7

Cuando Caramon despertó a la mañana siguiente, creyó que la cabeza le estallaría en pedazos, atormentada por un martilleo tan descomunal que habría despertado la envidia de su gran amigo orfebre, Flint Fireforge. Los constantes golpeteos del martillo se descargaban con atroz regularidad y lo obligaban a encogerse estremecido por el dolor. Los gorjeos de los pájaros resonaban como choques de lanzas, y los ruidos amortiguados de otros huéspedes de la posada le provocaban oleadas de agonía.

Retiró despacio la sábana que le cubría la cabeza y asomó sólo los rizos enmarañados y los ojos inyectados de sangre, apenas entreabiertos. El guerrero dio un respingo y apretó los párpados al recibir en pleno rostro un deslumbrante rayo de sol. Dio un tirón de la sábana y se cubrió la cabeza.

—¡Qué golpe tan cruel! —musitó quejumbroso.

Luego alzó poco a poco la colcha por un costado, para eludir otra arremetida violenta de la luz, y miró hacia el lado opuesto de la habitación, hacia el lecho ocupado por su hermano. Aunque todavía dormía, a Raistlin lo aquejaba algún dolor ya que tenía la espalda arqueada y los puños crispados. Sin embargo, respiraba de un modo regular y Caramon suspiró con alivio.

La mirada del guerrero se volvió hacia la cama de Earwig con la ferviente esperanza de que el kender y su voz estridente también estuvieran dormidos. En efecto, así era a juzgar por el sosegado ascenso y descenso de la manta que lo arropaba.

«Estupendo», se dijo el hombre para sus adentros. «Bajaré al comedor y recurriré a mi remedio infalible para la resaca».

Se incorporó en la cama, con la cabeza gacha para rehuir la luz matinal.

—¡Buenos días, Caramon! —chilló Earwig con entusiasmo. El timbre agudo atravesó lacerante el cráneo del guerrero, que se desplomó en el lecho como si hubiese recibido un gancho en la mandíbula.

El pobre Caramon no recordaba haberse sentido nunca tan mal. Por segunda vez acudió a su mente el recuerdo de Flint, y con él uno de los proverbios del viejo enano: «El peor enemigo de un guerrero es el guerrero mismo». Nunca comprendió el significado de esa máxima hasta ahora. Se preguntó si Flint no se referiría, precisamente, a aquel terrible brebaje —el aguardiente enanil—, causante de su desgracia.

—Earwig, si no te callas, te mataré —susurró Caramon con los dientes apretados, mientras se llevaba las manos a las sienes para aliviar la presión.

—¿Qué dices? —gritó de nuevo el hombrecillo, con el mismo timbre de voz estridente—. No te he oído. ¿Te importaría repetirlo?

Por toda respuesta, el hombretón agarró la almohada, se acercó a Earwig y le metió la cabeza dentro de la funda.

—¿Es un juego? ¿Qué hago ahora? —chilló entusiasmado el kender.

—Quédate ahí sentado hasta que te diga que te muevas —gruñó Caramon.

—De acuerdo. ¡Oye, es muy divertido!

Earwig, con la cabeza metida en la almohada, se arrellanó y aguardó impaciente lo que siguiera a continuación, en aquel juego tan excitante.

Caramon salió de la habitación.

Fue al patio trasero de la posada y se acercó al pozo. Sacó un cubo de agua y sumergió en él la cabeza. En seguida, la levantó y, en medio de boqueadas y jadeos, se sacudió como un perro y se enjugó el rostro con las mangas de la camisola.

Ya de regreso al interior del edificio, mientras todavía se frotaba para secarse, Caramon se dirigió al comedor en donde se servía el desayuno. El aroma a huevos fritos, bacon y panecillos calientes mitigó en parte el inclemente dolor de cabeza y le hizo recordar que no había probado bocado desde la cena de la noche anterior que, por cierto, no acabó.

«Es una ventaja el que no se me revuelva el estómago cuando bebo», pensó con orgullo.

La estancia estaba casi vacía. Los escasos parroquianos taciturnos que se sentaban a las mesas miraron al hombretón, fruncieron el entrecejo y luego apartaron la vista.

Caramon pasó por alto el hosco recibimiento y se dirigió hacia la misma mesa que ocuparan la noche anterior. Se dejó caer con tanta fuerza en el banco que estuvo a un tris de caerse de espaldas. Logró recuperar el equilibrio y se quedó sentado, muy quieto, hasta que remitieron las náuseas y la desagradable sensación de flotar en el aire.

«Bueno, casi nunca se me revuelve el estómago», rectificó en su fuero interno.

—¿Qué te sirvo esta mañana?

Era Yost, el posadero, que lo contemplaba con una sonrisa apenas disimulada.

—Quiero una bebida. Dos tercios de alcohol de semillas, uno de zumo, uno de especias cocidas y un tallo de verdura; una mezcla del todo insípida. ¡Ah, y con mucha pimienta! —añadió Caramon.

—Vaya, un guerrero avezado —comentó Yost—. El «Favorito del Veterano». Apuesto que después querrás un buen desayuno. ¡Maggie! —el grito arrancó un ronco quejido al hombretón—. Trae algo de comer a este caballero.

Caramon se bebió tres «Favorito del Veterano», los dos primeros de un par de tragos. El fuerte sabor de la pimienta arrastró de su paladar el gusto asqueroso a aguardiente. Con gesto ausente, removió el tercero con el tallo de verdura. De tanto en tanto empujaba con el tenedor la comida que tenía frente a él, dudoso de que su estómago admitiera un solo bocado.

Sin embargo, una vez consumida la cuarta dosis de la peculiar medicina, Caramon recobró el apetito. En principio masticó y tragó despacio, aunque poco a poco ganó velocidad. Por fin, el guerrero se sintió más animado, más como el Caramon de siempre, y se recostó contra la pared echando el banco hacia atrás, apuntalado con los hombros. Los otros clientes se habían marchado, y él era el único que quedaba en la taberna.

Yost se acercó al hombretón y examinó el contorno con expresión sombría.

—Si este problema no se acaba pronto, me arruinaré. El Festival del Ojo está a la vuelta de la esquina. Mucha gente de Mereklar lo celebraba en mi posada, pero este año no lo harán. Maggie, limpia la mesa.

La muchacha se aproximó deprisa y recogió los platos y los vasos, que amontonó en una bandeja de madera. A Caramon no le pasó inadvertido que la joven era muy bonita y miró con actitud aprobatoria las mejillas sonrosadas, las formas opulentas, el pelo dorado como la mies, sujeto con una cinta amarilla. Recordaba que la noche anterior le había sonreído.

—Permíteme, es mucho peso para ti —dijo, mientras cogía la bandeja de las manos de la muchacha.

—Oh, no, señor. Es mi trabajo —respondió Maggie, ruborizada, al tiempo que procuraba recobrar la bandeja.

Durante el amistoso forcejeo, Caramon se las ingenió para besarla en la mejilla. Maggie le siguió el juego y le propinó un cachete cariñoso; la bandeja con los platos estuvo a punto de caerse al suelo.

—¿Por dónde se va a la cocina? —preguntó el guerrero, que había salido victorioso de la contienda.

—Por aquí, señor.

Maggie, ruborizada hasta la raíz de los cabellos, encabezó la marcha; la seguía Caramon, con la bandeja en la mano, y tras ellos un Yost taciturno que cerraba el cortejo.

La cocina era grande y relucía de limpia. De los ganchos clavados en las blancas paredes colgaban numerosas cazuelas y sartenes.

—¿Queda alguien para desayunar? —inquirió la cocinera, una mujer menuda, delgada, de cabello oscuro.

—No —dijo el posadero, abatido.

La mujer se dedicó a los preparativos para los clientes que tomaban un bocado a mediodía. Maggie indicó a Caramon que se acercara a una de las pilas, recogió con rapidez los platos amontonados en la bandeja y los sumergió en el agua espumosa.

—Bien, maese posadero —dijo el guerrero, dirigiéndose a Yost pero con los ojos clavados en Maggie, por lo que la muchacha se ruborizó de nuevo y estuvo a punto de tirar una copa—, si te sirve de consuelo, te diré que mi hermano y yo vamos a Mereklar dispuestos a ganarnos la recompensa.

—¿De verdad? —Maggie se dio media vuelta y su gesto brusco lanzó un rocío de burbujas sobre Caramon—. ¡Cielos! ¡Lo siento, señor!

La joven cogió una toalla y secó las gotas esparcidas por el amplio torso del guerrero. Él asió su mano y la oprimió con fuerza. Desde su aventajada estatura —la chica no le llegaba al hombro—, la contempló detenidamente. Sus ojos eran castaños, sombreados de largas pestañas. El cabello tenía el color de las hojas de los vallenwoods en otoño. El pulso del guerrero se aceleró y el corazón le latió con fuerza. Se inclinó sobre el menudo rostro con el propósito de robarle otro beso, pero Maggie, al tiempo que miraba de reojo a su patrón, se echó hacia atrás y se apartó del guerrero; al momento fregaba platos y vasos a una velocidad vertiginosa.

Yost, todavía rumiando el aserto de Caramon, asintió en silencio.

—Me imaginaba algo así, con ese mago que hacía tantas preguntas. ¿De verdad es tu hermano?

—Mi gemelo —puntualizó el guerrero con orgullo—. Se sometió a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería cuando sólo tenía veinte años. Ha sido el aspirante más joven de todos los tiempos. Y la superó. Aunque pagó un alto precio… ambos lo pagamos. —El último comentario lo hizo para sí mismo, en voz baja.

No obstante, Maggie lo escuchó y le dedicó una mirada cálida y compasiva.

—Está enfermo de verdad —afirmó la muchacha con suavidad.

—Sí. Y me preocupa mucho. —El hombretón advirtió que la expresión del posadero se ensombrecía—. Pero es más fuerte de lo que aparenta —se apresuró a añadir—. Si existe alguien capaz de resolver el misterio de vuestros gatos, ése es Raistlin. Tiene una gran inteligencia. Él es el cerebro; y yo, los músculos, ¿comprendes? —acabó con socarronería.

—¿Por qué os molestáis en ayudarnos? —inquirió Yost, mientras observaba al guerrero con suspicacia.

—Andamos escasos de fondos y nos vendría bien la paga. Sin embargo, también hay motivos personales. —Guiñó un ojo a Maggie, quien le dedicó una tímida sonrisa.

—¿Puedo preguntar para qué necesita dinero un mago? —prosiguió Yost—. Creía que los hechiceros con sus conjuros lo obtenían del aire, o cosa parecida.

—Pues no lo hacen. Es sólo un mito, como la creencia de que al tocar a una rana salen verrugas —dijo Caramon con suficiencia, demostrando sus vastos conocimientos sobre la magia.

—Un sapo —corrigió la cocinera en voz baja, sin levantar la vista de su trabajo.

Caramon la miró desconcertado.

—Las verrugas las produce un sapo, no una rana —repitió la mujer—. Y no necesitamos a ningún hechicero por estos contornos.

—Nunca los ha habido y nos hemos arreglado muy bien sin ellos hasta el momento —se mostró de acuerdo Yost. Su voz se endureció—. Es raro que la desaparición de nuestros gatos coincida casi con la llegada de tu hermano a la ciudad, ¿sabes?

—Por lo que he oído, los gatos empezaron a desaparecer hace semanas. Mi hermano y yo estábamos muy lejos… —comenzó Caramon con vehemencia. Maggie intervino.

—Hubo un tiempo en que un mago vivió aquí. Aquél viejo ermitaño loco que tenía una cueva en las montañas. ¿No te acuerdas, Yost?

—Ah, ése. Lo había olvidado. Nunca nos molestó. Corrió la voz de que había muerto, que lo habían matado de un susto los fantasmas o las apariciones, o algo semejante.

—No se sabe con certeza —agregó la cocinera de forma ominosa, sin dejar de trabajar la pasta de las empanadas.

—Bah, tonterías —descartó el tema Yost, con el entrecejo fruncido—. Sólo me preguntaba por qué un mago estaba interesado en ayudarnos, nada más.

—Mi hermano tiene sus razones —fue la lacónica respuesta de Caramon—. Ha hecho muchas cosas con el único propósito de ayudar a otros, como desenmascarar a ese clérigo farsante de Larnish.

—¡Larnish!

La exclamación la hizo la cocinera, a quien se le cayó de las manos una bolsa de harina. El polvo blanco se extendió por el aire como una nube fantasmagórica.

—¿Conoces lo ocurrido? —preguntó el guerrero.

—Tenía gente amiga en esa ciudad —respondió ella.

Caramon esperaba que dijera algo más, pero la mujer se encerró en un hosco mutismo.

—¡Pues opino que esto no presagia nada bueno! ¡Magos! ¡Bah! —refunfuñó Yost, mientras salía de la cocina.

—Te ayudaré a secar los platos —ofreció Caramon; cogió un paño y se situó junto a Maggie.

—¡Oh, no, señor! ¡Es trabajo de mujeres! Además, podríais romper…

La muchacha enmudeció al ver la seguridad y la rapidez con que Caramon secaba la loza.

—Mi madre pasó mucho tiempo enferma —dijo el hombretón en voz queda, a modo de explicación—. Mi hermano y yo aprendimos a arreglárnoslas por nuestra cuenta. Raist fregaba siempre y yo secaba. Resultaba divertido. Nos gustaba hacerlo. Acostumbrábamos a charlar… —Su voz se apagó al rememorar tiempos más felices.

El guerrero olvidó la melancolía al ver la sonrisa de Maggie, una sonrisa cálida que iluminó la cocina con más fuerza que el resplandor del sol que entraba por la ventana.

* * *

Raistlin y Earwig acababan el desayuno cuando Caramon regresó a la habitación.

—No me gusta mucho ese juego, Caramon —lo increpó el kender con severidad.

—¿Qué? —El hombretón quedó desconcertado.

—No tiene importancia —cortó el mago con brusquedad—. ¿Dónde has estado?

—Di una vuelta por ahí y me enteré de algunas cosas, nada más. ¿Te ayudo a recoger el equipaje, Raistlin? —El guerrero se acercó a su hermano, que jugueteaba con el tenedor en el trozo de pan y los pedazos de fruta que había en un plato.

—Ya lo he recogido yo.

Raistlin mostraba una actitud más reservada y distraída de lo habitual. Su semblante tenía un tinte ceniciento y en las ojeras se le marcaban unos surcos profundos y oscuros.

—¿Has pasado mala noche? —se interesó su hermano.

—El sueño se ha repetido —respondió lacónico el mago; su mirada se desvió del guerrero a la ventana.

—¡También yo he recogido mis cosas! —Earwig se metió en la boca un trozo enorme de pastel de maíz. El almíbar se le escurrió por la barbilla y goteó en el plato que tenía frente a él. Con la boca llena todavía y sin dejar de masticar, bebió un buen trago de leche.

—Earwig, sal de aquí —ordenó Caramon.

—¡No he terminado!

—Ya lo creo que sí. Raist, debería…

—Excelente sugerencia. Esperad afuera los dos, hermano.

—Pero…

—¡Vete! —conminó el mago con los puños apretados y los ojos prendidos en la ventana.

—De acuerdo, Raist. Te esperaremos abajo. Reúnete allí con nosotros cuando estés listo.

Caramon cogió los bártulos y salió de la habitación. Earwig terminó la leche de un trago y lo siguió.

Raistlin oyó que la puerta se cerraba tras ellos. El sol, cálido y reconfortante, se colaba por los cristales y, a su influjo, la piel del hechicero brillaba con un fulgor interno. Comparado con el aspecto enfermizo producto de la mala noche, este reflejo dorado resultaba saludable. Alargó la mano y acarició el Bastón de Mago; el tacto de la madera le produjo una sensación de bienestar.

—¿Por qué no consigo recordar? ¿Por qué me obsesiona un sueño del que apenas guardo memoria? Era importante. Algo trascendente…

—Disculpad, señor —dijo una voz tímida, constreñida por el temor.

Raistlin volvió raudo la cabeza. No había oído que la puerta se abriera.

—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza a la mujer delgada, de cabello oscuro, que se encontraba en el umbral.

Ella palideció por la severidad del mago, pero se armó de valor, dio un paso vacilante y entró en la habitación.

—Perdonad, señor, pero he hablado con vuestro hermano y me dijo que fuisteis vos quien propició la caída del clérigo de Larnish.

El hechicero estrechó los ojos. Quizá tenía frente a él a una fanática religiosa dispuesta a atosigarlo con reproches e improperios.

—Era un farsante y un charlatán. Un ilusionista de tres al cuarto —siseó Raistlin, mientras se volvía hacia la mujer y se quitaba la capucha.

La cocinera vio las pupilas en forma de reloj de arena hundidas en la tez dorada que reflejaba la luz matinal. Era una imagen alarmante, pero logró domeñar el impulso de retroceder.

—Robaba el dinero a la pobre gente inocente en nombre de sus falsos dioses —prosiguió Raistlin—. Destrozó la vida de innumerables personas. Sí, yo fui el responsable de su caída. Te pregunto una vez más, mujer, ¿qué quieres de mí?

—Yo… sólo he venido a daros las gracias y a entregaros esto. —La cocinera se acercó al mago, con un pequeño objeto guardado en la mano—. Mi hijo, señor, era uno de aquellos a los que ese farsante embaucó con sus supercherías. Regresó a casa, conmigo, y ahora se encuentra bien.

La mujer dejó su regalo sobre el regazo del hechicero.

—Es un amuleto de buena suerte —explicó con timidez.

Raistlin lo levantó. El talismán irradió destellos al girar suspendido de la cadena. Era antiguo, y las joyas engastadas en la montura, muy valiosas. Comprendió que se trataba de una posesión atesorada por la mujer durante toda la vida, algo que podría haber vendido para mitigar la pobreza pero que, por el contrario, había conservado en memoria de los seres queridos, muertos mucho tiempo atrás.

—Ahora regresaré a mi trabajo. Sólo quería agradeceros… —comenzó la cocinera mientras daba un paso hacia la puerta.

El mago alargó la mano descarnada y la retuvo por el brazo. Ella se encogió amedrentada y se echó hacia atrás.

—Gracias, mujer —dijo Raistlin con suavidad—. Tu regalo es un amuleto portentoso que aprecio en lo que vale. No lo olvidaré.

El rostro delgado de la cocinera se iluminó con una expresión de complacencia; llevada por un impulso súbito, se agachó y besó con timidez la mano del mago, aunque no logró evitar un ligero estremecimiento al sentir en los labios el contacto ardiente de la piel dorada. Raistlin le soltó el brazo, y ella salió del cuarto a todo correr.

A solas de nuevo, el hechicero intentó revivir el sueño, pero fue en vano. Suspiró, guardó el amuleto en uno de sus bolsillos y se puso de pie con la ayuda del bastón. Echó una última mirada por la ventana; allá abajo, en un nítido contraste con la hierba, la línea blanca y rutilante fluía hacia el norte, hacia Mereklar.

Raistlin salió de la posada. La garra dorada del bastón centelleó al sol; el orbe de cristal azul pálido brillaba con luz propia al absorber la claridad radiante del día.

—¿Dónde está Caramon? —le preguntó a Earwig, que se hallaba sentado en cuclillas junto a los bártulos.

—Me dijo que me quedara aquí y que lo esperara, pero esto resulta terriblemente aburrido. ¿Nos vamos ya?

—¿Te dejó aquí y él…? —comenzó Raistlin.

—Se marchó por allí hace un minuto, al otro lado del edificio —señaló el kender.

El mago miró los bultos del equipaje en los que se advertían evidentes señales de un registro, y se preguntó cuántas de sus posesiones se habrían encaminado hacia los saquillos de Earwig. ¡Qué ingenuo era a veces Caramon!

Raistlin, con el semblante torvo, caminó con pasos mesurados y dobló la esquina de la posada. Encontró a su hermano y a una de las camareras en el patio trasero del edificio. Estaban abrazados, el cuerpo menudo de la muchacha perdido en el inmenso del guerrero.

El mago los miró en silencio. El leve ondear de la túnica con la suave brisa fue el único movimiento de la figura quieta y tensa. Ni siquiera se escuchaba su respiración, ningún sonido escapó de sus labios. Lo asaltó un torbellino de emociones avasalladoras, un raudal que brotaba de ese pozo que debería permanecer sellado para siempre si quería alcanzar verdadero poder. Se quedó estático al observar la escena; le ardía el pecho, presa de un fuego abrasador, pero también advirtió la frialdad que emanaba desde lo más hondo de su ser y que consumiría sentimientos y pasiones que le estaban vedados. Sin embargo, algo lo impulsaba, en abierto desafío a su férrea voluntad, a seguir frente a la escena. Llegó un momento en que le resultó insoportable, doloroso.

—¡Vamos, Caramon! ¡No disponemos de tiempo suficiente para otra de tus conquistas! —siseó entre dientes.

La pareja dio un respingo que le dio placer; la muchacha se ruborizó abochornada y su hermano enrojeció azorado.

Giró sobre sus talones y regresó a la parte delantera del edificio; a cada paso, el bastón se hundía hondo en la tierra.

—He de marcharme —dijo Caramon mientras dominaba a duras penas la pasión que lo embargaba.

—Sí, claro —susurró Maggie en tanto se apartaba del rostro el pelo desgreñado—. Toma. Esto es para ti. —La muchacha sacó algo que guardaba bajo la blusa—. Es un sencillo amuleto que te dará buena suene en tu empresa, y también servirá para que te acuerdes de mí.

—¡Jamás te olvidaré! —prometió el guerrero a la muchacha, como lo había asegurado cientos de veces a cientos de mujeres; como siempre, sincero, con el alma y el corazón.

—¡Oh, venga, márchate ya! —dijo Maggie, y lo empujó con suavidad. La joven suspiró y se recostó contra el tronco de un árbol; desde allí lo vio alejarse deprisa en pos del mago.

Los compañeros emprendieron la marcha; caminaron sumidos en el silencio durante un rato; el mago luchaba con denuedo contra la ira que lo dominaba, el guerrero daba tiempo al tiempo para que su gemelo se apaciguara. Por fortuna, Earwig se había adelantado a todo correr «en misión de reconocimiento».

No encontraron a otros transeúntes en la calzada, aun cuando era evidente que un caballo la había recorrido al galope pocas horas atrás. Las huellas de los cascos aparecían hundidas en la tierra húmeda.

Raistlin examinó las marcas y se preguntó qué emergencia induciría a un jinete a forzar de aquel modo a su caballo. Podían existir diferentes razones, pero el mago presintió de forma repentina que aquel hecho se relacionaba con ellos. La intranquilidad hizo presa de él. La intuición le decía que, en lugar de dirigirse hacia Mereklar, deberían alejarse de la ciudad, cuanto antes mejor. De pronto, se detuvo.

—Caramon, ¿qué es eso? —Raistlin señaló con el bastón un punto del camino embarrado.

El guerrero se acercó al lugar indicado por su hermano.

—¿Ésta huella? —El hombretón hincó una rodilla en el suelo y frunció el entrecejo en un gesto cavilante. De inmediato, se incorporó, con el semblante vacío de expresión—. No estoy seguro, Raist. No soy muy buen rastreador. Necesitarías a uno de esos bárbaros que-shu.

—Caramon, ¿qué clase de animal deja impresa esa huella?

El guerrero se removió intranquilo.

—Bueno, si he de opinar…

—Hazlo.

—Diría que fue un… gato.

—¿Un gato? —Raistlin estrechó los ojos.

—Un… gato… muy grande —dijo Caramon tragando saliva.

—Gracias, hermano.

El mago reanudó la marcha. Caramon lo alcanzó en dos zancadas y caminó a su lado. Suspiró aliviado; al parecer, se le había pasado el mal humor. El guerrero sacó una pequeña bola de tela de su bolsillo. Se la acercó a la nariz y la olió; sus labios esbozaron una sonrisa al percibir el aroma dulce y picante. El envoltorio lucía adornos realizados con lentejuelas que algunas manos amorosas habían cosido sobre la tela. Atada a la parte superior había una cinta larga amarilla, una cinta de pelo, que revoloteaba alegremente.

—¿Qué tienes ahí? —inquirió Raistlin con frialdad.

—Es un regalo. ¡Un amuleto de buena suerte!

Caramon lo alzó por el extremo de la cinta y empezó a darle vueltas. A la luz dorada de la mañana, las lentejuelas reflejaban un arco iris de colores fascinantes.

El mago metió la mano en el bolsillo; los dedos acariciaron el presente que también recibiera aquella mañana.

—¡Eres un tonto supersticioso, hermano! —dijo con tono burlón.