Los gemelos salieron de la habitación del piso alto y bajaron la escalera; Raistlin se sostenía tanto en su hermano como en el bastón; el cayado de madera negra resonaba contra el suelo. Rodearon la enorme chimenea del vestíbulo y se dirigieron al comedor, pero antes de que Caramon entrara en la estancia, Raistlin lo hizo detenerse para echarse la capucha hacia atrás de forma que le quedara al descubierto un oído.
El guerrero conocía muy bien ese gesto, una contraseña que los gemelos habían desarrollado a lo largo de los años. Retrocedió con presteza tras el esquinazo del arco de entrada antes de que ninguno de los parroquianos advirtiera su presencia. Inclinó la cabeza y escuchó atento, a la espera de descubrir lo que su hermano encontraba tan interesante. Las voces que salían de la habitación flotaban como una niebla.
—¡Os digo que es obra del mal!
—¡Sí, es cierto!
—¡Tengo ochenta años y jamás vi algo semejante! —intervino un anciano—. Siempre hemos cuidado de los gatos, como se dice en la leyenda, y ahora, de pronto, ¡nos abandonan! ¡La maldición caerá sobre nuestras cabezas!
—Quizá sea una maquinación de algún maldito hechicero.
—Siempre desconfié de ellos.
—¡Sí! ¡A la hoguera con todos, es lo que digo! Como en los viejos tiempos.
—¿Qué ocurrirá con Mereklar, anciano?
—¿Mereklar? ¡Di mejor con el mundo entero!
—Dicen que no queda ningún gato en la ciudad. ¿Es cierto? —preguntó otro hombre, vestido con un blusón de granjero y sombrero de ala ancha.
—Algunos hay. Muy pocos. Tal vez, unos cien —respondió el anciano.
—Sólo cien cuando antes había miles —agregó otro.
—Y la cifra se reduce día a día.
Todos hablaban al mismo tiempo sobre los rumores que corrían por la comarca. La crispación crecía por momentos. Caramon se apartó de su escondrijo, se unió a su hermano y le tiró de la manga.
—Me parece que nos hemos metido en un manicomio. ¡Ésta gente está loca! ¡Tanto jaleo por un puñado de gatos! —refunfuñó en un susurro.
—Silencio, Caramon. Tómatelo en serio. Deduzco que todo esto se relaciona con el trabajo que vinimos a solicitar.
—¿Nos contratarán para buscar unos gatos perdidos?
Caramon se rio sin poder evitarlo. Sus estruendosas carcajadas de barítono retumbaron por toda la posada. Los parroquianos se sumieron en un súbito silencio y todos los ojos clavaron una mirada funesta en los gemelos. Raistlin apretó los delgados dedos en torno al brazo musculoso de su hermano.
—Recuerda, Caramon, que también hubo alguien que intentó matarnos por ello.
El razonamiento del mago terminó con el alborozo del hombretón. Los hermanos entraron en el comedor. Su presencia no fue bienvenida. Eran forasteros, unos desconocidos que se entrometían en un asunto que no les incumbía y en su miedo por una situación que escapaba a la comprensión. Se encerraron en un hosco mutismo. Ni una palabra de saludo, ninguna invitación a sentarse a una mesa.
—¡Eh! ¡Raistlin! ¡Caramon! ¡Aquí!
La aguda voz de Earwig hendió el pesado silencio. Los gemelos se encaminaron hacia la parte trasera del local. Los parroquianos de la taberna lanzaron miradas furtivas al mago y hubo murmullos y sacudidas de cabezas y entrecejos fruncidos. Raistlin los ignoró con actitud desdeñosa, los labios curvados en una mueca burlona.
Caramon ayudó a su hermano a instalarse lo más cómodamente posible en aquel duro banco de madera y luego hizo señas a una de las camareras para que se acercara. La joven sólo fue hacia la mesa después de que Yost diera su visto bueno con un breve cabeceo.
El fornido guerrero olisqueó el aire y encogió la nariz: el aroma que salía de la cocina no era de su agrado.
—Guisado de conejo. Lo toma o lo deja —dijo la camarera.
—Lo tomo —aceptó Caramon al tiempo que rememoraba con nostalgia las patatas picantes de Otik en la posada El Ultimo Hogar. Dirigió una mirada inquisitiva a su hermano, quien negó en silencio, sin apartar el pañuelo con el que se cubría la boca.
»Mi hermano tomará un poco de vino blanco. ¿Te apetece algo, Earwig?
—Oh, no, gracias, Caramon. Ya he comido. Verás, alguien había dejado un plato de guisado sobre la mesa. Mi madre solía decir que era un pecado desperdiciar la comida. «Hay gente en Solamnia que pasa hambre», afirmaba. Por lo tanto, para no insultar a esa pobre gente hambrienta, me comí el guisado. Aunque no sé muy bien de qué puede servirles el que otros coman. ¿Tú lo sabes, Caramon?
El hombretón no lo sabía. La camarera se alejó presurosa y regresó al poco tiempo con un plato de comida, una jarra de cerveza que soltó con brusquedad frente a Caramon, y un vaso de vino para Raistlin.
El guerrero se abalanzó sobre la cena con apetito; bebió, masticó y engulló a gran velocidad. El kender lo observaba con los ojos abiertos de par en par por la admiración. Raistlin lo contemplaba con desagrado, pero de pronto le llamó la atención el plato medio vacío.
—¡Déjame ver eso! —dijo, al tiempo que se lo arrebataba a su hermano de un tirón.
—¡Eh! ¡Todavía no he terminado! Aún queda…
—Nada —cortó el mago con frialdad, y tiró al suelo los restos de comida.
—¿Qué es? ¡Muéstramelo! —Earwig gateó por el banco hasta colocarse junto a Raistlin.
—Es un poema —explicó el hechicero, mientras contemplaba interesado la superficie del plato.
—¡Un poema! ¡Me has estropeado la cena por un poema! —rezongó Caramon.
Raistlin lo leyó para sí y luego se lo pasó a su hermano.
Está escrito: el mundo conocerá cinco eras,
mas la quinta jamás despuntará si las tinieblas
prevalecen y atraviesan el portal.
Despliega la Oscuridad sus huestes negras,
sigilosas sombras centinelas del umbral,
que la hora señalada aguardan prestas.
Son los gatos vivos la piedra angular,
a cuyo arbitrio queda la sentencia
de un destino de luz u oscuridad
en la arcana ciudad, aún más pretérita
que las propias deidades primigenias.
—¿Y bien? —inquirió Raistlin.
—Otra vez los gatos —rezongó Caramon después de devolverle el plato.
—Sí, otra vez —musitó el mago.
—¿Entiendes el significado del poema?
—No del todo. Hasta ahora no se conocen más que cuatro eras, la de los Sueños, la de la Luz, la del Poder y la de la Oscuridad, que es en la que nos encontramos. Surgirá una nueva era…
—Pero no «si las tinieblas prevalecen» —apuntó el guerrero releyendo las frases del plato.
—En efecto. Y «son los gatos vivos la piedra angular». Interesante, hermano. Muy interesante.
Raistlin dejó el plato sobre la mesa. La mirada abstraída y los labios prietos denunciaban que se hallaba sumido en hondas reflexiones.
—¡Eh, un momento! —exclamó Earwig—. Acabo de recordar algo…
El kender se levantó de un salto y corrió hacia otra mesa sobre la que había un plato vacío; lo cogió y regresó a su asiento.
—¡Mira! ¡Otro poema! Me fijé en él cuando terminé mi cena.
Soltó el plato frente a los hermanos; al advertir que Caramon se hallaba absorto en la lectura, aprovechó la oportunidad para apropiarse de la jarra de cerveza del guerrero.
Está escrito: el Señor de los Gatos vendrá
a tomar el mando en la contienda
que en defensa de su feudo librarán.
Sólo fieles a sí mismos, ante nadie se doblegan
ni reconocen más señor que su libertad.
Emisarios de uno y tres en la leyenda,
son los gatos vivos la piedra angular,
a cuyo arbitrio queda la sentencia
de un destino de luz u oscuridad
en la arcana ciudad, aún más pretérita
que las propias deidades primigenias.
—«La arcana ciudad, aún más pretérita que las propias deidades primigenias» —repitió el mago, al tiempo que cogía de las manos de su hermano el plato y releía el poema una y otra vez.
Siempre le habían interesado las leyendas y rumores relacionados con los primeros dioses, esos dioses en cuya existencia creía con firmeza.
—¡En todo el tiempo que llevamos viajando, hermano, jamás nos habíamos encontrado con algo tan singular! ¡Quién sabe si aquí hallaré las respuestas que busco!
—Eh… Raist. —El timbre de advertencia en la voz de Caramon alertó al mago.
Todos los presentes se habían sumido en un ominoso silencio y observaban a los compañeros con los semblantes demudados por la cólera. Unos pocos incluso se levantaban de sus asientos.
—¿Qué pretendéis, forasteros? ¿Burlaros de la profecía? —espetó uno de los hombres, con los puños apretados a causa de la ira.
—Sólo la leíamos, nada más. ¿Acaso es un crimen? —replicó Caramon, con la sangre agolpada en las mejillas.
—Podría serlo. Y no os agradaría el castigo.
El guerrero se puso de pie. Eran veinte contra uno, pero el hombretón no se amilanó ante la aparente desventaja. Por el rabillo del ojo advirtió que la mano de su hermano se movía sigilosa hacia el saquillo que pendía de su costado —un saquillo cuyo contenido era tan mágico y misterioso como el hombre que lo utilizaba.
—¿Una pelea? —preguntó Earwig con brincos de contento. El kender asió su jupak—. ¿Se va a organizar una reyerta de taberna? ¡Nunca he tomado parte en una! ¡Caramba, primo Tas acertó con respecto a vosotros, chicos!
—En mi establecimiento no habrá pelea alguna —clamó una voz severa—. Vamos, Hamish, y tú también, Bartoc, calmaos.
El posadero se interpuso entre Caramon y el encrespado grupo de parroquianos al tiempo que levantaba las manos en un gesto apaciguador. Los ánimos se tranquilizaron y los hombres regresaron a sus asientos y a la pesimista conversación interrumpida un momento antes. Por su parte, Caramon volvió a la mesa despacio, con cautela. Yost se acercó a los gemelos.
—Lo lamento, señores. No acostumbramos a comportarnos de un modo tan poco amistoso, pero en Mereklar están ocurriendo cosas inquietantes.
—¿Qué hay de la pelea? —demandó Earwig.
—Cierra el pico. —Caramon agarró al kender por el cuello de la camisa y lo incrustó en el asiento.
—¿Cosas inquietantes como, por ejemplo, la desaparición de los gatos? —inquirió Raistlin.
—¿Cómo lo sabéis, señor? —Yost contempló al mago con temor reverente.
Raistlin no respondió y se limitó a encogerse de hombros.
»Claro que sois un mago, después de todo —prosiguió el posadero, mirándolo de reojo—. Imagino que estaréis al tanto de muchas cosas que los demás ignoramos.
—¿Sólo por esa razón están todos dispuestos a echársenos encima? —intervino Caramon mientras señalaba con el pulgar a los otros clientes.
—El hecho es que nuestros gatos significan tanto para nosotros como la palabra de honor para un Caballero de Solamnia.
El aserto del posadero impresionó sobremanera a Caramon, cuya memoria evocó la imagen de su amigo Sturm. Un Caballero de Solamnia daría la vida con gusto antes que perder el honor.
—Sentaos, señor… —invitó el mago.
—Yost. Prescindid del tratamiento, os lo ruego. Todos me llaman así.
—De acuerdo…, Yost. Toma asiento, por favor, y háblanos de los gatos —dijo Raistlin con su habitual tono susurrante.
El posadero dirigió una mirada nerviosa a sus otros parroquianos y por último se sentó con los compañeros, al lado de Earwig.
Entretanto, Caramon alargó la mano hacia la jarra de cerveza y se encontró con que el kender había dado buena cuenta de ella.
—Encargaré algo de beber a la muchacha —ofreció Yost.
El hombretón intercambió una mirada con su hermano, quien negó con la cabeza para recordarle la escasez de fondos de sus bolsas.
—No, gracias. No tengo sed —suspiró el guerrero.
El posadero esbozó una sonrisa y llamó con un gesto a la camarera.
—Invita la casa —aclaró—. Maggie, trae unos vasos y una botella de mi reserva particular.
A los pocos instantes, la camarera regresaba con una botella marrón cubierta de polvo que Caramon reconoció como el envase habitual de las bebidas alcohólicas destiladas. Yost escanció un vaso para sí y otro para el guerrero. Raistlin declinó la invitación.
—¿Te apetece un poco? —preguntó Yost al kender—. Te pondrá los pelos de punta.
—¿En serio? —Earwig dirigió al brebaje una mirada dubitativa mientras su mano acariciaba el copete de cabello que era su más preciada posesión—. Eh…, no, creo que no. Me gusta mi cabello tal como es.
El posadero volvió la atención a los hermanos.
—Tanto en Mereklar como en la comarca que circunda la ciudad existe la creencia de que, algún día, nuestros gatos salvarán al mundo.
Caramon olió la bebida que le sirvieron y tomó un pequeño sorbo con evidente recelo. En principio, el sabor le hizo torcer el gesto, pero acto seguido abrió los ojos de par en par, encantado con la placentera sensación de calor que lo invadía conforme tragaba el ardiente licor. Soltó un eructo y luego se echó al coleto un buen trago.
—¿Cómo lo harán? —preguntó Raistlin al posadero, aunque miraba a su hermano con el entrecejo fruncido.
—No se sabe con certeza, pero estamos convencidos de que sucederá. Es el legado de nuestros antepasados y en él se funda nuestra comunidad. —Yost paladeó la bebida unos instantes y después se la tragó—. Por esa razón los gatos siempre son bienvenidos en cualquier hogar de Mereklar. Va contra la ley lastimarlos; es un delito castigado con pena de muerte. Nunca se ha dado el caso, puesto que a nadie se le ocurriría hacerles daño. —El posadero miró en derredor con expresión triste—. Yo mismo tenía unos treinta. Deambulaban de aquí para allá, se te subían al hombro, se acurrucaban en tu regazo… Los mejores bocados de cada plato se elegían para ellos. El rumor de sus ronroneos era sedante, infundía tranquilidad. Y ahora…, se han marchado —concluyó con un movimiento de la cabeza.
—¿Nadie sabe dónde están? —porfió el mago.
—No, señor. Los hemos buscado y no hay rastro de ellos. ¿Otro trago, amigo mío? Veo que aprecias mi bebida —le ofreció al guerrero, levantando la botella.
—¡Oh, sí, gracias! ¿Qué es? —se interesó Caramon, con los ojos llorosos y la voz ronca.
—Aguardiente enanil. Difícil de conseguir en la actualidad, ya que se interrumpió el comercio cuando los enanos cerraron las puertas de Thorbardin. —Yost se volvió hacia Raistlin—. Manifiestas un interés inusitado por nuestros asuntos, hechicero. ¿Por qué?
—Muéstrale el pergamino, Caramon.
—¿Eh? ¡Ah, sí!
El guerrero movió las manos con torpeza bajo la guarnición de cuero; al fin, extrajo el bando que encontraran en el cruce de caminos y se lo enseñó al posadero.
—¡Oh, sí! Los consejeros del cabildo aprobaron en una votación ofrecer una recompensa a quien descubriera el paradero de nuestros gatos…
—No es lo que se indica en el bando —hizo notar Caramon.
—Eh… bien. —Yost se ruborizó y se removió inquieto en el asiento—. No ignoramos que el resto del mundo calificaría de extravagancia el amor que les profesamos. Dimos por hecho que los forasteros no lo comprenderían hasta que llegaran aquí.
—Si es que llegaban —susurró Raistlin con una sonrisa desabrida.
El posadero miró al mago de hito en hito. Ante la duda de no haber comprendido bien sus palabras, obvió el comentario del hechicero.
—La idea de la recompensa partió de la Gran Consejera de la ciudad, lady Shavas. Si os interesa el trabajo, dirigíos a ella.
—Es lo que haremos —dijo Raistlin, con la mirada prendida en su hermano, que se servía otro vaso del fortísimo aguardiente.
—¿Nos contarás más historias? ¿Qué hay de ese Señor de los Gatos? ¿Lo conoces? —preguntó Earwig, incapaz de reprimir los bostezos.
Yost mantuvo los ojos bajos, fijos en el vaso. Su acritud denotaba una evidente inquietud.
—El Señor de los Gatos es el rey de los felinos, la deidad que les ordena lo que han de hacer. —El hombre hizo una pausa y tomó un sorbo antes de proseguir—. Con todo, el meollo del asunto está en que la leyenda no aclara si ayudará al mundo o lo destruirá.
—¿Entonces, crees en la existencia de ese personaje? —inquirió Caramon.
—Todos nosotros —afirmó el posadero, echando una ojeada recelosa alrededor, cual si temiera que alguien lo espiara—. Sin embargo, ignoramos sus designios.
Caramon alargó la mano hacia la botella, pero la garra dorada de su hermano se disparó y se cerró como un cepo sobre su muñeca.
—¿Dónde se encuentra el portal mencionado por la profecía? —preguntó el mago.
—Me temo que nuestros conocimientos sobre el augurio son muy limitados. Se descubrió hace siglos, a raíz del Cataclismo. Tal vez si poseyéramos más información, sabríamos qué se esconde detrás de este misterio. Aun así, si te interesa, lady Shavas tiene ciertos libros sobre el Señor de los Gatos, la profecía y todas esas cosas. Están escritos en vuestro lenguaje… en el de la magia, me refiero; aunque ningún mago ha pisado estas tierras desde hace más de una centuria. No es de extrañar, ya que la ausencia de un hechicero no se ha echado en falta; imagino que sabes a lo que me refiero.
El posadero se levantó para regresar a sus quehaceres, y, con gran desencanto por parte de Caramon, cogió la botella.
—Por hoy es suficiente, estáis agotados. Volved a vuestra habitación —insinuó Yost, sin ningún recato.
—Gracias por tu interés, pero no estamos cansados —replicó Raistlin.
—Como gustéis. —El hombre se encogió de hombros y se alejó.
A decir verdad, Earwig se había quedado profundamente dormido, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Caramon, acaso como consecuencia del aguardiente, tenía la mirada, vidriosa y vacía de expresión, perdida en la nada. Raistlin lo aferró por el brazo y lo zarandeó.
—¿Eh…? —balbució el hombretón, y parpadeó como si saliera de un sueño.
—¡Despéjate, necio! Te necesito. No me fío de ese hombre. Mira, ha hecho un aparte para hablar con alguien. Quiero que…
Raistlin enmudeció de repente al advertir por el rabillo del ojo una línea. Un resplandor tenue pero evidente brotaba del suelo como un arroyo de luz blanca que corría a lo largo de la estancia y fluía hacia el norte. Percibió poder, un poder tan arcano como el mundo, un poder que atravesaba Ansalon, que excedía continentes y océanos, y trascendía a unos planos inadvertidos, inconcebibles. Sólo aquellos que caminaban por las sendas tenebrosas conocían tales reinos. O alguien que estuviera en contacto con uno de ellos.
Raistlin se estremeció y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir y miró, no vio más que el suelo: madera sólida, oscurecida por los años, húmeda por la cerveza derramada.
—¿Qué ocurre, Raist? —preguntó Caramon con una cierta dificultad en la articulación de las palabras—. ¿Te pasa algo? ¿Qué hay en el suelo?
Entonces, su hermano no lo había visto. ¿Se trataría de otra mala pasada que le jugaba su perenne debilidad?, se preguntó el mago mientras se frotaba los párpados, sin advertir que tenía los dedos manchados de vino. El escozor le humedeció los ojos. Levantó la vista, borrosa por las lágrimas, hacia la chimenea del vestíbulo. Allí estaba la línea otra vez; una espeluznante luz blanca de un palmo de ancho. Volvió la cabeza y la miró directamente. La línea desapareció.
—Raist, ¿te encuentras bien?
—Debe de ser mi vista —murmuró el mago para sí, aunque sabía, puesto que había percibido el poder, que no era aquélla la causa.
Pero con el poder llegó el miedo; un terror espantoso, desfallecedor. No deseaba encontrarse con él otra vez. No estaba preparado. El mago recorrió con la mirada el techo, las vigas, los travesaños y los puntales, hechos con tablones gruesos que conformaban el arco suspendido sobre sus cabezas. Cada vez que miraba a cualquier otro lugar, la línea se hacía visible… un suave resplandor que emergía del suelo. Por el contrario, cuando la enfocaba de manera directa, se desvanecía.
Raistlin asió el bastón y se puso de pie con tal brusquedad que derribó el asiento.
—¿Una pelea de taberna? —Earwig alzó la cabeza parpadeando soñoliento.
—¡Chitón! —ordenó Caramon.
—¿Qué hace Raistlin? —susurró el kender.
—No lo sé. Pero cuando está así, es mejor dejarlo en paz.
«¿Qué he visto? ¿Qué será? ¿Lo habré imaginado?». El mago se encaminó hacia la pared sur del amplio comedor. Se asomó a la ventana y oteó el cielo. La línea se percibía con claridad sobre la suave alfombra de hierba verde; esta vez, irradiaba destellos plateados y rojos a la luz de las lunas. Raistlin se obligó a mantener los ojos abiertos, sin parpadear, y al cabo de un rato se le llenaron de lágrimas. El fulgor de la línea se intensificó.
Raistlin volvió sobre sus pasos. Al llegar junto a la mesa, metió los dedos en el vaso de vino y se los llevó a los ojos. De nuevo, el alcohol le hizo lagrimear. La línea cobró nitidez ante su vista borrosa; una franja de poder que iba hacia el norte. El mago se volvió a la ventana abierta en aquella dirección y divisó el curso del resplandor que manaba del suelo, atravesaba la pared y proseguía sobre la hierba, en un flujo constante que semejaba un río de luz blanca. El mago se dejó caer en el banco.
—Eh, Raistlin, ¡estás llorando! —chilló el kender mientras se levantaba de un salto.
—Raist…
—Silencio, Caramon.
El mago hizo un brusco movimiento con el bastón que obligó a Earwig a agacharse so pena de acabar decapitado, y señaló hacia el suelo.
—¿Qué ves, kender?
Lo inesperado de la pregunta desconcertó a Earwig, aunque reaccionó al instante; sus enormes ojos castaños recorrieron toda la longitud del cayado. La bola de cristal azul pálido que lo remataba se cernía a escasos centímetros del suelo.
—Bueno…, veo madera y algunas pelusas de polvo. Qué nombre tan gracioso, ¿verdad? Pelusas. Será porque parecen bolitas de pelo y…
—Mírame —ordenó el hechicero.
—Claro, Raistlin. —El kender alzó la vista hacia las pupilas doradas.
El mago mojó los dedos en el vino y los sacudió frente al rostro del desprevenido hombrecillo, salpicándolo de lleno en los ojos abiertos de par en par.
—¡Ay! ¿Qué haces? —gritó Earwig, con un timbre más estridente del habitual, causado por el dolor, en tanto se frotaba los ojos con los puños en un intento de librarse del ardiente líquido.
—¿Y ahora qué ves? —instó Raistlin una vez más.
El kender, con los párpados entrecerrados y las lágrimas deslizándose por sus mejillas, enfocó las pupilas enrojecidas de un punto a otro del comedor.
—¡Oh, vaya! ¡La habitación está borrosa y parece que todo el mundo se hubiera hinchado como un globo! ¡Qué divertido, gracias, Raistlin!
—Me refería al suelo —puntualizó el mago con timbre irritado.
—No lo distingo. Sólo percibo una masa informe y oscura.
Raistlin sonrió.
—¿Qué ocurre, Raist? —La voz de Caramon sonó tensa. La expresión plasmada en el semblante de su hermano manifestaba que lo acaecido, fuera lo que fuese, tenía una importancia relevante.
—¡Eh, Caramon! ¿Qué ves? —chilló Earwig con regocijo y, acto seguido, le echó todo el contenido del vaso en la cara.
—¡Un kender muerto! —bramó el guerrero, escupiendo el vino—. ¿A qué demonios juegas? —demandó en tanto asía al hombrecillo por la pechera.
—Calma, hermano mío —intervino Raistlin, con un gesto pacificador de la mano derecha. Caramon soltó al kender, al que había izado en el aire, y lo sentó de un empellón en el banco.
—A propósito, ¿qué ves, Caramon? —agregó el mago con un tono apacible.
—¡Nada, maldita sea! —barbotó el guerrero mientras se enjugaba los ojos bañados en lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Tampoco en el suelo?
—¡Otra vez! ¿Por qué te interesa tanto? No dejas de mirarlo, Raist. No es nada más que un suelo, ¿de acuerdo?
—Nada más que un suelo… Caramon, ve y busca al posadero. ¿Cómo se llama…? Yost.
—Bien, Raist. ¿Lo traigo? —Los ojos del guerrero centellearon alegres.
—No es preciso. Sólo pregúntale qué dirección hay que tomar para ir a Mereklar.
—De acuerdo —contestó Caramon sin disimular su desencanto.
—Te acompaño —ofreció Earwig, de nuevo aburrido ahora que se le habían pasado los picores y el escozor de ojos.
Los dos se alejaron. Raistlin se recostó desfallecido en el respaldo. Estaba exhausto, con una carencia repentina y total de energía. La línea era mágica, visible sólo a sus ojos. ¿Pero qué significado tenía? ¿Por qué estaba allí? Y, sobre todo, ¿por qué esa diminuta y gélida punzada de terror clavada en sus entrañas?
* * *
Caramon encontró a Yost y a su botella de aguardiente enanil. Earwig los observó y escuchó durante un rato, pero se aburrió y se removió inquieto, sin saber qué hacer. No le apetecía regresar al comedor. Ya había estado allí y lo conocía de cabo a rabo.
—Iré a dar un paseo —le informó a Caramon.
—Sí…, claro, Earwax. Ve. —El corpulento guerrero asintió con un cabeceo. Su voz sonaba pastosa y las palabras se le enredaban en la lengua.
—¡Me llamo Earwig! ¡Oh, qué más da, olvídalo!
Con la jupak en la mano, el kender salió como una tromba de la posada y tropezó con tres hombres que estaban de pie frente a la puerta.
—Disculpadme —se excusó Earwig muy cortés.
La luz de las lunas iluminaba las figuras de los sujetos, altos y musculosos; vestían unas indumentarias de cuero negro que debían de tener tantos años que apestaban a rancio; sobre sus torsos se cruzaban unas correas anchas de las que colgaban bolsas y armas de hojas relucientes.
—Hola, pequeño. ¿Te importa que te haga una pregunta? —dijo, con voz suave y profunda, el hombre que estaba en el centro. El resplandor rojizo que llegaba de la chimenea del vestíbulo alumbraba su rostro, y el kender advirtió fascinado que su tez era tan negra como la noche que los rodeaba.
—¡Claro que no, pregunta, pregunta! —instó.
Las llamas de la chimenea arrancaron un destello rojo oscuro en las pupilas azules del hombre. Con un movimiento ágil y flexible, lleno de donaire, asió la pequeña mano del hombrecillo que se deslizaba en uno de sus bolsillos.
—Yo que tú, dejaría esa mano quieta —advirtió el hombre de piel negra.
—Lo siento —se disculpó Earwig, y se miró la mano como si ésta se hubiera desprendido de su cuerpo y actuara por propia iniciativa—. No comprendo cómo ha llegado ahí.
—No tiene importancia. Mis amigos y yo —señaló a los dos hombres que lo flanqueaban— nos preguntábamos de dónde habrías sacado ese magnífico colgante. —El extraño personaje apuntó la calavera de gato tallada en plata que pendía del cuello del kender.
—¿Qué colgante? —preguntó desconcertado Earwig. A decir verdad, se había olvidado por completo del amuleto—. ¡Ah! ¿Te refieres a esto? —Levantó la figura de plata a fin de que los hombres la admiraran—. Es una reliquia familiar que pertenece a mi estirpe desde hace unos días.
—Qué mala suerte —dijo el hombre de tez azabache. Sus ojos centellearon tan rojos como los rubíes engastados en la calavera del amuleto—. Teníamos la esperanza de que recordases dónde lo habías conseguido a fin de obtener uno para nosotros.
—Bueno, no me acuerdo, pero no importa. Si tanto te gusta, quédate con éste —ofreció Earwig, a quien le encantaba hacer regalos. Trató de soltar la cadena, pero fue en vano—. Qué extraño. Eh, bien, lo siento, pero me temo que te vas a quedar sin el colgante.
—Sí, yo también lo lamento —musitó el cabecilla. El hombre se agachó. Al hallarse tan cerca de él, Earwig advirtió que las relucientes pupilas eran ligeramente sesgadas—. Tómate el tiempo que quieras, pero recuerda dónde lo encontraste. No hay prisa, tenemos toda la noche por delante.
—¡Vosotros quizá sí, pero yo no! —replicó Earwig, quien se empezaba a cansar de la conversación. Por otro lado, tenía curiosidad por saber en qué jaleos se estaría metiendo Caramon sin estar él a su lado para vigilarlo. El kender empujó a los hombres para abrirse paso, pero le bloquearon el camino y uno lo aferró por el brazo.
—Si es preciso te sacaremos la información y, con ella, las tripas.
—¿De verdad lo harías? —preguntó Earwig, pensando que las cosas se ponían interesantes—. ¿Sacarme las tripas? ¿Cómo? ¿Por la boca? ¿No resultaría algo asqueroso…?
El hombre soltó un gruñido ronco y apretó la zarpa que sujetaba el brazo de Earwig hasta hacer la presa dolorosa.
—¡Alto! —ordenó el hombre negro—. ¿Estás seguro, kender, de que no recuerdas dónde o cómo conseguiste el colgante?
¡Otra vez lo mismo! Earwig se soltó el brazo de un tirón. Se estaba poniendo de muy mal humor.
—¡No! ¡No lo recuerdo! ¿Cómo quieres que te lo diga? Y ahora, si me disculpáis, he de marcharme.
El kender avanzó un paso hacia los hombres con la clara intención de pasar sobre ellos si no se apartaban de su camino. El cabecilla lo contempló desde su aventajada estatura; las pupilas rojas centellearon. De forma inesperada, hizo una breve y graciosa reverencia y se deslizó a un lado de la puerta. Sus secuaces retrocedieron un paso y le dejaron el camino libre.
—Si recuerdas cómo obtuviste el colgante, comunícanoslo, por favor —susurró la voz suave del líder al pasar Earwig junto a él.
El kender giró sobre sus talones para responderle, y grande fue su sorpresa al descubrir que los hombres habían desaparecido.
* * *
Raistlin seguía sentado solo a la mesa cuando sufrió un nuevo espasmo de tos. El aire se resistía a entrar en sus pulmones, la cabeza le daba vueltas. Notó que perdía el conocimiento y bajó la mirada hacia la taza; en el fondo quedaba un resto de la medicina. Alargó la mano descarnada y aferró a la camarera en el momento en que ésta pasaba junto a la mesa.
—¡Agua caliente! —jadeó.
Maggie miró la mano crispada que la sujetaba por el delantal, delgada como la de un muerto, la piel con un matiz dorado.
—¿Os encontráis mal, señor? ¿Puedo ayudaros?
—¡Agua! —pidió el mago con un ronco gemido.
La muchacha, algo asustada, corrió a cumplir la orden.
El mago se desplomó hacia adelante, con la cabeza enterrada entre los brazos. Unos puntos luminosos, que le recordaron el espectáculo de un ilusionista al que asistió en cierta ocasión, danzaban frente a sus ojos… Giraban, danzaban, centelleaban, cambiaban de color y de forma, pero siempre ficticios, siempre irreales, sin que estuviera a su alcance modificarlos por mucho que lo deseara. Pensó cuán a menudo ansiaba que las cosas cambiaran, que fueran distintas porque él así lo quería. Pensó que la mayor parte de las veces había sufrido una amarga decepción.
¿Por qué le había sido negada una fuerza física acorde con su fuerza mental? ¿Por qué no era atractivo, simpático, capaz de hacerse amar por la gente? ¿Por qué se había visto forzado a sacrificar tanto por tan poco?
«Poco por ahora», se dijo Raistlin. «Pero se acrecentará a medida que transcurra el tiempo. ¡Par-Salian afirmó que algún día mi fuerza configuraría el destino del mundo!».
Los dedos temblorosos buscaron el saquillo de hierbas. ¡A saber si este brebaje podría sanarlo! En apariencia, se había sentido más fuerte en los últimos tiempos, pero la débil mano no obedecía su voluntad. Las luces de la taberna se amortiguaron a medida que su vista se nublaba.
Lo asaltó la idea de que precisaba el auxilio de su hermano. «No lo necesito», se dijo el mago, con una rebeldía terca, hija de la ofuscación. Al escucharse, Raistlin comprendió lo infantil de su bravata. Sus labios se curvaron en una sonrisa amarga. «Muy bien, ahora lo necesito. ¡Pero llegará el día en que no dependeré de su ayuda!».
La camarera regresó con el agua y dejó el cazo sobre la mesa con premura. Se debatía entre el acuciante deseo de alejarse y el impulso de curiosear. A Maggie no le gustaba el mago de piel dorada y bastón de hechicero, y ojos espantosos que desnudaban el alma. No le agradaba; no obstante, se sentía fascinada. Era tan frágil, tan débil, y sin embargo —de algún modo—, tan fuerte.
—Le serviré el agua, ¿quiere, señor? —preguntó en un susurro apenas audible.
Jadeante, incapaz casi de levantar la cabeza, Raistlin asintió en silencio y aferró la taza con las dos manos. Bebió con ansiedad; la lengua y la boca entumecidas, insensibilizadas a causa del desmayo, no acusaron la sensación dolorosa del calor. Vació la taza y lanzó un profundo y prolongado suspiro. De inmediato, se recostó contra la pared, con los ojos y la mente cerrados al mundo.
Así lo encontró Caramon cuando regresó. El guerrero se deslizó en silencio sobre el banco de madera; supuso que su hermano dormía.
—¿Caramon? —preguntó Raistlin sin abrir los ojos.
—Sí, soy yo. ¿Subimos a la habitación? —La lengua del hombretón se trababa al articular las palabras, su aliento apestaba al olor asqueroso del aguardiente.
—Dentro de un momento. ¿En qué dirección está Mereklar?
—Hacia el norte.
Al norte. Aun sin abrir los ojos, Raistlin veía la línea blanca que fluía hacia el norte, que lo arrastraba, que lo conducía, que lo guiaba.
Que lo ensartaba de parte a parte.