—¿Por qué tratas de ese modo a la gente, Raist? —demandó Caramon mientras se echaba hacia adelante en el asiento.
Los tres compañeros viajaban en uno de los carruajes privados de la Gran Consejera. Éste, a diferencia del que vieran a primera hora de la tarde, era un vehículo cerrado que los resguardaba del aire fresco de la noche. Raistlin estudió con curiosidad a su gemelo, sorprendido por el timbre antagónico de su voz, tan inusual en el guerrero.
—¿Tratarla de qué modo?
—Lo sabes muy bien. Ella no ha dicho ni ha hecho nada que te lastimara. —El hombretón no acertaba a expresar con palabras la ira que lo embargaba.
—¿Ah, no? —susurró el mago; su murmullo se perdió en los pliegues de la capucha roja y resultó inaudible para su hermano. Luego se desperezó un poco—. No seas ingenuo, Caramon —añadió en voz baja—. Admitirá nuestra ayuda sólo en la medida en que convenga a sus propósitos. Tú mismo la oíste confesar que los otros miembros del cabildo nos detestan y si contratan nuestros servicios es porque, de algún modo, están obligados a hacerlo.
—Es sólo a ti a quien detestan —dijo el guerrero; acto seguido, enmudeció. No comprendía por qué había dicho aquello, a no ser por el súbito malestar que lo aquejaba. Sus entrañas se retorcían como serpientes.
Raistlin dedicó una mirada escudriñadora a su hermano, pero no pronunció una palabra.
—Bueno, ¿entonces aceptamos o no el trabajo? —inquirió Earwig.
—¿A ti qué más te da, kender? ¿Desde cuándo te preocupa trabajar o no? —espetó Raistlin con irritación.
Earwig parpadeó, a la vez que se rascaba la mano. Le escocía y le picaba la piel de uno de los dedos.
—¡Me preocupan muchas cosas! Vosotros nunca me tomáis en serio. ¡Y deberíais hacerlo! En caso contrario, ¡quizá lo lamentéis algún día! —declaró mirando a la cara a los gemelos.
—Vamos, cálmate —murmuró Caramon, sin dejar de frotarse con la mano el estómago revuelto.
—Aceptaremos el trabajo. Es algo decidido desde el principio —comentó el mago.
—¿Cuándo empezamos? ¿Qué haremos en primer lugar? ¡He de saberlo! —instó Earwig con un tono estridente en exceso.
Caramon se volvió hacia el kender. El rostro del guerrero estaba contraído en una mueca mezcla de aturdimiento y dolor.
—¿Por qué te interesa tanto?
—¡Porque sí, y basta! —replicó Earwig con una expresión desafiante, tras lo cual se reclinó en el mullido respaldo del asiento y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué demonios te pasa? —Caramon estaba desconcertado.
—¿Qué nos pasa a todos? —intervino Raistlin con brusquedad.
Los tres guardaron silencio. Cada uno de los gemelos tenía su propia respuesta, pero ni el uno ni el otro la expuso en voz alta.
El trayecto a la posada transcurría de manera tranquila, en medio de la quietud de la noche. Raistlin vislumbró las colgaduras que adornaban muchas de las casas a causa del cercano Festival del Ojo. Sacudió la cabeza con lentitud a la vez que golpeaba el suelo con el Bastón de Mago. ¡Ah, estas gentes! ¡Qué estúpidos ignorantes! Organizaban festejos y celebraban bailes sin conocer el motivo. No sólo lo ignoraban, sino que, aun en el supuesto de haberlo sabido, serían incapaces de comprender el terrible sacrificio que dio origen a esta fiesta.
Para alejar de su mente tan amargas reflexiones, el mago evocó el tiempo pasado con la Gran Consejera. Los momentos de intimidad compartidos habían sido excitantes, aunque demasiado breves. Ella se había escabullido de entre sus brazos con la misma sutileza con que lo había incitado a estrecharla contra sí; había pretextado en un susurro algo sobre los sirvientes que podrían sorprenderlos. Él, en un intento de olvidar la tibieza de su cuerpo, había vuelto de nuevo la atención hacia los libros alineados en las estanterías. Entre los volúmenes, vio textos de taumaturgia, de nigromancia y conjuros de invocación. Ante sus ojos maravillados se sucedían volúmenes de incalculable valor por su contenido en hechizos, sortilegios, fórmulas… Portentos mágicos recopilados a lo largo de las épocas, prodigios perdidos para el mundo desde hacía cientos de años.
«Oí hablar de alguno de estos libros en mis años de aprendizaje. ¿Cómo están aquí? ¿Por qué los tiene ella?», se preguntó. Recordó que Shavas había dicho que los libros se encontraban en la mansión cuando su familia se instaló en ella a raíz del Cataclismo. Desde luego, la explicación resultaba plausible, pero…
El mago se esforzó por rememorar todo lo que había visto en la biblioteca, incluso la decoración, las estatuillas, los cuadros… Encima de una de las mesas reposaban cinco piedras de diferentes matices, muy peculiares, todas ellas de unos diez centímetros de largo, suaves de textura, tan pulidas que reflejaban la luz del hogar. Su apariencia encajaba muy bien con la descripción dada en los textos de las desaparecidas Piedras Mensajeras. En un rincón se alzaba un modelo del universo que reproducía las órbitas de los cuerpos celestes; era un artilugio de bronce, una construcción de piezas móviles, esferas y calibres, resortes para tensar y dar cuerda a los muelles que movían las diferentes partes del inmenso astrolabio.
El roce de una mano sobre la suya lo sacó de su ensimismamiento y dio un respingo sobre el asiento; sin embargo, recobró la compostura de inmediato cuando vio que se trataba de Caramon.
—¡No me toques! ¡Sabes que no lo soporto! —exclamó con violencia.
—Lo siento, Raist, pero… me encuentro mal.
—¿En serio? Shirak.
La luz del bastón brilló en el oscuro interior del carruaje. El mago escudriñó el semblante de su hermano. Tenía las facciones contraídas y bajo los ojos se marcaban unos surcos violáceos y profundos, como si no hubiese dormido durante varios días. El guerrero se dobló hacia adelante, con la espalda encorvada y los hombros hundidos.
—El licor —sentenció Caramon, que se reclinó contra el costado del carruaje en medio de quejumbrosos gemidos.
—¿Cuánto has bebido? —le preguntó su gemelo.
—No mucho —farfulló a la defensiva.
Raistlin observó al guerrero en silencio. Por regla general, Caramon era capaz de tumbar borracho bajo la mesa a cualquier hombre. Alargó la mano y cerró los dedos en torno a la muñeca de su hermano; percibió el pulso, demasiado rápido y alterado. La frente y el labio superior del guerrero estaban perlados de gotitas de sudor.
El mago conocía estos síntomas; los conocía muy bien, pero se negó a admitir la evidencia.
—Deberías controlar tus apetitos, hermano mío.
El carruaje los dejó frente a la hostería. En esta ocasión, el mago socorrió a su hermano y lo sostuvo hasta que franquearon la puerta de El Granero.
—Me encuentro bien, Raist. De verdad —protestó Caramon, avergonzado de su debilidad. Hizo un denodado esfuerzo para enderezarse y rechazó el brazo de su gemelo.
Raistlin lo contempló con fijeza; luego, se encogió de hombros y anduvo, apoyado en el bastón, hacia la escalera que daba al vestíbulo. Earwig lo siguió y remontó los peldaños con desgana. El kender llevaba la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo; no miraba ni a derecha ni a izquierda. Caramon fue en pos de sus compañeros; sus pasos eran inseguros, tambaleantes. El guerrero, en medio de la bruma que le embotaba el cerebro, se preguntó si el techo se desplomaría sobre él como le parecía.
El dueño de la posada se encontraba de pie tras el mostrador del vestíbulo, ocupado en revisar un montón de libros y en hacer anotaciones con una pluma negra. Levantó la vista al oír que entraban sus huéspedes.
—Regresáis tarde, caballeros. Es más de medianoche; por consiguiente, deduzco que vuestra reunión con la Gran Consejera ha transcurrido de manera satisfactoria, ¿verdad?
—En cualquier caso no es asunto de vuestra incumbencia —replicó Raistlin con una voz baja y sibilante mientras cruzaba frente al mostrador y proseguía sin detenerse en dirección a la escalera que llevaba a las habitaciones. El dueño, desairado por la seca contestación, reanudó su tarea.
Caramon tropezó en los peldaños y se cayó de rodillas. El mago volvió la cabeza y se detuvo con una expresión de preocupación en el semblante.
—Sigue, no te detengas —pidió el guerrero, que acompañó las palabras con un gesto conminatorio de la mano—. Necesito… descansar un momento, eso es todo. Me reuniré… contigo en la habitación.
El hombretón se incorporó con esfuerzo y se recostó contra la barandilla. Earwig ni siquiera había vuelto la cabeza y proseguía escaleras arriba, sin pausa.
La mirada de Raistlin fue hacia el kender, que actuaba de un modo tan extraño como su hermano. El mago dudaba a cuál de los dos atender.
—Te esperaré aquí, en el rellano, hermano —decidió por último, sin perder de vista al uno ni al otro.
El guerrero asintió con la cabeza y trepó poco a poco los escalones. Al llegar junto a él, Raistlin sostuvo al hombretón por el brazo y lo ayudó a salvar el trecho que los separaba de la habitación.
—Earwig, abre la puerta.
El kender asintió en silencio e hizo lo que el mago le ordenaba sin salir del mutismo en que se había sumido; actuaba como un sonámbulo. Caramon franqueó el umbral a trompicones. Al levantar la cabeza, captó a la luz del bastón un fugaz movimiento en la profunda oscuridad del cuarto.
—Raist… —comenzó, pero antes de que pudiera añadir algo más, su hermano lo apartó de un empellón hacia un lado.
La afilada punta metálica de un dardo centelleó a la luz del cayado y salió disparada directamente hacia el guerrero. Raistlin se interpuso raudo en la trayectoria del proyectil a la vez que extendía la capa con el propósito de parapetar a su hermano tras los gruesos pliegues del tejido. Otros dos dardos siguieron al primero, pero se enterraron en la tela roja de la túnica del mago antes de que alcanzaran el blanco.
El asesino, una figura vestida de negro, se abalanzó desde las sombras y esquivó al hechicero con una finta digna de un acróbata, brincó sobre el aturdido kender, salvó el tramo de escalones de un solo salto y, un momento después, desapareció en la noche.
Raistlin corrió hacia la ventana al tiempo que extraía de un saquillo un pedazo de cristal con el que se proponía realizar un conjuro, mas para entonces el asesino se hallaba lejos de su alcance. Dio media vuelta y regresó presuroso hacia su hermano, que yacía en el suelo.
—¿Caramon, estás herido? —preguntó de rodillas junto al guerrero.
—No, creo… creo que no.
Alzó los ojos hacia su gemelo y vio aquel rostro, siempre impenetrable, impasible, alterado en una expresión de ansiedad, de sincera preocupación. Una cálida sensación recorrió su cuerpo y alejó, aunque de forma momentánea, el mareo y el malestar. En lo más hondo de su ser, en el rincón más recóndito de su alma, Raistlin lo quería. Por saberlo, valía la pena enfrentarse a todos los asesinos del mundo.
—Gracias, Raist —musitó con un hilo de voz.
El mago examinó sus ropajes y arrancó los tres dardos clavados en el tejido. Dos de los proyectiles se habían alojado entre los pliegues, pero el tercero había chocado contra un disco metálico: el amuleto de buena suerte que le había regalado la mujer en El Gato Negro. Raistlin contempló el talismán con una expresión entre asombrada y jocosa.
Entretanto, Earwig, que deambulaba de un lado al otro de la habitación, encontró otro dardo que se le había caído al asesino. Sin decir una palabra de su hallazgo a los gemelos, el hombrecillo lo escondió en un bolsillo.
—¿Necesitas algo, Caramon?
—No, Raist, gracias. Sólo quiero descansar. —El hombretón se desplomó en la cama. Su hermano se sentó a su lado—. Dijiste que no nos atacarían más, puesto que eran muchos los que conocían nuestra presencia en la ciudad.
—No nos atacaron, Caramon —dijo Raistlin, pensativo, mientras examinaba los dardos—. El blanco eras tú.
—¿Cómo? —El guerrero se incorporó y se apoyó sobre los codos.
—¿Por qué alguien querría matar a Caramon? —preguntó Earwig entre bostezos.
—Los dardos iban dirigidos hacia ti. No dispararon ninguno contra el kender ni contra mí. Sin olvidar esta extraña enfermedad que te ha aquejado de manera tan repentina. De no haber estado yo aquí, no habrías reaccionado a tiempo para eludir los proyectiles. Eras una presa fácil, hermano mío.
Raistlin alzó uno de los dardos hacia la luz de uno de los candiles. Olió la punta afilada, echó la cabeza hacia atrás y arrugó la nariz en un gesto de repugnancia.
—Curare… —Con los labios apretados, lo olió otra vez—. No cabe duda. Un veneno altamente mortífero. Fuiste muy afortunado, Caramon. Si ese sujeto hubiera acertado, ahora estarías muerto.
El hechicero acercó el dardo a la llama de la lamparilla; una sustancia viscosa brilló en la punta afilada. Luego se escupió los dedos, los frotó entre sí ligeramente y desprendió el veneno, ahora de un color gris ceniciento, del negro metal del proyectil. Hizo otro tanto con los dos dardos restantes y después los guardó con cuidado en uno de los saquillos.
Acto seguido, apagó la luz del candil y la del bastón, y se asomó a la ventana.
—¿Vislumbraste algo de ese hombre? —preguntó al guerrero, en tanto escudriñaba la calle en busca de posibles indicios que denunciaran la presencia de nuevos intrusos.
—Nada. Vestía ropas negras y era muy rápido.
—Y también era muy bueno con la cerbatana —agregó Earwig mientras separaba la parte superior de la jupak para dejar libre el agujero de salida de su propia arma.
Al abrigo de la oscuridad reinante en la habitación, el kender sacó el dardo envenenado y procuró insertarlo en la cerbatana, pero el proyectil era demasiado grande para el hueco practicado en la vara. Lo contempló con fastidio, si bien no tardó en darse cuenta de que si arrancaba algunas de las plumas encajaría sin demasiadas dificultades. Enseguida, puso en práctica la idea.
—Yo tampoco lo vi bien —dijo Raistlin.
Earwig guardó el dardo desplumado en un pequeño bolsillo oculto de su manga y encajó las dos piezas de la jupak. Acto seguido, desenrolló el petate en medio de bostezos incontenibles, se tumbó y se durmió profundamente.
—Cuando recorriste la mansión esta noche, ¿no te llamó la atención algo insólito? —preguntó el mago de repente.
—¿Insólito? —Caramon se sentía mareado y aturdido y sólo quería dormir.
—Sí, algo raro, sorprendente, anormal. ¿Viste u oíste alguna cosa que te resultara incomprensible?
A la mente del guerrero acudió la imagen del dormitorio de Shavas, el tacto de la seda entre sus dedos, la sensación del frío satén que cobraba calor a medida que lo acariciaba. Una oleada de pasión le hizo bullir su sangre. Caramon reflexionó sobre el hecho de haber oído la voz de Earwig y, sin embargo, el kender juraba y perjuraba que no se encontraba en la habitación. También pensó que había deambulado por la casa durante horas que le habían parecido minutos.
—No. Nada fuera de lo normal —fue su escueta respuesta—. Deja en paz a esa dama, Raistlin, no la inmiscuyas en este asunto. No tiene nada que ver con lo ocurrido. Bebí en exceso, eso es todo. Fue culpa mía.
—Quizá —susurró el mago—. Tengo que entrar en esa casa otra vez… a solas.
—¿Qué? —inquirió Caramon con voz soñolienta.
—Nada, hermano.
Raistlin fue hacia su cama. Sólo cuando escuchó los ronquidos del guerrero y su respiración profunda y regular, se permitió entregarse al sueño.
* * *
Earwig, ¿qué haces?
—Duermo. ¿O es que no lo parece? —replicó el kender con sorna.
Unas garras negras, inmensas, las garras de un felino gigante, le lanzaron un zarpazo. Earwig las esquivó por muy poco.
¿Qué hacen tus amigos?
—También duermen.
¿Los dos? ¿A salvo? ¿Ilesos?
—¡Sí! Y ahora, déjame en paz. ¡Tengo que escapar de este monstruo!
El kender saltó sobre algo parecido a una caja de metal con dientes.
Volveré, Earwig… Volveré… Volveré…
* * *
Al día siguiente, después del reparador descanso de la noche, Caramon se encontraba tan fuerte como siempre. De la extraña enfermedad no quedaba ni rastro. Earwig, sin embargo, se mostraba malhumorado y taciturno.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó el guerrero mientras desayunaban.
—Nada. No he dormido bien, ¿vale?
—Claro, Earwig. No era más que una simple pregunta. —El guerrero estaba atónito—. ¿Qué haremos hoy, Raist?
«Faltan dos días para el Festival del Ojo. No queda mucho tiempo para… ¿Para qué? ¿Ojalá lo supiera», pensó el mago.
—Deberíamos explorar el resto de la ciudad —dijo en voz alta.
—¿Qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué buscas? —inquirió Earwig.
—Nada en particular —respondió el mago a la vez que lo miraba con detenimiento.
—Bien, os acompañaré —anunció el kender—. ¿Adónde iremos?
—En carruaje, a las otras dos puertas de acceso a la ciudad; desde allí, nos dirigiremos a pie hasta el centro.
—El posadero dice que esos carruajes negros son «transportes públicos» —explicó Caramon en tanto repetía con cuidado las palabras desconocidas, escuchadas por primera vez hacía unos minutos—. Al parecer, hay que pagar para que te lleven.
—No, hermano. Será la Gran Consejera Shavas quien pague nuestra excursión —corrigió el hechicero—. Ve en busca de uno de esos vehículos.
* * *
El carruaje llevó a los compañeros a la Puerta del Éste por una calzada exterior, paralela a la muralla. Existían tres vías principales en Mereklar que conducían desde las puertas de las murallas al centro de la población. Varias calles, como la que surcaban los amigos, cruzaban las tres avenidas y proporcionaban un acceso rápido y eficiente a otros barrios vecinos, sin necesidad de llegar al centro de la ciudad. El recorrido hasta la Puerta del Éste les llevó poco más de una hora.
Había gatos por todas partes, tumbados al cálido sol de la mañana sobre las aceras o sobre el regazo de la gente. Otros, más atrevidos, entraban en los comercios y acompañaban a los escasos clientes que recorrían las calles, o trepaban a los tejados para contemplar el mundo de allá abajo.
Earwig reparó en que varios felinos seguían al carruaje, si bien a unos metros de distancia. Cuando el vehículo aminoraba la marcha para esquivar a otro que cruzaba la calle o rodear a los transeúntes que caminaban por la calzada, los gatos hacían otro tanto.
—¡Mirad! —señaló el kender, entusiasmado por el comportamiento de los animales.
Raistlin volvió la cabeza para investigar, y los felinos huyeron en todas direcciones. Todos, excepto uno.
—Es el gato negro. El que vimos en la taberna cercana a la mansión de la Gran Consejera.
—No comprendo cómo eres tan tajante, Raist. Yo no soy capaz de distinguir un gato negro de otro —comentó Caramon.
—No es difícil cuando sólo hay uno así en toda la ciudad. —El carruaje reanudó la marcha—. Mira, nos sigue.
El guerrero se adelantó en el asiento para acercarse a su hermano. Su rostro denotaba una seriedad poco habitual.
—Raist, esto no me gusta. No me gusta nada. Ni la manera en que nos observan los gatos, que parecen vigilarnos; ni que traten de matarnos en emboscadas; ni la forma en que actúa el kender…
—¡Yo no actúo de ninguna manera! —protestó Earwig.
Caramon hizo caso omiso de la airada interrupción del hombrecillo.
—Esto no lo pagan las diez mil monedas de acero. No vale la pena, Raist. Marchémonos… Busquemos una buena guerra, segura, tranquila, normal.
El hechicero no respondió de inmediato, sino que volvió la mirada hacia la parte trasera del carruaje y la clavó en el gato que los seguía. Luego asintió en silencio.
—Tienes razón, hermano. Diez mil monedas no lo pagan.
No añadió una palabra más. Caramon suspiró hondo y se recostó de nuevo en el respaldo del asiento.
Por fin alcanzaron la puerta de la muralla. Al igual que ocurría con el rastrillo de la Puerta del Sur, éste también estaba adornado con placas en las que aparecían grabadas cabezas de gato.
—¿Cómo se llama esta avenida? —preguntó el mago al cochero.
—¿Ésta, señor? Se llama la calle de la Puerta del Éste, señor.
—La Gran Consejera Shavas te abonará la tarifa —informó Raistlin, al tiempo que descendía del carruaje—. Márchate, no es preciso que nos esperes.
—Sí, señor. Gracias, señor.
El cochero azuzó a los caballos con premura, ansioso por alejarse cuanto antes. Arrancó de manera tan precipitada que estuvo a un tris de atropellar a Caramon y a Earwig.
—Ahora que estamos aquí, ¿qué haremos? —se interesó el guerrero.
—Tomaremos una copa —dijo Raistlin mientras se encaminaba hacia la taberna de hyava más próxima.
—¿Qué? ¿A esta hora de la mañana? ¿Desde cuándo…?
—Calla, hermano. Estoy sediento.
De momento, el desconcierto inmovilizó al hombretón, que siguió con la mirada a su gemelo y se preguntó a qué se debía su extraño comportamiento. Por último, se encogió de hombros, agarró al kender por el brazo y siguió al mago.
La taberna de hyava era similar a todas las que habían visitado con anterioridad; servían pequeñas cantidades del peculiar licor en tacitas igual de pequeñas, y disponía de mesas y sillas desplegadas a la puerta del establecimiento, para que los clientes que así lo desearan se instalasen en el exterior. Tanto Earwig como Caramon pidieron una copa de hyava y un pastelillo. Por su parte, el mago ordenó una copa de vino. Los tres se arrellanaron tranquilos en sus asientos y disfrutaron de la cálida caricia del sol.
—¿Por qué has pedido vino? Dijiste que querías hyava —inquirió el guerrero.
Raistlin se llevó la copa a los labios y dio un pequeño sorbo, sin responder a la pregunta de su hermano. Caramon, cada vez más desconcertado, se quedó absorto, rumiando para sus adentros la extraña actitud del hechicero. Entretanto, Earwig, que había engullido de un solo bocado su pastelillo, al ver que su corpulento amigo no se comía el suyo, lo cogió del plato y se lo llevó a la boca.
—¡Eh! ¿Qué demonios haces? —gritó Caramon al tiempo que le daba un cachete en la mano.
—¡Cuidado! —chilló a su vez el kender, mientras procuraba sostener el pastel. Apretó tanto los dedos que la crujiente masa se partió en dos y los trozos cayeron al suelo—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Has estropeado mi dulce!
—¿Qué? ¿Cómo que tu dulce? —reiteró incrédulo Caramon, más que sorprendido por la desfachatez del hombrecillo.
—Como no te lo comías, di por hecho que tenías intención de regalármelo.
—¿Qué te hizo pensar que no me lo comería? Yo… ¡Oh, qué más da! Al menos no se desperdiciará.
Algunos gatos se habían acercado a la mesa y, convencidos de que ni el kender ni el guerrero querían el pastelillo, daban buena cuenta de él y ponían un contundente punto final a la discusión. El guerrero sonrió divertido por la descarada confianza de los animales y se agachó para acariciar a uno de ellos. En aquel momento, atisbó por el rabillo del ojo el movimiento fugaz de una figura vestida de negro agazapada en las sombras.
—¡Earwig! —llamó en un susurro—. ¿Ves a alguien escondido en el callejón? ¡No, no mires directamente!
—¿Alguien? ¿Dónde? —preguntó a voz en grito el kender en tanto oteaba a un lado y a otro.
Caramon apretó los dientes. Había ocasiones, como la presente, en las que llegaba a la firme conclusión de que la compañía de un kender ofrecía más inconvenientes que ventajas.
—¡Te dije que no miraras!
—¿Y cómo voy a ver si hay alguien si no miro?
—Olvídalo. Ya no tiene remedio. ¿Hay o no una persona en el callejón de enfrente?
—No, ahora no.
El guerrero se incorporó, giró la cabeza y escudriñó con atención el oscuro pasaje. No vio a nadie. De hecho, al fijarse con detenimiento en los detalles, comprendió que sus sospechas eran infundadas. Lo que había tomado por una figura vestida de negro no era más que un barril de agua.
—¿Y bien? —demandó el hechicero.
—Nada, me equivoqué. Imagino que aún no me he recobrado por completo de la indisposición de anoche —respondió en un murmullo. Cuando volvió la cabeza, lo desconcertó el dorado semblante de su hermano humedecido por las lágrimas—. ¡Raist! ¿Qué te ocurr…?
—Nada, Caramon —lo interrumpió su gemelo—. No me ocurre nada malo. Por el contrario, empiezo a comprender algunas cosas acerca de esta ciudad.
La mano del hechicero se cerró con fuerza en torno a la madera del bastón en un intento por controlar la creciente excitación que lo dominaba.
Había dos líneas de poder, reflexionó para sus adentros. Ambas fluían por el centro de las dos avenidas principales. ¡La que ahora vislumbraba también debía de llegar hasta la mansión de la Gran Consejera! «Apostaría mi bastón a que una tercera línea recorre de igual modo la calle de la Puerta del Oeste», concluyó. Tres surcos de poder que, a buen seguro, surcaban el mundo de parte a parte, que crecían de intensidad por momentos, ¡y que confluían allí, en aquella ciudad! «La arcana ciudad, aún más pretérita que las propias deidades primigenias».
—Caramon, necesito un sextante —dijo después en voz alta.
Los compañeros se encaminaron hacia la tercera zona de la población. Iban a pie con el propósito de buscar un comercio en el que se vendiese el instrumento de navegación que deseaba el mago. Cuando por fin encontraron uno, un pequeño sextante de bronce con unas lentes de precisión extremada y unas tablas de graduación aún más precisas, el precio era tan elevado que se hallaba absolutamente fuera de sus escasas posibilidades.
—Es una ganga —aseguró el comerciante, pero el hechicero le devolvió el instrumento.
—¿Por qué no recurres al pergamino de lady Shavas para pagarlo? —inquirió su gemelo.
—Imposible. Sólo autoriza para emplearlo en «pequeños gastos». Dudo mucho que un sextante cuente como tal.
Los hermanos prosiguieron calle adelante y no advirtieron la ausencia del kender hasta que éste se reunió con ellos.
—Raistlin —llamó Earwig, mientras tiraba de la túnica del mago.
Un destello de cólera cruzó por las extrañas pupilas negras.
—¡No me toques! ¡Jamás! —El hechicero apartó al kender de un empellón.
—¡Tengo algo para ti! —explicó Earwig, en tanto rebuscaba en su bolsa. Un momento después sacaba de la misma el sextante.
El mago se llevó con rapidez la mano a la boca para disimular la risa que estaba pugnando por escapar de sus labios.
—Earwig, ¿cómo lo has obtenido? —También Caramon se esforzó para que el tono de su voz resultara severo.
—De la tienda, por supuesto. El dueño dijo que no tenía inconveniente en prestártelo siempre y cuando te comprometieras a devolvérselo una vez terminases tu tarea.
—¿Ah, sí? ¿Dijo eso el propietario?
—Bueno, de hecho no dijo nada. Pero estoy seguro de que lo habría hecho si se hubiera encontrado en la tienda.
Raistlin giró el rostro hacia otro lado; sus hombros estrechos se convulsionaron ligeramente. Caramon habría jurado que su gemelo se reía.
—Eh, Raist, ¿no crees que deberíamos devolverlo?
—¡¿Qué?! ¿Y despreciar el regalo de Earwig? ¡Jamás! —exclamó el hechicero. Acto seguido tomó el artilugio de las manos del kender y lo metió entre los amplios pliegues de la túnica a fin de esconderlo—. Gracias, Earwig. Ha sido un detalle muy amable y considerado de tu parte —agregó con gran solemnidad.
—No hay de qué —respondió el hombrecillo con una amplia sonrisa que le otorgó una semblanza con el Earwig de siempre.
Los compañeros alquilaron otro carruaje y Raistlin indicó al cochero que los llevara a la calle de la Puerta del Oeste. Cuando alcanzaron el punto de destino, la luz diurna declinaba con rapidez. El rastrillo de la tercera puerta era idéntico a los dos anteriores: metal indemne al tiempo y a los elementos, la misma red inextricable de placas y escudos sobre los barrotes.
A continuación, se dirigieron a otra taberna de hyava y pidieron las mismas bebidas y dulces que ordenaron en el establecimiento anterior. De igual modo, la situación se reiteró, con los mismos resultados. Earwig intentó escamotear el pastelillo de Caramon y cuando el guerrero le propinó un cachete en la mano, el dulce se fue al suelo y varios gatos que rondaban por entre las mesas se aprestaron a devorarlo en un santiamén.
—Me sentaré solo la próxima vez si no quiero morirme de hambre —rezongó el guerrero.
Con intención de alejar el mal humor, los ojos del hombretón buscaron el comercio que se hallaba al otro lado de la calle y donde se exhibían unas espadas fabulosas…; entonces, divisó a un hombre de piel negra que los contemplaba con fijeza desde dentro.
Encrespado por tan descarada actitud, sostuvo la mirada del extraño. Un súbito escalofrío lo estremeció a pesar de que los últimos rayos templados del sol rozaban sus hombros. Había algo insólito en aquel hombre; insólito, pero al mismo tiempo familiar.
El guerrero se volvió hacia su hermano y se sorprendió al descubrir que el mago ofrecía un trozo de su pastelillo a un gato. Que él supiera, jamás había sentido un afecto especial por los animales. Uno de los felinos mordisqueó el trozo de dulce y topó un par de veces la cabeza contra la mano dorada, si bien no tardó mucho en retroceder.
Raistlin suspiró y se apoyó en el Bastón de Mago que aferraba con fuerza entre los dedos. Una expresión de enfado y frustración se dibujaba en su semblante.
Caramon no solía distraer a su gemelo cuando se encontraba absorto en sus pensamientos, pero esto era importante.
—Raist, alguien nos vigila.
El hechicero apenas le dedicó una fugaz ojeada.
—¿Te refieres al hombre que está en la tienda de armas, al otro lado de la calle? Sí, lo sé. Hace más de diez minutos que se encuentra ahí.
La sorpresa hizo que el hombretón se incorporara a medias en el asiento.
—¿Lo sabías? Podría tratarse del sujeto que intentó asesinarnos y…
—Siéntate, hermano. Los asesinos no acechan a sus víctimas de una manera tan abierta. Éste hombre quiere que sepamos que nos vigila.
Caramon se sentó de mala gana, poco convencido con el razonamiento de su gemelo.
Earwig se dio la vuelta a fin de observar al sujeto en cuestión.
—¡Eh! ¡Ése es el hombre que quería mi colgante!
—¿Cómo? ¿Cuándo? —Raistlin aferró al estupefacto kender por la pechera.
—Bu… bueno… fue… déjame pensar… ¡Ya recuerdo! Fue en la posada El Gato Negro —balbució.
—¿Por qué no me lo dijiste entonces? —El hechicero estaba tan furioso que casi echaba espuma por la boca. Sufrió un golpe de tos que lo obligó a aferrarse el pecho con las manos agarrotadas.
—Vamos, Raist. Cálmate —instó Caramon.
—Caray, lo siento. Supongo que me olvidé de comentártelo. —Earwig se encogió de hombros—. No pensé que revistiera tanta importancia. Me preguntó dónde había encontrado el colgante, y le respondí que pertenecía a mi familia. Como se mostraba muy ansioso por poseerlo y yo no lo necesitaba, traté de regalárselo, pero no logré quitármelo. Entonces, otro de los tipos que lo acompañaban dijo algo sobre «sacarme las tripas», pero al final decidieron no hacerlo y se marcharon. —La voz del kender denotaba cierto desencanto—. Me gusta este colgante —agregó después, mientras lo observaba con arrobo—. He conocido a gente muy interesante gracias a él. Otro sujeto que estaba en la taberna que encontré en mi paseo nocturno trató de matarme para quitármelo.
—¡En este momento yo también quisiera matarte! —jadeó Raistlin cuando recobró el aliento.
—¿Cuándo ocurrió eso? —inquirió Caramon.
—Veamos… Fue la noche anterior a la mañana que tuve aquel jaleo con la mujer en la posada. Paseaba por las calles cuando de repente escuché las risas de unos hombres. Me asomé por la ventana para ver qué les resultaba tan divertido y entonces presencié que aquel tipo golpeaba a una de las camareras. Lo pusieron de patitas en la calle. Al salir, se quedó parado en la puerta y se fijó en el colgante. Entonces gritó que era suyo y se abalanzó sobre mí con un cuchillo. No tuve más remedio que atizarle con mi jupak; luego, la camarera me dio un beso.
—¿Era el mismo hombre de la posada?
—¡Por supuesto que no! El primero era un tipo agradable, todo lo contrario que este otro.
—¿Oíste algún nombre? —instó Raistlin.
—No, si bien recuerdo que la muchacha de la taberna lo llamó «señoría» —dijo el kender con el entrecejo fruncido en su esfuerzo por rememorar los acontecimientos.
El mago inhaló hondo, como si le costara un gran esfuerzo. Caramon se levantó raudo a pedir agua caliente, pero su hermano lo detuvo y negó con la cabeza. Por esta vez, el espasmo estaba superado. Raistlin se abstrajo, perdido en hondas cavilaciones, con la mirada clavada en sus manos doradas. El guerrero volvió la cabeza a fin de constatar si todavía eran objeto de vigilancia.
—Se ha marchado —dijo el hechicero.
—Tuve la sensación de que me leía la mente —susurró su gemelo con un escalofrío—. ¿Acaso es un mago?
—Creo que no. Existen ciertas… digamos, sensaciones, compartidas por los hechiceros. Una sensación de… —vaciló en busca de la palabra adecuada—… poder. Nuestro hombre no me produjo esa impresión.
—Pero sí te hizo sentir algo —afirmó Caramon, al advertir un deje de incertidumbre en la voz de su gemelo.
—Sí, es cierto. Pero fuera lo que fuese, no creo que sea la clase de sensación que habría percibido si me hubiera encontrado frente a otro hechicero.
A Caramon le habría gustado preguntarle por qué enfatizaba ese «creo», pero la expresión severa del rostro del mago no le dio pie para proseguir la conversación.
El hombretón pensó en pedir una buena cena, que sin duda les vendría bien a todos, pero su hermano se le anticipó.
—Es hora de regresar a la calle de la Puerta del Sur. Debo mantener otra entrevista con la Gran Consejera Shavas.