El niño levantó la mirada de su juego para observar a los dos extraños que, de pie en el cruce de caminos, leían los letreros del poste indicador. Sin apartar los ojos de los forasteros, el pequeño reanudó su actividad (hacer navegar por el charco un barquito improvisado con palos). Sin embargo, cuando el más corpulento y fuerte de los dos hombres, un guerrero a juzgar por el número de armas que llevaba, arrancó de un tirón el bando clavado en el poste, el chiquillo perdió el interés por el juego y dejó que la imaginaria balsa se hundiera en las aguas fangosas. Oculto por el escuálido ramaje de un arbusto, el niño se aproximó con sigilo para escuchar la conversación.
—¡Eh, Raist, mira esto! —gritó el hombretón a su compañero, que se encontraba de pie a unos cuantos pasos.
El pequeño observó al segundo hombre con gran interés. Nunca había visto a un mago; sólo había oído hablar de ellos en los cuentos. Con todo, no tuvo dificultad en identificarlo como tal a causa de sus ropajes extravagantes: la túnica roja como la sangre, los misteriosos saquillos y los amuletos de plumas colgados del sencillo cinto de cordón, y un bastón de madera negra en el que se apoyaba para caminar.
—¡Deja de gritar! No soy sordo. ¿Qué has encontrado? —preguntó el mago con tono irritado.
—Dice que…, toma, léelo tú mismo. —El guerrero alargó al otro él bando y observó al mago mientras éste repasaba el contenido—. Bueno, ¿qué te parece? Claro que también puede ser de hace tiempo.
—No, es reciente. El pergamino ni siquiera está estropeado por las inclemencias del tiempo.
—Es cierto. Entonces, quizás hemos dado con lo que buscábamos, ¿no?
—Retribución negociable. —El mago frunció el entrecejo—. Aun así, es mejor que nada. Hemos gastado casi toda la recompensa que obtuvimos por acabar con la maldición del alcázar de la Muerte. Nunca cruzaremos el Nuevo Mar a menos que dispongamos de fondos para alquilar un bote.
Enrolló el pergamino y lo metió en una de las mangas de la túnica.
—Otra noche más que dormiremos en el suelo —suspiró el guerrero.
—Es preciso que ahorremos el poco dinero que nos queda.
—Supongo que sí. Sin embargo, me tomaría con gusto un buen jarro de cerveza.
—No lo dudo —comentó el mago con acritud.
—¿Sabes algo de ese sitio, de Mereklar? —preguntó el guerrero tras una pausa.
—No, ¿y tú?
—Tampoco.
La mirada del hechicero fue del poste indicador a la calzada que éste señalaba. El camino estaba embarrado y cuajado de hierbajos y grama.
—No parece que lo conozca mucha gente. Yo…
—¡Eh, por fin os encuentro!
El niño oyó la exclamación de alivio, pero no vio a la persona que la pronunció. Se asomó con cautela por el otro lado del arbusto y divisó a un personaje, más bajo que los otros dos, que se acercaba por el sendero, tan rápido como se lo permitían las piernas enfundadas en unas calzas naranjas.
¡Un kender!, reconoció el chiquillo y, acto seguido, aferró con fuerza todas sus posesiones mundanas, que consistían en una manzana a medio comer y una pequeña navaja rota que usaba para fabricar los barcos de juguete.
Quizá las ramas del arbusto crujieron cuando el niño se movió, porque el chiquillo se quedó sorprendido y asustado al ver que el mago giraba la cabeza de súbito y fijaba una mirada penetrante en el matorral que lo ocultaba. El pequeño se quedó petrificado. Ni en las peores pesadillas había contemplado un rostro como aquél. La piel tenía un ligero matiz metálico dorado, al igual que el iris de los ojos, en los que se perfilaban unas pupilas negras en forma de relojes de arena.
Por fortuna para el niño, el kender empezó a hablar en aquel momento.
—¡Temí no alcanzaros! Me dejasteis atrás sin daros cuenta. ¿Por qué no me advertisteis que os marcharíais a media noche? ¡Si no fuera porque me desperté por casualidad y os vi pasar de puntillas frente a mi puerta, no habría sabido qué dirección habíais tomado! El caso es que, aunque me apresuré, me llevó unos minutos recoger mis cosas, y luego no resultó fácil seguiros. Hubo un momento en que incluso perdí vuestra pista, pero dispongo de un artilugio muy especial para saber hacia dónde ir, y con él descubrí el camino que tomasteis. ¿Queréis que os lo enseñe?
El kender empezó a rebuscar en sus innumerables saquillos de forma atolondrada y esparció por el suelo diferentes objetos y artículos.
»Sé que lo tengo aquí, en alguna parte…
El guerrero intercambió una mirada impaciente con d mago.
—Eh… no te molestes, Earmite…
—¡Earwig! —corrigió el kender con indignación.
—¿Eh?, sí. Lo siento. Earwig Revientacerrojos, ¿no es así?
—¡Fuerzacerrojos! —El kender golpeó el suelo con la vara ahorquillada que llevaba en la mano para dar más énfasis a su exclamación—. Fuerzacerrojos. Un apellido muy respetado y de gran tradición entre…
—Vamos, Caramon. Debemos marcharnos —interrumpió el mago con una voz tan fría que habría helado el agua hirviendo.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —inquirió el kender, al tiempo que echaba a andar.
—No nos dirigimos a ninguna parte.
El niño pensó que cualquier otra persona, salvo un kender, se habría encogido sobre sí mismo y habría deseado que la tierra se lo tragara ante la mirada funesta del mago. Por el contrario, el hombrecillo se limitó a mirarlo a su vez con gran solemnidad.
—Pero os hago falta, Raistlin. En serio. ¿Acaso no os ayudé a resolver el misterio del alcázar de la Muerte? Claro que sí. Tú mismo lo dijiste. Te di la clave por la que dedujiste que la doncella era la causa de la maldición. Y Caramon jamás habría encontrado su daga preferida si yo no…
—Jamás la habría perdido si no hubieras estado cerca —refunfuñó el guerrero.
—Además, Tasslehoff me contó… ¿Recordáis a mi primo, Tasslehoff Burrfoot? En fin, me dijo que os acompañaba en todas vuestras aventuras y que siempre os sacaba de algún lío; puesto que ahora él no está, sería aconsejable que yo ocupase su lugar para hacer lo mismo. También sé un montón de historias muy interesantes que os contaría en el camino, como por ejemplo la de Dizzy Lengualarga y el minotauro…
—¡Basta! —El mago se bajó más aún la capucha sobre los ojos, como si el tejido lo aislara del monólogo persistente del kender.
—Deja que venga, Raist. Nos hará compañía. Sabes que cuando estamos solos, sin nadie con quien hablar, nos aburrimos —intercedió el guerrero.
—Sé que me aburro cuando dialogo contigo, hermano mío. ¡Pero la charla de un kender no es la solución!
El mago echó a andar por la calzada. Caminaba despacio, apoyado en el bastón, como quien acaba de salir de una grave enfermedad.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el kender, que trotaba al lado del guerrero.
—No estoy seguro, pero no sonó a un cumplido —respondió el hombretón, sacudiendo la cabeza.
—¡Bah, no importa! De todos modos, no estoy acostumbrado a que la gente me halague. —El kender hizo girar la vara ahorquillada, y el peculiar cayado emitió un agudo zumbido sibilante—. ¿Adónde dijiste que nos dirigíamos?
—A Mereklar.
—Mereklar… ¡Nunca he estado en esa ciudad! —comentó el hombrecillo con evidente entusiasmo.
El niño se quedó en su escondrijo y aguardó a que los tres personajes se alejaran un buen trecho antes de correr hacia una posada ruinosa, metida entre los árboles del bosque que se alzaba junto al cruce de caminos. En el exterior del edificio, había un hombre sentado a una mesa, con una jarra entre las manos.
El chiquillo se le acercó y le contó lo que había visto.
—Un guerrero, un mago y un kender. Los tres se dirigen hacia Mereklar. Y ahora que he cumplido vuestro encargo, ¿dónde está el dinero prometido? —exigió el niño con audacia.
El individuo le hizo unas cuantas preguntas más, referentes al color de la túnica del mago y a si el guerrero tenía aspecto de ser muy mayor y de estar acostumbrado a la batalla.
El niño reflexionó un momento antes de responder.
—Tendrá la edad de mi hermano, más o menos. Veinte años, como mucho. Pero se nota que sus armas están muy usadas. No creo que os resulte fácil quitarlo de en medio.
El hombre sacó del bolsillo una moneda de acero y la dejó caer sobre la mesa. Se levantó del asiento con una premura inusitada (habida cuenta de que había pasado los tres últimos días sentado en la posada, desde el momento en que clavó el bando en el poste) y se internó en el bosque a toda prisa; al poco tiempo, se había perdido de vista entre las sombras de la floresta.