21

Denzil arrojó a Tasslehoff sobre el suelo mugriento cubierto de paja de un almacén próximo a los muelles. Unos haces de luz polvorienta se colaban a través de los agujeros abiertos en los anchos tablones de madera que conformaban las paredes. El cuarto no contenía más que unos cuantos barriles cuyos aros metálicos estaban oxidados y que apestaban a arenques rancios.

El kender estaba maniatado y realizó denodados esfuerzos para sentarse. Dedicó una mirada iracunda al siniestro humano.

—¡Pagarás por lo que le hiciste a la pobre Gisella, y a Woodrow!

—Entrégame tus mapas.

Tas mantuvo desafiante la mirada de su agresor.

—¡No te daría ni un vaso de escupitajos!

—Me alegro, puesto que no es lo que pido.

Denzil asió al kender por el cuello de la túnica y lo alzó del suelo. Luego rebuscó en el interior del chaleco de pieles hasta dar con lo que buscaba. Sus labios se distendieron en un esbozo breve, mezcla de sonrisa y mueca, al alzar en la mano con gesto de triunfo un rollo de pergaminos. El hombre dejó caer a Tas con aire ausente y se dio media vuelta.

Arrodillado en el suelo, extendió los mapas y los examinó con la mirada tierna de un amante. Una vez revisado el primero, lanzó un sordo gruñido y lo arrojó con brusquedad por encima del hombro. La misma escena se repitió con otros seis mapas; entonces, se puso de pie, con una expresión sombría plasmada en su rostro. Al girar sobre sus talones para enfrentarse al kender, casi tropieza con él ya que Tasslehoff había estado todo el tiempo asomado tras el hombro del humano para espiar sus manipulaciones.

—¿Dónde está? —bramó Denzil, mientras alargaba la mano hacia el cuello del kender.

Tasslehoff retrocedió con presteza. Hasta él, que no le temía a nada, se alarmó por el brillo asesino reflejado en las pupilas del hombre.

—¿Que dónde está qué? Estoy seguro de que entre mis mapas habrá alguno que te sea útil. ¿Tienes algún problema para interpretarlos? No te preocupes, te los descifro…

Denzil lo acorraló y las manos enguantadas en cuero negro se cerraron en torno a la garganta del kender.

—No, claro, no precisas que nadie te ayude a leerlos —jadeó Tasslehoff, medio asfixiado.

—No me provoques, basura kender —amenazó Denzil con los dientes apretados—. Quiero la mitad del mapa que cubre la zona este de Kendermore.

—¿Qué agrrrr…? —El hombre aflojó la garra con que apresaba al congestionado Tas, quien tras sufrir un espasmo de tos, recobró el habla—. Muchas gracias. El único sector al este de Kendermore que merece aparecer en un mapa, es la zona de las Ruinas y no valdría la pena, porque es un asentamiento destruido.

Tasslehoff se encogió de hombros con actitud resignada, pero al momento una nueva idea acudió a su mente.

—¡Eh, tiempo atrás tuve un pequeño mapa de la Torre de Alta Hechicería que se alza allí y del robledal mágico que la rodea!

Denzil se acercó hasta que su fétido aliento rozó el rostro del kender.

—¿Por qué dices «tuve»?

—Bien, según recuerdo, el mapa era apenas detallado; sólo un puñado de árboles sobre el que aparecía el símbolo de precaución y luego estaba la torre, alta y redonda, con infinidad de peldaños. He olvidado cuántas habitaciones tenía. De todos modos, un día me quedé sin papel pergamino y quería realizar un nuevo mapa (creo que de Neraka), repasé los antiguos y utilicé la parte posterior de aquél.

—¿Dónde está ese mapa?

Tasslehoff se encogió de hombros otra vez.

—Hace tiempo que no lo he visto; supongo que se lo regalé a alguien. ¿Qué importancia tiene ese mapa en particular? Tengo muchos otros —agregó, al percatarse de que las manos del hombre temblaban por la cólera.

—No tengo inconveniente en decírtelo, ya que, al fin y al cabo, morirás pronto. Tropecé de forma casual con la mitad de ese mismo mapa en el consultorio de un matasanos de Kendermore. La otra parte que estaba en tu poder mostraba la localización de un tesoro. Lo quiero y, a menos que algún otro se haya apoderado de él, ¡lo conseguiré!

El hombre arrojó a Tas contra la pared de un fuerte empujón y preparó la ballesta.

—Entonces, si estás decidido a ir a la torre, necesitarás saber cómo cruzar el robledal hechizado —argumentó el kender con rapidez, en tanto gateaba para salir del punto de mira de la ballesta.

—Es inútil que trates de ganar tiempo —dijo Denzil en voz baja, con desinterés, mientras encajaba el dardo en la ranura.

Tas trastabilló y tropezó, sin quedarse quieto en un sitio.

—Tal vez sea cierto, pero también lo es que para cruzar ese robledal es preciso saber su secreto. ¡Pregunta a cualquiera, si no me crees! Todas y cada una de las Torres de Alta Hechicería están rodeadas por sendos bosques mágicos que las protegen.

El mercenario bajó la ballesta que había apoyado contra el hombro y reconsideró las palabras del kender.

—¿Qué hace un puñado de árboles? —gruñó al fin y alzó de nuevo el arma.

—¡Mucho! —clamó Tas con voz ronca—. ¡Éste bosque en particular hace que la gente pierda la razón! Sin duda, habrás oído cuán… ¡ejem!, ingenioso es un kender cuando se trata de penetrar en lugares difíciles. Bien, pues incluso la mayoría de mis congéneres no ha sido capaz de atravesar ese robledal. ¡Tan sólo aquéllos que conocen sus terribles secretos han entrado en la torre!

Por segunda vez, Denzil bajó la ballesta y observó a Tas con fijeza.

—Y presumo que tú, precisamente, eres uno de ellos ¿verdad?

—Acaso. Recuerda que vi el mapa —respondió con astucia.

El hombre se quedó pensativo durante unos momentos.

—Si existe tal secreto, lo que dudo mucho, y lo sabes, me lo dirás ahora.

Tasslehoff adoptó una actitud ofendida.

—¿Tan estúpido me crees? ¡En el momento en que te lo revele, me matarás! ¡Prefiero morir sin habértelo dicho, gracias!

Denzil, indeciso, se enjugó el sudor de la frente; no se animaba a pasar por alto la posibilidad de que fuera cierto lo que decía el kender; correría un nesgo innecesario. Tomó a Tas por las muñecas atadas, lo levantó de un tirón y lo puso de pie.

—De cualquier manera te mataré, antes o después, y lo sabes. De momento, lo has retrasado y disfrutarás de un bonito paseo a lomos de mi corcel de pesadilla. —El asesino estrechó los ojos hasta que fueron meras rendijas—. Si mientes, la muerte rápida que te habría dado aquí te parecerá una bendición comparada con la que te reservo.

Tasslehoff tragó saliva con dificultad. El hombre lo sacó a rastras del almacén y lo llevó a empujones hasta un callejón donde su montura negra se removía y pateaba el suelo con nerviosismo. El tal Denzil y su fiero corcel, que parecía exhalar fuego, formaban un conjunto lo bastante tenebroso para lograr que hasta un kender, osado y resuelto, deseara con fervor conocer de verdad el secreto del robledal.

Cabalgaron sobre el caballo, gélido como el hielo, desde Port Balifor hasta Kendermore, rodearon la ciudad y se encaminaron por el norte hasta las Ruinas. Al menos, eso fue lo que dedujo Tas, limitado a ver el suelo que pasaba a toda velocidad bajo el flanco derecho del animal. El mercenario había colocado al kender delante de él, boca abajo y atravesado en la silla, a la que lo ató.

—No quiero que te caigas y te lastimes —había dicho con ironía.

Cuando alcanzaron los aledaños de las Ruinas, Denzil desmontó. Dio una orden al horrendo corcel en un lenguaje feo y gutural, desconocido por completo para Tas. Luego, con el kender aún amarrado a lomos de Scul, el hombre echó a andar por la vía principal que se internaba en los edificios derruidos. En principio a Tas le extrañó no encontrarse con los bichos y alimañas que pululaban por el lugar, pero luego razonó que la presencia del caballo de pesadilla los ahuyentaba.

El hombre condujo su horrenda montura por las bridas hasta la linde del robledal.

Cortó las ataduras del kender con un puñal de hoja curva y aspecto ominoso. Tas se desplomó en el suelo como si fuera un saco de grano; sentía los músculos de las piernas agarrotados por los calambres y le costaba enderezar la espalda anquilosada. El mercenario lo sujetó por las muñecas y lo izó con brusquedad.

—Llegó el momento de la revelación del gran secreto, basura kender. Habla o cierra el pico para siempre, como se dice en estos casos —gruñó Denzil.

¿Cómo revelar lo que ignoro?, pensó Tas con desaliento. Aun en caso de saberlo, acabaría conmigo una vez lo hubiese dicho. Por lo tanto, lo descubriría poco a poco, en pequeñas dosis, y me mantendría vivo con tal de conseguir la información completa. Dentro del bosque, quizá surja la oportunidad de escabullirme, cuando se perciban los efectos mágicos…

—Quieres decir «habla y cierra el pico para siempre», ¿verdad? Pues no lo haré. Seguirás mis instrucciones —replicó el kender, y dio un paso en dirección a la floresta.

—Agotas mi paciencia, Burrfoot.

A pesar de la protesta, Denzil echó a andar en pos del kender sin soltar la correa que ataba sus muñecas.

—¿Qué haremos?

—Una serie de cosas que se realizan de acuerdo con un orden preciso —improvisó Tas—. Primero traspasaremos el límite del robledal y nos detendremos. A continuación, avanzaremos a gatas para evitar que se disparen las trampas de forma accidental.

Él hombre lo miró con suspicacia.

—Creí que este bosque estaba hechizado, que provocaba la locura en quienes lo traspasan.

—¡En efecto! Pero eso no quiere decir que no cuente también con trampas.

—Tú primero —ordenó el asesino, mientras se colgaba del hombro la ballesta—. Te llevaré de un tobillo y no te soltaré ni un solo momento.

«Adiós a la idea de escabullirme en el robledal», se dijo Tas para sus adentros. Sin embargo, aún quedaban esperanzas. El kender se puso de rodillas y empezó a gatear con bastante dificultad a causa de las manos atadas y la anunciada zarpa de Denzil en un tobillo. Al rato, tenía magulladuras en las rodillas e hizo un alto. Percibió que la magia del bosque lo impulsaba a sugerir ideas descabelladas.

—Muy bien. A partir de ahora, caminaremos de espaldas —anunció.

Tas supuso que el humano persistiría en su idea de vigilarlo, por lo que iría él en primer lugar y, con un poco de suerte, tropezaría y caería.

—Si crees que tratas con un estúpido, Burrfoot… —gruñó el mercenario, a quien la influencia mágica hacía aún más suspicaz.

El kender se las ingenió para adoptar una actitud indiferente.

—Adelante, no prestes atención a las instrucciones de la única persona que ha visto el mapa de este robledal. ¡Veremos hasta dónde llegas!

A fuer de sincero, Tas estaba más que sorprendido de haber avanzado tanto. Los efectos del robledal hechizado le parecieron mucho más acusados la última vez que lo recorrió. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Diez años?, se preguntó.

—Ésta vez iré delante para no perderte de vista —anunció Denzil, tal como había conjeturado Tas.

El hombre lo aferró por el copete y lo arrastró hacia atrás; los fuertes tirones de pelo arrancaron lágrimas ardientes en el kender. Lo peor era que Denzil caminaba marcha atrás con sorprendente seguridad. No resbaló ni se cayó, como esperaba el kender. Ni siquiera tropezó. Cuando Tas no aguantaba más, indicó al hombre que se detuviera. Con las manos atadas se acomodó el copete revuelto y se frotó el cráneo dolorido.

—Lo estoy haciendo bien, puesto que hemos recorrido más de la mitad del camino —se vanaglorió Denzil.

—Enhorabuena —replicó Tas con acritud.

La mente del kender maquinó la siguiente idea espoleada por la arrogancia del humano. No le facilitaría la escapatoria, pero lo obligaría a hacer el ridículo.

—Tenemos que saltar como conejos.

Denzil articuló un ronco gruñido que no era con exactitud una interrogación. Tas levantó las manos atadas y dobló las muñecas de modo que colgaran fláccidas, en un remedo de las patas de un conejo.

—¡Jop! ¡Saltito! Como los conejos. ¡Vamos, hazlo!

En tanto hablaba, Tas levantó las manos de Denzil y las colocó en la posición correcta. Al observar la expresión impresa en el semblante del hombre, el kender se preguntó si no se había extralimitado con su chanza.

Denzil enlazó las manos, los dedos crispados, y golpeó con los puños en el estómago del kender. El hombrecillo salió disparado por el aire como una pelota y aterrizó a un par de metros de distancia, doblado sobre sí mismo, hecho un ovillo, incapaz de amortiguar el golpe de la caída a causa de las manos atadas. El mercenario, con las pupilas inyectadas en sangre, tan rojas como los ollares de Scul, se acercó con deliberada lentitud al aturdido kender.

No cabía duda de que los efectos del robledal todavía actuaban a la perfección.

Denzil saltó sobre él. Tas reaccionó con la velocidad innata de un kender y rodó sobre sí mismo. Trató de incorporarse, pero las manos atadas limitaban su agilidad de forma considerable y, un instante después, el hombre lo había atrapado.

—Te advertí que no me mintieras —bramó el mercenario, con una mirada salvaje y demencial en sus pupilas—. Ahora te arrancaré los miembros, uno por uno. Hacerlo me llevará tanto tiempo, amiguito, que ni siquiera imaginas lo mucho que te dolerá. Lo único que te pido es que no mueras antes de que acabe contigo.

—¡No te mentí! —chilló Tas, encolerizado de manera súbita—. Afirmé que no lograrías alcanzar la torre a menos que supieras el modo de cruzar el bosque, y es verdad. Nunca dije que supiera cómo hacerlo. ¡La avaricia que te domina es la que te indujo a suponerlo!

Tas se acercó hasta casi rozar con la nariz el rostro de Denzil.

»Una cosa más: ¡estoy harto de que todos me llamen mentiroso y ladrón, y que me miren por encima del hombro por el mero hecho de ser un kender! ¡Que seas alto no implica que estés en posesión de la verdad, ni que seas más inteligente! ¡Ni siquiera que razones! ¡Vaya, si no estuviera maniatado te machacaría hasta dejarte como una masa informe, peor que una rebanada de pan en remojo durante horas! Acabar…

La mano derecha de Denzil se cerró en torno a la garganta de Tas y cortó en seco su diatriba. La otra mano le asió el brazo derecho y se lo retorció con una expresión sádica pintada en el rostro.

—Estoy harto de tu voz, kender. ¡Pero será un placer escuchar el chasquido de tus articulaciones!

El dolor era lacerante y crecía en intensidad a cada momento, pero Tasslehoff reprimió el grito que pugnaba por escapar de sus labios. Cerró los ojos con fuerza, pero el dolor y las lágrimas lo obligaron a parpadear.

Entonces, advirtió un rostro que aparecía a espaldas de Denzil. Tras la cara surgió una criatura enorme, peluda; era la cosa más fea que Tas viera en toda su vida. La frente era abultada, los dientes saltones, la nariz bulbosa marcada de viruelas… ¡un ogro! Como si estuviera en un sueño, el kender contempló que una manaza con nudillos prominentes se cerraba sobre el hombro derecho de Denzil y daba un tirón brusco. Se escuchó un crujido seco.

El mercenario se desplomó en el suelo, retorcido de dolor, perplejo. El brazo de Tas quedó libre. Antes incluso de dedicar una ojeada a su atacante, el humano emitió un silbido agudo.

Acto seguido, el robusto cuerpo del hombre giró sobre sí mismo, pero la furia que lo dominaba desapareció cuando se encontró frente a un ogro mucho más corpulento que él.

Scul llegó en aquel momento y pateó con los afilados cascos la maraña de arbustos y enredaderas que se alzaban a espaldas del ogro. Denzil maniobró con rapidez hasta situarse tras el corcel de pesadilla. Tasslehoff, todavía dominado por el afán combativo kender, corrió y propinó al humano una patada en la corva. El golpe cogió desprevenido al mercenario, que se desplomó de costado. Tas aprovechó para lanzarle otra patada, esta vez en los riñones.

—¡Ésta es por Gisella! —chilló, y se escabulló del alcance del humano.

El ogro, entretanto, esquivaba las peligrosas acometidas de los cascos de Scul. El monstruoso animal, con los ojos más desencajados de lo habitual (efecto sin duda de la influencia mágica del robledal, dedujo Tas), se abalanzó sobre su presa pero se atascó durante unos momentos en la espesa vegetación del matorral.

Aquél instante de vacilación era lo que Vinsint necesitaba. El ogro disparó el descomunal puño en un gancho que alcanzó a la bestia entre los ojos. Scul, sorprendido, se tambaleó, pareció que se recobraba, y luego las patas se le doblaron y cayó como un fardo al suelo, a los pies de Denzil. Las pupilas ardientes del caballo giraron hacia atrás en las órbitas.

Sin perder tiempo, Vinsint arrebató de un tirón la ballesta colgada del hombro de Denzil, la partió en dos, y arrojó los pedazos a las profundidades de la floresta. Acto seguido, aferró al mercenario en persona y se lo colocó debajo de un brazo. Antes de que Tas tuviera oportunidad de dar un solo paso, el ogro lo alzó por el aire y se lo puso bajo el otro brazo, tras lo cual la criatura se lanzó a la carga a través del bosque con sus dos prisioneros a cuestas.

* * *

—¿Qué os apetece de cena? —preguntó Vinsint con placidez.

Las presentaciones que seguían de modo habitual al secuestro, ya habían tenido lugar. El ogro les enseñó la pequeña habitación circular ocupada por la mesa, varios cajones y la escalera, les contó el motivo de su presencia en las Ruinas y les explicó lo que esperaba de ellos.

—En los últimos tiempos, ha habido mucho movimiento por aquí —prosiguió—. Por lo tanto, ando un poco corto de provisiones y no os ofreceré gran variedad. Sin embargo, todos dicen que soy un cocinero excelente.

Vinsint dispuso un plato de latón con emparedados frente a Tasslehoff y Denzil. El kender alargó la mano para coger uno de los apetitosos bocados cuando el mercenario tiró el plato de la mesa con un manotazo furioso.

—¡No quiero tu apestosa comida! —espetó.

El hombre se levantó y se paseó en distintas direcciones, con evidente cólera.

Vinsint apenas se ofendió por su actitud.

—Tal vez no la quieras, pero a tu amiguito quizá le apetezca probarla. ¡Son bocadillos de buena carne de mofeta curada!

Se agachó y recogió los trozos esparcidos en el suelo, los sacudió y los ordenó de nuevo como emparedados. Luego, los colocó sobre la mesa y miró al hombre por encima del hombro.

—Era de esperar esta clase de comportamiento por parte de un semiorco.

Denzil se quedó petrificado. Las manos enguantadas se abrieron y cerraron con movimientos espasmódicos.

—Te equivocas. Soy humano —afirmó al recobrar el habla.

El ogro se mantuvo firme.

—Sí, pero también eres orco. Reconozco a los de mi especie —sentenció, en tanto agitaba el índice frente a Denzil.

—¡Claro! Ésa nariz, esos ojos… Noté algo raro en ti, pero lo achaqué a tu maldad, presente en todo momento —intervino Tasslehoff, mientras observaba los rasgos del mercenario.

El rostro de Denzil asumió una expresión sombría, tenebrosa como una nube de tormenta, pero se mantuvo en silencio y sólo abrió y cerró los puños con crispación. Al kender aquel gesto se le antojó más temible que si hubiese estallado en gritos destemplados. Sin embargo, cuando habló, lo hizo con un tono mesurado, contenido, pero cortante y con un ligero timbre de amenaza.

—No he heredado los rasgos de esa parte de mi…, digamos, familia.

—Ya que hablamos de animales, ¿de dónde sacaste a esa bestia de pesadilla? —inquirió Vinsint; proseguía la conversación de modo informal en tanto se ocupaba de preparar el plato fuerte de la cena.

—Tú, un ogro tan avispado, adivínalo —replicó Denzil con sarcasmo.

Vinsint pasó por alto la pulla.

—Sí, bastante inteligente. —Se golpeó apenas en la mejilla con el cucharón de madera, absorto en sus reflexiones—. Veamos, las criaturas de pesadilla, como tu corcel, pertenecen por regla general a un demonio o leviatán. Sin embargo, a pesar de tu vileza innata, no eres uno de ellos. Por consiguiente, lo robaste.

Denzil estaba impresionado, a despecho de sí mismo.

—Lo gané al vencer al demonio Cthiguw-lixix —admitió con evidente orgullo.

—¡Guau! ¿Te enfrentaste a un leviatán? —se admiró Tas, pero Denzil lo ignoró.

El semiorco examinó con ojo crítico las paredes de la habitación circular en tanto el ogro y el kender compartían como buenos compañeros la cena, consistente en cebollas fritas y carne de poni.

—¡Estaba delicioso! —exclamó Tas con satisfacción, tras dar por finalizado el festín—. Sé lo que digo, porque soy un buen cocinero.

—¡Vamos, come más! —invitó el ogro, y le sirvió otra ración en el plato a pesar de sus débiles protestas—. Me gusta que mis invitados aprecien mis habilidades culinarias. Hace unos cuantos días, estuvieron unos kenders muy agradables; una muchacha rubia y bonita y su prometido, un tipo algo ostentoso, de mediana edad… —Vinsint se interrumpió y escudriñó el rostro de Tas—. Ahora que lo pienso, tú guardas un cierto parecido con él.

—Oh, todos los kenders nos parecemos —comentó divertido Tasslehoff.

—Es posible —dijo el ogro sin convicción, mientras observaba más de cerca a Tas. Por último, se encogió de hombros y recogió la mesa.

—Los acompañaba un humano muy antipático, un tipo ruin —prosiguió Vinsint—. Debe ser innato de la raza, o cosa parecida. Los kenders sois maleducados y escandalosos, pero rara vez malvados. ¡Detesto la maldad!

—Hay quien afirma que ésa es una característica propia de los ogros —apuntó Tas, sin intención de insultarlo. El kender comprendió, no sin sorpresa, que Vinsint le caía bien.

—Sí. Por ese motivo me aparté de mis semejantes.

Tras recoger la mesa, pasaron el resto de la velada tomando infusiones de hierbas, jugando a los palillos, y charlando frente a la chimenea. Denzil se retiró a un rincón de la estancia y fingió dormir, aunque en realidad planeaba el modo de escapar del corpulento ogro.

Cuando Vinsint preguntó a Tas el motivo por el que un kender tan agradable viajaba en compañía de un malvado semiorco, Tasslehoff le relató lo ocurrido con Gisella; hizo un breve alto en la narración para enjugarse los ojos. Por último, le contó que Denzil golpeó a Woodrow en Port Balifor y finalizó la historia con la expedición de ambos en busca del tesoro.

—¿Sabes una cosa? Ésta es la Torre de Alta Hechicería —informó Vinsint al kender en un susurro—. Nos encontramos en el sótano, pero no he visto tesoro alguno.

—¿Has explorado todo el edificio? —instó Tas en un murmullo excitado, mientras se acercaba al ogro. Luego echó una fugaz ojeada inquieta al siniestro semiorco. Denzil yacía tumbado de costado, su silueta difuminada en las distantes sombras, la respiración tranquila y regular.

—En una ocasión subí hasta la mitad de esa escalera —respondió Vinsint, y señaló con la cabeza los escalones espirales—. Pero el hueco se estrecha de manera progresiva y en un determinado momento avanzar me suponía un esfuerzo denodado. No me importa confesártelo, me horrorizan las alturas. Aun cuando las paredes carecen de ventanas, la sola idea de trepar me causaba vértigo. No vi rellanos, por consiguiente, si existe algo, se encuentra al final de la escalera o está destrozado como el resto del edificio.

Mucho después de que Vinsint se quedara dormido, Tas le daba vueltas al asunto.

Cuando el kender se despertó, tuvo la impresión de que había amanecido, pero no había posibilidad de confirmar su suposición dado que en la estancia, alumbrada por la débil llama de una vela, no penetraba la luz natural. Se sentía descansado, fresco. Se levantó, sacudió las calzas azules, y echó una mirada en derredor. Denzil todavía dormía en el sombrío rincón, pero a Vinsint no se lo veía por parte alguna. El kender encontró sobre la mesa un pedazo de pergamino doblado, con su nombre escrito con trazos desmañados. Supuso que no sería tarea fácil para el ogro manejar una pluma con sus enormes manazas. Desdobló el papel, que contenía un simple mensaje.

«He ido en busca de provisiones. Volveré pronto. Vinsint».

Se guardó la nota en un bolsillo y cogió una vela. En la estancia, nada había cambiado. Tas examinó la puerta, cerrada a cal y canto. Contó once cadenas y dieciséis candados de diferentes clases y tamaños. Llevaría horas desenredar semejante maraña, concluyó el kender para sí. De cualquier modo, ¿para qué escapar, si existía una Torre de Alta Hechicería sin explorar al final de la escalera?

Tasslehoff revisó sus posesiones. No contaba con la vara jupak, ya que la había utilizado en la tumba de Gisella. Denzil había confiscado todas sus dagas y navajas y Vinsint, a su vez, se las había quitado a Denzil. Conservaba el paquete de mapas; una inesperada y generosa concesión del semiorco que se los devolvió antes de abandonar Pon Balifor. Con cuidado para no despertar a Denzil, el kender rebuscó entre los cubiertos y cogió un tenedor pequeño y un cuchillo para mantequilla, con los que en un momento determinado abriría las cerraduras que sin duda existirían en una torre de hechiceros. El ogro había dicho que la escalera carecía de ventanas; por lo tanto, la vela era otro artículo imprescindible.

Así equipado y con una sensación de hormigueo ante la expectativa de la aventura inminente, Tasslehoff Burrfoot se dirigió de puntillas hacia la escalera.

Más allá de los primeros peldaños, el acceso estaba cubierto por una capa de polvo. Acercó la vela y percibió con claridad las huellas dejadas por tres personas; había muchas otras pisadas, pero aquellas tres eran bastante recientes. Impulsado por la curiosidad, Tas se lanzó escaleras arriba con tal ímpetu que la llama de la vela casi se apaga.

Tenía la impresión, en el ascenso, de que había excedido con creces la altura aparente de la torre, cuando por fin divisó una puerta que cerraba el acceso. Llegó hasta la hoja de madera y escuchó, pero no percibió ruido alguno. Probó el picaporte y la puerta se abrió hacia adentro en silencio; el kender se sorprendió por la suavidad del mecanismo al cabo de tantos años. Sin más preámbulos, cruzó el umbral.

La estancia a la que accedió era sin duda un estudio. La luz diurna penetraba a través de los ventanales emplomados abiertos en el techo. La pared exterior circular estaba repleta de estanterías con libros, salvo unos pocos lugares ocupados en su momento por cuadros ahora derrumbados en el suelo. Una escribanía de aspecto sólido y un sillón de madera tallada apenas llenaban el espacio restante de la sala.

Las huellas que había seguido Tasslehoff se separaban allí y recorrían la estancia de un lado a otro. Eligió las más grandes y las rastreó, paso a paso, en su recorrido hacia los estantes de libros. Justo a la altura de los ojos se percibía un hueco en las baldas. «Alguien se ha apropiado de uno de los ejemplares», se dijo Tas.

Las huellas cambiaban de dirección con brusquedad. Le llamó la atención un detalle extraño: las pisadas de las tres personas convergían en un mismo punto del muro y luego desaparecían. El kender hizo una pausa y se quedó absorto. Una idea súbita se abrió paso en su mente y no pudo evitar un escalofrío al caer en la cuenta de que entre tantas huellas, tanto recientes como antiguas, que subían la escalera no había visto ni una sola que realizara el recorrido inverso de regreso al sótano. Se aproximó a la pared y estudió con detenimiento las pisadas hasta quedar convencido de que, en efecto, los que habían subido hasta allí habían salido de la estancia por ese mismo punto.

—¡Una puerta secreta! —exclamó en voz alta.

Palpó la superficie tapizada de telas de araña con la esperanza de descubrir un resorte o tirador disimulado que abriera el acceso. Empujó y tanteó los ladrillos, los giró, los golpeó con el mango del cuchillo, pero no obtuvo ningún resultado. Tras varios minutos infructuosos, se sacudió el polvo de las manos y cambió de táctica.

«Tal vez el resorte ni siquiera está aquí, sino en cualquier otro lugar de la habitación», razonó. Recorrió la estancia con la mirada. ¿El volumen que faltaba? No parecía probable. De ser el libro el mecanismo que buscaba, se uniría de manera imprescindible a un punto y no sería posible sacarlo de la estantería.

Transcurrieron varios minutos antes de que los ojos observadores de Tas descubrieran la palanca situada tras la escribanía. Sin pensarlo, la accionó y volvió la vista hacia el muro. El contorno de todos y cada uno de los ladrillos se remarcaba con un fulgor verdoso y a través de las grietas escapaba una neblina. Los colores se expandieron en remolinos por el suelo, las paredes, por los tobillos y las rodillas de Tas. Entonces el muro se desvaneció y lo reemplazó una superficie irisada que palpitaba y lanzaba destellos. Al otro lado se percibió una espesa niebla cuyos remolinos se desbordaron en la estancia; el contorno de paredes y techo se difuminó hasta desaparecer, absorbido por las peculiares volutas. A Tas le latía el corazón con tanta fuerza que le golpeaba la caja torácica. ¡No era una puerta secreta corriente y vulgar! ¡Era mágica, y conduciría a cualquier parte! El kender dio un par de pasos apresurados en dirección al portal, pero lo detuvo una voz que venía de la escalera.

—¡Lo encontraste! ¡Sabía que me serías útil, antes o después!

Tas giró sobre sus talones y divisó la silueta de Denzil enmarcada por el umbral y la niebla arremolinada. La pulsante luminiscencia verdedorada que emitía el portal cincelaba las facciones del semiorco en un juego de luces y sombras que acrecentaba la dureza de los rasgos.

—No des un paso más, basura kender —conminó—. El tesoro de la torre se halla al otro lado del portal y, sea lo que fuere, me pertenece. Antes de apoderarme de él, saldaré una cuenta pendiente que tengo con tus articulaciones.

El asesino cruzó la habitación para acortar la distancia que le separaba del kender. Sabedor de que era una presa fácil para un semiorco, Tas eligió la única alternativa que se le ofrecía. De un salto, se zambulló en el portal con la esperanza de escabullirse.

Casi lo logró.