negro, una sombra entre las sombras.
Manion miró el rostro de su oponente; a la titilante luz de las lunas vislumbró unas pupilas rojas. Una expresión mezcla de desprecio y odio contrajo el semblante del caballero, que escupió al asaltante.
—¡Respóndeme! —siseó el hombre de negro, a la vez que apretaba el cerco de su brazo en la garganta de Manion.
El caballero levantó la rodilla con brusquedad y la incrustó en el estómago del otro, que salió disparado hacia atrás. Manion saltó por el aire y cayó sobre él, a la par que procuraba aferrarlo por el cuello.
El hombre de negro levantó el brazo derecho en un arco horizontal y la mano, acabada en afiladas garras, cruzó sobre el pecho de Manion en un movimiento de barrido. En la camisa de seda blanca del caballero se abrieron unos tajos oscuros. Manion exhaló un grito agónico. El atacante cerró la otra mano en torno a su garganta, lo alzó en vilo y lo arrojó al suelo.
El consejero sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento y de inmediato reanudó la pelea en un arrebato de furia, sin más armas que sus propias manos. Las garras lanzaron un nuevo zarpazo, y en esta ocasión desgarraron carne. Manion se desplomó sobre las rodillas y el asaltante levantó la pierna derecha y le propinó una patada que lo arrojó con violencia hacia atrás y lo tumbó despatarrado en el suelo, dejándolo en una postura de total indefensión. El hombre de negro se inclinó sobre él y alargó una mano con el propósito de que se levantara.
Manion golpeó con la cabeza en el pecho de su oponente, lo aferró por las piernas y empujó con todas sus fuerzas. El empellón envió al atacante contra el tronco de un árbol.
Se escuchó un resoplido al escapar de golpe el aire de sus pulmones; después, se desplomó en el suelo sobre las rodillas, como un momento antes le ocurriera al consejero. Manion lo levantó por el cuello de la camisa y le propinó un puñetazo en la mandíbula; la cabeza retrocedió frente al seco impacto y rebotó contra el tronco. El asaltante, aunque menguado de reflejos, esquivó el siguiente golpe y el puño del consejero se estrelló contra el tronco. Manion, que todavía sujetaba a su enemigo con la otra mano, lo arrojó al suelo de un empellón y lo pateó con tanta saña que la puntera de la bota se desgarró.
El hombre de negro se desplomó, y el consejero se le acercó. Una expresión de odio, de crueldad, desfiguró las facciones de su rostro; levantó la pierna, dispuesto a estrellar la bota directamente en la cabeza del caído. Aquél breve instante de vacilación era todo lo que el asaltante necesitaba: le atenazó la pierna y se la retorció con violencia. Se escuchó un crujido. El hueso de la cadera se había astillado. Manion se desplomó, al tiempo que un aullido escalofriante rompía el silencio de la noche.
El otro hombre se puso de pie. Aferró por la garganta, con una sola mano, al Consejero de Asuntos Internos y lo izó en el aire; gruñó sordamente, y el gesto descubrió unos dientes inusitados, largos y puntiagudos.
—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó otra vez.
—Serás destruido, al igual que todos los de tu especie —gritó Manion con voz enronquecida.
—¿Estás seguro?
El hombre de negro retorció la cabeza del consejero con un tirón seco y brusco. Las vértebras del cuello crujieron. El cuerpo de Manion quedó inerte, aunque por un instante sus ojos adquirieron una extraordinaria vitalidad… una desmedida malevolencia.
El asesino arrojó el cadáver al suelo y se inclinó sobre él. Las garras afiladas como cuchillos desgarraron capa y vestiduras, piel y músculos.
* * *
—Tendrás todo cuanto necesites, Raistlin —dijo Shavas.
Concluidas por fin las discusiones, se había levantado la sesión. Lord Cal no había regresado y Caramon se preguntaba si la dama no lo habría enviado a cumplir alguna clase de misión imaginaria con el único propósito de librarse de él.
—Gracias, Gran Consejera… y miembros del cabildo —respondió el mago con un rastro de ironía en la voz.
—¿Cuándo empezaréis? —se interesó lady Masak.
—Ya lo he hecho, señora. —El hechicero esbozó una sonrisa que provocó una cierta alarma en la mujer.
Los presentes iniciaban los preparativos para marcharse y recogían las notas tomadas durante la asamblea, cuando de repente las puertas dobles de la sala se abrieron de golpe y dieron paso a lord Cal.
—¡Gran Consejera! ¡He de hablar con vos!
La voz del Comandante de la Guardia denunciaba la tensión a que se hallaba sometido en aquel momento. Al llegar junto a Shavas, le susurró algo al oído. El semblante de la mujer se tornó lívido; tragó saliva con esfuerzo, abrió la boca para hablar, pero enseguida la cerró sin articular sonido alguno.
—Caballeros, he de dar cierta información a los consejeros en privado. ¿Nos disculpáis, por favor? —dijo lord Cal a los compañeros.
No se trataba de un ruego; era una orden. Raistlin y Caramon salieron de la estancia, aunque el guerrero regresó al momento para agarrar al kender y arrastrarlo tras él.
—¡No se refería a mí! —protestó Earwig mientras forcejeaba para librarse de las zarpas de Caramon—. ¿No has oído que ha dicho «caballeros»? ¡A mí nunca me han llamado así!
Las puertas se cerraron a sus espaldas. El mago aguardó hasta que se escuchó el chasquido de la cerradura y entonces soltó con rapidez uno de los saquillos colgados de su ceñidor. Del interior, sacó la taza en la que preparaba las infusiones de hierbas, la puso contra una de las paredes, pegó el oído al otro extremo y escuchó con atención. Del otro lado de la pared llegó un chirrido y Raistlin se apartó de un salto a la vez que escondía la taza entre los pliegues de la túnica.
Se abrieron las puertas y Shavas salió al vestíbulo.
—Lo lamento, pero hemos de finalizar nuestra reunión en este punto. Mi carruaje os conducirá a vuestro alojamiento.
Los miró un momento, como si quisiera agregar algo más pero dudara de hacerlo o no. Luego sacudió la cabeza y llamó con un ademán a un sirviente, dio media vuelta, regresó a la sala y cerró la puerta tras ella.
—¿Qué escuchaste? —Caramon se acercó a Raistlin, que, inmóvil, se apoyaba con actitud pensativa en el bastón; la mirada fija en las puertas por las que había desaparecido la mujer.
—Lord Manion ha sido asesinado. Encontraron su cuerpo en un parque, cerca de aquí.
—¿Asesinado? —El guerrero abrió unos ojos como platos.
—Disculpad, señores. —El cochero entró en el vestíbulo—. La Gran Consejera Shavas me ha dado instrucciones para que os conduzca a la hostería.
—Tal vez no estemos dispuestos a march… —comenzó Caramon.
Raistlin posó la mano sobre su brazo.
—Estoy agotado. Me vendría bien el descanso de una noche. —Dio un paso adelante, mas se detuvo de improviso y miró a su alrededor—. ¡Mi bastón! ¡Lo he olvidado en el despacho!
—No, te equivocas. Lo tenías hace un momento… —El hombretón se quedó boquiabierto. El cayado no se veía por ninguna parte.
—No deseo interrumpir la reunión de los consejeros. —Raistlin se volvió hacia el cochero—. Si no tenéis inconveniente en esperarnos, señor, pronto partiremos. Aguardad afuera —agregó, e indicó la puerta de salida con un ademán.
El hombre vaciló, pero al no haber recibido órdenes al respecto, abandonó el vestíbulo.
El hechicero exhaló un suspiro de alivio.
—Bien. Ahora, Caramon, saldremos de esta casa sin que nadie lo advierta. Ha de haber otra puerta… Ah, sí. Iremos por esa de allí.
—¿Adónde vamos?
—Al parque. Examinaremos con nuestros propios ojos el lugar de los hechos y el cadáver.
—¡Guau! —exclamó Earwig, arrobado.
Raistlin oteó el espacioso vestíbulo y después caminó con una viveza inusual. Caramon fue en pos de él. A lo largo de su vida había visto demasiados hombres muertos y no le seducía la idea de ver otro más. De pronto recordó algo.
—¡Eh, Raist! ¿Y el bastón?
El mago se volvió hacia su hermano.
—¿Qué ocurre con él? —preguntó.
El Bastón de Mago se hallaba en su mano dorada.
* * *
El parque en el que había tenido lugar el ataque estaba profusamente iluminado con las antorchas y fanales que portaban los hombres de la guardia, ataviados con uniformes azules y altos yelmos. Formaban un círculo amplio en torno al cadáver, y no apartaban la mirada de él, en tanto intercambiaban comentarios en voz baja, preñada de horror. Ninguno advirtió la presencia del mago, que salió en silencio de las sombras y permaneció inmóvil tras ellos.
Los restos destrozados de lord Manion yacían sobre la hierba, con los miembros torcidos en ángulos inverosímiles. Al parecer, le habían separado casi por completo la cabeza del tronco.
—Le rompieron el cuello —dijo uno de los guardias—. Y lo han degollado. De hecho, le han sacado casi todas las vísceras, como si una mano gigantesca lo hubiera abierto en canal y se las hubiera arrancado.
A Caramon, asomado por encima del hombro de su hermano, se le revolvió el estómago y apartó la vista. Había presenciado la muerte violenta de muchas personas con anterioridad, pero en un campo de batalla. El asesinato a escondidas, amparado en las sombras de la noche, le causaba náuseas.
Earwig observaba la escena en silencio, erguido, paralizado el cuerpo, salvo por la mano que daba vueltas y más vueltas al anillo de oro; su semblante, siempre alegre y despreocupado, estaba tenso, había adquirido un tinte ceniciento. Tragó saliva con dificultad y, por último, tiró de la manga del hechicero.
—Raistlin —llamó con un soplo de voz.
La mirada del hechicero lo hizo enmudecer.
—Esto no ha sido hecho por una mano —se mostró en desacuerdo otro de los guardias—. Al menos, no por una mano humana. ¡Fueron garras! ¡Garras gigantescas!
—Lady Shavas, no tendríais que estar aquí —intervino una voz que Caramon reconoció como la de lord Cal—. Es un espectáculo espantoso.
—Soy la Gran Consejera. Cumplo con mis deberes.
Shavas se adelantó un paso hacia la zona iluminada. Bajó la mirada hacia el cuerpo destrozado y al punto se llevó la mano a la boca y se volvió de espaldas. Los otros miembros del cabildo que la habían seguido empujaron a los guardias para ver el cadáver.
—Brunswick, acompaña a la Gran Consejera a su casa —ordenó lord Cal.
El aludido tomó a Shavas por el brazo; se disponía a conducirla fuera del círculo iluminado cuando descubrió a Raistlin.
—¡Tú! —gritó descompuesto.
—¿Qué hacen estos hombres aquí? ¡Guardias, que se marchen! ¡Ahora! —ordenó lord Alvin, a la par que los señalaba con un dedo tembloroso.
—Raistlin, te lo ruego. Márchate. Es un asunto personal, una gran pérdida para nosotros… —intercedió Shavas, algo recobrada de la impresión.
Uno de los guardias se adelantó con el propósito de agarrar al mago por el brazo, pero la mirada de las pupilas en forma de reloj de arena lo obligó a detenerse. Caramon se acercó a su hermano de una zancada, preparado para la contingencia de que solicitara su ayuda. Earwig, silencioso y estático, miraba el cadáver como hipnotizado.
—No os preocupéis, Gran Consejera. No hablaremos de este asunto con nadie —aseguró Raistlin con firmeza.
—Pero yo…
—¿Qué haces aquí, hechicero? ¿Cómo conocías la muerte de este hombre a menos que hayas tomado parte en el asesinato? —instó lord Cal—. ¡Es evidente que pereció a causa de algún repugnante conjuro mágico!
—¿De veras? —inquirió el mago con una actitud de afable interés—. Supongo que eso explica la ausencia de sangre, ¿no es así?
La pregunta los sorprendió a todos. Shavas aspiró de forma entrecortada, con los dientes apretados. Lord Alvin levantó un dedo acusador hacia Raistlin.
—¡Nadie había muerto por la violencia en esta ciudad hasta que entraste en ella!
—No seáis necio —replicó el mago, en tanto volvía la mirada en dirección al cadáver—. No cabe duda de que a este hombre lo asesinaron cuando se encaminaba a la reunión. He estado con la Gran Consejera Shavas todo el tiempo.
—Los hechiceros utilizan a otros para que lleven a cabo sus oscuros designios o, al menos, es lo que se dice —apostilló el Comandante de la Guardia con actitud amenazadora—. Otros…, como por ejemplo sus espíritus sirvientes. ¡Sus demonios encarnados en gatos gigantes!
La Gran Consejera clavó en Cal una mirada tan venenosa que Caramon retrocedió un paso en un movimiento reflejo por eludir la ponzoña que rebosaban aquellos ojos otrora hermosos. Raistlin se dio media vuelta.
—Tal vez será mejor que me marche de vuestra ciudad y la deje librada a sus propios recursos.
—Estoy segura de que no será necesario, Raistlin. —Shavas, sin mirar los despojos del suelo, se aproximó al mago y le posó una mano en el hombro—. ¿No es cierto, lord Cal?
El aludido se puso tenso, como si temiera alguna amenaza encubierta. Tras un nervioso carraspeo, recobró el habla.
—No, por supuesto; no será preciso —admitió.
Por un momento pareció que Shavas se desmayaría; las piernas casi no la sostenían. Al tambalearse, se recostó contra el cuerpo del mago; él le rodeó el talle con el brazo y la sujetó con firmeza.
—¡Raistlin! —insistió Earwig con urgencia.
—¡Ahora no! —El hechicero ni siquiera miró al kender.
La dignataria y él intercambiaron unas palabras en un quedo susurro, un murmullo apenas perceptible para los demás.
Caramon los observaba fijamente. En lo más hondo de su ser bullía una cólera ardiente. ¡Raistlin detestaba que lo tocaran! Sin embargo, allí estaba, ¡envolviendo a Shavas en un prieto abrazo! «¿Cómo puede hacerme esto?», clamó para sí el guerrero con amarga frustración.
Iba a decir algo, no sabía bien qué, cuando divisó un gato que salía de unos arbustos y se detenía junto a un árbol. El animal lo observaba con unos ojos relucientes que las llamas de las antorchas convertían en brillantes pupilas rojizas. Caramon lo llamó con un ademán y el gato se acercó a la carrera. Se aupó en las patas traseras y se aferró a la pierna del guerrero con las delanteras.
—Bueno, al menos tú me quieres —dijo el hombretón, que había reconocido a su peludo amigo negro con el que había jugado una tarde, días atrás—. ¿Quieres subir?
El animal alcanzó el hombro de Caramon de un salto ágil y se acomodó en perfecto equilibrio.
El guerrero volvió la atención hacia su gemelo y Shavas, que continuaban conferenciando. Raistlin mantenía su brazo enlazado en torno a la cintura de la mujer. Caramon alzó la mano y rascó al gato tras la oreja, con gesto ausente.
—Existe un modo de descubrir si este hombre murió por causas mágicas —dijo en aquel momento el hechicero.
Sin más preámbulos, se apartó de la dama y se acercó al cuerpo, sobre el que trazó un arco con el bastón en tanto cerraba los ojos con el propósito de acometer la invocación de un conjuro.
La voz tensa de la Gran Consejera rompió su concentración.
—¡No, maestro! ¡No permitiremos que hagas eso! Tenemos ciertos… rituales sagrados que han de realizarse antes de sepultar el cuerpo.
—Tranquilizaos, señora. No haré nada que interfiera en vuestras creencias religiosas.
—Debo insistir. Te lo ruego, Raistlin. —Shavas se llevó la mano a la joya que adornaba su garganta. Luego, contuvo a duras penas el llanto—. Es una situación muy penosa para mí. Manion era… un gran amigo —añadió por fin.
Raistlin apartó el cayado del cuerpo.
—Lo siento, Gran Consejera. Al parecer, me he comportado de un modo irreflexivo y desconsiderado. Disculpadme.
La dignataria llamó con una seña a uno de los guardias y le dijo algo al oído. El soldado asintió en silencio y echó a correr.
—Las últimas horas han sido de una gran tensión, agotadoras para todos nosotros. Más vale que regresemos a nuestras casas —dijo después la dama a toda la concurrencia.
El guardia retornó al pescante de un carruaje, de acuerdo con las órdenes recibidas. A Caramon le resultó obvio que en esta ocasión no convencerían al sujeto para que los esperase afuera.
Raistlin se cubrió con la capucha y cogió a su hermano por el brazo.
—Vamos, Caramon, Earwig… Marchémonos ya —dijo en un susurro.
El gato negro clavó las uñas en el hombro del guerrero. Sobre la piel apareció una gotita de sangre.
—¡Ay! ¡Eh! —exclamó el hombretón, mientras trataba de quitarse de encima al animal. El felino, sin embargo, se negó en redondo y se aferró a él con tenaz insistencia.
Los compañeros subieron al carruaje. Una vez que Caramon se halló dentro y sentado, el gato saltó con suavidad desde su hombro y se enroscó sobre su regazo, sin apartar las pupilas del mago instalado frente a ellos. El vehículo, conducido por el guardián, recorrió con estruendo las calles vacías, silenciosas.
—Raistlin —llamó de nuevo Earwig, con un hilo de voz.
—¿Qué ocurre, kender? —preguntó el mago con desgana.
—Ése hombre. Era el que trató de matarme en la taberna.
Caramon levantó la cabeza con brusquedad y miró al hombrecillo. Por su parte, el hechicero no movió un solo músculo.
—¿Qué piensas de todo esto, Raist? —preguntó por último su gemelo, sin contener un escalofrío de terror.
—Pienso que nos queda un día, hermano. Sólo uno —respondió el mago.