—¡Libres! ¡Somos libres! —clamaba la multitud kender que salía por el portal e inundaba la cámara más elevada de la ruinosa Torre de Alta Hechicería.
Al cabo de pocos minutos, la estancia estaba abarrotada a tope con los refugiados obesos procedentes de la azucarada singularidad temporal de Harkul Gelfig.
El ogro, con los largos brazos cruzados sobre el pecho, recorrió con mirada expectante la habitación atiborrada.
—Conque, ¿ahí os escondíais? —refunfuñó, y miró a Tasslehoff, quien, junto a su tío, estaba aplastado contra la escribanía, al otro lado de la estancia—. ¿Quiénes son estos otros kenders? —demandó; esta vez se dirigió a Saltatrampas—. Un momento. ¡A ti te recuerdo! ¿No fuiste mi invitado hace unos días? Me enfurecí cuando descubrí que habías escapado. Todavía te acompañan Entrometida y Ofuscado —agregó, mientras dedicaba una mirada de menosprecio a Damaris y Phineas.
La joven alzó la barbilla con petulancia; el humano se encogió sobre sí mismo. Una oleada de kenders arrastró de repente a Vinsint. El ogro había rescatado a la mayoría en el robledal hechizado en el curso de los últimos años y ahora ansiaban ser reconocidos por su salvador.
Tasslehoff se volvió hacia Saltatrampas.
—También me gustaría saber de dónde salieron estos kenders. Y tú, tío, en especial —preguntó con evidente desconcierto.
—¡Hola, sobrino! ¡Tienes un aspecto estupendo! —exclamó Furrfoot, y estrechó a Tas entre sus brazos.
Tras corresponder al abrazo, Tasslehoff se echó hacia atrás.
—Tío Saltatrampas, ¿qué haces en una Torre de Alta Hechicería? ¿Aquí te encarcelaron? Quieren que me case con una mocita estúpida; lo haré gustoso si te dejan libre.
—¡Ejem, Tasslehoff! —lo interrumpió su tío, y tosió con turbación al ver que Damaris se abría paso a empujones—. Te presento a tu prometida. Damaris Metwinger, éste es Tasslehoff Burrfoot.
Las sorpresas se acumulaban con tanta rapidez que Tas no se percató de la mirada furiosa que le dedicó la joven.
—Encantado de conocerte —dijo, y alargó la mano.
La kender rubia lo apartó de un empellón.
—Así que una mocita estúpida, ¿no? ¡No me casaría contigo aunque fueras el último hombre de Krynn!
La muchacha dio media vuelta y al instante desapareció entre la masa de carne que abarrotaba la sala. Tasslehoff arqueó las cejas.
—Es bastante guapa, pero tiene muy mal genio, ¿verdad? ¿También la encarcelaron?
Saltatrampas hizo un rápido resumen de lo acaecido durante las pasadas semanas y entresacó a Phineas de la apretujada muchedumbre a fin de hacer las presentaciones. El humano, que había intentado abrirse camino hacia la escalera, miró a Tas de arriba abajo.
—Así que, tú eres el personaje que nos ha traído a todos de cabeza —gruñó—. Bien, me alegro de haber vivido lo bastante para conocerte por fin, aun cuando me he quedado sin recompensa.
Sin más comentarios, Phineas se encaminó hacia la salida; empujaba a unos y a otros. Tas rumió sus extrañas frases y quedó desconcertado.
—Ahora, sobrino, te ha llegado el turno de dar explicaciones. ¿Por qué estás aquí, en lugar de hallarte en Kendermore?
La pregunta del tío le hizo recordar a Denzil y recorrió con mirada inquieta la estancia, en busca del semiorco. Lo localizó a menos de un metro del brumoso portal, estrujado contra la pared por la masa de kenders. Por la expresión impresa en su rostro, Tas comprendió que el sujeto no entendía lo ocurrido y aún no había salido de su asombro. Se aprestaba a poner en guardia a su tío contra el peligroso asesino, cuando un kender de los más corpulentos acalló la cháchara que atronaba la sala con un silbido ensordecedor.
—¡¿Quién de vosotros tiene el cofre del tesoro?! —atronó el que hablaba, que no era otro que Harkul Gelfig—. Me sacaron con tal velocidad por ese túnel que no lo recogí. —Echó una mirada expectante a la apiñada masa que lo rodeaba—. ¿Nadie lo tiene? ¿Os habéis limitado a salir corriendo y habéis dejado atrás una posesión tan valiosa? —bramó.
La estancia se sumió en un silencio embarazoso.
El sonido de la palabra «tesoro» sacudió al pasmado Denzil y lo libró del aturdimiento que lo paralizaba. Al fin, el objeto de sus afanes se hallaba al alcance de sus manos. Él semiorco, que siempre actuaba con decisión, apartó a los kenders a empujones y puñetazos hasta llegar frente al acceso multicolor y pulsante. Echó otra mirada en derredor, dio un paso hacia las volutas púrpuras y verdes que enmarcaban el portal, y desapareció tragado por la bruma.
—¡Eh! ¿Recogerá el cofre? Por cierto, ¿quién es éste? —preguntó uno de los kenders.
Antes de que Tasslehoff tuviera oportunidad de contestar a sus preguntas, una bocanada de viento huracanado irrumpió por el portal. La onda lanzó a los hombrecillos unos contra otros, con lo que el apretado grupo se estrujó aún más en el extremo opuesto de la sala.
De nuevo, la bruma purpúrea se desbordó a borbotones por el rectángulo luminoso de la pared, pero en esta ocasión las volutas se oscurecieron y adquirieron un aspecto siniestro y su tacto era gélido. Los kenders se apiñaron más y más para evitar la ominosa niebla y los que no lo lograron se encogieron de terror. En el fantasmal vacío se originaron rayos de luz negra, pero los sonidos que los siguieron no fueron truenos, sino aullidos y gritos atormentados y agónicos. La atmósfera de la estancia se cargó de electricidad. El largo cabello de Tasslehoff se erizó y se separó en mechones; un fulgor amarillento enmarcó las figuras de todos los presentes como un aura fantasmagórica. Un relámpago cruzó restallante la estancia y se descargó en la pared opuesta, pero no se disipó; el rayo quedó suspendido en el aire y enseguida se le unió otro, y de inmediato un tercero; todos restallaron, zigzaguearon y se escindieron en una danza de inverosímil simetría.
De súbito, sopló una fortísima ráfaga de aire caliente; los girones de niebla purpúrea se aunaron y conformaron a semejanza de un rostro humano, un semblante de mujer. La tez era blanca, los labios finos y grises. El firme perfil de la nariz y la dureza de los pómulos le conferían una expresión de severidad desazonante. Las pupilas, amarillas e impasibles, enmarcadas por unas cejas afiladas como navajas, se proyectaron de una persona a otra cual la lengua bífida de una serpiente.
La cabeza, enmarcada por una red de relámpagos, se balanceó de lado a lado y se meció con ligereza en lo alto del vórtice de la bruma púrpura.
—¡Por el gran Reorx! ¿Qué es eso? —susurró Saltatrampas.
El rostro continuaba en lo alto, pero la cola de la bruma verdepúrpura se proyectó desde el portal en un remolino, como absorbida por un vacío mágico. La niebla se apiló bajo la cabeza en enormes montones y se retorció y culebreó como el cuerpo sinuoso de algún reptil de pesadilla. Los cúmulos de niebla emanaban un pestilente hedor a azufre y a amoníaco.
Tasslehoff se sentía incapaz de apartar la mirada del horror que tomaba forma frente a sus ojos.
—No estoy seguro. Se parece al dragón que cabalgué, allá en Rosloviggen —musitó con un hilo de voz, al tiempo que se tapaba la nariz con la manga.
—¿Cabalgaste en un dragón? —se admiró Saltatrampas, que perdió de golpe todo interés por el horror al que se enfrentaban—. ¡Fabuloso! Supera incluso algunas de mis aventuras. Relátame todo cuanto ocurrió.
—No es el momento más adecuado para hablar de eso —intervino Phineas, con la voz y las pupilas rebosantes de pánico—. Sugiero que huyamos antes que esa… cosa, complete su transformación.
Siguió su propio consejo y trató de abrirse paso entre la masa de kenders, pero su intento resultó infructuoso. No sólo pesaban mucho más que él, sino que los hombrecillos estaban paralizados por el espectáculo desplegado ante sus ojos sorprendidos.
En aquel momento Tasslehoff escuchó a su espalda un sonido vibrante, seguido por el crujido de madera al quebrarse.
—¡Encontré la palanca otra vez! —exclamó Damaris, asomando la cabeza, tras el escritorio—. Aunque no era de buena calidad. La he roto —confesó con un timbre crítico en la voz, al tiempo que les mostraba el extremo fracturado de una pieza delgada de madera pulida.
La criatura de la niebla dejó escapar un alarido espeluznante. El rostro asumió una expresión atormentada y se retorció como asaltado por un dolor inenarrable. Las facciones se borraron de forma súbita y en su lugar surgieron las cabezas de cinco dragones, erguidas en un solo cuello; las cinco fauces rugieron y escupieron fuego. Sin embargo, las horrendas testas se difuminaron en la niebla con la misma rapidez con que aparecieran y la bruma retrocedió, absorbida en el mismo pasaje luminoso por el que antes se desbordara. Los rayos se consumieron y desapareció su trazado deslumbrante. El portal se desdibujó de manera paulatina, los bordes de los ladrillos del muro se hicieron perceptibles, y poco después la estancia recobraba su aspecto anterior, como si nada hubiese ocurrido entre sus paredes. Inclusive el polvo y las telas de araña de aquella sección del muro aparecían intactos.
Todavía de pie tras el escritorio, Damaris se ruborizó hasta la raíz del cabello.
—¡Válgame el cielo! ¿Yo hice eso? —exclamó con voz chillona.
* * *
Arrastrada de modo tan abrupto e inesperado de vuelta al Abismo, la cólera de la Reina Oscura sobrepasó con creces todo sentimiento experimentado en los tres siglos y medio transcurridos desde el Cataclismo.
—¡Cuán cerca tuve la victoria!
Éste día habría puesto punto final a tantas centurias de exilio. El trono de Takhisis ardió al rojo vivo, avivado el fuego interno por su odio. Las columnas se quebraron y las paredes se agrietaron al dar rienda suelta a su cólera. Sobre el suelo del salón del trono se amontonó otra capa de escombros como el recordatorio de este nuevo intento, también frustrado, de regresar al mundo que tanto despreciaba.
¡Había estado allí!
Y entonces, un kender que ni siquiera sabía lo que hacía, ¡había cerrado el portal! Las cinco cabezas reptilianas escupieron llamas, ácido y hielo. Si sus dominios resistieron a la embestida de la violenta arremetida de ira, sólo fue porque su voluntad así lo quiso. En caso contrario, se habría desmoronado en polvo y ceniza.
Luego, una idea súbita la asaltó, y los diez párpados de piel coriácea se entornaron en una mueca de maldad pura. Sus planes estaban desbaratados, pero podía darse el placer de la venganza. Aquéllos kenders… Mejor aún, todos los kenders, pagarían por haberle cerrado la puerta en las narices. Aunque le era imposible materializarse en el Primer Plano Material, no por ello carecía de poder en el mismo. Las plagas estaban fuera de su alcance, pero sí ejercía una influencia considerable sobre Nuitari, la luna sólo visible para aquellos alineados en las fuerzas del mal. De esta manera, su influjo afectaba las manifestaciones de los fenómenos atmosféricos en Krynn…
* * *
—Esto no tiene remedio —resopló Harkul Gelfig, falto de aliento por el esfuerzo de arrodillarse en el reducido espacio disponible entre la escribanía y la palanca, con el inmenso estómago doblado (y triplicado) al inclinarse. Miró a Damaris—. La rompiste, chiquilla, no cabe duda. Ahora no recogeré mi cofre del tesoro a menos que arreglemos la palanca.
La joven, que tenía una expresión sombría, puso los brazos en jarras.
—No te molestes en agradecerme el haber ahuyentado al «espantosaurio» más maligno, horrible, viscoso y repulsivo que se materializaba ante tus narices. O por rescataros a todos de Garfigburgo…
—¡Gelfigburgo!
—Tanto da. —Al advertir las miradas interrogantes de Tasslehoff y Saltatrampas que cuestionaban su último aserto, la voz de Damaris adoptó un tono más humilde—. Desde luego, también Burrfoot puso algo de su parte. Con todo, haré hincapié en la circunstancia de que, a no ser porque yo huí a las Ruinas para eludir el matrimonio, Saltatrampas no habría estado presente para reconocer a su sobrino cuando éste atravesó la cortina dimensional, y tú jamás habrías descubierto la forma de mantener el portal abierto —subrayó, mientras golpeaba con el índice el desmesurado estómago de Harkul.
La muchacha finalizó la diatriba casi sin aliento, pero con la barbilla bien erguida; eso sí.
—Por mi parte, os recuerdo que, en primer lugar, la idea de buscar a Damaris fue mía —se vanaglorió Phineas.
El humano presentaba un aspecto ridículo, con la túnica manchada de chocolate y sirope de cereza, y el ralo pelo todavía de punta a causa de la estática que saturaba el ambiente. Saltatrampas dio un paso y se colocó entre Damaris y Phineas.
—Ambos tenéis razón. Pero ahora se nos plantea un problema muy grave. El amigo de Tasslehoff, ese tipo corpulento de aspecto rudo, ha quedado atrapado en Gelfigburgo. No es posible activar el acceso y rescatarlo, ya que la palanca se ha roto. Y, con franqueza, después de lo que hemos presenciado, no estoy muy seguro de que sea una buena idea jugar con ese mecanismo.
Para sorpresa de Saltatrampas, su sobrino se mostró radiante de felicidad.
—No te preocupes por la suerte de ese sujeto. Se llama Denzil y no es amigo mío. De hecho, iba a matarme, o al menos a romperme todos los huesos y a arrancarme los brazos. Asesinó a una amiga mía, una enana llamada Gisella.
—¿Por qué motivo? —preguntó su tío.
El rostro apenas surcado de arrugas de Tas asumió una expresión de confusión que lo hizo parecer más joven.
—Se relacionaba con cierto mapa que me regalaste al cumplir la mayoría de edad. Denzil estaba convencido de que aquí se escondía un tesoro fabuloso y creyó que las indicaciones de mi mapa lo conducirían hasta él.
—No existe tal tesoro. Éste arquitecto de la obesidad lo despilfarró para crear caminos de regaliz y tulipanes de chocolate —se mofó Phineas, mientras señalaba a Gelfig.
—Desde tu perspectiva, será un despilfarro. Muchos otros considerarían Gelfigburgo una utopía —replicó ofendido el kender.
Phineas no escuchó su protesta. El humano estaba absorto en algo que había dicho Tas. De pronto, chasqueó los dedos.
—¡Denzil! ¡Sabía que ese individuo me resultaba conocido! Estábamos muy apretujados y, además, él se encontraba en el extremo opuesto de la habitación, así que apenas le eché una ojeada. ¡Ahora comprendo por qué se marchó de mi consultorio de un modo tan precipitado!
—Desvarías otra vez. Lo que dices no tiene sentido —apuntó Damaris.
—¡Desde luego que lo tiene! Ése hombre…
—Ése semiorco —rectificó Tasslehoff.
Phineas arqueó las cejas y luego asintió en silencio.
—Eso explica su nariz hocicuda. —Se volvió hacia Saltatrampas—. En cualquier caso, unos minutos antes de que te reunieras conmigo para ponernos en camino, ese tipo raro se presentó en mi consultorio. Tenía una cuchillada en el costado por la que sangraba como un cerdo abierto en canal.
El humano relató en breves palabras el resto de la historia, incluida la desaparición repentina del semiorco.
—Ahora comprendo por qué encontré la mitad de mi mapa asomado por la mochila y no guardado dentro, como lo había dejado. Denzil lo habrá mirado mientras se recuperaba de la cura y de ese modo se enteró de lo del tesoro. Es obvio que decidió rastrear a Tasslehoff y apoderarse del resto del mapa con las instrucciones de la localización.
—El mismo motivo por el que has salido en busca de Damaris, ¿no es cierto? Ansiabas el tesoro tanto como Denzil —conjeturó Saltatrampas, con la mirada clavada en los ojos del humano.
El hombre retrocedió como si el kender lo hubiese abofeteado.
—¡No lo digas como si fuera un ser abyecto! ¡No maté a nadie para lograr mi propósito! Todo lo contrario; mi vida ha corrido peligro en varias ocasiones. No olvides que he acabado con las manos vacías —concluyó, y agitó el índice ante las narices del kender.
Damaris cortó la tensa situación de forma abrupta.
—Bien, no tiene sentido que alarguemos nuestra estancia. ¿Vienes, Saltatrampas?
La muchacha miró al maduro kender y entrecerró los párpados con gazmoñería. Él alzó la cabeza con brusquedad y vio que la sala se había quedado vacía; los últimos diez o doce kenders se arremolinaban en el estrecho hueco de la escalera. Damaris echó a andar. Las arrugas faciales del maduro kender se multiplicaron al esbozar una sonrisa bobalicona de enamorado.
—Te sigo —gritó y se dirigió a la escalera.
Tasslehoff echó a correr en pos de su tío y lo agarró por el hombro.
—Mi prometida tendrá una pobre opinión de mí, pero en cambio tú le caes bien —comentó con ingenuidad—. Cuéntame más detalles acerca de ese lugar donde Denzil ha quedado atrapado. Dijiste que todo es de dulce y golosinas, ¿verdad? Ojalá todo sepa a regaliz. ¡Es un sabor que me repugna!
* * *
—Sin duda querréis comer —dijo Vinsint cuando alcanzaron el final de la escalera.
Sin aguardar respuesta, el ogro se abrió paso con facilidad entre las docenas de kenders rechonchos que atiborraban su pequeña habitación y rebuscó entre las cajas de provisiones. Al poco rato, alzó la vista y miró a su alrededor con inquietud.
—No sé si hay suficiente comida para todos. ¡Cielos! Para ser kenders estáis muy… ejem, desarrollados, ¿no es cierto? Parecéis balones. —Se encogió de hombros—. En fin, me las arreglaré de algún modo. Después de comer, celebraremos un campeonato de palillos.
El ogro tarareaba en voz baja, muy contento. Los ojos de Tasslehoff se dirigieron a la puerta que daba al túnel de salida. Permanecía cerrada con montones de cadenas y candados.
—No me quedaré ni una sola noche —farfulló Phineas en voz baja.
—Tengo una idea —anunció Tas.
El kender se acercó al ogro y posó la mano sobre el brazo inmenso de la criatura.
—Verás, Vinsint, agradecemos tu amabilidad, pero no tenemos más remedio que marcharnos. No es nada personal, entiéndelo, pero hay muchos que no ven Kendermore desde hace… bueno, algún tiempo.
Tasslehoff hizo una pausa y respiró hondo antes de proseguir.
»Lo que nos lleva al punto siguiente. ¿Por qué no te vienes con nosotros? Afirmas que aquí te sientes muy solo. ¡Kendermore es un lugar bullicioso, grande e interesante, donde no cabe la posibilidad de aburrirse! ¿Qué me contestas? —instó, y le propinó un codazo al ogro.
—Nunca iría a una ciudad grande como Kendermore —argumentó Vinsint, y negó con la cabeza. Sin embargo, por el tono de su voz, Tasslehoff advirtió que, como mínimo, la idea le intrigaba—. Estaría tan fuera de lugar como en mi ciudad natal.
—¡No digas tonterías! —rio Tas—. Kendermore es diferente. Somos mucho más… democráticos. ¡Si hasta tuvimos por alcalde a una ginoesfinge! ¡Tú mismo podrías serlo algún día!
Vinsint esbozó una sonrisa amplia que dejó al descubierto sus dientes aserrados y rotos.
—¿Alcalde? ¿Lo dices en serio? Siempre he creído que tenía madera de político…
Saltatrampas se adelantó un paso.
—Estoy seguro de que lo lograrás —afirmó—. Aunque, por el momento, el puesto está ocupado —añadió, al advertir la mirada de la hija del alcalde Metwinger—. Vamos, Vinsint, anímate. ¿Qué perderás? Si no te gusta, regresas aquí.
El ogro se removió, tan excitado que apenas contenía el nerviosismo.
—Para ser sincero, me he aburrido un poco en los últimos tiempos… Pero si me voy, ¿quién ayudará a los kenders que entren al robledal?
Saltatrampas parpadeó ante la mención del bosque hechizado y miró de reojo a la joven kender rubia.
—Los efectos mágicos del robledal también resultan positivos, ¿sabes? —razonó—. En cualquier caso, los kenders que se adentren en él, encontrarán una experiencia interesante que, al fin y al cabo, es todo cuanto anhelan.
El ogro se mordió los labios.
—¡De acuerdo, voy con vosotros! —aceptó por fin.
Vinsint se acercó a las cadenas que cerraban la puerta y las arrancó de un tirón, sin molestarse en abrir los candados. Los montones de pesado metal cayeron al suelo con un ruido sordo. El ogro abrió la hoja de par en par.
—¡Adelante! ¡Conozco un pasadizo que nos llevará justo a la linde del robledal!
Vinsint echó a andar a grandes zancadas. Tasslehoff, Saltatrampas, Damaris y Phineas se apresuraron a seguirlo, a fin de penetrar en el túnel antes que el resto de los kenders, mucho más lentos de movimientos. El ogro tomó un ramal que se abría a la derecha y aguardó a que lo alcanzaran; agitaba las manos en un gesto de ánimo. Al cabo de unos minutos, percibieron una luz mortecina al final del pasadizo.
Hacía pocas horas que había amanecido cuando salieron del corredor secreto cuya entrada, disimulada con gruesas ramas, desembocaba en los aledaños de las Ruinas. Ninguno de ellos estaba preparado para lo que los aguardaba en el exterior.
Los vientos huracanados de una turbonada de magnitudes insospechadas asolaban la tierra. El aire tronchaba hasta los árboles más corpulentos. El estruendo de bloques enteros de piedra que se desplomaban sobrepasaba el rugir del temporal. Los truenos y los relámpagos rasgaban el aire. A pesar del aroma a tierra mojada que impregnaba la atmósfera, no llovía.
Sin embargo, lo más sobrecogedor era el cielo, oscuro y tenebroso a pesar de ser de día. Descargas incesantes de rayos cegadores rasgaban la bóveda, negra y púrpura. Sobre sus cabezas, el sol era un resplandor mortecino apenas discernible.
Harkul Gelfig, un pastelero que había fundado y habitado una singularidad temporal llamada Gelfigburgo durante más de trescientos años, pasó entre sus compañeros a empujones y emergió del túnel. El ventarrón zarandeó su cuerpo obeso con tanta violencia que se agarró del tronco grueso de un árbol.
—¡Cielos! En verdad habéis dejado que este lugar se deteriore —declaró y chasqueó la lengua con consternación al recorrer con la mirada los cercanos edificios en ruinas—. En mis tiempos, era una ciudad bellísima que se alzaba en torno a la Torre de Alta Hechicería. ¡Dioses, qué tiempo tan malo, ¿no?! ¿Es siempre igual?
—No —respondió Tasslehoff, que no comprendía qué pasaba—. Esto no es normal.
El kender se volvió hacia el viento y levantó el rostro con gran esfuerzo. Saltatrampas se acercó a él, envuelto en remolinos de polvo y luz mortecina.
—Dejamos un par de ponis cerca de aquí, cuando nos adentramos en el robledal. Si no me equivoco, están hacia la izquierda.
Agachó la cabeza y echó a andar, seguido por Damaris, Tasslehoff y Vinsint. Phineas fue en pos de ellos.
—¡No pensaréis viajar con este vendaval! —gritó el humano—. ¡Esperemos a que se calme, a resguardo en el túnel!
—¡No es más que viento! ¡Y resulta divertido mantenerse de pie! —contestó a voces Tas.
—¡Estáis locos! ¡Llegaréis a Kendermore por los aires!
—Ganaríamos tiempo. —Tas se encogió de hombros—. Si tienes miedo, quédate. Está la guarida de Vinsint, y compañía no te faltará. Te veremos después en Kendermore.
—¡Está bien, lo haré! —voceó Phineas, aunque nadie escuchó sus palabras ya que el kender se había alejado y el rugido del viento ahogaba cualquier otro sonido.
El humano volvió sobre sus pasos en dirección a la salida del túnel. Allí se encontró con más de una docena de kenders desorientados, inmersos en una discusión relativa a las ventajas del cultivo de champiñones en una hipotética ciudad flotante de botes pequeños amarrados entre sí.
Unos minutos más tarde, Phineas alcanzaba a Saltatrampas y su grupo cuando preparaban los ponis y se ponían en marcha. El humano refunfuñó en voz baja y montó detrás de Tasslehoff en el temido animal con el que viajara hasta la Ruinas días atrás.
El avance contra el viento exigía un gran esfuerzo. El grupo se desplazaba en silencio, puesto que las voces se perdían en el fragor de la tormenta. La marcha no resultaba tan penosa mientras atravesaban las arboledas ocasionales que jalonaban el camino, porque la vegetación ofrecía una protección relativa. En cambio, en los tramos a campo abierto, donde el ventarrón arrancaba los cultivos, les suponía un esfuerzo agotador que probaba su resistencia más allá de cualquier expectativa.
Habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba de Kendermore cuando interrumpieron la marcha hasta el día siguiente. El lugar elegido era un pequeño claro herboso y algo elevado desde el que se divisaba la ciudad, a unos veinte kilómetros hacia el oeste. Tasslehoff, Saltatrampas, Damaris y Phineas se aprestaban a bajar de los ponis para disfrutar de un merecido descanso cuando los sobresaltó el grito de Vinsint, que señalaba al punto del horizonte en donde se vislumbraba la ciudad.
—¡Fuego!
Kendermore ardía por los cuatro costados.