Caramon pasó la noche en vela, a la cabecera de la cama de su hermano, sin moverse de su lado ni un momento, sin apartar los ojos vigilantes del ritmo regular y sostenido de la respiración. El guerrero sólo había visto a Raistlin en un estado tan crítico en otra ocasión, cuando los acólitos del clérigo de Larnish los persiguieron por el bosque. El mago había agotado casi toda su energía en frenar las lanzas y las flechas y en conjurar un escudo mágico fulgurante, impenetrable a cualquier proyectil, que los protegió hasta que por fin encontraron refugio en una cueva.
El hombretón había salido de la gruta con el propósito de borrar las huellas y, cuando regresó, encontró a su hermano desplomado, apoyado contra el muro de piedra, con la cabeza caída, el cuello torcido en un ángulo raro, los ojos en blanco. Sin embargo, Raistlin se recuperó a los pocos segundos y se comportó como si nada hubiese sucedido, aunque Caramon sabía que había forzado su resistencia hasta el agotamiento, más allá incluso de los límites de su voluntad inquebrantable.
No obstante, esta vez Raistlin no se recobraba a pesar de que el guerrero tenía la certeza de haber actuado a tiempo al forzarlo a inhalar los vapores del brebaje.
—Aquí ocurre algo que no comprendo —musitó con desasosiego.
Su mirada recorrió el cuerpo que yacía inmóvil en la cama. Apartó con delicadeza los largos mechones de cabello blanco que caían sobre la faz del mago; su gesto dejó al descubierto ese semblante impasible que conocía tan bien, esa máscara metálica que no traslucía los pensamientos o emociones latentes tras ella. Todavía llevaba puesta la túnica roja, una mortaja carmesí que cubría la fragilidad de su cuerpo.
El guerrero, que había permanecido durante horas sentado en el sillón tapizado próximo a la cama, se desperezó al notar que tenía el corpachón agarrotado y se permitió la licencia de cerrar los párpados un momento. Estaba cansado, pero no quería dormir mientras su gemelo no superara la crisis y saliera de la postración en que lo había sumido aquella extraña enfermedad.
En las cuatro esquinas del cuarto ardían candiles que colgaban de unos cables plateados clavados al techo y que alumbraban hasta el último rincón con un resplandor dorado y constante. Caramon se levantó y apagó de un soplido una lámpara tras otra; la habitación quedó a oscuras.
Cuando apagó la última y se dio media vuelta, el guerrero quedó paralizado, sin respirar. El cuerpo de Raistlin estaba envuelto en un tenue resplandor azulado, un halo que bullía, fluctuaba y se entremezclaba con el dorado de la piel del mago. Semejantes a relámpagos minúsculos, unos arcos de energía crepitaban alrededor de los dedos y saltaban de uno a otro.
—¡Raist! —susurró el guerrero, con la garganta constreñida por el pavor—. ¿Qué te ocurre? ¡Por favor, háblame! ¡Nunca he visto algo parecido! ¡Estoy asustado! ¡Raist! ¡Por favor!
Pero su hermano no le respondía.
—No es real. Mis ojos me engañan por la falta de sueño. —Caramon se frotó los párpados, pero el resplandor no desapareció.
Corrió hacia el lecho y el guerrero advirtió que la intensidad del halo se incrementaba a medida que se acercaba. Alargó una mano temblorosa y rozó el brazo de Raistlin. Las líneas relampagueantes que rodeaban las manos del mago se extendieron hacia la suya, como si tantearan a ciegas en busca de la nueva presencia.
El guerrero apartó los dedos con presteza; le repelía la idea de entrar en contacto con el extraño poder que envolvía el cuerpo de su hermano.
* * *
—Sólo tengo dos alternativas —se dijo Earwig, plantado en mitad de la calle—. O informo a Raistlin que he perdido su bastón, o…
El kender se quedó en suspenso mientras calibraba las consecuencias de la decisión a tomar. Al mago, la noticia no le iba a gustar nada. No cabía duda de que cualquier cosa que el mago le hiciera sería fascinante, pero no estaba muy seguro de querer pasar el resto de su vida convertido en una babosa, un sapo, o algo semejante. Earwig se planteó la segunda alternativa.
—… o, por el contrario, voy en busca del bastón y se lo traigo sano y salvo, con lo que quedará agradecido para siempre.
Sí, esta opción sonaba mucho mejor. Tomada la decisión, Earwig volvió sobre sus pasos con el propósito de recoger las bolsas y la jupak que había dejado en la hostería cuando salió a la calle para buscar el cayado.
Se topó con un problema imprevisto. El dueño había apostado un sirviente junto a la puerta destrozada a fin de impedir el paso a los posibles intrusos. Como era de esperar, detuvo de inmediato al kender.
—¡Pero si vengo con Caramon y Raistlin Majere! ¡Soy Earwig Fuerzacerrojos! —informó, dándose importancia.
Por fortuna, el posadero bajaba presuroso la escalera en aquel mismo momento y confirmó sus palabras.
—Sí, es uno de ellos. Lady Shavas ordenó que se les diera a todos una buena acogida y se los acomodara en alojamientos adecuados. Sin embargo, amiguito, permanecerás en tu habitación —advirtió mientras agitaba el índice frente a la nariz del kender—. Nada de vagabundear por la ciudad. ¡Vamos, te acompañaré a tu cuarto!
Antes de que el desconcertado Earwig saliera de su estupor, el posadero lo empujó escaleras arriba, lo hizo entrar en una habitación y cerró la puerta con llave.
El kender se sentó en una silla y consideró el nuevo giro de los acontecimientos.
—Agradezco el interés que demuestran para que descanse, pero ignoran que tengo encomendada una tarea muy importante. Claro que no quisiera herir sus sentimientos o que me tilden de desagradecido, después de que se han tomado tantas molestias por mí… En fin, será mejor que espere hasta que se hayan dormido y entonces saldré sin hacer ruido para no molestarlos.
Las pisadas del dueño de la hostería se perdieron en la distancia. Al rato reinaba un profundo silencio en toda la posada. Earwig se acercó a la puerta y apoyó la jupak en el marco de madera. De uno de los bolsillos sacó un pequeño estuche de cuero en el que guardaba un surtido completo de herramientas con mangos de madera, todas ellas provistas de puntas metálicas dobladas en ángulos extraños o recortadas en formas insólitas. El kender repasó una tras otra con extremo cuidado, como si las acariciase. Por último eligió un instrumento con la punta bifurcada en forma de uve y lo introdujo en la cerradura. Tras unos minutos de manipulación paciente y una pericia digna de elogio, se escuchó un chasquido en el interior del mecanismo y el paso quedó franco.
—Ésta cerradura es de muy mala calidad. Deberían cambiarla. Se lo diré por la mañana.
Salió con gran sigilo al corredor y echó una ojeada a un lado y a otro para asegurarse de que no había despertado a nadie. No, todos dormían.
Metió la herramienta en el estuche y lo guardó en una de las bolsas. Se disponía a descender por la escalera cuando recordó de repente al antipático criado que guardaba la puerta principal.
—Seguro que estará dormido. No quiero molestarlo —se dijo el solícito kender, orgulloso de mostrarse tan considerado con los demás, en tanto daba media vuelta y se marchaba en dirección opuesta.
Llegó a una ventana que estaba cerrada aunque, con gran desencanto por su parte, no necesitó las herramientas para abrirla. Se encaramó al alféizar, bajó gateando por la espaldera a la que se aferraban unas plantas trepadoras, y llegó a la calle que pasaba por la parte trasera de la posada.
La hostería El Granero estaba situada justo en la mitad de una manzana de viviendas y comercios en la calle de la Puerta del Sur, una de las tres vías principales de la ciudad que se extendían a lo largo de varios kilómetros desde las puertas de la muralla hasta el centro de Mereklar. La posada era un edificio de gran tamaño; los pisos y paredes del interior estaban forrados con madera clara, aunque los techos se habían dejado sin cubrir y quedaba a la vista la piedra blanca utilizada en la construcción de todas las casas de la población.
El peculiar sistema de alumbrado de Mereklar bañaba de claridad la calle y, fuera cual fuese el combustible mágico del que se alimentaba, parecía inagotable. Earwig levantó la vista y contempló absorto una de las burbujas luminosas mágicas que se cernía muy por encima de su corta estatura, fuera de su alcance. Se le ocurrió utilizar la cuerda que llevaba enrollada a la cintura para cazar a lazo uno de aquellos soles en miniatura, pero decidió que sería mejor dejarlo para más tarde. Ahora tenía que llevar a cabo una misión importantísima: encontrar el bastón de Raistlin.
El kender giró a la derecha, pero se detuvo de repente y oteó por encima del hombro. Cambió de parecer y dio media vuelta a la izquierda; sin embargo, miró a su espalda una vez más.
—¿Qué camino tomo? Déjame que lo piense. Si yo fuera el bastón de un mago, ¿dónde me gustaría estar?
El kender se esforzó por imaginar que era un cayado, pero poco después se convenció de que, en definitiva, aquello no le servía para nada. Alargó el brazo tras la espalda y sacó de la mochila un saquillo de terciopelo; al moverlo, se escuchó un repiqueteo sordo. Desanudó los cordones y dejó al descubierto una multitud de piezas de juegos: dados de cristal, figuras de ajedrez de marfil, palillos pintados de colores… cualquier objeto utilizado en juegos de azar o destreza tenía su representación en la colección heterogénea que se amontonaba en el fondo del saquillo. El kender metió la mano y rebuscó durante un rato sin reparar en que esparcía por el suelo dados, canicas, peones. Por fin sacó un pequeño tablero cuadrado cuyos lados tenían aproximadamente un dedo de largo y que llevaba inserta en su centro una flecha metálica. Olvidado por completo de las piezas desparramadas en el suelo, Earwig se sentó en el bordillo y apoyó la peculiar ruleta sobre el pavimento blanco, frente a sus pies.
—Muy bien. Ahora sabremos en qué dirección se marchó el bastón —afirmó al tiempo que acercaba el índice de la mano derecha a la flecha.
Respiró hondo y dio un impulso a la pieza metálica que la hizo rotar a gran velocidad. Cuando por fin la flecha se detuvo, la punta señalaba directamente a El Granero.
—Te has equivocado. ¡No puede estar en la posada!
Hizo girar la flecha una vez más y, de nuevo, la punta metálica señaló a la hostería. El kender arqueó las cejas y levantó la ruleta del suelo con un gesto de perplejidad.
—¿Te has estropeado?
Asió la varilla y la retorció; luego colocó el tablero en el pavimento y repitió la tirada. En esta ocasión, la flecha apuntó directamente al centro de la ciudad.
—¡Qué casualidad! ¡Justo adonde a mí me apetecía ir!
Tras manifestar su alegría por la coincidencia de pareceres entre el artilugio y él, Earwig guardó la ruleta en uno de los bolsillos del desaliñado chaleco y, jupak en mano, se encaminó hacia el norte por la calle de la Puerta del Sur.
* * *
Entretanto, en la oscura habitación de El Granero ocupada por los gemelos, los acontecimientos tomaban un cariz alarmante. El cuerpo de Raistlin, inmóvil hasta aquel momento, sufrió unas convulsiones violentas. La espalda del mago se arqueó, el rostro se le contrajo en una mueca espantosa que recordaba las máscaras grotescas del teatro, con la boca desencajada en un grito agónico que no llegó a proferir; el dolor lacerante que amenazaba con desgarrarlo en pedazos había vaciado de aire sus pulmones.
Los chispazos blancoazulados que le rodeaban las manos se extendieron hasta abarcar todo el cuerpo como si trataran de carbonizarlo. Caramon, que presenciaba la escena tan cerca como se lo permitía el terror que lo dominaba, se vio forzado a cubrirse los ojos por la fuerza deslumbrante del resplandor. Con todo, el amor por su gemelo pudo más que el miedo que lo agarrotaba y poco a poco, centímetro a centímetro, se acercó a la cama.
Ya le resultaba imposible mirar a su hermano. El fulgor se había hecho tan intenso que le traspasaba los párpados, en los que se dibujaban destellos, formas fantasmagóricas, imágenes centelleantes que flotaban ante sus ojos. Aun así, avanzó, decidido a hacer cuanto estuviera a su alcance para ayudarlo. Alargó la mano y aferró la de Raistlin.
El dolor lo golpeó en el plexo solar, se propagó por los costados y le alcanzó la espalda, donde clavó sus garras de relámpagos azulados. Sintió un fuego abrasador que inflamaba todos y cada uno de sus nervios hasta el extremo de dejarle los músculos insensibilizados. Unas lanzas incandescentes le atravesaron los pulmones y se clavaron en el corazón con tal saña que el guerrero temió sufrir un colapso.
Se tambaleó, las piernas le fallaron; incapaz de sostenerse de pie, hincó una rodilla en el suelo, pero no soltó la mano rígida de su hermano.
Entonces, de repente, el resplandor cegador desapareció y Caramon se hundió en una oscuridad impenetrable. Sintió la mano de Raistlin cerrarse con firmeza sobre la suya.
—Ya pasó todo, hermano —dijo el mago, que respiraba de forma trabajosa, irregular.
* * *
Earwig caminó durante horas, tan absorto en el panorama de Mereklar que sólo de tanto en tanto recordaba su misión de buscar el bastón. Nunca había estado en una ciudad tan silenciosa como ésta. Nadie, salvo él, transitaba por las calles; no se percibía el más leve ruido, ni siquiera el maullido de los gatos que tanto ansiaba escuchar.
Tuvo la sensación de que la ciudad le pertenecía; una urbe inmensa, amurallada, cuyas luces mágicas brillaban deslumbrantes sólo para él.
Hizo un alto al llegar a otro cruce de calles y miró a un lado y a otro.
—¿Qué dirección tomo esta vez? —se preguntó en voz alta, y al punto cerró la boca. No era su intención alterar la paz del silencio.
De pronto apareció un gato que lo miró de forma inquisitiva y luego huyó hasta perderse en la noche. Unos momentos después, más gatos surgían de las sombras y cruzaban la calle.
—¡Eh! —llamó Earwig mientras daba un paso hacia ellos.
Pero los felinos se dispersaron en todas direcciones. El kender los contempló fascinado.
—¡Guau! ¡Pensar que antes los había a miles! ¿Adónde irían éstos? Ya sé cómo enterarme.
Earwig metió la mano en el bolsillo y rebuscó hasta dar con la ruleta. La sacó y empujó la flecha con el dedo. La varilla metálica apuntó hacia atrás, en dirección a la hostería.
—¡Eres idiota! —rezongó el kender, al tiempo que guardaba el tablero de juego en el bolsillo.
Dio media vuelta y se encaminó justo en dirección contraria a la que señalara la flecha; llegó a un callejón oscuro, poco más ancho que un pasillo, que descendía en un suave declive.
—Esto se pone interesante. Si yo fuera un bastón o un gato, creo que estaría ahí abajo. Sí, en última instancia, es el lugar más apropiado.
Se metió en el pasaje y empezó a silbar una de sus marchas favoritas, pero luego lo pensó mejor y se calló. Después de todo, no quería molestar a la gente que dormía.
La piedra blanca con la que estaba construida toda la ciudad, que en otros sitios resultaba casi deslumbrante, aparecía gris y áspera en las paredes del angosto pasaje por la ausencia de luz. Earwig advirtió que este lugar tenía algo diferente, pero no conseguía precisar en qué radicaba esa diferencia.
Ruido. Eso era. Ésta zona de la ciudad estaba despierta, viva.
El kender escuchó voces de personas que cantaban y reían. Un poco más adelante, el callejón desembocaba en una plaza. Desde donde se encontraba, no alcanzaba a ver todo el perímetro; sin embargo, sus ojos agudos atisbaron un resplandor rojizo a la izquierda.
Llegó al final del pasaje y oteó a su alrededor. Se quedó boquiabierto por la sorpresa y frenó con tal brusquedad que estuvo a punto de caer de bruces. Había entrado en una plaza cuadrada de soportales bajo los que se sucedían las fachadas de pequeñas tiendas. Sus ojos recorrieron veloces una tras otra, sin detenerse; todos los comercios, oscuros, desiertos, lo llamaban, lo invitaban a entrar, a descubrir las maravillas que guardaban.
Una de las tiendas estaba abarrotada de gemas de vivos colores y alhajas que brillaban a la luz de la luna. En otra, se vendían telas de hermosos estampados. Otra exhibía un surtido completo de armas.
Earwig se adentró saltando en la plaza del mercado, incapaz de decidir cuál de los comercios visitaría en primer lugar.
Un grito, seguido del estruendo de loza rota en pedazos, le hizo dar un respingo y volver la cabeza hacia la zona de donde provenía el alboroto. Entonces, descubrió el origen del resplandor rojizo que le llamara la atención en un principio; la luz de las llamas de una chimenea se colaba por los cristales de la ventana de una taberna. Escuchó otro grito.
—¡Ésta pelea no me la perderé! —exclamó el kender con entusiasmo.
Corrió a la taberna y miró por los cristales sucios de la ventana para enterarse del motivo de la trifulca.
A lo largo del mostrador y en torno a las mesas estaban sentados al menos veinte hombres. Todos vestían un tipo de armaduras negras que al kender le era familiar, aunque no recordaba por qué. La cerveza corría a raudales, las camareras iban de mesa en mesa y eludían con habilidad las manos irrespetuosas de los parroquianos. Los hombres charlaban entre sí, si bien las voces llegaban amortiguadas al exterior.
Detrás de la barra del mostrador el tabernero, un tipo grande con cara de pocos amigos, secaba los vasos con un paño mugriento. Earwig reparó en que todos los hombres portaban armas —cuchillos y espadas—, algunas envainadas y otras colocadas sobre las mesas, prestas para la reyerta.
El kender se puso de puntillas y vio a una de las camareras —una joven de unos veinte años, de cabello liso y oscuro y rasgos atractivos— que se agachaba a recoger los pedazos de una jarra rota. Uno de los hombres, cuyas ropas eran mejores que las del resto, la golpeó con la parte plana de la hoja de la espada. La muchacha se tambaleó y tropezó hasta la ventana; los otros parroquianos estallaron en carcajadas. En el intento de mantener el equilibrio, la camarera se asió al marco de la ventana; al hacerlo, miró a través de los cristales. Sus ojos se encontraron con los del curioso kender. La joven retrocedió con una expresión de sorpresa pintada en el rostro. Earwig observaba la escena con interés.
La muchacha se aproximó al hombre que la había golpeado, aunque guardó una distancia prudencial.
—Creo que habéis bebido suficiente, señoría. Será mejor que volváis a vuestra casa.
—¡Quiero otra jarra! ¡No me echarás a la calle! —replicó él en tanto articulaba las palabras con dificultad.
—Catherine, despierta al caballerizo para que vaya a buscar a la Gran Consejera Shavas —intervino el tabernero, con el entrecejo fruncido.
A la mención de aquel nombre, el individuo reconsideró la situación. Al cabo, con refunfuños, retiró la silla con violencia y se encaminó a la puerta con pasos inseguros. La abrió de un tirón y la hoja de madera golpeó la pared con estrépito. El sujeto, mientras se rascaba el estómago con la mano derecha y la nuca con la izquierda, salió al exterior. Al echar una ojeada en derredor, descubrió a Earwig.
El fulgor de una de las luces de la calle caía de lleno sobre el kender. El hombre, con la mirada prendida en el amuleto colgado del cuello de Earwig, dio un paso tambaleante.
—¿De dónde has sacado eso? —demandó con voz ronca al tiempo que bajaba de un salto los escalones de la puerta de la taberna—. ¡Es mío!
El desconcertado hombrecillo se llevó la mano al colgante con el cráneo de gato y arrugó el entrecejo. No le gustaba aquel hombre.
—¡Estúpido borracho! —insultó Earwig, en tanto aferraba la jupak con firmeza—. No te lo diría aunque estuvieses sobrio. Ni aunque llevases las calzas desatadas, que por cierto, lo están. Ni tampoco si…
El hombre aferró al kender por la pechera y sacó una daga del cinturón.
—¡Te mataré, sabandija asquerosa!
—¿Con qué? ¿Con tu aliento apestoso?
Earwig alzó la jupak con todas sus fuerzas y golpeó al sujeto en la entrepierna. El hombre se dobló en dos, retorcido de dolor. La vara golpeó por segunda vez y en esta ocasión lo hizo sobre la cabeza del sujeto, que se desplomó en el suelo sin sentido.
—¡Oh, buena la has hecho, amiguito! —dijo una voz.
Earwig alzó la cabeza y se encontró con la joven camarera asomada a la puerta de la taberna. Aunque su tono de voz sonaba preocupado, el kender advirtió que hacía grandes esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas.
»¡Será mejor que te marches! —advirtió la chica con suavidad, en tanto descendía los peldaños de la taberna—. Éste hombre es un personaje importante de la ciudad. Quizá te traiga problemas.
—¿Te refieres a los tipos de ahí dentro? ¡Los puedo vencer a todos! —afirmó Earwig con audacia.
—No me refería a ellos, pero hazme caso y márchate cuanto antes. ¡Ah… y gracias! —susurró, con un timbre suave y acariciador, grato al oído.
Se inclinó y besó al kender en la mejilla. Luego, al escuchar gritos en el interior de la taberna, agitó la mano en un gesto de despedida y subió la escalera con premura. La puerta se cerró tras ella.
Earwig se quedó de pie en mitad de la calle, estático, con la mano en la mejilla y una expresión de éxtasis impresa en el semblante.
—¡Guau! ¡No es extraño que a Caramon le guste besar a las chicas! ¡Incluso es más divertido que forzar una cerradura!
* * *
Caramon se inclinó sobre su hermano y lo miró de hito en hito, con inquietud.
—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido, Raist? ¿Qué era eso?
—No lo sé —dijo el mago con voz desfallecida—. No estoy seguro. Guarda silencio, Caramon. Déjame pensar.
Por alguna razón que no comprendía, su mente se empecinaba en evocar los años de la infancia. Raistlin tenía la vaga sensación de que le había ocurrido algo semejante en otra ocasión. Mucho tiempo atrás.
A su memoria acudieron ropas de vivos colores, y música, y un atracón de dulces… bizcochos… Percibió el aroma de bizcochos recién horneados.
¡El Festival del Ojo!
Raistlin se sentó en la cama como impulsado por un resorte. Al incorporarse de forma tan precipitada, sufrió un mareo y se le nubló la vista. Cayó de lado sobre las sábanas, con los párpados cerrados; buscó a tientas el bastón, como era su costumbre cuando se sentía desfallecer. En el momento en que los dedos rozaron la madera negra del cayado, surgió una enorme esfera relampagueante que le rodeó el brazo e iluminó la habitación con un resplandor azulado.
Caramon lanzó un grito de sobresalto, pero la oscuridad envolvió de nuevo la habitación a medida que los últimos vestigios de la energía mágica se consumían de forma paulatina al difundirse encauzados en los recónditos laberintos de poder del bastón.
El mago se sentó otra vez en la cama. Una sonrisa amarga afloró a sus labios al recordar su niñez, aquellos años en los que era el blanco de burlas y desprecios.
El Festival del Ojo, la fiesta anual en la que a los niños se les permitía fingirse adultos. Él vestía una túnica de mago confeccionada de forma chapucera por las manos torpes de su hermanastra Kitiara, poco o nada mañosa en tales menesteres. La muchacha disfrazó a Caramon de guerrero, y lo equipó incluso con un escudo y una espada de madera. Luego llevó a los gemelos de puerta en puerta para pedir los bizcochos especiales que se elaboraban con motivo de tal celebración. Aquél había sido el último festival que los gemelos habían compartido con su hermanastra. Kit se marchó poco después para abrirse camino en la vida por sus propios medios.
Aquélla noche, cuando regresaban a casa para recrearse en la contemplación de los tesoros recién obtenidos, Raistlin enfermó de repente: un fuerte dolor le atenazaba el estómago y los costados. Incapaz de sostenerse en pie, su gemelo y su hermanastra tuvieron que llevarlo en brazos. En un momento determinado en que se vio forzado a escupir para aliviar el amargor de la boca, expulsó entre la saliva una gotita que ardía como una minúscula llama azul. En su memoria, aún estaba fresco el recuerdo de la expresión de aprensión reflejada en el rostro de sus hermanos.
A la mañana siguiente, se encontraba bien. La extraña enfermedad no se había repetido y, tanto su gemelo como su hermanastra, jamás le contaron a nadie lo acaecido aquella noche.
Raistlin columbraba el origen de los últimos acontecimientos.
—Acércame mi bolsa —ordenó a su hermano.
Desconcertado por completo, Caramon lo obedeció.
El mago revolvió el contenido de la mochila y, por fin, sacó un libro pequeño que empezó a hojear. El guerrero se asomó por encima del hombro de su hermano, pero todo cuanto vio en las páginas amarillentas fueron hileras y columnas de números. También se indicaban las fases y posiciones de las lunas.
Algunas de las fechas aparecían rodeadas con un círculo, cuando los dibujos de las dos lunas se superponían en un mismo punto de la página. Raistlin siguió pasando las hojas y se detuvo al llegar a la mitad del libro. Las cubiertas emitieron un crujido de protesta cuando el mago abrió el volumen de par en par y lo colocó sobre la cama, frente a él. Tras un momento de mudos cálculos, lo cerró y lo arrojó dentro de la bolsa.
—¿Y bien? —preguntó Caramon.
—El Festival del Ojo. ¿Lo recuerdas? Hace mucho tiempo, cuando éramos todavía niños…
El hombretón entrecerró los ojos, pensativo. De súbito, captó lo que insinuaba su hermano y se quedó boquiabierto.
—¡Que me condene! —musitó mirando con fijeza al mago—. De todas formas, ¿qué tiene que ver? Se trata de una simple celebración, nada más.
—Lo es para vosotros, la gran mayoría —respondió Raistlin, con un ribete de amargura en la voz—. Una fecha en la que os disfrazáis y rompéis con la rutina de una existencia monótona. En cambio, para nosotros, los hechiceros, representa mucho, muchísimo más.
—Sí, lo recuerdo. Se supone que ofrecéis vuestros servicios de forma gratuita.
—¡Bah! ¡Ésa circunstancia es lo de menos! —cortó el mago con impaciencia—. Lo que de verdad cuenta es el gran poder mágico que concurre en esa fecha. Tuvo su origen en unas épocas remotas, cuando tres hechiceros poseedores de una destreza inmensa, sin precedentes en el arte, ofrendaron su vida en aras de su ciencia. Agotaron su energía vital en un último y definitivo esfuerzo extenuante que les consumió el alma. Emplearon esa energía en la creación de una fuerza infinitamente más potente que la que cualquier otro lograría conjurar de intentarlo por sí mismo.
Caramon se removió inquieto, como hacía cada vez que su hermano hablaba acerca de sus artes arcanas.
»Ciertos textos místicos declaran que cada uno de estos hechiceros servía a uno de los tres alineamientos: el Bien, el Mal y la Neutralidad —prosiguió Raistlin—. El conjuro requería el concurso de tres miembros pertenecientes a las fuerzas que conforman el Gran Equilibrio del Universo. Algunos libros afirman que la inmensa acumulación de poder mágico invocada por los hechiceros tenía por objeto prepararse para una futura confrontación a favor de sus deidades, en la que cada cual esperaba que su propio alineamiento prevaleciera sobre los otros dos y se alzara con el poder cuando llegara el tiempo señalado. —El mago se encogió de hombros—. Los hechiceros eligieron el juego, pero fueron los dioses quienes lanzaron los dados. Ellos perecieron, la energía conjurada quedó aprisionada, pero latente. Los textos dicen que el cúmulo de fuerzas mágicas sólo se liberará cuando el Gran Ojo se manifieste en el firmamento.
—¿El Gran Ojo?
—Si quieres saber lo que ocurre, no me interrumpas. El Festival del Ojo de este año será distinto a los conocidos hasta ahora. Las tres lunas, incluso la negra Nuitari, se mueven hacia una conjunción poco corriente. Configurarán el Gran Ojo: un solo orbe rojo, plateado y negro, suspendido en la oscura bóveda nocturna, que contemplará Krynn desde lo alto con un designio insondable.
Raistlin hizo una pausa; las pupilas en forma de reloj de arena se clavaron con fijeza en su hermano.
—Éste acontecimiento ya tuvo lugar en otro momento de la historia… en el Cataclismo.
Caramon sacudió la cabeza.
—Mira, el Festival del Ojo se repite todos los años y hasta ahora no habías enfermado. Salvo en aquella ocasión…
—Conforme a las indicaciones de mi libro, en esa noche en particular, la noche en la que sufrí una dolencia tan extraña, entraron en conjunción las dos lunas visibles, Lunitari y Solinari. Éste hecho ocurre de manera ocasional, si bien no es un acontecimiento frecuente. Éste año, de acuerdo con mi interpretación, la conjunción se repite. Con la salvedad de que, según mis cálculos, la tercera luna (la luna negra de la arcana deidad olvidada, Takhisis, la Reina de la Oscuridad) pasará sobre las otras dos y conformará el Gran Ojo. Lo que sentí entonces, hace muchos años, sólo fue el inicio de confluencia de los poderes místicos que se desatarán la noche del festival que se avecina. Esto explica en gran medida los hechos acaecidos en los últimos días.
—Para ti estará claro; para mí, no —rezongó Caramon entre bostezos. Miró a su hermano con inquietud—. ¿Existe la posibilidad de que tengas una recaída, de que se repita esa extraña enfermedad?
No obtuvo la respuesta tranquilizadora que esperaba. Su gemelo se hallaba sumido en hondas reflexiones y ni siquiera lo escuchó.
* * *
De regreso a la hostería, Earwig recorrió la calle de la Puerta del Sur, después de dejar atrás hileras y manzanas de casas.
—A todo el mundo le gusta mi colgante —se dijo con gran satisfacción—. En verdad, me alegro de haberlo encontrado. ¡Caray, qué cansado estoy! Ser un gran guerrero y recibir besos de mujeres hermosas lo hace pedazos a uno.
En las proximidades de la hostería El Granero, Earwig se vio gratamente sorprendido al descubrir repleto de dados y piezas de juegos el pavimento blanco de la calzada. Los recogió todos y se los guardó en los bolsillos de las calzas; se preguntó intrigado de dónde habrían salido tantos objetos hermosos.
El criado grandullón y antipático seguía de guardia a la puerta de la hostería. El kender, muy considerado, prefirió no despertarlo. Regresó a la parte posterior del edificio, trepó por la espaldera y se introdujo por una ventana.
—Pasaré un momento a ver a Caramon para relatarle mi aventura. —Earwig se acercó a la habitación de los gemelos y llamó con los nudillos.
El guerrero abrió la puerta. Los ojos, enrojecidos e inflamados, se abrieron de par en par al ver al kender.
—¡Tú! ¡¿Sabes la hora que es?!
—No. Pero puedo enterarme, si te interesa. Hay un reloj en el vestíbulo y… —comenzó Earwig muy animado, pero enmudeció de repente. Se quedó boquiabierto y con los ojos desorbitados al vislumbrar en un rincón el negro cayado de madera.
—¡El bastón de Raistlin!
—Sí, ¿qué pasa con él?
—P… pero, si estaba… quiero decir, que fui… ¡Desapare…!
—¡Hasta mañana, Earwig! —cortó Caramon con un gruñido y cerró la puerta con tanta brusquedad que estuvo a punto de pillar la inquisitiva nariz del kender.
—¡Qué maravilla! ¡Debió de regresar por sus propios medios! Sin embargo, me podría haber dicho algo, y así me habría ahorrado un montón de problemas por ir en su busca —agregó con cierto enojo.
Earwig soltó un bostezo descomunal y se dispuso a volver a su habitación, pero de pronto reparó en que no recordaba cuál le había asignado el posadero.
Bajó con sigilo la escalera, se metió en el comedor, desenrolló el petate, y se quedó dormido debajo de la mesa central.