Los compañeros alcanzaron los aledaños de Kendermore antes del amanecer; Damaris y Saltatrampas montados en uno de los ponis, Tas y Phineas a lomos del otro, y Vinsint a pie. Gracias a sus piernas, largas y fuertes, el ogro los había seguido sin dificultad a grandes zancadas, a través de los campos oscuros y los bosques azotados por el vendaval que rodeaban la ciudad en llamas.
El humo no se cernía sobre la población, puesto que el viento ululante lo esparcía antes de alzarlo sobre los tejados picudos. Sólo el fulgor de las llamas, reflejado en la bruma, ponía de manifiesto que Kendermore ardía. El halo anaranjado fluctuaba, subía y bajaba.
—Parece una aurora boreal —musitó Saltatrampas.
—¿Una qué? —preguntó Damaris.
—Una aurora boreal, luces extrañas que aparecen en el cielo. Son perceptibles cuando viajas muy al sur.
Los cinco camaradas contemplaron extasiados el cielo fulgurante hasta que la voz de Tasslehoff los sacó del trance.
—Mucha gente precisará ayuda. Enterémonos de lo ocurrido.
En el camino por la vía principal que llevaba a la ciudad, se cruzaron con innumerables kenders que huían al campo. Las llamas se retorcían y enmarcaban las siluetas de los edificios en la distante zona oeste, en la que se localizaban los focos más importantes del incendio. En la zona éste, encontraron evidencias de algunos focos pequeños ya sofocados, como fachadas ennegrecidas de almacenes y viviendas, árboles calcinados, y césped abrasado. Todavía ardían las llamas en algunos puntos aislados, combatidas por grupos pequeños de kenders equipados con agua, tierra, escobas y mantas.
Poco tiempo después de haber entrado en la ciudad, Tasslehoff divisó a un kender que vestía impermeable, calzaba zuecos y se cubría con un sombrero para lluvia de ala ancha. El hombrecillo se afanaba en proteger de las fuertes ráfagas de viento las ventanas ornamentadas y la puerta de madera pulida de su hogar; las cubría con pedazos de lona que aseguraba con clavos. Pero, cada vez que estaba a punto de fijar por completo uno de los trozos de lona, otro golpe de aire lo arrancaba.
—No le vendría mal que le echáramos una mano —gritó Tas.
Con las cabezas agachadas contra el viento y la mordiente lluvia, Tas, Vinsint y Saltatrampas se abrieron paso en la tormenta para ayudar al agobiado kender.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó Tasslehoff, en tanto estiraba de una punta de la lona sobre el quicio de una ventana.
El propietario de la casa cogió uno de los clavos que tenía entre los labios antes de responder.
—La mayoría ha huido. Por el mismo camino por el que habéis llegado. Otros se fortifican para capear el temporal, como yo. Pero, por las apariencias, tiene visos de durar indefinidamente. No somos muchos los que quedamos en la ciudad.
Phineas sacudió la cabeza con desaliento.
—Y aún quedaréis menos si pensáis que sobreviviréis a una conflagración que arrasa toda la ciudad, con sólo clavetear unas cuantas lonas húmedas en las ventanas. La única opción es abandonar la ciudad y, en mi opinión, es lo que debemos hacer todos.
—¡No! —bramó Tas, mientras levantaba la barbilla con resolución—. ¡Kendermore es mi hogar! No he cruzado todo el continente de Ansalon para ver cómo se convierte en un montón de cenizas. Ha de existir algún modo de atajar este desastre. ¿Alguno ha presenciado la actuación de un equipo profesional contra incendios?
Vinsint echó una ojeada inquieta a sus compañeros y por último levantó la mano. Tasslehoff, que nunca había visto comportarse a nadie así (estaba acostumbrado a la actuación de los kenders, quienes se limitaban a exponer sus opiniones a gritos), comprendió al cabo que el ogro esperaba alguna clase de indicación antes de manifestar su parecer.
—Adelante, Vinsint.
El ogro carraspeó y, tras dedicar otra mirada nerviosa a sus compañeros, explicó el método de lucha contra el fuego según él lo entendía.
—Cuando aún vivía en mi país, mi tribu acostumbraba a asaltar los asentamientos humanos vecinos. En ocasiones, las poblaciones asediadas se prendían fuego. Por accidente. Sabéis que eso ocurre a veces. —Vinsint se removió con inquietud—. En cualquier caso, alguna que otra vez hacíamos un alto en algún promontorio cercano para ver cómo los humanos apagaban el fuego. Formaban filas desde un arroyo o un pozo y se pasaban cubos de agua que arrojaban a las llamas. Por regla general no obtenían buenos resultados cuando las proporciones del incendio eran grandes; por este motivo, las poblaciones que se incendian con regularidad construyen unos toneles enormes en el centro de la ciudad y los tienen llenos de agua. En caso de incendio, recogen el agua de los toneles para no acarrearla desde tan lejos; incluso abren agujeros en los recipientes para que el agua corra por las calles y así apaguen las brasas ardientes que se hallan en el suelo. Claro que, si el fuego se extinguía, mis congéneres disparaban flechas prendidas para reavivarlo y todo empezaba de nuevo. Aquello les resultaba muy divertido.
—Qué tipos tan graciosos —refunfuñó Damaris.
—Sabía que alguien haría un comentario desagradable. Imagino que no me veréis como a uno de ellos, ¿verdad? —gruñó Vinsint, con los pelos de la nuca erizados como un cepillo de raíces.
—Está bien, Vinsint. Confiamos en ti —intervino Tas, con el propósito de tranquilizar al ogro—. Tu historia me ha dado una idea. Tío Saltatrampas, ¿las torres de agua están llenas?
Mientras hacía la pregunta, Tasslehoff estrechó los ojos y oteó el aire saturado de humo hasta divisar unos artilugios altos, en forma de cubo, que se alzaban sobre la ciudad.
—Por supuesto. El otro día nadé en una de ellas —respondió su tío.
—¡Estupendo! Llévanos al ayuntamiento.
El grupo, encabezado por Saltatrampas, quien los dirigió a través de las calles serpenteantes de la población, se encaminó hacia el consistorio. Las vías estaban abarrotadas de kenders que intentaban entrar o salir de la ciudad, de sus casas o de sus tiendas, que acudían a los pozos públicos con cubos vacíos, o a los incendios con cubos llenos. Corrían en todas direcciones, acarreaban baldes, palanganas, cántaros, barreños, urnas, escaleras de mano, cacerolas, animales disecados, orinales, arietes… Otros empujaban carretillas o tiraban de carros cargados hasta el tope con sus posesiones o con las de sus vecinos. No había pánico, nadie parecía asustado… salvo Phineas. El pandemónium alcanzaba unas cotas inimaginables.
Tasslehoff había elegido como meta el ayuntamiento por la circunstancia de hallarse casi en el centro geográfico de la ciudad. El edificio tenía un gran valor simbólico para los democráticos habitantes de Kendermore. Era pues un buen lugar para impedir que el incendio se propagase hacia el lado este de la ciudad. Tas no reconoció ninguna de las señalizaciones en el camino al ayuntamiento. Había estado ausente de la ciudad pocos años, pero aun así, todo parecía cambiado. «Todo es diferente… me siento como en mi propia casa», se dijo para sus adentros.
El ulular del viento se calmó de forma repentina en el momento que giraban una esquina y entraban a una plaza pequeña. Tas alzó la vista hacia el edificio de cuatro plantas. Las vigas de carga de madera oscura jalonaban la fachada y reforzaban las paredes enjalbegadas de madera y estuco. El familiar hueco bostezante del segundo piso descubrió a Tas que no todo había cambiado durante su ausencia.
Con sólo mirarlo, cualquiera habría advertido que el edificio centenario ardería como una tea seca.
¿Cómo detener la desatada voracidad de las llamas?
Mientras Tas se planteaba este interrogante, ocurrieron dos cosas.
La primera, que un joven humano de cabello rubio pajizo salió del ayuntamiento a grandes zancadas, con la cabeza gacha.
La segunda, que Tas reparó en que no sólo había cesado el ulular del viento, sino el mismo viento en sí. En la plaza no corría ni un soplo de aire. Sin embargo, otro sonido había reemplazado el aullido del ventarrón; un retumbar distante que semejaba el avance de una avalancha. No es que Tas supiera cómo sonaba una avalancha, pero tenía una imaginación excelente.
El kender observó a la persona que salía por la puerta principal del ayuntamiento a toda prisa y se encaminaba hacia la calle donde se encontraban sus compañeros y él. Al parecer advirtió la presencia de gente en su camino y levantó la cabeza.
—¡Woodrow! —gritó Tasslehoff, al mismo tiempo que se arrojaba en brazos del sorprendido humano.
Una sonrisa de alegría iluminó el rostro del muchacho.
—¡Tasslehoff Burrfoot! ¡Temí que no te volvería a ver!
Woodrow levantó al kender en el aire y dio vueltas y más vueltas mientras los dos estallaban en carcajadas de júbilo.
—¿Cómo sabías dónde encontrarme? —preguntó después Tas, a voces para que su amigo lo oyera sobre el ruido de la avalancha.
—Después de que Denzil me dejara inconsciente y te raptara, no supe qué hacer. No tenía idea de la dirección que había tomado ni a qué lugar te llevaba. En Port Balifor nadie dio crédito a mis palabras. Pero recordé que el consejo de Kendermore aguardaba tu llegada y mantenían encarcelado a tu tío. Cabía la posibilidad de que el consejo hubiese enviado a Denzil para reemplazar a Gisella, así que vine a la ciudad. Sin embargo, tras cuatro horas de charla con los miembros de la junta, sólo saqué en claro que tampoco ellos conocían tu paradero y que, en cualquier caso, ya no era requerida tu presencia puesto que tu prometida había huido. Entonces, la tormenta descargó sobre la ciudad. Viento, lluvia, relámpagos… mucho peor que la que hizo zozobrar a nuestro barco. Los rayos provocaron incendios por todas partes. Me han dicho que la zona oeste se ha convertido en un infierno. ¡Mejor será que salgamos de la ciudad mientras estamos a tiempo!
—¿A qué tanta prisa? —exclamó Tas. Empujó a su tío para que se adelantara—. Tío Saltatrampas Furrfoot, te presento a mi amigo, Woodrow Ath-Banard.
El kender alargó la mano.
—Así que tú eres el joven del que me ha hablado sin parar mi sobrino desde que salimos de las Ruinas. Encantado de conocerte. —Damaris tosió con ruido—. Oh, sí, esta jovencita es Damaris Metwinger, la prometida de Tasslehoff. Y éstos son mis amigos, Phineas Curick y…, Vinsint, el ogro.
Woodrow dirigió a Tas una mirada interrogante.
—Te lo explicaré más tarde —le aseguró el kender.
El joven se volvió hacia Damaris.
—¿Metwinger? ¿No es así como se apellida el alcalde?
—En efecto. Es mi padre. —La chica frunció el entrecejo al mirar a Tas—. Y no soy su prometida. Lo he repudiado, desposeído, rechazado o como quiera que se diga cuando te vas a casar con alguien y te separas antes de casarte. Me he descomprometido.
—Detesto interrumpir tan feliz reunión, pero la ciudad está en llamas —intervino Phineas.
Tasslehoff giró la cabeza en dirección oeste.
—¿Qué es ese ruido raro que se escucha? ¿Por qué ha parado de golpe el aire?
Todos guardaron silencio y escucharon un momento. Por el éste, el cielo presentaba un color naranja brillante con franjas amarillas. Unas sombras rojizas se proyectaban contra las paredes de los edificios cercanos en una danza fluctuante. Una columna de humo negro, inmensa y retorcida, ascendía al cielo y oscurecía aún más el grisáceo amanecer.
—El fuego tiene que ser muy intenso para rugir de ese modo. Lo del viento tiene cualquier explicación —opinó Phineas tras unos momentos de reflexión.
—Demasiado tarde. ¡Mirad! —bramó Vinsint.
Los compañeros miraron hacia el norte, donde apuntaba el ogro con el dedo. Una nube oscura, que giraba en espiral y cuya cola puntiaguda restallaba como un látigo inmenso lo arrasaba todo a su paso. Allí donde la cola tocaba el suelo, los edificios explotaban o se desmenuzaban como si fueran de paja, los árboles se desgajaban de raíz, los peñascos volaban por el aire y quedaban suspendidos; acto seguido, se precipitaban contra la tierra como el martillo de Reorx.
—¡Al suelo, meteos en la acequia! —voceó Tasslehoff, y empujó a Woodrow y a Phineas antes de zambullirse él mismo entre ambos.
Había visto un ciclón en otra ocasión, en Neraka, donde la gente sabía que el mejor recurso en semejante situación era acurrucarse en un terreno bajo y resguardado. Saltatrampas, Damaris, Vinsint y la multitud de kenders que corría por la calle, siguieron su ejemplo y se tiraron de cabeza al lodo y la porquería que se amontonaba en la zanja.
El tornado se les echó encima en medio de contorsiones y sacudidas. Tas notó que lo levantaba en el aire, junto con chorros de agua fangosa que giraba en remolinos. De súbito, se precipitó de nuevo en la acequia. Se limpió el fango de los ojos y advirtió que el tornado cambiaba de rumbo y se desplazaba al oeste del ayuntamiento. A su paso sesgó como una guadaña el costado del edificio y estrelló contra las paredes maderos, piedras y piezas de mobiliario. El estrépito de cristales hechos añicos, maderas y metal, retumbó en la calle, entremezclado con los chillidos incongruentes de los kenders. A despecho del peligro fatal que corrían, un tornado era un evento que no se repetía en la vida de un mortal, y la viva emoción experimentada por estos kenders igualaba a la que habrían sentido si hubiera bajado el propio Paladine en persona a hacerles una visita.
En el breve transcurso de un minuto, el tornado había pasado por la zona y proseguía su camino hacia las afueras de la ciudad. Tasslehoff se revolcó en el suelo a causa de las carcajadas.
—¡Qué experiencia tan fabulosa! —chilló.
Saltatrampas y Damaris se mostraban entusiasmados del mismo modo, eufóricos desde el copete hasta la punta de los pies.
—¿Estáis locos? ¡Podríamos haber muerto, vueltos del revés por esa cosa, y os reís como si fuera un juego de niños! —increpó Phineas con voz chillona.
El humano se puso de pie y abrió la boca dispuesto a reanudar la reprimenda, pero la actitud de los kenders lo tenía mudo de sorpresa. Se balanceó atolondrado, abrió y cerró la boca, y agitó las manos, pero no emitió sonido alguno. Por último, se dirigió tambaleante hacia el edificio más cercano y se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared.
Mientras tanto, Tasslehoff, que había dejado de reírse, se acercó al punto donde Woodrow se desplomara. ¡No había señales del humano!
—¡Woodrow! ¡Woodrow ha desaparecido! —clamó con frenesí.
Vinsint, Saltatrampas y Damaris, se sentaron, parpadearon, y miraron en derredor. Incluso Phineas levantó la cabeza y oteó la calle. Pero no había rastro del joven, como si nunca hubiese estado allí.
Tasslehoff llamó a voces a su amigo. No obtuvo más respuesta que el crujido de las vigas dañadas, el crepitar del fuego, y el renovado ulular del viento que soplaba otra vez. De repente, Tas oyó gritar su nombre, pero aunque miró en derredor, no avistó a nadie. Al repetirse la llamada, el kender alzó la vista y vio a Woodrow de pie, en la esquina del callejón; miraba con atención hacia el oeste.
Corrió hacia el lugar en que se encontraba su amigo.
—¡Woodrow, creí que el tornado te había arrastrado! ¡Me diste un buen susto! —exclamó y le propinó un puñetazo en el brazo con fingida cólera.
—Lo siento, Tasslehoff, pero quería saber hasta dónde se extendía el incendio y, después de que pasó la tromba, me levanté antes que vosotros. Detesto molestarte con más preocupaciones, pero los problemas no han llegado a su fin —anunció. Para entonces, todos advirtieron que el fuego había hecho presa de los edificios del lado oeste del ayuntamiento y se extendía en aquella dirección al paso del tornado—. Hay que salir de aquí de inmediato.
—¡No permitiremos que el fuego destruya la ciudad! —clamó Damaris.
—No hay quien detenga esas llamas —intervino Phineas, al tiempo que dirigía una mirada inquieta al infierno, más cercano por momentos.
Todos los presentes, incluidos los otros kenders que se hallaban en la plaza, dieron media vuelta hacia el éste, pero los detuvo una voz firme.
—No. Nos quedamos aquí.
Todos los ojos convergieron en Tasslehoff.
Al joven kender lo asaltó una extraña sensación de timidez. Se removió inquieto. Tenía un nudo en la garganta y tragó saliva, que le supo a hollín. Todos aguardaban expectantes sus próximas palabras.
—Estamos a tiempo de detener el fuego y salvar al menos una parte de la ciudad. Lo que nos contó Vinsint sobre los métodos de combatir un incendio me dio la idea, y el tornado me descubrió el modo de hacerla efectiva. Pero trabajaremos en equipo. —Se levantó un murmullo disconforme en las filas de los kenders—. Y precisaremos la ayuda de mucha más gente.
Un kender que vestía una túnica larga de color azul con ribetes de piel y montones de bolsillos, se abrió paso entre la multitud. El hombrecillo respiró hondo, y se disponía a iniciar su parlamento cuando lo interrumpió el chillido de Damaris.
—¡Papá!
La muchacha corrió hacia él y se echó en sus brazos. La muchedumbre prorrumpió en un breve aplauso en tanto el alcalde se arreglaba la túnica revuelta, besaba a su hija en la mejilla, y se aclaraba la garganta con un nervioso carraspeo.
—Pueblo de Kendermore —comenzó con voz tonante—. Como alcalde que soy, opino que nos incumbe sobremanera lo que este joven aventurero nos diga, a pesar de su infame comportamiento con mi hija. Si afirma tener un plan, oigámoslo. Y si después resulta que no es más que un charlatán, siempre tenemos el recurso de poner pies en polvorosa. Después de todo, «no hay situación tan nefasta que no sea susceptible de empeorar», como reza el dicho.
Metwinger dio por finalizada su arenga y se volvió hacia Tasslehoff con los brazos cruzados sobre el pecho.
Apenas esbozó su plan el joven kender, la reducida asamblea puso manos a la obra. Se apilaron varios cajones a fin de que Tas se encaramara en ellos y desde allí controlara y dirigiera el progreso de los trabajos.
—Tío Saltatrampas, Damaris y alcalde Metwinger, reclutad más gente. Somos pocos para llevar a buen término la tarea.
»Woodrow y Vinsint, coged a dos tercios de los kenders y amontonad contra los edificios del final de la calle los escombros y desperdicios que ha arrastrado el tornado.
»¿Hay entre los presentes alguien que trabaje la madera? —Una docena de índices señalaron a un kender que observaba a Tas con fijeza—. ¿Eres carpintero?
El aludido lo miró en silencio.
—¿Trabajas en un aserradero?
Ninguna respuesta.
—¿Qué demonios le ocurre?
Una chiquilla se puso de puntillas y sacó unas bolitas de parafina que taponaban los oídos del hombrecillo.
—Te pregunta si eres carpintero o leñador, papá —gritó la niña.
—Las dos cosas —replicó, mientras sonreía de oreja a oreja. Luego tomó los tapones de cera que guardaba su hija y se los volvió a meter en los oídos.
—¡Entonces, acompaña a Phineas y empezad a construir los conductos de agua! —gritó Tas, con las manos como bocina.
De nuevo, el kender sonrió sin darse por enterado. Tasslehoff le hizo señas a la niña, que repitió la operación de quitar los tapones al padre.
—Ve con este hombre y construye algunas cañerías —informó la pequeña.
—De acuerdo. Haré cuanto esté en mis manos para ayudar —aceptó sonriente. Al volverse para reunirse con Phineas, su rostro se iluminó. El hombre dio un respingo.
—¡Doctor Oídos! Soy yo, Semus Sawyer. He seguido su prescripción al pie de la letra y el resultado es milagroso. ¡Cada vez que me quito los tapones, mi capacidad auditiva se incrementa de forma notoria!
Un murmullo general de reconocimiento recorrió la muchedumbre. El humano retrocedió un paso cuando los kenders se le acercaron desde todas direcciones, con los brazos extendidos. Antes de que acertara a escabullirse, lo tenían rodeado y docenas de manos lo zarandeaban, tiraban de él, lo empujaban y… ¡lo levantaban en hombros! A Phineas casi se le salía el corazón por la boca, cuando cayó en la cuenta de que aquellos kenders se alegraban de verlo, ¡estaban contentísimos al reconocer a su amado doctor!
—¡Llevadlo a la serrería! ¡Construid los conductos de agua! —Se oyó la voz de Tas que sobrepasaba los vítores—. ¡Y aupadlo más alto! ¡Los pies le arrastran por el suelo!
Al poco rato, más y más kenders entraron en la plaza como una riada, dirigidos por Saltatrampas y los Metwinger. Luego de ordenar a varios que permaneciesen allí para informar a los retrasados, Tas encabezó la multitud y los condujo un trecho por el paso marcado por el tornado; más tarde, se desvió en dirección a las torres de agua.
Los tres depósitos de Kendermore eran el resultado de un proyecto cívico llevado a cabo cuatro años atrás. El alcalde y el consejo en funciones en aquel tiempo decidieron que la vida de muchas personas, obligadas a realizar infinidad de viajes para acarrear agua desde los pozos, sería mucho más fácil si la ciudad contaba con torres de agua. En lugar de subirla de los pozos con esfuerzo, no tendrían más que dejarla correr.
Por desgracia, el proyectista de los depósitos olvidó la instalación de un caño o espita, y lo peor fue que el fallo no se descubrió hasta después de que el recién creado equipo de mantenimiento llenara los depósitos tras varias semanas de trabajo. En aquel momento, el único medio de remediar el fallo era abrir un agujero en los bajos de las torres, vaciar el agua, y después instalar las espitas. La perspectiva de echar por la borda el trabajo de varias semanas para enmendar la pifia de un tercero, enfureció de tal modo al equipo de mantenimiento que sus integrantes amenazaron con presentar la dimisión.
El tremendo error en la gestión del asunto supuso la manifiesta oposición de la opinión pública en contra del proyecto, y los responsables comprendieron que, aun en el caso de instalar las espitas, nadie solicitaría el puesto para cubrir las vacantes que sin duda se producirían en el equipo de mantenimiento. En una reunión celebrada por el consejo, se adoptó la que quizá fuera la única decisión sensata de todo el asunto. Puesto que unas torres equipadas con espitas (pero vacías) no tendrían más utilidad que otras sin espitas (aunque llenas), votaron por mantener el statu quo. Por consiguiente, desde hacía cuatro años, los depósitos estaban llenos, pero sin desagüe.
Cuando los conductos de agua estuvieron preparados, el número de kenders reunidos bajo el depósito de mayor tamaño sobrepasaba el millar. Las llamas alcanzaban los montones de escombros y amenazaban con propagarse por el ayuntamiento y por la extensa zona que se mantenía intacta en el otro extremo de la ciudad.
Tasslehoff había trepado a lo alto de la torre de agua, desde donde divisaba todo y todos lo divisaban a él. Tras una última mirada de control a la situación general y comprobar que los diferentes equipos ocupaban sus puestos, asintió satisfecho.
—¡Vinsint! ¡Eres el más corpulento y el más fuerte! —gritó—. ¡Serás la base del primer eslabón! ¡Colócate justo debajo de mi posición! ¡Todos los demás, apilaos junto a él!
Cientos de kenders de todas las edades se acercaron a todo correr y treparon sobre el ogro y los unos sobre los otros. Con una base de cuatro kenders a lo ancho y tres a lo alto y con los integrantes de la tercera hilera que sujetaban sobre sus cabezas los conductos de agua de Semus, formaron un acueducto humano que se extendía ochenta metros desde la base del depósito hasta lo que dieron en llamar «el Callejón del Tornado». El hacha de Semus, que en principio arrancaba trozos del tamaño de un puño de la madera del tanque, resultaba apenas eficaz al rebotar contra las capas interiores recauchutadas y empapadas de agua.
El kender sobre el que se apoyaba Saltatrampas se desmayó por el calor del incendio cercano y causó el desmoronamiento de la primera sección del acueducto. Los integrantes de la siguiente sección dejaron patente su heroísmo al soportar estoicos las ardientes mordeduras de las llamas que rozaban sus talones sin soltar el conducto de agua. Tasslehoff, todavía encaramado a lo alto del tanque, hizo bocina con las manos y cantó a pleno pulmón lo primero que le vino a la mente, que no era otra cosa que el canto marinero con el que tan buenos resultados había obtenido con los enanos gullys.
·
· Subid a bordo, muchachos, nos espera la mar.
· Dad un beso de adiós a esa joven beldad.
· Icemos gavia y foque. Que surque el velero
· la bahía de Balifor en alas del viento.
·
Uno a uno, y después a decenas, y después a centenares, los kenders se sumaron al cántico. Un hilillo fino de agua escurrió por el hacha de Semus. Al siguiente golpe, comenzó a fluir, y, con el tercero, brotó un chorro que se desbordó rugiente por el conducto. Los kenders que sostenían la cañería se tambalearon, pero resistieron de pie sin abandonar el canto.
Al desbordarse el agua por el final del conducto, se crearon unas nubes inmensas de vapor que se dispararon al cielo en columnas y ocultaron el Callejón del Tornado. A todo lo largo de los ardientes montones de escombro, las llamas voraces y las ascuas candentes sisearon, chisporrotearon y por último se extinguieron. El agua corría en todas direcciones; la cortina de vapor se propagó hasta más allá del campo de visión de Tasslehoff.
A los quince minutos de que el primer hilillo de agua escapara por la brecha abierta, el tanque estaba vacío. Las hileras de extenuados kenders se desplomaron bajo la cañería en un retorcido montón serpenteante. Se separaron poco a poco, se arrastraron sin resuello, y se tumbaron sobre el suelo ennegrecido. Tasslehoff se enjugó el sudor de la frente con la manga y se borró el hollín impregnado en la piel.
Descendió de la torre despacio y fue en busca de sus amigos.
* * *
—¡Tasslehoff! ¡Tasslehoff, aquí!
Tas y Woodrow levantaron la vista de las sendas jarras de cerveza espumosa que los dos amigos tomaban sentados a la puerta de la recién rebautizada Posada del Escorpión Chamuscado. Saltatrampas y Damaris se acercaban, cogidos del brazo, e inclinados contra las embestidas del fuerte viento reinante.
—¡Tas, mi sobrino predilecto! Te daré una noticia estupenda… Siempre que no te opongas, por supuesto —balbuceó Saltatrampas. Guiñó el ojo a la joven con malicia—. Damaris Metwinger y yo tenemos el propósito de comprometernos, y contraeremos matrimonio lo antes posible. ¡Te has soltado del anzuelo! ¡Ja, ja! ¿Qué te parece?
Tasslehoff miró a su tío y a la que fuera su prometida de hito en hito. Woodrow percibió una velada tristeza en el semblante del kender, aunque muy bien podía tratarse de una secuela del agotamiento de las últimas horas. Tas se puso de pie y los abrazó.
—¡Abrid otro barril! ¡Han pescado a mi tío! —pidió a voces.