—Mi familia vive en Mereklar hace cientos de años —dijo la Gran Consejera Shavas.
Después de una suntuosa cena, la anfitriona los había conducido a la biblioteca de la mansión, donde se instalaron confortablemente; ella se sentó frente a la chimenea. La mujer sostenía entre las manos una gran copa de fino cristal en la que había escanciado un licor que aún no había probado.
Conversaba con los hermanos de manera fácil y relajada, como si los conociera de toda la vida. Las llamas del hogar danzaban a su espalda y creaban un juego de luces y sombras que realzaba el porte noble de su esbelta figura. Era bellísima, de una hermosura sin igual, y el timbre de su voz acariciante, como el suave discurrir de un arroyo.
No era de extrañar que ni Caramon ni Raistlin advirtieran la ausencia del kender.
—Vuestros antepasados habitaban en los alrededores de la ciudad, ¿no es así? —afirmó más que preguntó Raistlin, sentado cerca del calor del fuego.
También él tenía una copa de cristal entre los delicados dedos y, al igual que su anfitriona, no había probado la bebida. El mago sacrificaría su férreo autocontrol por el mero placer físico de paladear un licor. Se había despojado de la capucha y el resplandor de la lumbre se reflejaba en las pupilas, colmando su negrura con el fuego de las llamas.
—Sí, en efecto. Aunque no estoy muy segura del lugar exacto —respondió la Gran Consejera.
Raistlin advirtió que, aun cuando la mujer hablaba con los dos, era a él a quien miraba y, cosa sorprendente, sus pupilas no mostraban la repugnancia o el temor que veía con frecuencia en los ojos de las mujeres. Muy por el contrario, la expresión reflejada en los suyos era de admiración, de fascinación. La idea le produjo un estremecimiento en la sangre.
—Quizá en la biblioteca se halle alguna reseña que aclare esos orígenes —sugirió el mago, a la vez que trazaba un amplio arco con el brazo que abarcaba los cientos de volúmenes apilados en los estantes que cubrían las paredes. Acudió a su memoria el comentario de Yost acerca del contenido mágico de algunos tomos—. Si lo deseáis, os ayudaré en la búsqueda.
—Sí, me complacería mucho —dijo la Gran Consejera. Un rubor tenue tiñó la pálida tez. Bajó la mirada hacia la copa, pero al instante sus grandes ojos retornaron al rostro del hechicero.
Raistlin estudió a la mujer sentada frente a él. Había algo que no encajaba, algo que lo importunaba con insistencia y que requería su atención. No obstante, su mente, distraída por la deslumbrante belleza de la dignataria, era incapaz de captarlo. Tal vez se trataba de algo relacionado con la propia Shavas. Les había dicho mucho… y nada. De hecho, habían resultado más instructivos los comentarios de la gente de la calle. Intuyó que esta hermosa mujer ocultaba algo y que, fuera lo que fuese, sólo a él se lo revelaría. El mago lanzó una penetrante y significativa mirada hacia su hermano.
Caramon simuló no haber captado el mensaje. Había presenciado en muchas ocasiones el proceder de su gemelo con las personas. Sabía de sus constantes manipulaciones y maniobras, el modo en que dejaba caer una sutil indirecta destinada a unos oídos curiosos o interesados en el tema, mientras aludía a cosas que sólo sospechaba para llevar a su víctima a la confidencia de ciertas informaciones que más le hubiera valido mantener ocultas. Al guerrero, lo abochornaba esa imperiosa necesidad de su hermano por desplegar un predominio cognoscitivo sobre los otros. Por otra parte, Caramon no tenía el menor deseo de alejarse de la presencia de aquella hermosa mujer. No le había pasado inadvertido el hecho de que, aun cuando la conversación la mantenía con Raistlin, era a él a quien miraba de forma constante.
Por fin, Shavas rompió un silencio que empezaba a incomodarlos.
—Bien, maestro, ¿ayudaréis tú y tu hermano a la ciudad en esta grave crisis?
El hechicero extrajo el rollo de pergamino que guardaba bajo la túnica.
—Aquí dice que la retribución es «negociable». ¿Hasta dónde alcanzan los límites de tal negociación?
—La cifra fijada por el Consejero de Finanzas asciende a diez mil monedas de acero —informó Shavas.
Caramon se quedó boquiabierto. Aquélla suma de dinero superaba con creces no sólo la paga obtenida por un solo trabajo sino la totalidad de cuanto había ganado en su vida. Lo asaltó un torbellino de ideas al imaginar lo que conseguiría con semejante suma. ¡Una posada! No, mejor una gran taberna con una chimenea inmensa en el centro del local, y una docena de habitaciones, y un establo en la parte trasera. En su mente se materializó una casa construida en lo alto de un vallenwood de Solace. La imagen le produjo tal excitación que se puso de pie y se paseó por la estancia de un lado a otro; absorto en tan halagüeño futuro, tropezó con los muebles y derribó una pequeña silla.
—Caramon, ¿dónde está Earwig? —preguntó Raistlin con un deje de irritación en la voz.
—No lo sé. Hoy no es mi turno de vigilarlo.
La noticia alarmó a la Gran Consejera, cuyo semblante adoptó una súbita expresión recelosa. Se volvió hacia el hombretón.
—¡No me gusta que deambule por mi casa! ¡Guardo muchas cosas valiosas que no debe tocar! ¿Serías tan amable de ir en su busca?
Caramon miró a la mujer a los ojos. Si en aquel momento le hubiese pedido que fuera al Abismo para buscar al dragón de cinco cabezas, la habría complacido.
—Desde luego. Encantado de serviros, señora.
El guerrero salió de la estancia por la puerta lateral, que cerró a sus espaldas con un golpe enérgico.
Raistlin se levantó de la silla y se apoyó sobre el Bastón de Mago, como si precisara de su soporte, aunque lo cierto es que no estaba más cansado que a primera hora de la tarde. Caminó hasta una de las estanterías de libros y se recostó contra ella. Sus ojos lanzaron fugaces miradas escrutadoras a los volúmenes. Cabía la posibilidad de que la sensación inquietante que lo dominaba tuviera su origen en los libros.
Los dedos dorados acariciaron los lomos de varios textos. Al retirar la mano, tenía la piel manchada de polvo y el mago contempló con el entrecejo fruncido la fina película gris de suciedad; el gesto puso de manifiesto su desagrado por semejante dejadez en el cuidado de los libros. Se frotó los dedos y el polvillo gris cayó sobre la alfombra.
—Hay algo que quisiera preguntaros, señora.
—Llámame Shavas, te lo ruego —susurró ella acercándose al mago.
—¿Qué importancia reviste el éxito de esta empresa, señora? —preguntó en tanto insistía en darle el tratamiento oficial que los distanciaba. Shavas apretó los labios, molesta por el desaire.
—Me temo que no comprendo tu pregunta —dijo tras una breve pausa, a la vez que sacudía la cabeza y arqueaba las delicadas cejas en un gesto interrogante.
—Es muy simple, Gran Consejera —dijo Raistlin, acercándose aún más a ella de manera inconsciente—. ¿Qué significa para vos que se lleve a buen fin este cometido?
—Significaría la salvación de la ciudad, del mundo entero; por consiguiente, lo considero de vital importancia. A menos que triunféis, no quedará más que oscuridad y desesperación. —Shavas hablaba con serena indiferencia, sin que su voz denotara nerviosismo o inquietud. Incluso esbozaba una leve sonrisa, como si un posible futuro de tinieblas y desesperanza fuese una situación a la que fuera capaz de hacerle frente con facilidad—. ¿Qué esperabas que dijese? ¿Que tu éxito tendría por recompensa todas las riquezas de la ciudad? ¿Que podrías tomar cuanto desearas, gran maestro? —La mujer dedicó a Raistlin una insinuante mirada seductora.
Él sintió la reacción de su cuerpo ante la cercana presencia femenina. Furioso consigo mismo, levantó de inmediato sus defensas.
—No soy un maestro. Todavía no he alcanzado tan altos niveles —replicó burlón, con fingida modestia—. Os pido me disculpéis; mi pregunta la dictaba una cuestión de principios. Lamento haberos ofendido —añadió, a la vez que se cubría la cabeza con la capucha.
La Gran Consejera dio un paso atrás y se apartó del mago.
—Entonces, ¿aceptas nuestras condiciones?
—Oh, no, en absoluto. No es eso lo que dije. Me tomará algún tiempo decidirlo. Antes he de reflexionar. —La voz susurrante del hechicero salía de los pliegues más recónditos de la túnica roja.
—¿Me lo dirás mañana? —inquirió Shavas, con un timbre de impaciencia apenas disimulado.
—Tal vez. —Raistlin, que se había acercado a la chimenea, se dio media vuelta y recibió una sorpresa al encontrarse con que la mujer lo había seguido y estaba tan próxima a él que casi lo rozaba—. ¿Ocurre algo, Gran Consejera? —inquirió con aspereza, escudado tras la impasibilidad de la máscara dorada del rostro.
—No, no. Sólo que nunca había estado tan cerca de un mago. —La dignataria dio un paso hacia atrás y posó los dedos sobre la joya que colgaba de su cuello.
—¿No hay iniciados en Mereklar? —El tono, algo más alto de lo habitual en Raistlin, denunció su extrañeza.
—Así es, en efecto. Hacía mucho tiempo que ningún mago cruzaba las puertas de la ciudad.
—¿Puedo preguntaros el porqué?
—No lo sé. Hubo un hechicero que vivía en las montañas, pero murió hace mucho tiempo. Conforme a los rumores, sucumbió a… a una fuerza maligna —agregó Shavas después de encoger los esbeltos hombros y reflexionar durante unos momentos.
—Fantasmas —apostilló Raistlin, con una sonrisa contenida.
—¿Cómo? —Ella parecía desconcertada.
—Nada, olvidadlo, son necedades de mi hermano. ¿Qué clase de fuerza lo mató?
—No estoy segura. Se trata de una leyenda surgida mucho antes de mi nacimiento. Lo que has dicho sobre «fantasmas», sin embargo, no anda muy desencaminado. Según se cuenta, fueron entes de ultratumba los que acabaron con él. ¿Os ocurren a menudo estos accidentes?
—Ése tipo de magia no entra en el ámbito de las materias que domino, Gran Consejera. Yo no soy un nigromante.
Shavas se adelantó un paso.
—¿Alguna vez te has planteado la posibilidad de llegar a serlo?
Raistlin la miró con fijeza. Estaban tan cerca el uno del otro que casi se tocaban.
—¿Por qué lo preguntáis, Gran Consejera? ¿Me ofrecéis iniciarme en esa oscura disciplina?
La mujer prorrumpió en carcajadas.
—¡Qué mordaz y burlón, amigo mío! ¡Como si pudiera enseñarte algo! Ignoro todo que se refiere a la magia y a los hechiceros.
«Sí, hermosa dama, eso es lo que afirmas; pero entonces ¿a qué viene semejante pregunta? ¿Y por qué posees una biblioteca repleta de volúmenes mágicos si no los lees?», se preguntó Raistlin, si bien se abstuvo de expresar sus sospechas en voz alta.
La dignataria y el mago se sumieron en un breve silencio. Él recorrió con lentitud la estancia y observó las estanterías a medida que pasaba frente a ellas. Shavas permaneció en el mismo lugar, con la cabeza algo ladeada para seguir los movimientos del hechicero. La gruesa trenza de cabello castaño brillaba con destellos rojizos a la luz de la lumbre. El fulgor de las llamas no iluminaba su rostro; no obstante, las pupilas de un verde profundo centellearon como esmeraldas.
—¿Hacia dónde te dirigías antes de venir a Mereklar? —rompió el silencio la mujer.
Raistlin pasó los dedos por los volúmenes a la vez que leía los títulos y los nombres de los autores.
—Poseéis una colección excelente de libros, Gran Consejera —dijo después de contemplar un manuscrito particularmente interesante: Compendio de las nuevas filosofías.
—Gracias, pero no me has respondido.
Raistlin colocó el volumen en su sitio y se volvió para mirar cara a cara a su anfitriona.
—Mis compañeros y yo pensábamos cruzar el Nuevo Mar por asuntos privados. —El mago habló con frialdad, con un tono casi insultante.
—Ahora soy yo quien se disculpa si mi pregunta te ha ofendido —dijo la dignataria, mientras regresaba hasta su silla y tomaba asiento.
Raistlin aprovechó la oportunidad para mojarse las yemas de los dedos en el licor de la copa que había dejado en una mesita cercana. Cuando tuvo la certeza de que la mujer no lo estaba mirando, se llevó los dedos a los ojos y enseguida se le llenaron de lágrimas a causa del alcohol. Escudriñó con rapidez la estancia, el techo y las paredes.
La línea —la corriente arcana de poder inmensurable— no apareció. ¿Dónde estaba? Su curso recorría la calle de la Puerta del Sur y llegaba hasta allí. ¡Tenía que pasar por la casa!
El mago se aproximó a una de las ventanas para enfocar el sendero que subía desde la cancela hasta la entrada del edificio, con la esperanza de vislumbrar en él la línea, pero los cristales de la vidriera eran opacos.
—¿Te ocurre algo, Raistlin? —se interesó Shavas con expresión preocupada.
—Me ha entrado un poco de ceniza en los ojos, nada más —pretextó él, en tanto se los frotaba con el dorso de la mano.
Justo en aquel momento, su mente captó con claridad diáfana lo que lo había importunado durante toda la velada; la revelación resultó una sacudida demoledora.
Los relojes de arena de sus pupilas percibían el efecto devastador del paso del tiempo en todo objeto o ser viviente sobre el que posaba la mirada. Los archimagos de la torre lo habían «dotado» de tan singular visión que pesaba sobre él como una maldición, con el propósito de que jamás olvidara que todos los hombres son iguales, seres mortales, con el mismo destino final. Al dirigir la mirada a los libros alineados en las estanterías, veía cómo se pudrían poco a poco, el cuero de la encuadernación se rajaba y perdía color. Percibía que el brillo lacado de los muebles perdía lustre, que la madera se ajaba, que se hacía astillas y se desmoronaba en montones de polvo. Sin embargo, cuando sus pupilas contemplaban a Shavas, vislumbraban una juventud y una belleza inmutables.
«¡No es posible!», se rebeló y perdió los estribos. Se frotó de nuevo los ojos y al abrir los párpados sintió las frías garras del terror que le atenazaban las entrañas. El antes seductor cuerpo de la Gran Consejera no era más que un cadáver descompuesto por la acción del transcurso de eones incontables, una abominación, un simulacro aberrante de vida, algo indescriptible, perverso, antinatural, un engendro al que había que destruir.
«¿Qué nueva jugarreta han inventado los archimagos para torturarme?», demandó Raistlin en silencio. Se llevó las manos a los ojos y los restregó con saña en un intento desesperado de borrar la espantosa imagen registrada por sus malditas pupilas.
—¿Qué ocurre, te encuentras mal? —preguntó Shavas mientras se levantaba de la silla y se acercaba al mago.
La mujer posó las manos en la piel dorada y Raistlin sintió el roce femenino, el suave cosquilleo de una sensación que jamás imaginó se despertaría en él.
—Repito que me encuentro bien —replicó lacónico, a la vez que apartaba de un brusco tirón el brazo que sujetaba la dignataria.
Ella lo miró con una expresión dolida que le recordó a Caramon.
El mago suspiró de forma entrecortada. Su mano buscó de manera inconsciente el bastón, pero estaba apoyado contra la librería, fuera de su alcance.
—Os ruego me disculpéis, Gran Consejera. No estoy acostumbrado a que otros… me toquen. Perdonad mi brusquedad.
—No es preciso que te disculpes, Raistlin. Lo comprendo. Te han herido, te han maltratado, y no dudas en levantar unas defensas tras las que escudarte. —La mano de Shavas se posó una vez más en el brazo del hechicero—. No necesitas esas defensas conmigo —susurró, y llegó tan cerca de él que la fragancia de su cabello impregnó las fosas nasales del mago.
Raistlin contuvo el aliento, asaltado por una sensación de ahogo. Pero, a diferencia de la angustia causada por su enfermedad, esta sensación era placentera. Ella era hermosa a sus ojos, lo único bello que contemplaba desde hacía mucho, mucho tiempo. Su brazo se deslizó en torno al esbelto cuerpo y lo atrajo hacia sí.