20

Al día siguiente del entierro de Gisella, al amanecer. Woodrow y Tasslehoff montaron a lomos de Winnie y reemprendieron la marcha sumidos en un silencio lóbrego. Las montañas Khalkist quedaron atrás y dieron paso a los suaves declives de las estribaciones. Al anochecer, el humano y el kender llegaban a la exótica ciudad portuaria de Khuri Khan, a orillas del mar de Khurman, lejos todavía de Kendermore, su punto de destino.

La luz rosaanaranjada del ocaso se reflejaba en las cúpulas doradas que se alzaban majestuosas en el cielo cada vez más oscuro. La brisa mecía las palmeras cargadas de dátiles y cocos. Por las calles caminaban a buen paso mujeres ataviadas con vestimentas de gasas multicolores que portaban sobre la cabeza cestos y canastas. Los mercaderes, que llevaban una especie de turbantes batik enrollados a la cabeza y amplios pantalones ajustados a los tobillos, cerraban los últimos tratos del día a lomo de sus elefantes.

—¿Ves, Winnie? En esta ciudad no llamarás la atención.

El comentario lo hizo Tas con intención de tranquilizar al mamut que había expresado su inquietud cuando avistaron la ciudad a lo lejos.

—Éstos elefantes no tienen una pelambre tan abundante como la tuya; a decir verdad, ningún animal la tiene, que yo sepa. Quizás encuentres aquí a otros de tu especie —agregó el kender.

—Me temo que no —suspiró Winnie—. Ligg y Bozdil me repetían una y otra vez que yo era el último ejemplar de mi raza.

Un lagrimón inmenso se deslizó por la rugosa mejilla del animal. La ciudad lo atemorizaba y la certeza de saberse solo en el mundo acrecentaba la sensación de desánimo que lo atenazaba.

—¡Pero esto es terrible! —exclamó Woodrow con sincera compasión.

El joven le dio unas palmadas afectuosas en el cuello. Le dolían las lágrimas del enorme mastodonte que les había salvado la vida en dos ocasiones.

—Tal vez nos levante el ánimo una buena comida —sugirió Tas.

Hicieron un fondo común de recursos adquisitivos. El joven humano contribuyó con dos monedas de cobre y Tas, por su parte, aportó un anillo con una esmeralda engastada, un pequeño fragmento de ámbar y unos cuantos colmillos.

—¡Ésta sortija es igual a la que llevaba la baronesa, en Rosloviggen! —exclamó Woodrow.

El kender se sorprendió por un momento, luego sus mejillas se tiñeron de rojo.

—¡Vaya, tienes razón! No comprendo cómo ha llegado a mi saquillo. Por fuerza tuvo que caerse de su dedo en algún momento durante la cena, cuando me servía un panecillo, por ejemplo. En todo caso, la empeñaremos —decidió sin la menor vacilación.

—¡No lo haremos! ¡No nos pertenece! Sería un robo —se opuso Woodrow, mientras sacudía con energía la mata de pelo rubio.

Tas se mostró en desacuerdo con su planteamiento.

—Estás equivocado. Existe robo cuando te apropias de un objeto, no cuando lo empeñas.

A Winnie lo convenció la disparatada lógica del kender, pero no ocurrió otro tanto con el joven humano, cuyo semblante se tornó severo.

—Sí, es cierto; empeñar viene a continuación de robar.

—¡Exacto! Como no lo robé…

—… sino que cayó en tu saquillo…

—Correcto. Por consiguiente, sólo la tomamos prestada. La recobraremos cuando dispongamos de dinero y se la devolveremos a la baronesa.

—No sé yo… —dudó el joven.

Tasslehoff se hartó de la reticencia de Woodrow y lo enfrentó con una actitud desafiante.

—Haz lo que gustes, pero esta noche dormiré en una cama caliente y cómoda, y Winnie se alojará en un establo agradable, rebosante de… bueno, de lo que quiera.

—¡Muy bien, tú ganas! —se rindió Woodrow, a quien tampoco apetecía pasar otra noche en el bosque.

Las tiendas de empeño abundaban en Khuri Khan, como ocurre en todas las ciudades portuarias. Tasslehoff obtuvo setenta monedas de acero por la sortija de esmeralda, una suma muy inferior a su valor real, en opinión del kender; de todos modos, era un montón de dinero con el que cubrirían de sobra sus necesidades inmediatas.

Encontraron una posada en primera línea de puerto que disponía de unos establos a la vuelta de la esquina que albergarían al mamut lanudo. Winnie, algo asustado por tener que separarse de sus nuevos amigos, respiró aliviado al aislarse del ruidoso bullicio vespertino de la ciudad.

Tras un refrigerio reparador consistente en guisado de cerdo y arroz, regado con un exótico vino de ciruela, el kender y el humano subieron la escalera, rendidos de agotamiento, en dirección a su aposento situado sobre la cantina. El cuarto estaba apenas amueblado; tan sólo dos camas y un bacín. Los dos amigos se tumbaron sin desnudarse y al momento se hundieron en un sueño profundo, la respiración sincronizada con el ronco tañido de las campanas del puerto.

Era más de mediodía cuando Tas y Woodrow despertaron y recogieron en el establo a un Winnie preocupado por la tardanza. El día era cálido y brillante, el cielo lucía un bello azul. La brisa soplaba con fuerza en el ancho muelle principal donde se sentaron para comer unos panecillos dulces glaseados con miel y beber leche de coco, comprados en una pastelería.

Tasslehoff se despojó de las calzas azules y metió los pies en el agua fresca y oscura. Arrancó un trozo del pegajoso panecillo, se lo metió en la boca, y se chupó los dedos con deleite. Después, rebuscó en el petate y extrajo su perenne colección de mapas. Woodrow dedicó una ojeada escéptica al rollo de pergaminos.

—No todos son anteriores al Cataclismo —dijo Tas, al captar la expresión del joven. Desenrolló los mapas y los repasó uno tras otro—. Aquí hay uno de la zona meridional de Solamnia; te aseguro que éste es correcto porque lo hice yo mismo cuando el anillo mágico me teleportó a esa región. ¿Te he contado alguna vez lo del anillo teleportador?

Woodrow no estaba de humor para escuchar las historietas del kender.

—Recuerdo algo, sí —farfulló, mientras pensaba para sus adentros que la mentira era en realidad muy pequeña.

—A mí no me lo has contado —intervino Winnie.

El mamut no era aficionado al agua y le desagradaba el modo en que el muelle crujía cuando caminaba sobre él. A despecho de los halagos para convencerlo, no lograron que se alejara mucho de tierra firme.

—Lo siento Winnie, pero discutiremos si viajamos a Kendermore por barco o por tierra, sobre tu grupa. No hay tiempo para historias —se opuso el joven.

Tasslehoff torció el gesto; el relato del anillo teleportador era uno de sus preferidos. No obstante, el kender reanudó la búsqueda en el montón de mapas; había pasado mucho tiempo desde la última vez que los revisara a fondo. Nordmaar, Eastwild, las islas de Ergoth del Norte y del Sur, de Enstar… La verdad, tenía mapas de todas partes. Woodrow le propinó un codazo.

—Lo más conveniente sería que viajáramos a Goodland en eso —dijo el joven, señalando un barco de doble arboladura y aspecto impecable. Las velas estaban arriadas, pero en la punta del mástil más alto ondeaba una llamativa bandera roja y oro. El barco, esbelto y largo, resultaba mucho más elegante que las otras embarcaciones, de líneas achaparradas y romas, atracadas a los muelles. A pesar de la desagradable experiencia del naufragio sufrido, Woodrow ansiaba embarcar, volver a la mar. No le atraía la idea de aguantar mis zarándeos a lomos del mamut.

—¿Qué haríamos con Winnie? —inquirió Tas.

—Lo llevaríamos a bordo. Las embarcaciones transportan ganado de forma regular.

—¿Me meteréis en una bodega entre vacas y cerdos y gallinas, que acabarán troceados en una carnicería? —chilló Winnie.

Un hombre que pasaba en ese momento junto a ellos, contempló al mamut parlante con estupefacta incredulidad y luego se alejó a todo correr.

—Enfocas el asunto de forma errónea, Winnie. Tómalo como una buena oportunidad de evitarte kilómetros llenos de tropiezos y escollos por un terreno desconocido.

—Cualquier terreno es desconocido para mí. Recuerda dónde viví los últimos quince años.

Tasslehoff se incorporó y pateó el suelo a fin de secarse los pies.

—Preguntemos cuánto nos costaría cruzar el mar de Khurman con un mamut. Y, por supuesto, el punto de destino de ese barco.

El joven se mostró de acuerdo con la sugerencia del kender y se puso de pie para seguirlo, pero la voz asustada de Winnie los detuvo.

—Esperad, Tasslehoff, Woodrow. No viajaré en barco.

El mamut estaba azorado. Tas le dio un abrazo en una de las enormes patas.

—No te dejaremos solo. Si te asusta el agua, viajaremos todos por tierra, ¿verdad, Woodrow?

La respuesta afirmativa del humano no fue entusiasta, pero sí tan sincera como la oferta del kender. Winnie sacudió la testa con tanta energía que su inmenso corpachón se estremeció.

—No se trata sólo del agua, Tasslehoff.

El mamut hizo una pausa, como si meditara qué decir a continuación. Exhaló un hondo suspiro.

—Durante años, desde que me capturaron, me he preguntado de dónde procedo. Los gnomos dijeron que me encontraron abandonado y yo los creí. Pero, en algún momento, he tenido una familia, unos padres, ¿no os parece?

—¿Y dónde los buscarás? —preguntó Woodrow.

—Tengo una pista. Bozdil me contó que me hallaron al sur de un lugar llamado Zeriak —dijo Winnie, tras lo que echó un trago de agua alargando la trompa por el costado del muelle.

—Al sur de Zeriak… eso está en el Muro de Hielo —susurró Tas, mientras se golpeaba en la barbilla—. Te ayudaré.

El kender sacó otra vez el rollo de mapas y rebuscó hasta dar con uno que le satisfizo.

—Sí, es éste: un mapa del sur. Acéptalo como regalo de despedida.

Tas enrolló el pergamino y lo colocó en la trompa del mamut, mientras contenía un sollozo. Abrazó al animal y se alejó con los ojos arrasados de lágrimas.

—No tengo nada que ofrecerte de regalo, salvo mi sincera gratitud, amigo. Adiós y buena suerte —dijo Woodrow; alargó la mano y palmeó el lanudo flanco del paquidermo.

—Soy yo quien os da las gracias —lo corrigió el mamut—. Amigos, si no parto ahora mismo, no tendré valor para separarme de vosotros. ¡Gracias, y hasta la vista!

Winnie, el mamut lanudo, se despidió, ondeó la trompa y caminó por el muelle. Poco después, había desaparecido en las bulliciosas calles de la ciudad. Tasslehoff permaneció de pie, diciéndole adiós con la mano, mucho después de que el mamut se perdiera de vista.

—Preguntemos cuándo parte hacia Port Balifor ese hermoso barco anclado al final de muelle —sugirió Woodrow en voz baja.

A la mención de un nuevo viaje por mar, la tristeza del kender se disipó con la misma prontitud con que lo había asaltado. Había una pasarela adosada al costado de la nave. Como no vieron a nadie en cubierta, los dos amigos subieron al barco. Mientras remontaban la pasarela, Woodrow reparó en una falúa que flotaba tras el velero, al que se hallaba amarrada. La barcaza estaba cargada con montones de productos agrícolas que empezaban a descomponerse.

Una vez a bordo, el kender se rezagó para explorar la nave, en tanto Woodrow conversaba con el sobrecargo, un tipo jorobado y gruñón que vestía unos pantalones negros manchados de salitre.

Con los brazos cruzados sobre el pecho —convencido de que así aparentaba más edad—, woodrow cerró el trato con el sobrecargo, quien en principio se mostró reacio en llevar a un kender a bordo. El joven miraba en derredor en busca de Tasslehoff, cuando sus ojos enfocaron de forma casual el final del muelle. Allí, en medio de un grupo reducido de hombres, se hallaba un corcel poco común, pero muy familiar para el joven, y su fornido dueño. El hombre, que cojeaba un poco al andar, y su enorme montura azabache avanzaban por el muelle en dirección al barco.

¡El asesino de Gisella!

Woodrow se encogió sobre sí mismo y se ocultó tras el mástil, en tanto sus pupilas barrían la cubierta en un desesperado intento de dar con Tasslehoff. Masculló una maldición.

¿Dónde demonios se había metido ese kender?

Un interrogante cruzó la mente del joven de forma fugaz. ¿Cómo habría sobrevivido el asesino de la señorita Hornslager a la herida infligida, en las cercanías de la fortaleza de los gnomos? El cómo carecía de importancia; lo cierto es que lo había logrado porque no cabía error en la identificación del sujeto ni de su horrendo caballo. No obstante, a Woodrow se le planteaba un interrogante más peliagudo: ¿dónde estaba el maldito kender? Más aun: ¿cómo evitar que aquel brutal asesino los descubriera?

Woodrow divisó a Tas cuando emergía de forma inesperada por una escotilla próxima a la popa de la nave, con la boca abierta en una inminente exclamación. El joven se abalanzó sobre él y le tapó la boca; aprovechó el impulso, gateó entre un barril de agua y la batayola, y arrastró consigo al sorprendido kender a pesar de sus forcejeos.

—Lo siento, Tasslehoff, pero la situación es desesperada. El hombre que mató a la señorita Hornslager está a punto de embarcar. No podemos salir del barco sin que nos vea y no se me ocurre un escondrijo donde, tarde o temprano, no nos descubra.

La cólera agolpó la sangre en el rostro del kender y Woodrow apartó la mano con la que le cubría la boca, sorprendido por el mordisco que Tas le propinó.

—¡Dijiste que lo habías matado! —acusó al joven.

—Es lo que creí. No tengo mucha experiencia en esas cosas —replicó con cortedad, mientras se frotaba la palma magullada.

La furia de Tas remitió.

—No me esconderé. ¡Ése engendro de troll pagará por lo que le hizo a Gisella! —anunció con firmeza, mientras se debatía contra Woodrow a fin de ponerse de pie.

La temeridad del kender tan sólo incrementó el pavor del joven humano. Woodrow había visto a este extraño en pleno combate y sabía con certeza que un kender, por mucho arrojo que pusiera en ello, y un aprendiz de escudero como él mismo, no eran adversarios para semejante hombre.

El joven se asomó con cautela. Denzil hablaba con el sobrecargo y le entregaba una bolsa repleta de tintineantes monedas. Era obvio que reservaba pasaje para sí y para su monstruoso caballo.

El terror atenazó su corazón. Tas y él estaban imposibilitados de abandonar el barco sin ser vistos y tampoco podían permanecer en él porque finalmente los descubriría.

Entonces, el joven recordó la barcaza cargada con hortalizas medio podridas. Si la corriente no la había alejado mucho del punto donde la viera con anterioridad, la falúa flotaría a escasos metros de su escondrijo. Un montón de lechugas y zanahorias amortiguarían el aterrizaje.

—Lo siento, Tas, pero lo hago por tu propio bien.

Sin más preámbulos, con un brazo en torno a los hombros del forcejeante kender y con la otra mano sobre la boca, Woodrow saltó por la borda; rogaba no haber errado al suponer que los vegetales resultarían tan mullidos como aparentaban, y no aplastar al kender si caía él encima.

Woodrow aterrizó en la falúa con un chapoteo y soltó a Tas. Rodó de lado, se deslizó por una pila de desechos podridos y limosos, y chocó contra el costado de la barcaza. Quedó asqueado al comprender que el estado de descomposición de los desperdicios era mucho más avanzado de lo que había supuesto. Los rodeaban montones ingentes de lechugas podridas, tomates, zanahorias, carne, trapos y cosas aún peores.

Después de escupir repetidas veces y limpiarse los labios y la cara tan a fondo como le fue posible, el joven humano miró a su alrededor en busca del kender.

—¿Tasslehoff? ¿Estás bien? Contéstame, por favor —susurró con voz contenida, sin tragar saliva.

Por fin escuchó un gemido amortiguado. Hurgó entre la repugnante basura maloliente y dio con el kender que yacía sobre uno de los montones apilados contra el costado de la barcaza. En la frente le sobresalía un buen chichón. Woodrow lamentaba el percance sufrido por el kender, aunque, por otro lado, se alegraba de que su amigo estuviera inconsciente ya que en caso contrario habría organizado un gran escándalo.

El joven se hizo un ovillo entre la porquería y se centró en el plan a seguir. Sabía por la conversación mantenida con el sobrecargo que la nave levaría anclas tan pronto regresara la tripulación, cosa que ocurriría en cualquier momento. Si Tas y él pasaban desapercibidos, el barco partiría y los remolcaría. De ese modo vigilarían al hombre que mató a Gisella sin la preocupación de toparse con él por accidente. Puso manos a la obra y, tan rápido y silencioso como le fue posible, enterró a Tasslehoff y a sí mismo entre la basura.

Al cabo de media hora, la tripulación se había reincorporado a sus puestos; izaron las velas, levaron el ancla, y soltaron amarras.

El sol acababa de pasar el cénit cuando el barco se separó del muelle y enfiló a mar abierto; arrastraba la gabarra. Al primer indicio de movimiento, Woodrow sacó la cabeza de entre los desperdicios y divisó al malvado sujeto de pie en la popa de la nave. El joven se estremeció. La tensión y el miedo lo habían dejado exhausto y no pasó mucho tiempo antes de que se sumiera en un profundo sueño.

Una ola golpeó el costado de la barcaza y rompió encima del cargamento. Woodrow se despertó sobresaltado, medio asfixiado; tosía agua salada. Un sabor pútrido le impregnaba la boca y la nariz. El corazón le palpitó de forma acelerada hasta que recordó dónde se encontraba. La bóveda celeste lucía unas tonalidades naranja y blanco deslumbrantes; el astro rey asomaba por el horizonte en un gigantesco semicírculo. No se divisaba tierra en ninguna dirección.

Al volver la mirada hacia el barco, Woodrow sintió renacer el pánico.

Uno de los marineros se asomaba por la batayola con un hacha pequeña en las manos. Se escuchó un golpe seco y la afilada hoja cercenó el cabo que unía la falúa al barco. La barcaza perdió velocidad poco a poco y se quedó atrás. La silueta del hermoso velero de doble arboladura se deslizó con suavidad rumbo a Port Balifor en tanto que la gabarra se detenía, mecida con suavidad por las olas.

* * *

—¡Por última vez, Woodrow, no estoy enfadado! —bramó Tas.

Los ánimos estaban muy encrespados en la barcaza de desperdicios. El kender había despejado de basura un espacio reducido de la falúa y lo había aclarado lo mejor posible con el agua de mar que recogía con las manos.

—Al menos me hubieras avisado antes de tirarme de cabeza a este basurero. —El kender se tocó con sumo cuidado el prominente chichón que sobresalía justo entre las cejas—. Apuesto a que parece un tercer ojo.

—Apenas es apreciable —lo consoló Woodrow, estupefacto en su fuero interno por el tamaño de la contusión.

—¡Inapreciable! ¡Si hasta yo mismo me lo veo sin necesidad de mirarme a un espejo!

Para demostrar su aserto, el kender bizqueó y miró hacia arriba, lo que le confirió la apariencia de un demente. Los dos amigos rompieron a reír con unas carcajadas histéricas y ridículas que perdieron fuerza entre hipidos y ahogos hasta remitir por completo.

La barcaza se sumió en un silencio tenso, forzado. Ni tan siquiera el más leve soplo de brisa rozaba el cargamento de basura fermentada, putrefacta y maloliente. El sol de mediodía caía a plomo; la quietud del mar era tal que semejaba una tina de baño.

—Tengo hambre —dijo por último Tas, con la mano sobre el rugiente estómago; recordaba con nostalgia los panecillos dulces que comieron en el muelle.

El rostro juvenil de Woodrow se torció en una mueca de desagrado.

—¿Cómo piensas en comer con este hedor?

—Porque siempre como cuando me aburro, ¿vale? —replicó Tas a la defensiva.

—No hace tanto que estamos aquí.

—¿Cuánto tiempo consideras que es «tanto»? —inquirió Tas interesado de verdad. Un súbito recuerdo lo hizo sonreír con ternura—. En cambio, durante el naufragio del «Préstamo» no me aburrí. Las cosas se zarandeaban de un lado a otro por la cubierta, los gullys se comportaban como… bueno, como gullys, y la carreta se cayó por la borda con Gisella dentro…

La emoción empañó los ojos del kender al rememorar a la compañera caída en la lucha. El recuerdo de su sacrificio se mantenía fresco en la memoria de Tas.

—¿Te acuerdas cuando creímos que se había ahogado? ¡Y luego resultó que se encontraba a salvo y en plena forma! —agregó Woodrow, simulando un tono de voz animado e ingenioso.

—¡Qué pena! —dijo el kender apesadumbrado.

—También la echo de menos, Tasslehoff.

—Juré regresar a Kendermore por Gisella, para completar su cometido, y también para rescatar a tío Saltatrampas. ¡Cumpliré mi palabra! —declaró, firme la mandíbula y con un destello fiero en las pupilas.

—Lo lograremos, sea como sea —prometió el joven, con la mirada fija en el vasto horizonte.

Unas gaviotas se cernieron sobre la barcaza y el aire se llenó de sus característicos chillidos. Tas alzó la nariz y olfateó.

—Aquí hay algo que huele como la cera de muebles que utiliza mi madre. O tal vez al caldo que prepara. —Se encogió de hombros—. Quién sabe. Quizá fueran la misma cosa.

Woodrow alzó el pico mugriento de un trozo de cuero.

—En cualquier caso, ¿qué causaría un hedor tan desagradable?

—Ni idea. Pero si diésemos con ello, lo arrojaríamos por la borda.

Woodrow cogió un pedazo de madera de apariencia sólida, con el que removió los desperdicios. Tras revisar varios montones, una bocanada pestilente los hizo retroceder y llevarse la mano a la nariz.

—Nos acercamos —advirtió Tas.

De mala gana, el joven empujó con el trozo de madera un par de veces más, y dejó al descubierto la carcasa grisácea y picuda de un oso lechuza en avanzado estado de descomposición. Tanto Woodrow como Tasslehoff corrieron al rincón más apartado de la falúa y sacaron las cabezas por encima de la regala.

—Hay que deshacerse de esa cosa repugnante, Tas —dijo el joven humano, mientras respiraba a boqueadas.

—No estoy de acuerdo. Atraería a los tiburones.

—¿Los tiburones se lo comerían?

—Sin duda. Devoran cualquier cosa, viva o muerta; sobre todo, viva, como por ejemplo kenders y humanos. Son enormes, capaces de hacer astillas un bote si en él hay algo comestible; que como he dicho, incluye todo.

—No estamos en mitad del océano, sino en la bahía de Balifor y, por consiguiente, a salvo de esos monstruos insaciables —objetó Woodrow.

El kender se dejó caer en el fondo de la barcaza y respiró hondo.

—La llaman bahía, pero en realidad se une de forma directa con el océano. Las embarcaciones que navegan por él, entran y salen de modo constante de Port Balifor. En definitiva, estamos más seguros con un oso lechuza muerto, que con un tiburón vivo.

Falto de palabras, el joven se sentó a su lado. En el bochorno carente de brisa, el hedor se cernía sobre la falúa como una mortaja. Los dos amigos, sentados codo con codo, inmóviles, sumidos en el silencio, contemplaron la repulsiva carcasa del oso lechuza y desearon para sus adentros hallarse en cualquier otro lugar.

Muy pronto, el tedio dominó una vez más al kender, que recorrió con mirada ausente el entorno; entonces divisó un punto en el horizonte que crecía de manera gradual.

—¿Qué es aquello, tierra? —preguntó por último, en tanto apuntaba con el dedo a fin de que el humano lo localizara.

Woodrow estrechó los ojos y oteó en la dirección señalada por su amigo.

—Imposible. Nuestro bote permanece inmóvil y, sin embargo, esa cosa aumenta de tamaño.

—¡Es un barco! —gritó Tas de pronto.

Sus agudos ojos kenders habían captado un leve movimiento. Remos, dedujo, por la cadencia rítmica y constante. Sin pensarlo dos veces, Tas brincó y agitó los brazos al tiempo que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

Woodrow le sujetó los brazos.

—Tal vez lamentemos descubrir quiénes tripulan esa nave.

El kender lo miró como si el humano hubiese perdido la razón.

—¿Lamentarlo? ¡Nos rescatarán! Cualquier cosa será mejor que proseguir en este basurero; y más, cuando sabemos que no hay nada interesante entre estos montones de inmundicia. Por otro lado, es demasiado tarde. Nos han localizado —agregó, escudriñando el navío.

Al aproximarse el barco, Tas divisó con claridad las facciones bovinas de los remeros… ¡Minotauros!

Los minotauros eran una de las razas más insólitas y hostiles que poblaban Krynn. Su historia previa al Cataclismo estaba jalonada de prejuicios y esclavitud infligidos por otras razas, en especial por los enanos de Kal-Thax (al menos, de acuerdo con lo relatado por las leyendas), y más tarde por el Imperio de Istar. Su apariencia bovina les había acarreado el menosprecio, pero se los codiciaba como esclavos por su increíble fuerza.

Tan sólo otro miembro de su propia raza llamaría bello a un minotauro. Tanto los varones como las hembras superaban los dos metros diez de estatura. Una capa de pelo corto, negro o castaño rojizo, cubría su estructura corporal, medio humana, medio bovina, dotada de unos músculos poderosos. A pesar de caminar erguidos y de tener manos como los hombres, sus tobillos, o articulaciones tarsales, eran corvejones de cuadrúpedos rematadas en pezuñas hendidas. De las sienes, o huesos frontales, se proyectaban unos cuernos de, al menos, treinta centímetros de longitud.

Por lo común se guarecían con vestiduras, en particular cuando salían de su isla natal; pero aún así, y desde el punto de vista humano, apenas cubrían su desnudez. Su atuendo preferido eran unas guarniciones tachonadas de armas y condecoraciones, y faldellín corto de cuero.

Poco después, la pequeña embarcación, estilizada, reluciente, de hermosa manufactura, propulsada por dieciséis remeros corpulentos, se deslizó con gráciles movimientos junto a la falúa sin apenas levantar estela. Todos los ocupantes de la nave minotaura no sólo se mostraban hostiles, sino más bien agresivos. Los contemplaron de hito en hito, sin decir una palabra; en particular, con la atención general centrada en el kender.

Tas se sentía como uno de los insectos de los expositores de Ligg y Bozdil y tuvo la impresión de que se encogía. Esbozó la más amistosa de las sonrisas.

—Hola, me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Y tú…?

—Goar —respondió el jefe, si la guarnición roja que llevaba se tomaba como indicativo de dicha dignidad, así como su sobresaliente altura que aventajaba en una cabeza a la de los restantes miembros del grupo—. En los últimos tiempos, hemos tenido muchos problemas con los kenders en las costas del Mar Sangriento. Sois una raza de ladronzuelos, inmaduros y pueriles. ¿O acaso eres un caso excepcional?

El minotauro pronunció las palabras con un acento fuerte y extraño pero la fonética era correcta, como si hubiese aprendido el común con un libro de texto. Tasslehoff en principio enmudeció y trató de digerir los insultos. Woodrow advirtió que las mejillas del kender enrojecían poco a poco conforme su mente asimilaba el significado de las palabras, e intervino con premura a fin de evitar la inminente réplica provocativa a la que su amigo se aprestaba a lanzarse.

—Mi compañero y yo estamos varados en esta barcaza, a la que nos subimos por error ignorantes de que sería abandonada a la deriva. —El joven se humedeció los labios con nerviosismo, consciente de que sus explicaciones no sonaban plausibles—. Quizá podríais transportarnos hasta el primer puerto de vuestra ruta o, al menos, remolcarnos. Os quedaríamos muy agradecidos.

Goar se dio media vuelta e intercambió con su tripulación una serie de gruñidos y ásperos sonidos guturales. De repente, uno de los componentes del grupo, un minotauro de pelaje rojizo cuyos cuernos rebasaban los sesenta centímetros, emitió un gañido ronco y largo originado en lo más profundo de su garganta. La monstruosa criatura sacudió su enorme testa dos veces al tiempo que apuntaba con un índice acusador hacia Tas; por último, se cruzó de brazos con gesto desafiante.

La respuesta de Goar fue un resoplido amenazador, los labios retraídos en una mueca espantosa. Su gesto no admitía réplica y el otro minotauro inclinó la cabeza en una actitud mezcla de vergüenza y cólera y se retiró con brusquedad a la parte posterior de la embarcación.

El líder de los minotauros se volvió hacia Tas y Woodrow, y los observó con fijeza en tanto preparaba con cuidado las palabras del idioma con el que estaba poco familiarizado.

—Creemos que, en efecto, estáis a la deriva de forma accidental.

Los dos amigos guardaron silencio, a la espera de que Goar prosiguiera con su alocución. Ambos pensaban: «¡Qué forma tan extraña de ofrecernos ayuda!». En contra de lo que esperaban, el jefe minotauro no añadió una palabra. El silencio se alargaba de forma indefinida.

—Es estupendo que admitáis la veracidad de nuestra situación —saltó por último Tas, incapaz de contenerse por más tiempo—. Deduzco por lo tanto que nos ayudaréis, ¿no?

—No. No dije que lo haríamos.

El kender y el joven humano intercambiaron una mirada perpleja.

—¡No nos abandonéis a nuestra suerte! —protestó Woodrow con voz ronca.

—¿Por qué no? —El tono de Goar fue de sincera sorpresa, sin el menor asomo de ironía—. No existe ninguna ley que lo prohíba.

Tas prorrumpió en una carcajada nerviosa.

—Por supuesto que no hay tal ley, pero… —El minotauro enarcó una ceja y Tas se lo jugó todo a una carta—. ¡Os pagaremos por este servicio!

Las orejas peludas de Goar se erizaron, pero su expresión interesada se tornó en otra de incredulidad al contemplar la gabarra rebosante de desperdicios.

—Dudo mucho que poseáis algo que merezca nuestro interés.

En aquel momento, otro de los miembros de la tripulación llamó su atención con un tirón del brazo y Goar dio la espalda a la gabarra por segunda vez.

—Tas, no fue una buena idea comprometerse a pagarles —susurró el joven entre dientes—. No olvides que abonamos el pasaje del barco y los gastos de hospedaje y el almuerzo; nos quedamos casi sin blanca.

—No te preocupes tanto, Woodrow. Alguna solución surgirá. No falla nunca —rebatió el kender con un timbre de voz aleccionador que su raza era tan proclive a utilizar.

—No sé. Éstos tipos no me parecen gente de confianza.

—¡Humano y kender!

El grito de Goar retumbó a sus espaldas y los dos amigos giraron sobre los talones con presteza.

—Mi… —el minotauro buscaba la palabra adecuada—. El cocinero me informa que ha captado el aroma de un oso lechuza en sazón, procedente de vuestra gabarra. Lo aceptaríamos como pago a cambio de llevaros hasta el puerto más cercano.

Tasslehoff y Woodrow enmudecieron de asombro y no acertaron a contestar.

—Sin embargo, si no renunciáis a tan apetitoso bocado para salvar vuestras vidas, seguiremos nuestro curso y os abandonaremos a vuestra suerte —agregó Goar ante el mutismo de los dos amigos.

—¡Vuestro es! —clamaron kender y humano al unísono.

* * *

Tas llegó a la conclusión de que los minotauros eran unos remeros extraordinarios tras observar a los extraños hombrestoro que manejaban sus respectivos remos. Conducidos por la cadencia impresa por el cabecilla y timonel, mantenían un ritmo constante sin que se advirtiera el menor signo de fatiga. Lo hipnotizaba el movimiento monótono hacia atrás y hacia adelante, hacia atrás y hacia adelante, los músculos, tensos como cuerdas, marcados en los gruesos brazos y en los cuellos.

El viaje era el más suave de cuantos Tas había realizado, fuera por tierra o mar. La estilizada nave minotaura cortaba las aguas del mar de Khurman con la misma facilidad que un cuchillo caliente a través de mantequilla. La velocidad de travesía no resultaba fácil de calcular al carecer de puntos de referencia por los que guiarse, pero Tas tenía la certeza de que jamás había viajado tan veloz por tierra. Su forma actual de desplazamiento tenía más semejanza con el vuelo de un dragón, concluyó por último.

Se habían sucedido dos amaneceres y dos puestas de sol desde que navegaban en compañía de los minotauros. La gabarra de desperdicios había quedado a la deriva después de recoger al putrefacto oso lechuza. La vida a bordo de un barco minotauro era una continua actividad en la que no cabían el ocio ni el recreo. Cuando la tripulación no estaba en los remos, se dedicaba a pulir y abrillantar la deslumbrante cubierta de madera color castaño para librar la superficie de toda imperfección.

El trato otorgado a los dos pasajeros por todos los miembros de la tripulación se limitaba a un desprecio apenas velado. Goar, el líder, parecía el único a bordo capaz de comunicarse con los dos extraños. Tas intentó hablar con los otros por medio de fragmentos sueltos de diferentes lenguajes; sus esfuerzos no obtuvieron el resultado apetecido y el kender dedujo que tan sólo conocían su propia lengua. Por el contrario, la actitud de los minotauros indujo a pensar a Woodrow que, aun en el caso de haber conocido otros idiomas, no se habrían dignado responder a un humano o a un kender.

—Estamos cerca de Port Balifor —anunció Goar en el curso de la tercera mañana, aunque ni Woodrow ni Tas divisaban tierra.

—¿Cuándo llegaremos a puerto? —se interesó el joven humano.

—Nosotros no entraremos —gruñó el capitán—. No tenemos el menor deseo de mezclarnos con marineros humanos, ni tampoco ellos de vernos.

—¿Nos tiraréis por la borda?

—Os procuraremos un transporte flotante en el que aguantaréis hasta que os recoja otro barco. Muchas naves pasan por esta zona; no aguardaréis mucho tiempo.

Tasslehoff estaba a punto de articular una protesta cuando el cocinero minotauro se acercó a ellos con un barril grande que carecía de tapadera.

Woodrow sacudió la cabeza con aire incrédulo y retrocedió un paso.

—No pretenderéis que flotemos dentro de eso —articuló después.

—Es impermeable —informó Goar, y retrajo el peludo labio con mofa—. No obstante, si os resultan útiles, os facilitaremos unos remos de pala.

—Tómalo como una aventura —aconsejó Tas a su amigo, con los ojos brillantes ante la perspectiva—. Será divertido, verás. Jamás he estado a la deriva dentro de un barril.

—¿Una aventura? ¿No has tenido bastantes emociones e incertidumbres en las últimas semanas? —protestó Woodrow con impaciencia.

—¿Cómo te cansan las aventuras? —preguntó el kender, en tanto Goar lo levantaba en brazos sin el menor esfuerzo.

El cocinero pasó el barril por encima de la regala y el cabecilla de los minotauros depositó primero al kender y tras él a Woodrow en el interior del oscilante receptáculo untado de brea.

Tas golpeó con alegría las mecientes olas cuando los minotauros los alejaron de un fuerte empujón. Poco después, la embarcación era apenas un punto en el horizonte. Woodrow se hundió en el fondo del barril. En tanto el joven humano rumiaba su enfado, Tas se dedicó a experimentar con el equilibrio y la flotabilidad del barril; se meció de un extremo a otro, saltó hacia arriba y hacia abajo, hizo que el tonel girara en círculos lentos a fuerza de propulsarlo con una mano.

De tanto en tanto, el kender suspendía sus experimentos para escudriñar el horizonte. Tras varias horas de no avistar señales de velas, de repente brincó como un loco al tiempo que agitaba los brazos sobre la cabeza.

—¡Eeeh, aquí! ¡Estamos aquí! ¿Estáis ciegos o sois idiotas? ¡¡Eeeh, aquiií!!

Woodrow se puso de pie y oteó a lo lejos. También él divisó el barco que se acercaba.

—¿Sabes una cosa, Tas? Ésa nave me resulta familiar —dijo, en tanto sujetaba los extremos del tonel, que se agitaba de forma enloquecedora, con el propósito de estabilizarlo.

—¡Ya lo tengo! —exclamó el kender, chasqueando los dedos—. Reconozco la bandera roja con el símbolo de la hoja de trébol dorada. ¡Es el barco en el que reservamos pasaje y del que me tiraste de cabeza!

A Woodrow, la sangre se le heló en las venas. ¿Cómo era posible que hubiesen adelantado al barco?

—¡Rema, Tas!

A pesar del grito desesperado y de utilizar su propio remo, Woodrow sabía que el intento era inútil. Cerró los ojos y procuró recobrar la calma para enfrentarse a lo inevitable.

Cuando abrió los párpados de nuevo, el velero estaba mucho más cerca; lo suficiente para que distinguieran la silueta oscura y siniestra del asesino de Gisella, erguida en la proa, tan impasible e inmóvil que parecía el mascarón de la nave. La capa ondeaba en torno a sus piernas; junto a él se hallaban dos marineros, uno de los cuales manejaba una especie de bichero largo y el otro un cabo.

La nave se acercó pero no redujo velocidad. El marinero que manipulaba el bichero clavó el gancho curvo de la hoja en la madera del tonel y éste escoró de manera riesgosa; el agua entraba por el borde al acercarse al costado del barco en medio de sacudidas y balanceos. Cuando el barril chocó contra el casco, el segundo marinero echó el cabo a los dos náufragos.

—¡Trepad, rápido! —ordenó a voces—. ¡No disponemos de todo el día!

Los dos amigos gatearon por el costado del velero mientras lanzaban miradas recelosas a la ominosa figura de proa. El tonel quedó a la deriva. Durante el transcurso de la maniobra, Denzil permaneció en el castillo de proa; observaba con atención el rescate y representaba a la perfección el papel de un desconocido, indiferente a cuanto ocurría.

El sobrecargo se reunió con los dos amigos a los pocos momentos de que éstos subieran a bordo. El humano jorobado y de aspecto gruñón traía una pluma y papel, y vestía los mismos pantalones de lana negra manchados de salitre que llevara puestos una semana atrás, cuando Woodrow y Tasslehoff reservaron su pasaje. El marinero los reconoció al instante.

—Pagasteis vuestro pasaje y después desaparecisteis —dijo con suspicacia—. Si tanto dinero tenéis para malgastar, ¿qué hacéis en mitad de la bahía de Balifor metidos en un tonel?

Tas se removió inquieto en tanto improvisaba una respuesta.

—Verás, después de haber comprado el pasaje, apareció un amigo nuestro que nos propuso que utilizáramos su bote. No rechazamos una oferta tan amable. No creímos correcto pedirte que nos devolvieras el importe del viaje; un trato es un trato, ¿verdad, Woodrow?

El joven asintió con la cabeza.

—En cualquier caso, ninguno de nosotros dos sabe cómo manejar un bote y, por consiguiente, no tardaron en surgir algunos problemas… nos metimos en un huracán, creo… en fin, el viento era muy fuerte. Logramos escapar en ese tonel antes de que el barco se hundiera.

Tas habló tan deprisa que estaba sin aliento cuando finalizó la historia. Sin duda, éste había sido uno de los peores momentos que recordaba en que había puesto a prueba sus dotes narrativas y su imaginación para salir airoso de una situación.

El sobrecargo no se convenció, pero de cualquier manera se encogió de hombros.

—Tan cerca del puerto, no tiene mayor importancia por qué os encontráis aquí. De cualquier modo, pagasteis por la travesía completa, así que la terminaréis con nosotros.

—Una cosa más —agregó Tas, con ingenua torpeza—. Aquél hombre que está de pie junto a la maroma del ancla es un asesino —afirmó, en tanto apuntaba al mercenario—. Debe ser arrestado y entregado a la guardia de Port Balifor.

El brusco cambio en el tema de conversación cogió desprevenido al sobrecargo y, más aún, la petición del kender.

—Te equivocas. Maese Denzil es un pasajero modelo y no tomaré medida alguna contra él por las manifestaciones de un par de náufragos —dijo después, y rio por lo que consideraba una petición absurda.

Luego, mientras se alejaba para reincorporarse a su puesto, el marino miró por encima del hombro a los dos amigos e hizo una última recomendación.

—Llegaremos a Port Balifor en pocas horas. Hasta entonces, quedaos en cubierta y no molestéis a ningún otro pasajero.

—Pero ese hombre es…

—He dicho que no molestéis a ningún pasajero —bramó el sobrecargo, mientras desaparecía por la popa de la nave.

Tan pronto como el velero atracó en el muelle y bajaron la pasarela, Tasslehoff y Woodrow recibieron la orden de abandonar el barco. Los dos amigos se escabulleron entre la maraña de barriles, paquetes, sacos y baúles que abarrotaban el muelle.

—Seguiremos a Denzil sin que nos vea, amparados por el bullicio —propuso el kender—. Esperemos aquí y veamos qué ocurre.

Pero Woodrow sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento y caminó entre la muchedumbre.

—No, Tasslehoff. No pretendo ser grosero o llevarte la contraria, pero mi propósito es poner la mayor distancia posible, y cuanto antes, entre ese asesino y nosotros dos.

De pronto, los brazos del kender, sorprendentemente fuertes, detuvieron al humano.

—Aguarda, Woodrow. El tal Denzil es un tipo peligroso y no lo dejaremos marchar así como así. Si no lo hacemos por Gisela, lo vigilaremos por nuestra propia seguridad. Será mucho más peligroso si lo perdemos de vista.

El joven se quedó inmóvil, en silencio. La inquietud lo dominaba, pero la seguridad mostrada por su amigo calmó en cierta medida su nerviosismo.

Pasaron varios minutos durante los cuales los dos compañeros vigilaron el velero sin que ocurriera nada. Después, Denzil emergió de la bodega guiando por las riendas a su monstruoso corcel. El hombre condujo al enorme caballo negro por la pasarela y a lo largo del muelle. La muchedumbre se apartaba a su paso, se distanciaba de aquella pesadilla de ollares ardientes que resoplaba sin cesar. Denzil cruzó justo por delante de los dos amigos sin prestarles la más mínima atención y prosiguió su camino hacia la ciudad.

—¿Qué crees que trama? —murmuró Woodrow, mientras se mordía las uñas hasta que se arrancó una al borde de la piel.

—Tal vez no le interesamos —sugirió Tas, aun cuando ni él mismo se convenció de su razonamiento—. Quizá lo ocurrido en las cercanías del castillo de los gnomos no se relacione con nosotros en particular. Me parece que le importamos poco.

—Ojalá tengas razón —murmuró el joven con cautela.

—De cualquier modo, sigámoslo. Es posible que consigamos algo de comida en el camino.

Tas encabezó la marcha por la calle, seguido por Woodrow. Poco después, sin embargo, los olores y el espectáculo que ofrecía el ajetreado puerto captaron por completo tanto el interés como la atención del kender. Conversaciones en lenguajes extraños, vestimentas exóticas, gentes de facciones peculiares, pieles con tatuajes, y docenas de mercaderes que trataban de venderle sus mercancías (o por el contrario alejarlo de sus tenderetes) resultaron demasiado atractivos para que el incorregible kender se resistiera a su fascinación.

Cuando dejaron atrás la segunda plaza del mercado, Tas había perdido la pista de Denzil y tampoco le preocupaba tal circunstancia. Por el contrario, se detuvo varias veces para comprar pescado ahumado, admirar la mercancía expuesta en un tenderete de mapas, y lograr que un artesano de objetos de plata lo echara con cajas destempladas cuando lo pescó haciendo muecas y gestos raros frente a una brillante tetera.

Incluso Woodrow se había tranquilizado cuando los dos amigos pasaron frente a un callejón en tanto masticaban los últimos trozos de pescado ahumado. De repente, dos brazos poderosos se dispararon y atraparon a los sorprendidos compañeros; una de las manos asió a Tas por el cuello y la otra aferró a Woodrow por la camisa. El joven humano rebotó contra la pared trasera del callejón, impulsado por un empujón violento. Tasslehoff sintió que lo alzaban en el aire y lo ponían boca abajo sobre el pomo del arzón de una silla de montar, que se le clavó dolorosamente en las costillas. Acto seguido, alguien más montó en la silla junto a él. Woodrow se levantó a trompicones en el mismo momento en que se escuchaba el ruido metálico de una espada al ser desenvainada.

—¡Denzil!

—¡Esto no te concierne, granjero! —bramó el asaltante—. Mantente al margen.

Sin más preámbulos, el agresor, vestido con ropajes oscuros, golpeó con brutalidad la cabeza del joven con la parte plana de la espada y Woodrow se desplomó inconsciente en el suelo.

Una mano férrea sujetó a Tasslehoff contra la silla mientras montura y jinete daban media vuelta y abandonaban el callejón a galope tendido.