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Raistlin se despertó del profundo letargo al percibir el sonido de un caramillo, un sonido escalofriante y obsesivo que le traía a la memoria un momento de dolor insoportable, eterno; un momento de agonía y tortura. Se incorporó sobre los codos con esfuerzo, y sus ojos se quedaron prendidos en las ascuas de la hoguera.

La contemplación de las brasas moribundas sólo sirvió para recordarle su precaria salud. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se sometió a la Prueba? ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que los magos de la Torre de la Alta Hechicería exigieron este sacrificio a cambio de su magia? Meses. Sólo meses. Sin embargo, a él le parecía que soportaba este sufrimiento desde toda la vida.

Raistlin se tumbó otra vez entre las mantas revueltas. Alzó las manos y examinó los huesos, las venas y los tendones, apenas discernibles a la mortecina luz de los rescoldos, que otorgaba a la epidermis un tono rojizo sobrenatural al reflectarse en su piel dorada…, esa piel dorada que se había ganado en su gambito por alcanzar el poder, esa piel dorada que se había ganado en una lucha a vida o muerte.

Raistlin esbozó una sonrisa torva y apretó un puño. Había triunfado. Había salido victorioso del trance. Los había derrotado a todos.

El momento de euforia fue breve, desplazado por un acceso de tos incontrolable; los espasmos lo convulsionaron como a una marioneta maltratada.

El caramillo siguió sonando mientras Raistlin luchaba por sobreponerse y recobrar el aliento. El mago tanteó con torpeza en el cinto hasta encontrar un pequeño envoltorio de lino que contenía hierbas. Lo apretó contra la nariz y la boca, y aspiró el empalagoso aroma dulzón de las hojas machacadas y de las ramitas cocidas. Los espasmos cedieron, y Raistlin se permitió abrigar la esperanza de haber dado por fin con un remedio eficaz. No admitía que sería durante toda su vida un ser débil y enfermizo.

Las hierbas le dejaron un gusto amargo en los labios. Guardó el acre envoltorio en un saquillo sujeto al ceñidor de tela trenzada, de un color rojo más oscuro que el resto de su vestimenta debido al uso constante. No necesitó mirar el saquillo medicinal para saber con certeza que estaba manchado de sangre.

Raistlin respiró con lentitud y se relajó. Cerró los párpados. Imaginó las muchas y variadas líneas de poder que alimentaban su fuerza vital… la urdimbre brillante y dorada de los hilos de su magia, de su mente, de su alma. Su vida estaba en sus propias manos. Era el dueño y señor de su destino.

De nuevo escuchó el caramillo, pero no entonaba la música espantosa, sobrenatural, que creyó oír al despertar… la música del elfo oscuro, la que lo asaltara en sus peores pesadillas desde su iniciación en los niveles superiores de la hechicería. Por el contrario, era la melodía estridente y alegre de un kender desconsiderado.

Apartó a un lado las pesadas mantas que lo cubrían; el desapacible aire nocturno lo hizo estremecer. Sus manos aferraron el bastón, anhelantes por palpar el contacto suave de la madera y la sensación de seguridad de sentirlo entre los dedos. Se puso de pie.

Shirak —susurró.

El poder fluyó a través de su espíritu y se transmitió al bastón, donde se aunó con la magia contenida en la negra madera, símbolo de la victoria del mago. Una luz suave y blanca centelleó en la bola de cristal aferrada por la garra de dragón que remataba el cayado.

Tan pronto como el resplandor iluminó la arboleda, la melodía se interrumpió de forma brusca. Earwig levantó la cabeza sorprendido y se encontró con la figura encapuchada del mago, erguida junto a él.

—¡Hola, Raistlin! —sonrió el kender.

—Earwig, intento dormir —dijo el hechicero en voz baja.

—¡Claro, Raistlin! ¿Qué otra cosa vas a hacer en mitad de la noche?

—Pero, no puedo, Earwig. Ése ruido me lo impide.

—¿Qué ruido?

El kender oteó con curiosidad en torno al lugar de la acampada. Raistlin alargó la mano dorada, arrancó de un tirón el caramillo que sujetaba Earwig, y lo sostuvo frente a la nariz del kender.

—Ah, ese ruido —dijo el hombrecillo, con un tono de exagerada mansedumbre.

El caramillo desapareció bajo la manga del hechicero, quien se dio media vuelta y regresó hacia su lecho de mantas.

—Si quieres toco una nana —sugirió Earwig, mientras se incorporaba de un salto y daba brincos tras el hechicero—. Claro que tendrías que devolverme el caramillo. O, si prefieres, la canto.

Raistlin giró sobre sus talones y le lanzó una mirada fulminante. El mortecino resplandor de la hoguera se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas.

»Mejor no —balbució Earwig, algo atemorizado.

Pero la sensación de temor nunca es duradera en un kender.

»El caso es que me aburro —agregó, acompañando al mago—. Creí que la guardia nocturna resultaría entretenida; y así fue durante un rato, pues esperaba que saliera cualquier cosa del bosque y nos atacara. Al menos, eso fue lo que dijo Caramon cuando organizó los turnos. Pero nada ni nadie ha salido del bosque, ni nos ha atacado, ni nada, y ya no soporto el tedio.

—Dulak —susurró Raistlin, que había empezado a toser otra vez.

La luz de la bola de cristal perdió intensidad y se apagó. El mago, a quien las piernas apenas lo sostenían, se dejó caer entre las mantas.

—Permíteme ayudarte, Raistlin —ofreció solícito el kender, y ordenó el revuelto lecho. Luego se puso de pie y dedicó una mirada anhelante al mago—. ¿Harás que el bastón se ilumine otra vez?

El hechicero se acurrucó entre las mantas.

»¿Me devuelves el caramillo?

Raistlin cerró los párpados.

El kender exhaló un borrascoso suspiro y su mirada se dirigió hacia la manga de la túnica del mago por la que desapareciera el instrumento musical.

—Buenas noches, Raistlin. Espero que te encuentres mejor por la mañana.

El hechicero sintió una mano pequeña que le palmeaba con solicitud un brazo. El kender se alejó dando brincos; sus pies menudos apenas levantaron un rumor tenue sobre la hierba húmeda de rocío.

En el preciso momento en que Raistlin empezaba a dormirse, escuchó, una vez más, el estridente sonido del caramillo.

* * *

Caramon despertó horas antes del amanecer, justo a tiempo para la guardia. Habían acordado establecer dos turnos. Earwig haría el primero y él, el segundo. El guerrero prefería encargarse de la última guardia, más conocida como «la guardia de la muerte», porque durante esas horas existían más probabilidades de que surgieran problemas.

—Earwig, acuéstate —dijo Caramon, para descubrir al punto que el kender ya había obedecido la orden y dormía profundamente, con un caramillo asido con fuerza entre los dedos.

El guerrero sacudió la cabeza. ¿Qué se podía esperar de los kenders? Eran osados por naturaleza y no le temían a nada ni a nadie, vivo o muerto. Por consiguiente, era difícil en extremo que comprendieran la necesidad de montar guardia cuando se acampaba.

No es que Caramon creyese que los amenazara peligro alguno; se encontraban en una comarca donde reinaban la paz y la tranquilidad. Pero para el guerrero era tan impensable irse a dormir sin organizar guardias como pasar un día entero sin comer. Por ello (al menos, eso le dijo a su hermano), convenía que Earwig los acompañara en el viaje.

Caramon se sentó bajo un árbol. Le gustaban esas horas de la noche. Le agradaba contemplar las lunas y las estrellas que se apagaban poco a poco en el firmamento hasta desaparecer con las primeras luces del alba. Las constelaciones se desplazaban, giraban, y se vigilaban unas a otras; el Dragón de Platino, Paladine; el Dragón de Cinco Cabezas, Takhisis; y entre ambos, el dios Gilean, el símbolo del Equilibrio. Muy pocos en Krynn creían en estos dioses arcanos, y la mayoría incluso no recordaba siquiera el nombre de las constelaciones. A Caramon se los había enseñado su hermano. A veces, el guerrero se preguntaba si Raistlin creería en aquellos dioses vilipendiados y despreciados por la humanidad. En cualquier caso, si lo hacía, nunca lo mencionaba ni manifestaba de forma abierta que los venerara. Cosa, por otro lado, recomendable, reflexionó el guerrero. En los tiempos que corrían, profesar aquella fe podía acarrear la muerte.

El joven guerrero trazó líneas imaginarias que unían los puntos brillantes de las estrellas hasta conformar los símbolos del Bien y del Mal. Vislumbró la constelación que les había dado el apellido: el dios Majere, también conocida como Rosa Solitaria por los elfos (según le dijo su amigo Tanis) y como Mantis por los Caballeros de Solamnia (según Sturm). La constelación se extendía en la profunda oscuridad suspendida sobre su cabeza. Caramon sabía por Raistlin que esta agrupación de estrellas otorgaba, en apariencia, estabilidad de pensamiento y paz de espíritu. Al menos, en cuanto a él se refería, la contemplación del firmamento le producía una sensación de seguridad, de equilibrio duradero. Ocurriera lo que ocurriese en el mundo, las constelaciones siempre estarían allí, inamovibles.

Caramon hizo un saludo a las estrellas y se puso de pie. Había llegado el momento de trabajar. Se movió en silencio, con cuidado de no despertar a su hermano; amontonó las armas a sus pies e inició el repaso acostumbrado. Tenía tres espadas, todas ellas desgastadas y marcadas por las batallas. Una era una espada bastarda, también llamada de palmo y medio porque se podía manejar tanto con una mano como con dos. La empuñadura estaba sucia, con manchas oscuras de sangre. La cruz de la guarnición, una sencilla barra metálica carente de adornos que separaba la empuñadura de la hoja de ciento veinte centímetros de largo, presentaba muescas y mellas de tanto rechazar los ataques de innumerables oponentes.

Las otras dos armas eran más pequeñas: una espada ancha provista de contrapeso, y una daga que utilizaba, por lo general, para frenar los golpes del contrario, que tenía una hoja de cuarenta y cinco centímetros de largo y una guarnición que cubría el puño. Éstas eran las armas de un guerrero experimentado, de alguien que jamás sacrifica su honor en aras de una victoria. Eran viejas y fieles compañeras de camino.

Las otras armas de Caramon eran botines de guerra, el regalo de los muertos. Poseía hasta tres dagas, cuyas hojas afiladas estaban engastadas en empuñaduras que tenían forma de demonio o dragón; un estilete de doble filo, de hoja ondulada como una serpiente; y varias armas arrojadizas: hachas pequeñas y dardos. Sin olvidar una manopla guarnecida de bronce, y varias nudilleras. Todas estas armas se las había arrebatado a unos enemigos que ya no las necesitaban.

El guerrero sacó una piedra de afilar y un paño, y se dispuso a limpiar las armas. Decidió repasar las espadas en primer lugar; afiló las hojas con la piedra y luego las frotó con el trapo que había mojado con agua del odre. Alzó una espada tras otra y las revisó a la luz plateada de Solinari, sosteniéndolas a la altura de los ojos a fin de cerciorarse de que las hojas estaban rectas, y enderezándolas con sus propias manos cuando no le satisfacía el resultado del examen. Buscó señales de hendiduras o muescas en el acero, lo que supondría que habría de desechar el arma para no correr el riesgo de que se quebrara en mitad de una liza. No había ninguna. Caramon, un experto en todo tipo de combate cuerpo a cuerpo, nunca dejaba que sus armas se deterioraran, sabedor de que el mantenimiento puntual y constante de las mismas podría salvarle la vida.

Se colocó el equipo, envainó las espadas, y repartió las armas restantes por el cuerpo fornido. Sus brazos musculosos podían doblar las barras más gruesas, levantar los objetos más pesados, apartar los obstáculos más desmesurados. Las venas se le marcaban en los músculos bien definidos, firmes como planchas de hierro. Las correas que sujetaban la sencilla armadura carente de adornos crujían cuando el guerrero respiraba hondo. Las gruesas grebas protectoras que llevaba apenas le cubrían las piernas. Caramon, fuerte y robusto, había nacido dotado para la batalla, al igual que su hermano, para la magia. A la mayoría de la gente le costaba admitir que fueran gemelos.

El cielo estaba despejado; ni el menor rastro de nubes empañaba el fulgor de las estrellas.

—Hará un buen día —pronosticó el guerrero para sus adentros, al tiempo que se desperezaba. Se rascó la nuca con la mano izquierda, y con la derecha se frotó el rostro. Tenía frío.

Earwig había dejado que la hoguera se consumiera hasta quedar reducida a meros rescoldos.

Caramon suspiró con fastidio y barbotó entre dientes algunas imprecaciones contra el descuidado kender. Recorrió el perímetro de la arboleda en busca de ramas caídas y palos. Raistlin necesitaría el calor del fuego cuando despertase y unas buenas llamas con las que calentar el brebaje de hierbas del que dependía para calmar los accesos de tos.

El guerrero descubrió con desagrado que el entorno cercano se hallaba desprovisto de leña. Echó una ojeada por encima del hombro hacia el lugar donde yacía su hermano, todavía arrebujado entre las mantas, y luego se internó en el bosque con la esperanza de encontrar algún combustible sin necesidad de alejarse mucho de sus compañeros.

Hacía quince minutos que faltaba del campamento cuando escuchó un sonido extraño en las cercanías del mismo. En principio creyó que se debía a los movimientos de algún predador, pero después percibió otros ruidos, sigilosos y furtivos.

Caramon se agazapó tras el tronco grueso de un roble mientras que, con movimientos cautelosos, desenvainaba la espada bastarda y la pesada daga con guarnición. Escuchó atento y percibió unos susurros que pasaban una contraseña…, una contraseña de precaución, de ataque a la par. Desanduvo sus pasos en dirección al claro del campamento. El bosque le proporcionaba una cobertura excelente, la misma de la que se habían valido sus oponentes para que su presencia pasara inadvertida.

—Son cinco, los bastardos —contó para sus adentros Caramon, agazapado al resguardo de otro roble.

Oyó de nuevo ruidos de movimientos sigilosos y estudió la táctica que seguían a medida que los acechaba, atendiendo a los silbidos del cabecilla y a las respuestas de sus secuaces.

Consideró la posibilidad de enfundar la daga y utilizar alguna de las armas arrojadizas, un dardo o un cuchillo, para deshacerse de los atacantes uno por uno. Pero a medida que se aproximaba al borde del claro, olvidó por completo toda idea de estrategia.

Solinari y Lunitari alumbraban la escena del campamento; la luz plateada se entremezclaba con la roja y creaba sombras dobles que se deslizaban ondulantes al igual que los asaltantes.

Tres hombres, con sendas lanzas en las manos, rodeaban el lecho de mantas donde dormía Raistlin. Otros dos flanqueaban el de Earwig.

—Éstos estúpidos nunca llegarán a Mereklar —dijo el más alto del grupo de tres, que se cubría el rostro con una capucha negra. El individuo alzó la lanza y la clavó en el cuerpo de Raistlin.

Caramon irrumpió como una tromba desde el bosque y se abalanzó hacia el centro del claro con atroces rugidos. Derribó con la espada a uno de los ladrones que se encontraba junto a Earwig, al mismo tiempo que enterraba la daga en el estómago del otro. No se preocupó de sacar el arma del cuerpo del ladrón, sino que asió la espada con las dos manos. La sangre que le palpitaba en los oídos ahogaba cualquier otro sonido; cegado por la cólera y el dolor, arremetió contra los restantes tres hombres.

Uno de los bandidos levantó la lanza para frenar la embestida, pero el golpe contundente de Caramon partió el astil y la hoja atravesó a su enemigo, quien murió con una expresión de sorpresa pintada en el rostro. Sin embargo, aquel ataque atropellado le costó caro al guerrero.

El segundo asaltante había aprovechado su descuido para situarse a su espalda y se aprestaba a ensartarlo con su arma. Caramon comprendió que no tendría tiempo de girar sobre sus talones para detener la acometida. No le importó. Su hermano había muerto y su vida carecía de sentido. A pesar de la visión borrosa a causa de las lágrimas, Caramon atisbó por el rabillo del ojo el centelleo ominoso del acero asesino a punto de enterrarse en su carne…

El arma se detuvo a medio camino. El sujeto que la blandía estaba petrificado, rígido como un cadáver.

Caramon lo miró boquiabierto, tan perplejo que casi se le cae la espada. Entonces escuchó el murmullo de un cántico procedente del borde del claro y divisó la silueta de Raistlin que surgía de entre las sombras del bosque. El joven guerrero alargó una mano trémula hacia la figura de su hermano.

—¿Raist…? —balbució—. ¿Eres tú…?

La figura se acercó y Caramon dejó caer la mano tendida, los ojos prendidos en la mirada impasible del mago.

—¿Qué te ocurre, Caramon? ¿Has visto a un fantasma?

—¡Lo creí por un momento, Raist! ¡Pensé que habías muerto! —La voz le temblaba de tal modo que sus palabras apenas resultaron comprensibles.

—¡Si sigo vivo no es gracias a ti! —El semblante del mago, velado por las sombras de la capucha, no mostraba ni un atisbo de emoción.

Raistlin se acercó al asaltante inmovilizado y lo observó con fría curiosidad. El cuerpo del ladrón estaba petrificado por la magia. Era incapaz de moverse, incapaz de sobreponerse al poder del hechizo.

—Fui a recoger leña —farfulló Caramon, con expresión avergonzada—. Sinceramente, no creí que hubiera peligro alguno. No tenía noticias de que merodearan ladrones por estos parajes. El fuego se había apagado y sabía que te helarías hasta los huesos, y que no podrías preparar ese brebaje que tomas…

—¡Olvídalo! —cortó con impaciencia las explicaciones de su hermano—. No ha ocurrido nada irremediable. Sabes que tengo un sueño muy ligero. Los oí acercarse cuando aún estaban a cierta distancia. Una falta de sigilo inusual en ladrones profesionales, ¿no te parece, Caramon? —agregó el mago, con una mirada fija en el asesino.

—Sí, es cierto. De hecho, me parecieron algo torpes —afirmó el guerrero en tanto se rascaba la cabeza con aire pensativo.

—Es una lástima que el jefe haya huido.

—¿Escapó? —bramó Caramon al tiempo que echaba una ojeada en derredor.

—Sí, era el que llevaba la capucha negra. Echó a correr en el momento en que irrumpiste en el campamento. Habría resultado interesante charlar con él. ¿Escuchaste lo que dijo antes de atravesar con la lanza lo que creyó que era mi cuerpo laxo e indefenso?

Caramon rebuscó en su memoria, retrocedió más allá de la sangre, el miedo, y la angustia, y en su mente se repitieron las palabras: «Éstos estúpidos nunca llegarán a Mereklar».

—¡Los dioses me condenen! —exclamó el corpulento guerrero, sorprendido por la implicación contenida en la frase.

—Sí, hermano mío. Nada de ladrones; asesinos a sueldo…

—Podría ir tras él.

—Sería inútil, no lo encontrarías. Tiene la ventaja de moverse en su propio terreno. Echemos una ojeada a nuestro cautivo. ¡Shirak!

La mágica luz del bastón centelleó. Raistlin sostuvo el cayado cerca del asesino en tanto su hermano aferraba el grasiento yelmo de cuero que protegía al hombre y se lo arrancaba de un tirón. El individuo que los miraba se había quedado paralizado por el conjuro del mago en el preciso momento en que se disponía a asestar el golpe. La boca del asesino se retorcía en una mueca cruel, sedienta de sangre. Era evidente el placer que le producía la idea de acuchillar a un hombre por la espalda.

—Voy a deshacer el conjuro. Sujétalo —advirtió el mago.

Caramon aferró al sujeto y le rodeó el escuálido cuello con un brazo poderoso, al tiempo que con la otra mano apoyaba una daga sobre la garganta del hombre.

La dorada mano del mago ejecutó un movimiento y el cuerpo del asaltante se sacudió. Al encontrarse libre del conjuro, el hombre hizo un breve intento por escapar, pero Caramon ciñó su presa ligeramente y apretó la punta de la daga contra la carne del asesino.

—¡No huiré! ¡Pero no le permitas que utilice otra vez la magia! —gimió el hombre, que había cesado de forcejear.

—No lo haré… si me respondes a unas cuantas preguntas —dijo Raistlin, con un murmullo siseante.

—¡De acuerdo, te lo diré todo!

—¿Quién os contrató para asesinarnos?

—No lo sé. Un tipo que se cubría con una capucha negra. No le vi la cara.

—¿Cómo se llama?

—Tampoco lo sé. No nos lo dijo.

—¿Dónde os reunisteis con él?

—En una posada cerca de Mereklar. El Gato Negro. Anoche. Dijo que tenía un trabajo para nosotros. ¡Pero sólo habló de robaros, nada de matar!

—Mientes —afirmó Raistlin con frialdad—. Os contrató para acabar con nosotros mientras dormíamos.

—¡No! ¡Lo juro! Yo…

—Estoy harto de escuchar sus balbuceos. Hazlo callar, Caramon.

—¿De forma permanente? —sugirió el guerrero, mientras rodeaba la garganta del asesino con su enorme manaza.

Raistlin simuló considerar el tema. El ladrón guardó silencio con el semblante distorsionado por el terror.

—No, todavía puede sernos útil. Sujétalo bien.

El mago se echó hacia atrás la capucha. Las trémulas luces de las lunas se reflejaron en sus ojos, en las pupilas en forma de reloj de arena que captaban la decadencia, el proceso destructivo, y la muerte de todo cuanto contemplaban. El resplandor arrancó destellos metálicos de su piel dorada y de sus cabellos prematuramente blancos que resultaban espectrales en un hombre de veintiún años. Con deliberada lentitud, Raistlin se acercó al prisionero.

El ladrón soltó un alarido y se debatió con desesperación en un fútil intento por librarse de las garras de Caramon.

El mago alargó la mano dorada y posó los cinco dedos sobre la frente del sujeto. El hombre se retorció al contacto del hechicero y comenzó a aullar.

—¡Cierra el pico y atiende a mi hermano! —gruñó el guerrero.

—Cuando te reúnas con el hombre de la capucha negra, dile que mi hermano y yo nos dirigimos a Mereklar y que no descansaremos hasta dar con él. ¿Has comprendido?

—¡Sí! ¡Sí! —chilló el asesino con voz lastimera.

—Y, ahora, invoco esta maldición sobre ti. La próxima vez que sesgues una vida a sangre fría, el espectro de tu víctima se levantará de entre los muertos y te perseguirá. Durante el día, rastreará tus pasos. En la oscuridad de la noche, hostigará tus sueños. Tratarás por todos los medios de librarte de él, pero será en vano. El espectro te conducirá a la locura y, por último, te forzará a utilizar tu vil puñal contra ti mismo.

Raistlin apartó la mano.

—Suéltalo, Caramon.

El guerrero aflojó su presa y el asesino se desplomó de rodillas en el suelo. Permaneció acurrucado, sin dejar de lanzar ojeadas furtivas a los hermanos. Caramon amagó un sesgo amenazador con su daga; el hombre se incorporó de un brinco y, dominado por el pánico, se metió en el bosque a todo correr. Varios minutos después todavía se lo oía chocar contra los árboles y tropezar con los arbustos.

—Le echaste una maldición espantosa —musitó el guerrero con temor reverente—. Ignoraba que supieras invocar semejantes conjuros.

—No puedo —repuso Raistlin.

Le sobrevino un súbito golpe de tos que lo hizo doblarse en dos, atormentado por los espasmos que sacudían su frágil cuerpo. Alargó el brazo hacia su hermano, quien lo sostuvo con delicadeza y lo guió de vuelta al lecho de mantas.

—¿Quieres decir que en realidad no lo amenaza maldición alguna? —inquirió el guerrero con evidente desconcierto, mientras ayudaba a su hermano a tumbarse.

—Oh, ya lo creo que pende sobre él una maldición —explicó el mago cuando fue capaz de hablar de nuevo—. Pero no es obra mía —agregó con una sonrisa—. Él mismo será la mano ejecutora. ¡No te quedes ahí, con la boca abierta! Estoy muerto de frío, recoge algo de leña. Dejaré encendido el bastón hasta que prendas la hoguera.

Caramon sacudió la cabeza sin comprender las palabras de su hermano.

Se encaminó hacia el lugar donde había tirado la brazada de leña durante el ataque de los asesinos y estuvo a punto de caer de bruces al tropezar con el envoltorio de mantas del kender. En la tensión del momento, Caramon había olvidado por completo a Earwig. Ahora recordó a los dos asesinos, de pie junto al hombrecillo, con las lanzas en alto. El guerrero se arrodilló y posó una mano sobre la figura diminuta que yacía inmóvil bajo las mantas.

—¿Earwig? —llamó con un deje de preocupación en la voz.

De las profundidades de las mantas surgió un bostezo, un movimiento de alguien que se desperezaba, y enseguida una cabeza asomó por el borde. El adormilado kender miró a su alrededor, aún inmerso en el sopor confuso del sueño, y divisó a la tenue claridad del alba los cuerpos acuchillados y ensangrentados que yacían en el suelo, las armas astilladas esparcidas en el claro, la hierba aplastada y machacada por los pisotones de los contendientes.

Earwig se quedó boquiabierto, con los ojos como platos por la sorpresa. Su mirada enloquecida fue de Raistlin a Caramon y de nuevo al mago. Después echó la cabeza hacia atrás y estalló en sollozos.

—Tranquilo, Earwig. No llores. Estás a salvo, los asesinos han huido —lo tranquilizó el guerrero.

—¡Ya lo sé! ¡No me lo restriegues por las narices! —barbotó el kender, al tiempo que se levantaba de un salto y pateaba las piedras, las mantas, y cuanto tenía al alcance de los pies.

—¿Cómo? ¿Por qué protestas entonces? —demandó el hombretón, perplejo por el arranque colérico del otro.

—¿Cómo me has hecho esto, Caramon? —sollozó Earwig—. ¡Creí que éramos amigos! Se organiza una pelea… ¡y no me despiertas!