10

—¡Sinvergüenza, pequeño monstruo!

El grito indignado de la mujer retumbó en toda la hostería y despertó a Caramon. Un instante después, se escucharon unos pasos precipitados que subían los peldaños y al momento alguien aporreó la puerta del cuarto.

La mirada del guerrero se volvió presta hacia su hermano, con la esperanza de que el alboroto no lo hubiera despertado también a él. El mago se removía en sueños, desasosegado; un tic nervioso contraía un músculo de la mejilla.

Caramon se puso de pie y se olvidó de la fatiga que le agarrotaba el cuerpo en su afán por llegar a la puerta cuanto antes para evitar más llamadas. Abrió la hoja de madera de un tirón y se encontró cara a cara con el dueño de la hostería, con quien había intercambiado unas breves palabras la noche anterior.

—¡Basta de escándalo! —susurró el guerrero con irritación—. ¡Mi hermano está enfermo!

—¡Por favor, señor! Sé que sois gente importante, protegidos de la Gran Consejera, ¡pero os ruego que me ayudéis! ¡Vuestro amigo está atacando a mis clientes! —suplicó el hombre en tanto señalaba hacia el vestíbulo.

—¿Mi amigo? —Caramon miró a su alrededor y se preguntó si en medio de la confusión se había olvidado de alguien. De repente se hizo la luz en su cerebro—. ¡Earwig!

—¡Por favor, señor, por favor! —El dueño de la hostería tiró del brazo del guerrero en un fútil intento por moverlo y llevarlo consigo.

El hombretón se plantó firme y clavó en el posadero una severa mirada de advertencia.

—Que no se moleste a mi hermano bajo ningún concepto, ¿entendido? —Levantó un dedo frente a las narices del hombre para otorgar más énfasis a sus palabras.

Su interlocutor tragó saliva con esfuerzo antes de volver a hablar.

—Por supuesto, no temáis. Ahora, sed amable y haced entrar en razón a vuestro amigo, señor.

—¿Razonar? ¿Con un kender? ¡Sería la primera vez! —farfulló en voz baja el guerrero, mientras cerraba la puerta tras de sí con suavidad.

Cuando Caramon entró en el comedor, no pudo dar crédito a sus ojos. Earwig estaba en una de las esquinas del salón, encaramado sobre una mesa de roble y, jupak en mano, amenazaba al personal de la posada. Llevaba en la cabeza algo blanco, con encajes fruncidos.

Uno de los cocineros, un hombretón fornido, blandía un enorme cuchillo de carnicero.

—¡Te cortaré las orejas! —amenazó y se abalanzó contra el kender.

—De paso, me sacas los ojos —chanceó su oponente—. ¡Así no veré más tu fea cara!

Se escuchó un zumbido y la jupak se estrelló contra la nariz del cocinero.

—¡Adelante! ¿Quién es el siguiente? ¡Tenéis ante vosotros al gran guerrero Earwig Fuerzacerrojos! ¡Admirado por los hombres! ¡Amado por las mujeres! —La vara silbó al trazar un amplio arco que refrenó el avance de los otros sirvientes.

Caramon suspiró y se acercó al grupo. Al avistar a su amigo, el hombrecillo adoptó una actitud arrogante.

—¡No deis un paso más, señor! ¡Soy el azote de la famosa banda kender Berzérker, a la que no se ha vuelto a ver en Krynn desde hace siglos!

Caramon agarró la jupak en el momento en que trazaba un arco dirigido a su cabeza. El vibrante golpe seco de la madera al chocar contra su palma indujo a muchos de los presentes a encogerse en un compasivo gesto reflejo de dolor.

—Ya está bien, Earwig. —El guerrero arrancó la vara de la mano del kender con un brusco tirón.

—¡Desenvaina la espada, Caramon! ¡Atraviésalos a todos! ¡Me han atacado! —chilló el hombrecillo, a la vez que se bajaba de un salto de la mesa.

—¿Atacarte? ¡En nombre del Abismo, ¿qué tienes en la cabeza?! —instó Caramon.

La expresión de indignación plasmada en el semblante del kender se tornó en otra de afable inocencia en menos tiempo que se tarda en contarlo.

—¿Qué va a ser, Caramon? El pelo, naturalmente.

Los ojos del guerrero examinaron la banda de encajes anudada en torno al copete. Le resultaba familiar. Era…

—¡Una liga! —clamó de repente, al reconocer la prenda femenina.

El rubor enrojeció su rostro hasta la raíz del cabello. Alargó la mano y arrancó el delicado encaje de la cabeza de Earwig.

—Conozco la habilidad de los kenders para «apropiarse» de cualquier cosa, pero ¿cómo demonios has obtenido esto? —le susurró al oído, en tanto lo sacudía con tanta energía que los dientes le castañetearon.

El posadero, que había aguardado en la entrada del comedor a que finalizase la batalla, se acercó a ellos.

—El problema, señor, es que esta…, ejem, persona… trató de robar la…

—¡Robar! —La voz de Earwig tembló—. Un kender… ¿robar? —Apenas articulaba con claridad las palabras por la indignación que lo embargaba ante tamaña injusticia.

El dueño de la hostería pasó por alto su protesta.

—Veréis, señor. Una joven dama se sentó a la mesa para desayunar y entonces esta persona…, eh…

Caramon no prestó atención a la explicación del abochornado posadero y miró con severidad al kender.

—¿Qué ocurrió? —inquirió, sin contener un suspiro resignado al saber que lo aguardaba una larga y enrevesada explicación.

—Verás, anoche salí a recoger el bastón de Raistlin que se había quedado en la calle, pero cuando estaba a punto de agarrarlo, ¡puf!, desapareció, se desvaneció en el aire. Pensé que lo mejor sería ir en su busca; Caramon, ya sabes lo mucho que significa ese bastón para tu hermano. Bueno, como iba diciendo, salí y…

—¡Lo encerré con llave en una habitación! La Gran Consejera Shavas no quería que deambulase por las calles después del anochecer —bramó el posadero—. Para evitar que el hombrecillo se lastimase, por supuesto —se apresuró a añadir dirigiéndose a Caramon.

El guerrero rezongó por lo bajo y frunció la frente. Earwig, tras unos segundos de consideración, se mostró magnánimo y pasó por alto el hecho de que el posadero lo hubiera llamado «hombrecillo».

—Bien, sea como sea, di una vuelta por la ciudad —prosiguió—. Vi un montón de gatos, y encontré una taberna en la que había animación y prometía un rato divertido. ¡Y así fue! ¡Uno de los sujetos que estaba allí trató de matarme, Caramon! ¡Con un cuchillo! ¿Qué te parece? Me enfrenté a él, claro. ¡Bang! Le sacudí en… ¡ejem!… en la cabeza con mi jupak y, luego, la chica más bonita que he visto en toda mi vida me dio un beso en la mejilla. ¡Igual que a ti, Caramon! Para entonces, estaba algo cansado, así que regresé y en el camino encontré todas estas piezas de juego tiradas en la calzada. Como es de suponer, las recogí, y después trepé por la espaldera del jardín y entré por una ventana…

—¿Cómo? —chilló el posadero.

—¡Shhh! —instó Caramon con el presentimiento de que se acercaban a la parte interesante de la historia.

—Fui a vuestra habitación y ¡descubrí que el bastón de Raistlin había regresado sólito! Un hecho en verdad extraordinario, si bien podía haber mostrado un poco de consideración y evitarme un montón de problemas con sólo advertírmelo. En cualquier caso, lo cierto es que me había olvidado de cuál era mi habitación y, en consecuencia, decidí dormir en el comedor, debajo de una mesa. Cuando me desperté, esa mujer estaba sentada justo encima de mí y al levantar la vista reparé en que la prenda en cuestión se le estaba deslizando pierna abajo. Si esto —el kender señaló la liga— se le hubiera caído y se le hubiera enganchado en el tobillo, habría tropezado y se habría hecho daño. Por consiguiente, se lo quité; ¿qué otra cosa iba a hacer? Imagino que escuchaste su alarido, ¿verdad? Luego se desmayó y toda esta gente se abalanzó sobre mí. ¡Sin motivo alguno!

Caramon, con el rostro encendido, echó una mirada nerviosa a su alrededor, sin saber qué hacer con la dichosa prenda que todavía sostenía entre los dedos.

—Yo la guardaré, señor —ofreció una de las sirvientas.

—¡Ah, sí! ¡Gracias! —El guerrero se la entregó con un gesto de alivio—. Mi compañero no tenía intención de causar problemas, maese posadero. Digamos que tuvo la mala fortuna de encontrarse en el lugar equivocado, en el momento inoportuno. Aun así, no lo perderé de vista después de lo sucedido. No se repetirá algo semejante.

—Sinceramente, así lo espero —respondió el dueño, más apaciguado.

—Por favor, ofreced nuestras disculpas a la joven dama —agregó Caramon, al tiempo que empujaba a Earwig hacia el vestíbulo.

Mientras subían la escalera, se escuchó la voz alegre del kender.

—Creí que mi buena acción me reportaría otro beso, Caramon. ¡Oh, chico! ¡Eso sí que es estupendo!

* * *

Raistlin se encontraba de pie junto a la ventana y desde allí observaba la calle. Aunque ya era de día, poca gente pasaba por ella. Los escasos transeúntes que iban de acá para allá con algún propósito caminaban con las cabezas gachas y echaban ojeadas furtivas. El mago había estado en ciudades afligidas por el azote de alguna plaga, en las que el miedo se olfateaba en el aire. Ahora percibía ese mismo efluvio.

Allí, en contraste con el blanco pavimento, relucía la línea de poder.

Caramon entró en la habitación precedido por el kender, al que empujaba para no darle la más mínima ocasión de escapar. Raistlin se volvió despacio desde su puesto de observación.

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó el guerrero.

—¿A ti qué te parece? —respondió con brusquedad el mago—. Perdóname, hermano —añadió al advertir la expresión dolida del hombretón—. Me siento como si me hubieran cargado los hombros con un peso aplastante. ¡Todo mi ser intuye que nos han traído aquí con algún propósito de importancia capital, y soy incapaz de discernirlo! Y, lo que es peor, ¡no disponemos de mucho tiempo para hacer lo que sea!

—¿Qué dices? Tenemos todo el tiempo del mundo —afirmó empírico Caramon—. He pedido el desayuno, lo subirán en un momento.

—¡Tiempo! —Raistlin se volvió hacia la ventana y clavó la mirada en la línea brillante—. «… centinelas del umbral, que la hora señalada aguardan prestas». No, hermano, no queda mucho tiempo. Sólo hasta el Festival del Ojo. Tres días.

—¿Qué? —El guerrero frunció el entrecejo.

—Has citado los versos del poema, ¿a que sí, Raistlin? —intervino el kender—. Lo recuerdo muy bien, ¿sabes? «Despliega la Oscuridad sus huestes negras, sigilosas sombras centinelas del umbral, que la hora señalada aguardan prestas». Me encantan las leyendas, y ésta es tan buena como cualquier historia. ¿Te he contado alguna vez la de Dizzy Lengualarga y el minotauro…?

—Se te ha caído algo —dijo Caramon y empujó uno de los saquillos del kender, cuyo contenido se esparció por el suelo.

Piezas de juegos hechas de cristal y marfil rodaron por la madera; una de ellas se paró a los pies de Raistlin. El mago se agachó y la recogió. Era una figurilla pequeña, amarillenta, tallada a semejanza de una mujer bellísima… bellísima, majestuosa, perversa, tiránica. La alzó a la altura de los ojos y la contempló con detenimiento; observó hasta el más mínimo detalle del trabajo de la talla. Luego puso boca abajo la figura a fin de inspeccionar el pedestal sobre el que se erguía y vislumbró una «X» grabada en la base, el símbolo que marcaba la pieza correspondiente a la Reina de la Oscuridad en uno de sus juegos favoritos: Hechiceros y Guerreros.

—No se trata de una coincidencia —murmuró entre dientes—. Al arbitrio de los gatos queda «un destino de luz u oscuridad» y desaparece. El tiempo del Gran Ojo llega de nuevo, la hora en que un poder indescriptible se les ofrecerá a aquellos que posean la facultad de utilizarlo. Si yo fuera la Reina de la Oscuridad y quisiera elegir el momento propicio para regresar al mundo… —Raistlin enmudeció. La frase inconclusa flotó en el aire como un augurio ominoso.

Caramon se lo tomó a la ligera.

—¡Vamos, Raist, déjate de elucubraciones! ¿Por qué no ha de ser una mera coincidencia? Encontraremos los gatos y verás que todo tiene una explicación clara y lógica. Tal vez guarde un parecido con ese cuento del tipo de la flauta que entró en la ciudad, tocó una melodía, y todas las ratas lo siguieron fuera de los límites de la población.

—Te olvidas del final de la historia, hermano mío. El flautista regresó y se llevó consigo a los niños.

El guerrero guardó silencio. Su intervención, aunque bien intencionada, sólo había empeorado las cosas.

Raistlin, tras dirigir otra ojeada escrutadora a la figurilla, se la devolvió al kender. Earwig la examinó con la misma meticulosidad del mago, pero no halló en ella nada interesante. Era una pieza más de un juego entre las muchas que poseía.

—«El destino empuja a los libres». —Caramon recurrió a uno de sus proverbios favoritos del momento—. ¿Cuál es nuestro siguiente movimiento?

—Va siendo hora de que exploremos la ciudad de Mereklar.

—¿Y si mantenemos una entrevista con esa tal Gran Consejera Shavas? ¿No nos convendría visitarla?

—No, hermano mío. Que sea ella la que venga a mí —anunció el mago con frialdad.

* * *

—Sois forasteros, por consiguiente veis las cosas de un modo diferente que nosotros.

—Supongo que tenéis razón, señora. A mi entender, este lugar está abarrotado de gatos —opinó Caramon.

—En absoluto, señor. Donde antes había miles, ahora quedan pocos. Muy pocos —remarcó la anciana.

—Es cierto —intervino un hombre sentado a una mesa vecina—. Desde el amanecer hasta el ocaso, los gatos rondaban por las calles. Blancos, grises, marrones, atigrados, con manchas, jaspeados, de cualquier tipo.

—Excepto negros —objetó la anciana—. No sabemos el motivo, pero jamás hubo un gato negro entre ellos.

—Se rumorea que los hechiceros venían a hurtadillas y se llevaban a los de ese color —apuntó el hombre, con un gesto torvo dirigido a Raistlin.

El mago arqueó una ceja y miró con fijeza a su gemelo; el guerrero escudó los ojos tras la jarra de cerveza, visiblemente incómodo.

Los tres compañeros deambulaban por la ciudad con el único propósito aparente de admirar sus vistas y pasear. Mas, cada vez que pasaban frente a cualquier taberna, Raistlin insistía en entrar al establecimiento. Apenas pronunciaba palabra, y era su hermano quien llevaba la conversación. El joven guerrero, atractivo y simpático, congeniaba con la gente en el acto. Su carácter noble y cordial infundía confianza y despertaba el afecto de sus interlocutores.

Al principio de la jornada, cuando entraron en la primera taberna, Caramon se preguntó, no sin cierta inquietud, cómo iban a pagar las consumiciones. Sin embargo, Raistlin se limitó a mostrar el estuche del pergamino y, a su vista, nadie les pidió dinero. Lo mismo ocurrió en todos los establecimientos que visitaron.

Mientras el guerrero charlaba con la gente, su gemelo escuchaba con atención y vigilaba de cerca a Earwig con objeto de captar si alguien mostraba especial interés en el cráneo de gato que colgaba de su cuello.

—Siempre les poníamos platos con comida y escudillas de leche en las puertas de las casas para que comieran y bebieran —dijo un hombre de mediana edad—. En ocasiones, abríamos las puertas y esperábamos a que entraran y compartieran con nosotros el desayuno.

—Vagaban sin cesar por las calles; aguardaban las caricias y los mimos de todos. —La moza que hablaba no apartaba los ojos de Caramon—. Nadie les habría causado daño. Al fin y al cabo, ¡algún día salvarán el mundo!

Entre la concurrencia se produjo un general asentimiento de cabeza que puso de manifiesto la conformidad de todos con las palabras de la joven.

—Imagino que no ronda por aquí un tipo que toca una flauta, ¿verdad? —comenzó el fornido guerrero, pero la enconada mirada de su hermano lo hizo enmudecer.

Los compañeros se levantaron para marcharse.

—¡Sean condenados al Abismo todos los magos! —proclamó uno de los parroquianos en el momento en que el hechicero salía por la puerta.

—¡Vaya, qué grosero! —exclamó Earwig.

El guerrero se giró con los puños apretados, pero Raistlin le puso una mano sobre los tensos músculos del brazo.

—Calma, hermano.

—¿Cómo permites que te digan cosas semejantes? —demandó irritado su gemelo.

—Porque los comprendo. Éstas gentes están aterrorizadas —explicó el mago en su habitual tono susurrante mientras salían a la calle—. Han habitado en esta ciudad a lo largo de toda la vida, y ahora, algo que para ellos es sagrado, la base sobre la que se fundamenta su fe, desaparece sin motivo aparente, sin dejar huella. Represento un blanco fácil en el que descargar su frustración; necesitan alguien a quien culpar.

Bajó la vista hacia el pavimento. La línea blanca seguía allí, a sus pies; lo guiaba. No se habían desviado del camino marcado por la banda reluciente desde que abandonaron la hostería, aunque tanto para Caramon como para Earwig resultaba invisible.

* * *

—¿La mansión de la Gran Consejera? Seguid calle adelante —indicó un hombre en respuesta a la pregunta de Caramon.

El guerrero le dio las gracias y regresó junto a su hermano y al kender, que se hallaban sentados a una mesa al aire libre, frente a la fachada de una nueva taberna.

Desde que iniciaron el recorrido por Mereklar, habían vislumbrado unos cuantos gatos. A veces, alguno se había cruzado en su camino sin alterar el ritmo de sus pisadas. A Caramon lo asaltó la inquietante sensación de hallarse bajo el escrutinio de unas relucientes pupilas verdes que lo vigilaban sin pestañear.

Al aproximarse a la mesa, advirtió que habían acudido más y más felinos, y en ese momento rodeaban a Earwig. Saltaban sobre sus hombros, jugueteaban con el copete de cabello castaño, se restregaban contra su cuello. El kender rebosaba de satisfacción ante semejante muestra de deferencia hacia su persona y parecía más que dispuesto a compartir los juegos con sus nuevos amigos.

Por su parte, Raistlin permanecía solo, sumido en el silencio. Todos aquellos gatos se mantenían alejados de él.

—Fíjate en eso —oyó Caramon que susurraba una mujer mientras señalaba al mago.

—Sí, ya me he dado cuenta. Jamás había visto a nuestros gatos actuar de manera tan poco amistosa con alguien —agregó su acompañante.

—Tal vez sepan algo que nosotros ignoramos.

—¡Sospecho que los hechiceros tienen algo que ver con su desaparición! ¡Después de todo, los problemas surgieron cuando él apareció! —siseó una tercera mujer.

—Vuestros problemas comenzaron antes de que llegásemos —replicó enfurecido Caramon, pero, de nuevo, su hermano le dirigió una mirada de advertencia, y el guerrero se tragó las palabras de reproche.

—¡Hay quien dice que los de su calaña son responsables de las desdichas que asolan el mundo!

El mago ignoró las frases insultantes. Siguió sentado en la silla tranquilo, reposado; de tanto en tanto, se llevaba a los labios la pequeña taza de porcelana en la que se servía la especialidad local, una bebida peculiar llamada hyava. Sintió que el agradable calorcillo del licor le corría por las venas y le templaba el cuerpo, aterido a pesar de que el día no era desapacible y de que vestía la pesada túnica roja que lo cubría de pies a cabeza.

Caramon tomó asiento junto a su hermano e intentó que lo escuchara en medio del parloteo incansable del kender.

—Tal como nos dijo el centinela de la muralla, no tenemos más que seguir la calle de la Puerta del Sur hasta el centro de la ciudad, donde se halla la mansión de la Gran Consejera. «Todas las calles conducen allí», dijo ese hombre. «No podéis perderos».

—¿No te parece un poco raro? Es inusual que exista una casa justo en el centro geográfico de una ciudad.

—Sí, también a mí me extrañó; otra singularidad más para añadir en la lista. Éste condenado lugar es muy raro —musitó el guerrero.

—Me gustaría ver esa casa, hermano.

Raistlin alargó la mano para tocar a Earwig en el hombro. Los gatos abandonaron los juegos y se volvieron hacia el mago; lo observaron con fijeza, inmóviles como estatuas.

—Earwig, es hora de marcharse —anunció el hechicero al kender, aunque sus ojos estaban prendidos en los felinos y les sostenía la mirada.

—Estupendo —dijo el hombrecillo, cuyo espíritu inquieto siempre ansiaba encontrarse en cualquier otro lugar diferente del que estaba en ese momento—. Fuera, gatos, me marcho. Vamos, moveos —instó a los felinos en tanto empujaba a los que tenía sobre el regazo.

Al ver que los animales no hacían ningún ademán de bajarse, se levantó poco a poco de la silla de mimbre. Los gatos saltaron al suelo, si bien las pupilas verticales no se apartaron un solo instante de Raistlin.

El mago se cubrió el rostro con la capucha para ocultar a la luz diurna las facciones doradas, como si buscara refugio en las sombras de la túnica. La mano descarnada se cerró en torno al Bastón de Mago y el hechicero caminó calle arriba. Caramon y Earwig lo siguieron.

Los felinos permanecieron inmóviles un momento y luego también se pusieron en marcha despacio en pos de los compañeros, aunque a unos metros de distancia.

—¡Eh, fijaos en eso! —exclamó regocijado el kender.

Raistlin se detuvo y volvió la cabeza. Los gatos se detuvieron. El mago reanudó la marcha, y los animales echaron a andar de nuevo. Vinieron más felinos que se unieron a sus congéneres y muy pronto los tres compañeros dispusieron de un abultado séquito de pelaje variopinto, colas y ojos relucientes, que se desplazaba en medio de un silencio absoluto.

—¿Por qué actuarán de ese modo? —preguntó alguien a la vista del cortejo.

—¡Quién sabe! ¡Tal vez los ha hechizado! —sugirió otro.

—Lo dudo. Sabe muy bien lo que le haríamos si osara utilizar cualquier clase de brujería contra nuestros gatos.

De forma inesperada, Raistlin giró sobre sus talones y se despojó de la capucha con un brusco tirón. Los felinos se dispersaron y huyeron como alma que lleva el diablo, dejando las calles al auspicio del mago.

* * *

Caramon había estado en incontables ciudades y villas a lo largo de su vida, pero Mereklar era diferente a todas. En un corto trecho de la calle de la Puerta del Sur, existían más establecimientos de comidas y bebidas que los que el guerrero había visto en cualquier otra población. De hecho, cada uno estaba especializado en un tipo de comida, en lugar de servir todos el mismo plato un día tras otro.

—¡Y todas esas ventanas! ¿De dónde sacará dinero la gente para tanto cristal? —se dijo para sus adentros Caramon, sin dar crédito a sus ojos.

Existían toda clase de tiendas; en ellas se vendían mercancías tan bellas como asombrosas.

Pasaron frente a una librería en cuya ventana aparecía pintado el nombre «Tobril». Tras el cristal, en un lugar privilegiado del escaparate, sobre un atril de madera, se exhibía un voluminoso tratado de hierbas medicinales. Raistlin lo contempló anhelante y lanzó un suspiro. El precio era desmesurado, casi increíble, y representaba más de lo que el mago esperaba ganar en toda su vida.

A medida que el hechicero proseguía su camino por la avenida, más y más personas hacían un alto en sus asuntos para mirar con descaro la túnica roja que cubría a un hombre con poderes mágicos. Algunos niños se acercaron corriendo hacia Raistlin con la intención de tocar el peculiar bastón de madera negra con una garra dorada y una bola de cristal. El mago no hizo el menor movimiento para poner el cayado fuera del alcance de las manos infantiles. No fue menester. Parecía que el propio bastón interpusiera una barrera defensiva ante la que se frenaban cuando llegaban demasiado cerca.

También Caramon era objeto de atención. Los hombres le echaban ojeadas de soslayo, celosos de su juventud y fortaleza. Las mujeres lo contemplaban de reojo y admiraban los brazos musculosos y el torso amplio, el rizado cabello castaño y los atractivos rasgos varoniles.

En el momento en que el guerrero dirigía la vista hacia ellas, las mujeres se ruborizaban y escondían el rostro tras las manos, aunque correspondían con risitas a la abierta sonrisa y a la mirada descarada del hombretón.

—Oye, Caramon, ¿por qué se fijan todas las chicas en ti? —preguntó Earwig, pensativo.

—Tal vez nunca han visto una espada tan grande como la mía —bromeó con el kender, a la vez que le guiñaba un ojo.

Raistlin resopló con desdén.

Una hora más tarde, los viajeros avistaban la mansión Shavas. Los agudos ojos de Earwig distinguieron algunos detalles del edificio.

—Parece que algunos tramos de las paredes están cubiertos de plantas. ¡Y los ventanales tienen cristales de colores!

Raistlin escuchó con gran interés la descripción que el kender hacía de la casa de la Gran Consejera, si bien no pronunció una sola palabra. Si la reseña hecha por Earwig correspondía a la realidad, la casa era muy diferente de las del resto de la ciudad. El mago permaneció inmóvil, erguido, con la mirada fija en la lejana mansión, apoyado en el bastón, más por comodidad que por necesidad. Lo cierto es que sentía un vigor inusual, como si hubiese cobrado nuevas fuerzas a raíz del doloroso trance de la noche anterior. La línea blanca relucía a sus pies, más clara y más brillante a cada paso que daba.

Reanudaron la marcha y, poco después, vieron con detalle la casa que se alzaba, sobe una colina de tierra que conformaba un círculo perfecto, cuyo perímetro terminaba allí donde comenzaba el pavimento de calles y avenidas. El montículo se encumbraba sobre el nivel de la ciudad; un camino de piedra trepaba serpenteante hasta la mansión y rodeaba las pequeñas arboledas que crecían en el terreno de la colina. La cima era lo bastante amplia y lisa como para albergar no sólo el edificio sino también un estanque del que se alimentaban los arroyuelos que regaban los jardines situados a los lados de la finca.

Raistlin se detuvo una vez más para estudiar con detenimiento las cristaleras de colores. Contempló fascinado los reflejos abigarrados de los vidrios al incidir sobre ellos los rayos del sol, la variedad de tonalidades deslumbrantes: rojo, azul, verde, blanco y negro. Cinco colores. Le recordaban su sueño. Cinco colores…

El mago parpadeó y, al mirar de nuevo las ventanas, la sensación de irrealidad desapareció; el vidrio era simple vidrio, sujeto entre sí por varillas de plomo retorcidas de forma caprichosa. Había algo en el diseño que le resultaba familiar, mas, cuando trató de evocar dónde lo había visto con anterioridad, la mente se le quedó en blanco.

Una súbita debilidad se apoderó de él y se sintió incapaz de dar un paso más.

—¡Caramon! —llamó en voz alta, a fin de que lo oyera su hermano, que se había adelantado un corto trecho—. He de descansar un rato.

Raistlin se desplomó sobre una silla de las varias colocadas a la puerta de otra taberna de hyava. Se giró de manera que la mansión quedara a su espalda, al tiempo que se cubría con la capucha. Le costaba respirar. Apoyó la frente en el bastón, como siempre, buscando en el cayado la fuerza que lo sostenía.

Así lo encontró Caramon cuando llegó a su lado. Una joven camarera se acercó a la mesa con dos tazas de la fuerte bebida oscura. Sus movimientos ponían de manifiesto el nerviosismo que la dominaba.

—No, nada de licor. Necesita agua hirviendo —dijo el guerrero.

—Con la hyava me bastará, hermano —rectificó el mago, y cogió con brusquedad las tazas de manos de la chica—. No es más que un poco de cansancio por el largo paseo —agregó a modo de explicación al advertir la mirada interrogante de su gemelo.

Raistlin bebió despacio, a pequeños sorbos, mientras sujetaba entre dos dedos el asa, tan diminuta que resultaba ridícula. Earwig se sentó y rebuscó en sus saquillos, sin perder por un momento el talante alegre y desenfadado que le era habitual. Al fin, extrajo una pluma de cristal con vetas doradas.

—¿Os gusta? La encontré tirada en la calle y me dije: «Si está ahí, es porque nadie la quiere». También hallé esto. —El kender les mostró una bola de tela adornada con lentejuelas y una cinta amarilla de raso.

—¡Devuélvemelo! —bramó Caramon, inclinado sobre la mesa en su afán por recuperar el amuleto que sostenía Earwig en la mano.

—¡Es mío! ¡Yo lo encontré!

—¡Me pertenece! La chica de la posada me lo regaló y significa mucho para mí.

—Entonces deberías ser más cuidadoso y no dejarlo en cualquier sitio —lo reprendió el kender, a la vez que le devolvía el amuleto a su legítimo dueño. La bola de tela giró en el aire y reflectó la luz del sol en una miríada de colores—. ¡Demonios, Caramon! ¡Eres muy negligente! Por cierto, es un juguete fabuloso para los gatos, ¿sabes? ¡Les encanta! Si no me crees, fíjate cómo le llama la atención a ese gato negro, ¿lo ves?

Raistlin se echó hacia adelante en la silla.

—¿Qué gato negro?

—Ése de ahí —indicó Earwig, señalando detrás del mago.

El hechicero giró sobre sí mismo y se encontró de frente con un felino no muy grande, de pelaje azabache, que estaba sentado en actitud relajada. Las pupilas azules contemplaban con fijeza al mago.

—Toma, minino, misss, misss, misss. —Caramon balanceó el «juguete» suspendido de la cinta.

El gato permaneció inmóvil unos segundos más, con la mirada clavada en Raistlin, en una pugna de voluntades; las pupilas azules contra los negros relojes de arena. Luego se levantó del blanco pavimento de la calle y pasó junto al mago con pasos tranquilos. Llegó frente al guerrero, empujó tres veces la bola de tela y se sentó otra vez para contemplar a Caramon con la misma intensidad con que antes observara a su gemelo.

Earwig, nada dispuesto a quedarse al margen de las atenciones prodigadas por el gato a los hermanos, se agachó y acarició la piel azabache del animal. El gato no dio muestras de placer ni de desagrado; se limitó a lanzar una breve ojeada al kender, y su atención se centró de nuevo en el guerrero.

Caramon balanceó otra vez la bola para animarlo a que jugara con ella. Raistlin observaba la escena en silencio mientras sus dedos acariciaban la suave madera del bastón. Éste era el primer gato negro que veían en la ciudad de Mereklar, y él se disponía a invocar un hechizo para descubrir si el animal estaba poseído por algún espíritu; en caso afirmativo, significaría que el felino era el demonio sirviente de un nigromante.

No tuvo ocasión de llevar a cabo sus planes. En aquel momento, un carruaje abierto, tirado por dos caballos blancos, dobló la esquina de un callejón y subió calle arriba en medio de un sordo retumbar de cascos y ruedas. El escudo de armas plasmado en la puerta del carruaje era el mismo que aparecía en el estuche del pergamino.

—La Gran Consejera —susurró Raistlin, y le dio un codazo a su hermano.

Caramon oteó por encima del hombro. Earwig, con gran excitación, se bajó de la silla de un brinco. El gato negro se acurrucó y se escondió tras las piernas del kender.

—Párate aquí —ordenó una voz imperiosa.

El carruaje se detuvo frente a la taberna de hyava y una mujer se incorporó en el asiento. La textura y tonalidad de su piel rivalizaban con la susurrante seda blanca de los ropajes con que se ataviaba. Tenía el cabello castaño oscuro peinado en una gruesa trenza que enmarcaba la testa altiva. Rodeaba su esbelto cuello una cadena de oro de la que colgaba un ópalo de fuego. La mujer dedicó una mirada altanera a los tres compañeros.

—Soy la Gran Consejera Shavas. Os invito a cenar esta noche en mi casa.

Sin más preámbulos, dio la orden de partir, y el carruaje se alejó calle arriba en dirección a la mansión de la colina.

En la mente de los hermanos y del hombrecillo se grabó el eco de su voz profunda y sensual.