El roedor, una rata enorme, cruzó a todo correr el suelo calcinado, repleto de escombros. Se movía a hurtadillas, al abrigo de las sombras, con la certeza de jugarse la vida a cada paso. Cada vez que avanzaba, echaba una ojeada al extremo más alejado de la estancia, donde se hallaba el trono, resquebrajado y tambaleante, que había sido tallado en un solo bloque de roca volcánica. Era el mismo solio que utilizó en su día el Príncipe de los Sacerdotes de Istar, pero que ahora se encontraba en los dominios tenebrosos del Abismo. A pesar de los siglos transcurridos, las lenguas mortecinas del fuego brotaban de la estructura del trono y conferían un resplandor rojizo a la torturada superficie erosionada.
Al roedor le aterrorizaba aquel solio ya que en él se sentaba, bajo su forma de dragón cromático de cinco cabezas, la Reina de la Oscuridad, La de las Mil Caras, Señora del Mal, artífice del universo junto con Paladine, el Dios del Bien, y Gilean, el dios neutral que mantenía la balanza en equilibrio. El roedor temía que si un ser de semejante poder maligno advertía su presencia, una muerte fulminante era el mejor destino.
De hecho, su Oscura Majestad sabía que la rata estaba allí; en sus dominios no ocurría nada sin su conocimiento y aquiescencia. Pero en aquel momento tenía lugar un hecho mucho más interesante para ella que la suerte de un vulgar animal semiinteligente. Los pensamientos de la Reina de la Oscuridad apuntaban hacia otros derroteros.
En el mundo conocido como Krynn, en el continente de Ansalon, al sur del Mar Sangriento, cerca de la antaño poderosa ciudad de Istar, se abría un acceso mágico.
Sendos rugidos sordos de complacencia escaparon de las cinco gargantas reptilianas cuando su Oscura Majestad tuvo plena conciencia de la apertura del umbral. Se retorció, dos de las cabezas escupieron fuego con anticipado deleite; las llamas abrasaron la cola del roedor. Aquélla puerta era muy especial, muy poderosa. Se encontraba en una Torre de Alta Hechicería y unía al edificio con una singularidad temporal de antigüedad incalculable. La Reina Oscura anhelaba el poder de tal acceso. Pasaría a través de él y regresaría al Primer Plano Material, del que fuera expulsada en el pasado, muchos siglos atrás conforme al cómputo humano del tiempo. Para Takhisis, sin embargo, el tiempo carecía de significado; el transcurso de unas horas para la diosa, representaba centurias o milenios para los habitantes de Krynn. Por consiguiente, aun cuando Huma (aquel detestable Caballero de Solamnia que encabezó la lucha que determinó su expulsión del mundo), llevaba muerto y enterrado en su tumba cientos de años, la herida infligida a su orgullo por la vergonzosa derrota todavía se mantenía fresca en su memoria como si hubiese ocurrido ayer.
Las lenguas reptilianas se proyectaron ondeantes entre los dientes afilados como cuchillas, como si paladearan el dulce sabor de la victoria final. Takhisis determinó que ese sabor era mucho más grato que el de la carne de sus enemigos.
A tanta ventura se añadía la ventaja que representaban la biblioteca y el laboratorio de la Torre de Alta Hechicería, repletos de secretos que le resultarían útiles en la guerra que emprendería una vez se asegurara el retorno al Primer Plano Material.
En épocas remotas había descifrado el secreto de la singularidad temporal atrapada entre diferentes dimensiones. Descubrió una «puerta trasera» que conducía al Plano Material. La utilidad de esa puerta era limitada, incluso nula, a menos que el acceso estuviese abierto. Ahora bien, cada vez que el acceso se activaba, las señales secretas de seguridad emplazadas le advertían que el portal se hallaba en uso. Sin embargo, siempre permanecía abierto un espacio de tiempo tan breve que no le dejaba ocasión de realizar los preparativos pertinentes. No obstante, sabía, con la misma certeza de su desprecio por Huma, que en algún momento el portal se abriría y permanecería accesible el tiempo necesario para intervenir.
Lo sabía y había esperado con paciencia, siempre vigilante; ahora se le ofrecía la ansiada oportunidad.
* * *
Con una velocidad sorprendente, las poderosas piernas de Denzil lo catapultaron a través de la estancia situada en lo alto de la torre. El semiorco articuló un rugido gutural al tiempo que se abalanzaba sobre el kender, quien se zambulló por el acceso, mientras aferraba la correa de la mochila colgada del hombro. Interceptado en mitad del salto, Tasslehoff se cayó.
Superado el instante de sorpresa, el kender no tardó en advertir que alguien lo arrastraba hacia atrás sobre el suelo polvoriento a fuerza de tirar de la correa de cuero.
Con una rapidez hija de la desesperación, Tas asió la correa y tiró con fuerza; el cuero cedió por una de las costuras. Antes de que Denzil comprendiera lo ocurrido, el kender gateaba en dirección al acceso envuelto en la bruma. Los brazos, la cabeza y los hombros, desaparecieron en los remolinos de la niebla.
Para el semiorco, el efecto fue como si a Tas le hubiesen cercenado la mitad superior del cuerpo y la parte inferior se proyectara desde una pared irisada. Al advertir que también las piernas desaparecían, lo aferró por los tobillos y lo atrajo hacia sí.
El cuerpo no retrocedió ni un milímetro, pero tampoco avanzó. Las piernas enfundadas en las polainas azules patearon con desesperación y se retorcieron en todas direcciones, pero el torso no emergía ni un milímetro de la pared refulgente. Denzil apretó a su presa y tiró de nuevo, esta vez con brutalidad. El cuerpo de Tas retrocedió unos cuantos centímetros, sin quedarse quieto.
Animado por el resultado, el semiorco echó una ojeada en derredor en busca de algo que le sirviera de punto de apoyo. Sus ojos se detuvieron en las estanterías de libros situadas a ambos lados del acceso y, sin soltar las piernas del kender, Denzil se apuntaló con los pies en los extremos de las baldas.
* * *
Unos remolinos de colores palpables rodeaban a Tasslehoff, giraban a su alrededor y lo retorcían de dentro afuera. Sentía los pulmones como si algo vivo se moviera en su interior y le provocara unas cosquillas insoportables. Sólo veía nubes espirales de color blanco, verde esmeralda y lavanda. Su aspecto le recordaba el algodón de azúcar. ¡Qué hermoso!, pensó.
Al instante se quedó helado hasta los huesos por la bruma, la humedad y el sudor de la tensión agotadora. ¡Calor, frío, calor, frío! El kender tiritaba como si tuviera fiebre, los dientes le castañeteaban.
Los giros y remolinos cesaron de forma súbita. Ahora flotaba, aunque todavía era incapaz de discernir dónde era arriba y dónde abajo. Carecía de fuerza para resistirse o mover un solo músculo. Tenía la sensación de estirarse y estirarse y temió romperse en pedazos. Parecía que los pies estuvieran a kilómetros de distancia de la cabeza.
De pronto, atravesó una cortina de arco iris y aterrizó de cabeza sobre un montón de guijarros puntiagudos que despedían un delicioso aroma a tarta. Mientras escupía la grava, gateó con denuedo a fin de ponerse de pie, y entonces descubrió dos cosas sorprendentes que lo intrigaron sobremanera.
La primera, que los supuestos guijarros que escupía sabían a limón, por lo que dedujo que la supuesta grava sobre la que había aterrizado no era tal, sino un montón de caramelos aromatizados con limón. Las golosinas resbalaban entre sus dedos como canicas.
La segunda, que no podía levantarse. Algo persistía en partirlo en dos, y le propinaba violentos tirones de las piernas. Tasslehoff giró sobre sí mismo para descubrir cuál era el problema y se encontró, no con un antagonista como esperaba, sino con un remolino de luz plateada que ocultaba los dos tercios inferiores de su cuerpo.
Gateó para escapar de las volutas luminosas, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos. Estaba atrancado con firmeza. Entonces sintió un tirón seco y retrocedió un par de centímetros. El corazón se le encogió con una sensación de temor poco corriente.
«¡Denzil no renuncia a sacarme… dondequiera que me halle!», razonó Tas. Redobló los esfuerzos para escapar del asesino. Miró a su alrededor para encontrar algo a lo que asirse y ofrecer más resistencia.
Entretanto, la llegada de Tasslehoff a Gelfigburgo no había pasado desapercibida. Cuando el kender alzó la vista, se encontró con tres seres tan gruesos como circunferencias, de las que sobresalían brazos y piernas. Los tres personajes se acercaban con andares bamboleantes hacia donde él se afanaba con denuedo por aferrarse a cualquier cosa que le procurara un asidero firme. El mayor de los tres, que vestía una superficie de guardapolvo informe, se presentó a sí mismo.
—¡Buenos días, amigo! Me llamo Harkul Gelfig. Encantado de ver una cara nueva por estos contornos. Dinos cómo te llamas para poner el nombre en la tarta de bienvenida —dijo, y le tendió la mano regordeta.
—¿Por qué estás tumbado sobre las golosinas de limón? —se extrañó otro de los hombrecillos deformes.
Tas asió con desesperación la mano que le tendía Gelfig, quien estrechó la suya y la soltó antes de que el kender le explicara lo precario de su situación. Por primera vez en su vida, Tas se encontró falto de palabras y alzó de nuevo la mano en un mudo gesto de súplica, pero los tres mirones se limitaron a sonreírle con una expresión de curiosidad impresa en sus redondos semblantes.
Los ojos de Tas echaron una mirada ansiosa en derredor y entonces advirtió las características del entorno. Se quedó boquiabierto y casi dejó escapar el precario asidero ante el espectáculo de árboles de melcocha, vallas de pipermint, casas de pan de jengibre con puertas de bizcocho de acemita y tejados de ralladuras de chocolate.
En ese momento, se produjo otro tirón brusco de sus piernas y casi todo el torso le desapareció en el portal mágico. Manoteó con frenesí y por fin recobró el habla.
—¡Ayudadme, por favor! ¡Un asesino me arrastra hacia el otro lado del acceso! ¡Deprisa, por favor, agarradme! —chilló.
¡Qué situación tan intrigante!, pensaron los tres kenders, mientras aferraban a Tas por los brazos. Con todo, y a despecho de sus esfuerzos, no lo sacaron de la bruma arremolinada; no obstante, Tas advirtió con cierto alivio que al menos no retrocedía, aunque sí notaba los continuos tirones en las piernas, señal inequívoca de que Denzil persistía en su empeño.
El alboroto atrajo a toda una muchedumbre. Entre los recién llegados se encontraba Saltatrampas Furrfoot, quien reconoció de inmediato al trotamundos de su sobrino.
—¡Tasslehoff! —exclamó, en tanto se abría paso entre el gentío—. ¿Eres de verdad tú, joven delincuente? ¿Qué demonios haces en Gelfigburgo en lugar de en Kendermore donde contraerías matrimonio?
—¡Tío Saltatrampas! —se asombró a su vez el sobrino. A despecho de la situación peligrosa que atravesaba en aquel momento, sonrió al ver a su tío preferido—. No esperaba encontrarte aquí. De hecho, no imaginaba que yo vendría a este lugar, esté donde esté. Por cierto, lamento que te encarcelaran por culpa mía.
—Son muchas las explicaciones que nos debes, joven kender —exigió Saltatrampas con voz severa al tiempo que agitaba el índice frente a la nariz de su sobrino. Hizo una pausa y frunció el entrecejo al percatarse de la postura de Tas—. ¡Levántate cuando te hablo!
Tasslehoff apretó los dientes ante un nuevo tirón.
—Me es imposible, tío. No puedo explicarlo con detalle, pero, al parecer, me he quedado atascado en el portal. Te agradecería que tiraras de mí para ayudarme a salir —gruñó con esfuerzo.
—¿En qué clase de lío te has metido esta vez? Siempre buscas jaleo, ¿verdad? —refunfuñó Saltatrampas, aunque no logró contener una risita divertida.
—¡No es momento para bromear, tío! —aulló Tas con impaciencia, al sentir un nuevo tirón de Denzil.
El desconcierto dominó a Saltatrampas un instante, pero reaccionó enseguida.
—Eh… sí, creo que tienes razón. Durante los últimos dos meses, todo Kendermore te ha buscado y el consejo me colgaría si ahora te dejo escapar. ¡Echad todos una mano! —gritó.
Docenas de kenders bamboleantes se acercaron a ellos y aferraron los brazos y el torso de Tas, o se asieron los unos a los otros o a los componentes, en apariencia inmóviles, del paisaje. Poco después, una cadena de kenders sudorosos tiraba, entre resoplidos y esfuerzos, de la mitad superior del cuerpo de Tas.
* * *
Denzil se apuntaló con los pies en las estanterías situadas a ambos lados del portal. Ató los tobillos de Tas con el cinturón y se enrolló dos o tres vueltas en torno a las muñecas con el trozo restante. Se aferró las muñecas atadas con las rodillas, respiró hondo, y recurrió a la firme palanca de las piernas para jalar con todas sus fuerzas. El cuerpo del kender retrocedió cinco o seis centímetros.
—Ya eres mío, kender —rio el semiorco, tensó todos los músculos con intención de dar el último tirón.
De súbito, un viento huracanado azotó Gelfigburgo; volaron por el aire trozos y esquirlas de golosinas y se levantó una polvareda de azúcar y canela. Muchos de los kenders que tiraban de Tasslehoff lo soltaron para frotarse los ojos cegados, al tiempo que estornudaban sin parar.
Justo entonces, cerca de la casa de Gelfig, se formó un reluciente remolino púrpura que sacudió, retorció y arrancó de raíz pedazos enormes de jardines y casas modelados con primor. Los kenders contemplaron fascinados cómo la tormenta destrozaba sus hogares uno tras otro y azotaba sus rostros con las partículas, afiladas e hirientes, del machacado paisaje de golosina.
Entonces, Damaris salió de la casa de Gelfig.
—¿Qué ocurre? —demandó, mientras masticaba un pedazo de arbusto de caramelo, y se chupaba los dedos con deleite.
La joven, que había encajado a la perfección en Gelfigburgo, se fijó en Saltatrampas quien, próximo a una bruma resplandeciente, propinaba tirones a un par de brazos.
—¡Eh! ¿Qué haces?
Sin esperar respuesta, apartó de un empellón a Harkul Gelfig y rodeó con los brazos la cintura de Saltatrampas.
—¡No sé de qué se trata, pero es divertido!
—Me da la impresión de que va a ser un día muy movido —resopló el fundador de la ciudad, mientras cerraba los regordetes dedos en torno a la esbelta cintura de la chica—. Llegaste a Gelfigburgo justo a tiempo de evitar que perecieses de inanición. ¡Estás en los huesos, muchacha!
Entonces, sin previo aviso, salvo un ruido sordo y seco como el taponazo de una botella al descorcharse, Tasslehoff desapareció tras el portal, y arrastró consigo al tío Saltatrampas, a Damaris Metwinger, a Herkul Gelfig, a los otros dos kenders que presenciaron su llegada a Gelfigburgo, y a algunos de los presentes que se habían incorporado al juego de tira y afloja.
Aquéllos que quedaron como nuevo frente de la cadena kender, se atascaron a medio camino de la cortina brumosa y pasaron por los mismos apuros sufridos por Tas con anterioridad.
* * *
Denzil hizo acopio de su considerable fuerza, tensó la espalda, clavó los talones, y jaló del cinturón de cuero atado al kender. Los músculos y las venas del cuello se le hincharon, la frente se perló de sudor y las gotitas se deslizaron por las sienes y el entrecejo. ¡Dioses, qué resistente era este pequeñajo!, pensó el semiorco. Sin duda lo había subestimado ya que, de hecho, el kender incrementaba su fuerza por momentos.
—¡Aquí estáis!
Denzil recibió tal sorpresa que estuvo en un tris de soltar a su presa. Al mirar por encima del hombro, divisó a Vinsint que se acercaba a zancadas.
—¡Ésta vez no escaparéis! —graznó el ogro, enlazando con su brazo inmenso la cintura del semiorco.
Vinsint dio un tirón tan brutal que casi partió a Denzil en dos y lo hizo soltar de golpe el aire de los pulmones.
De forma repentina e inesperada, la tensión del cinturón unido al kender cedió por completo. El semiorco rodó patas arriba por el suelo y arrastró consigo al desprevenido ogro. Denzil se estrelló contra la dura e inflexible escribanía. En un segundo, tanto él como Vinsint se hallaron aplastados por un peso enorme que se retorcía y culebreaba.
El semiorco se obligó a abrir los párpados y ante sus sorprendidos ojos la habitación se llenó, como por obra de magia, de kenders obesos. Entraban a trompicones y se estrellaban contra los muros y las estanterías, sobre la escribanía, y Vinsint, y él mismo. ¡El aluvión de hombrecillos rechonchos y mofletudos que vertía el portal de manera incesante no terminaba nunca!
* * *
—¡Una salida! ¡Hemos encontrado una salida!
El grito se alzó de todas y cada una de las gargantas kenders un momento después que Tasslehoff y Saltatrampas se deslizaran al otro lado del acceso. Resbalaron en los guijarros de limón, se arrojaron de cabeza en la niebla arremolinada y arrastraron a amigos y seres queridos.
Mientras huían, el ciclón purpúreo aumentó de intensidad. Los remolinos de la parte alta se condensaron y tomaron forma de modo gradual hasta plasmarse en unos rasgos femeninos, bellísimos pero despiadados. Las pupilas oscuras y crueles de Takhisis inspeccionaron la escena de pánico y destrucción pero se quedaron fijas en el portal. Apenas había salido por él el último de los kenders, cuando las colas del ciclón se unieron, tan retorcidas que semejaban un inmenso muelle, y se dispararon en dirección al acceso abierto entre dos dimensiones.