18

«Querido Flint», escribió Tasslehoff; trazaba cada letra con primor. Hizo una pausa, levantó el papel y estudió con ojo crítico su caligrafía, de la que se sentía orgulloso. El kender se golpeó con suavidad en el pómulo con la punta de la pluma, sin saber muy bien qué escribir a continuación. Nunca había redactado una carta de «adiós final», como la había llamado Ligg cuando le proporcionó la pluma, la tinta y el papel de pergamino que Tas solicitara con amabilidad.

Woodrow y Winnie yacían en el extremo oscuro de la sala, junto a los pilares, dormidos todavía a pesar de que había amanecido hacía un buen rato. La noche anterior les habían preparado una deliciosa cena, compuesta de pollo adobado al horno, nabos cocidos, bollos de pan, y cerveza casera. De hecho, Woodrow había perdido el conocimiento; por fin había llevado el consejo de Gisella, «¡Relájate, Woodrow!», hasta las últimas consecuencias. Según sus propias palabras, el joven nunca bebía salvo algún que otro sorbito de cerveza en la mesa familiar, por lo que en realidad no hacía falta mucho para tumbarlo y ahora se hallaba despatarrado en el suelo, los brazos doblados en un extraño ángulo, la mejilla izquierda aplastada contra las losas frías; el rubio cabello le abanicaba el rostro al subir y bajar con el ritmo de sus ronquidos.

Recostado sobre los codos en su jergón de paja, Tasslehoff pateó con la punta de los pies el pétreo muro en una cadencia sincopada. La vasta sala vacía estaba sumida en el silencio, salvo por el soniquete de sus botas al repiquetear contra la pared, los intermitentes ronquidos de Woodrow, y la acompasada y profunda respiración de Winnie.

El kender mordisqueó el extremo de la pluma y luego apretó la punta sobre el pergamino. «Adiós para siempre». Al momento sacudió la cabeza y tachó las últimas palabras. Demasiado depresivas, decidió para sus adentros. Estrujó el papel y arrojó la bola al centro de la habitación.

Tomó otro pliego, escribió con rapidez el saludo inicial, y prosiguió: «Eres mi mejor amigo y te echaré de menos». De nuevo sacudió la cabeza con tanta energía que el copete rebotó contra sus hombros menudos. Muy sensiblero. Sin duda, aquello fastidiaría al viejo enano gruñón. Una vez más, Tas arrugó la hoja y la lanzó por el aire.

Llegó a la conclusión de que no era fácil dirigirse a Flint y que habría tenido que meditar sobre el contenido de la misiva antes de escribirla.

Extrajo el pliego siguiente. Al hacerlo, descubrió alarmado que no le quedaban más que tres.

«Querido Tanis», comenzó esta vez. Supo de forma instintiva que podría decir cualquier cosa al semielfo, que éste lo comprendería.

Woodrow y yo —conociste a Woodrow, ¿recuerdas?, es el humano que trabaja para Gisella Hornslager, la enana pelirroja que vino a buscarme para que regresara a Kendermore. El caso es que puede hablar con los animales (me refiero a Woodrow), y sabe un montón sobre barcos. ¡Ah! Y también me grita y me regaña, como Flint.

Tas se quedó en suspenso y tachó con cuidado la parte referente a los gritos y reprimendas, en prevención de que el enano leyera su misiva por encima del hombro del semielfo. Se los imaginaba junto a la chimenea, en la posada de El Ultimo Hogar, con los ojos empañados por las lágrimas; entrechocarían las jarras de cerveza en un mudo brindis a su memoria.

Han pasado unas cuantas cosas desde que te vi por última vez. Nos encontramos con un grupo de enanos gully, que dejaron caer el contenido de La carreta mientras la bajábamos por el acantilado. Después sufrimos un naufragio y faltó poco para que pereciésemos ahogados. Pero lo más excitante de cuanto me ha ocurrido fue ¡cabalgar a lomos de un dragón! A ti te habría encantado, Tanis. No era un reptil de verdad, sino una figura construida por un gnomo llamado Bozdil… o tal vez el artífice fuera su hermano Ligg. No se lo he preguntado. En cualquier caso, construyeron una máquina a la que llaman carra… carrus… bueno, una cosa redonda que emite música estridente y que tiene figuras de animales que suben y bajan y giran en círculo.

Tas repasó la descripción del carrusel y no quedó por completo satisfecho, pero no se le ocurrió un modo sencillo de mejorarla sin tener que reiniciar otra vez la carta, cosa que quería evitar.

Cabalgaba el dragón en las Fiestas de Octubre de Rosloviggen y, de repente, ¡alzó el vuelo! Bozdil no está dispuesto a revelarme cómo logró que el reptil cobrara vida, y sé que no estaba vivo de verdad, pero el efecto estaba tan bien logrado que te lo creías.

La parte negativa es que el dragón nos trajo a esta torre que se levanta en lo alto de la montaña, en donde viven los dos gnomos a los que antes me he referido. Ahora me matarán para rellenarme de algodón y meterme en una vitrina acristalada a fin de cumplir su Misión en la Vida. Harán lo mismo con su mascota, un mamut lanudo, Winnie, ¡y me parece que eso no está nada bien! Ligg es más corpulento y gruñón que su hermano y es quien elabora y construye todo. Bozdil es más sensible, pero sin embargo es quien se encarga de capturar a los especímenes.

Pregunté a Woodrow si una persona a la que han disecado ve las cosas después de muerto. A lo que me refiero es si vislumbraré a la gente que me contemple en la vitrina expositora, como cuando observé a los dinosaurios. Woodrow cree que no, pero espero que esté equivocado; de ese modo, los siglos venideros me resultarían más amenos e interesantes.

Tas decidió concluir su misiva de despedida al advertir que le restaba una sola hoja.

Me estoy quedando sin papel, así que tengo que dejarte. En verdad fue un placer conoceros. Pasé muy buenos ratos con todos (incluso con Raistlin, creo), durante el tiempo que compartimos juntos en Solace. Te ruego que digas a Flint que nunca lo tomé en serio cuando me llamaba cabeza hueca y que también lo aprecio mucho.

Tas releyó la última frase y le gustó cómo sonaba. Tenía que finalizar la misiva cuanto antes o estallaría en sollozos y las lágrimas emborronarían la tinta y habría de repetir el trabajo.

Mordisqueó la punta de la pluma con aire absorto, concentrado. Luego, firmó: «Tu amigo, Tasslehoff Burrfoot». Reprimió un sollozo y abanicó el último pliego con el propósito de acelerar el proceso del secado de la tinta; luego juntó las tres hojas y las dobló por la mitad. En el reverso del pergamino escribió: «Tanis Semielfo, Solace». Estaba seguro de que alguien de la ciudad recogería la misiva y la guardaría hasta que su amigo regresara del sitio donde estuviese.

La única razón por la que Tas no lloraba era porque temía hacerlo; y pocas cosas causaban temor a un kender.

Aunque la muerte no era bien recibida por los kenders, sí la conceptuaban como la gran aventura final. Sin embargo, Tas detestaba la idea de abandonar para siempre a sus buenos amigos, Tanis y Flint.

Justo en aquel instante sonó una llamada en la puerta, lo que no dejaba de ser una ironía habida cuenta de que los ocupantes de la habitación eran meros prisioneros. La hoja de madera se entreabrió y Bozdil asomó la cabeza.

—¡Es hora del ajuste del recipiente para kender! —anunció con aire animado.

Woodrow y Winnie despertaron con un ronquido sobresaltado al sonido de la voz del gnomo. Tas lo miró embobado, sin comprender sus palabras.

—¿Qué es un ajuste de recipiente? —se interesó.

—Ligg y yo hemos estado discurriendo diferentes alternativas que mejoren la exposición, algo que las haga más interesantes. —El gnomo hablaba muy deprisa y hurtaba los ojos a la mirada de Tas—. Se nos ocurrió que si metíamos a los especímenes en vitrinas más llamativas, tal vez logremos el efecto que buscamos.

Bozdil enmudeció, y se removió intranquilo.

—Oh, no —susurró Winnie. El murmullo sólo fue audible para el joven humano, quien estaba junto a él en el oscuro rincón—. No es más que una excusa para sacarlo de aquí sin despertar sus sospechas. Nadie ha regresado de un «ajuste».

Woodrow levantó los ojos abotagados y tragó saliva. Poco a poco se aclaró la bruma que le nublaba el cerebro, pero la lucidez lo dejó petrificado, sin saber qué hacer.

—Acompáñame, Burrfoot —instó Bozdil, y advirtió que el kender recogía su jupak—. Deja tu arma ahorquillada. No la necesitarás adonde vas. La recobrarás más tarde.

Tas echó una ojeada al silencioso corredor.

—¿Dónde está Ligg? —preguntó, al no ver al otro gnomo.

—Ocupado en algunos preparativos —respondió evasivo Bozdil—. Enseguida se reunirá con nosotros.

El kender irguió la cabeza, dijo adiós a Winnie y a Woodrow, quien aún parecía algo atontado, y siguió al gnomo por el corredor iluminado con hacheros. Sus pasos adolecían de la viveza habitual. Bozdil portaba en una mano la chisporroteante antorcha y con la otra le asía el brazo con firmeza.

—¿Cómo lo haréis? —inquirió Tas—. ¿Un golpe en la cabeza, veneno en la comida, me asfixiaréis con una almohada?

En las últimas horas había reflexionado de forma desapasionada y fría acerca del método.

—Hablar del tema es…, bueno, de mal gusto —opinó Bozdil, mientras le daba unas palmaditas de ánimo—. Más vale que lo ignores.

Se sumieron en el silencio. Tas escuchó el distante cacareo de un gallo y el apenas perceptible siseo de un péndulo que rasgaba el aire. Había perdido la noción del tiempo cuando se detuvieron ante una pequeña puerta.

—Hemos llegado. Aquí se realiza el ajuste de los recipientes —informó Bozdil con voz entrecortada, en tanto empujaba la hoja de madera.

Tas, vacilante, agachó la cabeza y se asomó al otro lado del reducido umbral. Lanzó un fuerte silbido de asombro y deleite. Los cristales multicolores de miles de tarros y vitrinas centelleaban parpadeantes bajo la luz de las antorchas.

—Parecen gemas —dijo con un hilo de voz.

Se precipitó al interior de la estancia y pasó entre dos hileras de recipientes, diferentes en forma y colorido, que le llegaban a la altura de la rodilla. Contempló fascinado todos y cada uno de ellos. Los había azul claro, turquesa, garzo, verdemar, glauco, ámbar, rubí y un sinnúmero más de tonalidades.

—No había visto tal variedad de colores desde el día en que los cristales de las ventanas de la posada El Arco Iris se desplomaron. ¡Ignoraba que los frascos se elaboraran con tan diverso cromatismo!

—Por regla general, así es —aseveró ufano Bozdil—. Pero el cristal que necesitamos lo hacemos nosotros. Es diáfano y resistente, aunque lo bastante fino para ofrecer una perfecta transparencia. Todo es poco para nuestros especímenes. ¿Te gusta alguno en particular? —preguntó, al tiempo que trazaba con el brazo un amplio arco que abarcaba toda la habitación.

No era fácil discernir la extensión de la sala, abarrotada de jarros y vitrinas, y menos aventurar un cálculo del número de piezas de cristal que albergaba. Tasslehoff fue de una a otra, como una abeja que recolecta néctar de flor en flor. Se detuvo ante una vitrina baja y alargada, de color ámbar, con la abertura proyectada en ángulo.

—Adelante, prueba si es de tu medida —lo animó Bozdil.

Tas aceptó con expresión feliz, se ajustó el chaleco, se inclinó de costado, e introdujo un pie por la boca del recipiente. Se había metido hasta las caderas cuando las puntas de los pies rozaron el fondo.

—Para encajar tendría que tumbarme, y no me atrae la idea de permanecer acostado toda la eternidad —declaró, al tiempo que oteaba en derredor en busca de otro recipiente de su agrado.

—Como gustes —aceptó el gnomo—. Además, el ámbar no es el tono que más te favorece.

El kender pululó por la sala hasta localizar unas vitrinas más altas. Probó un sinfín de ellas, pero evitó una con forma de pecera. No mantendría el equilibrio en la resbaladiza circunferencia y se tambalearía como un borrachín; no era ésa la imagen que daría de un kender. Por el contrario, le encantó el diseño de una pieza de un tono rúbeo, cuyo angosto fondo se expandía en una grácil curva hasta alcanzar el extremo superior, donde volvía a estrecharse; pero le desagradó la sensación de agobio causada por el roce del cristal en la nuca. Descartó las de estilo recto, al considerarlo demasiado convencional, por no mencionar la imposibilidad de sentarse en tan reducido espacio.

Sopesó las diferentes opciones y volvió sobre sus pasos. Llegó frente a una de las que tomara en consideración con anterioridad. El cristal era de un tono azul cobalto, las líneas sencillas y clásicas, estilizada pero amplia, la abertura algo curvada, el fondo redondeado. Tasslehoff la estudió con detenimiento y se imaginó a sí mismo en el interior. «¿Ofreceré un aspecto alegre dentro de este recipiente?», se preguntó.

—¡Ajá! —exclamó Bozdil, y batió palmas—. Sabía que elegirías algún tono azul. Hace juego con tus polainas. Por cierto, ¿tu atuendo es el clásico de tu raza? —inquirió, al tiempo que tiraba de las ropas de Tas.

—Claro. Eh… bueno, creo que sí —tartamudeó, cogido por sorpresa. Volvió la mirada al llamativo tono cobalto y recobró la expresión alegre—. ¿De verdad el azul es mi color?

—¡Oh, sin la menor duda! —Fue la vehemente respuesta de Bozdil.

El gnomo entrelazó los dedos de las manos a guisa de estribo.

—Te ayudaré a subir —ofreció.

Arrobado, Tas posó el pie con premura en las manos enlazadas del gnomo y alcanzó el extremo superior de la vitrina. Se izó con agilidad y tomó asiento en el amplio reborde. Luego pegó los brazos al tronco y se deslizó por la abertura. La cristalina pieza emitió una vibración aguda.

La respiración levantaba ecos en la hueca cavidad, el simple roce de los pies en el fondo vítreo le retumbaba en los oídos. Aplastó las palmas de las manos y la nariz contra la azulada pared transparente.

—¿Qué te parece? —consultó a gritos.

Su voz levantó reverberaciones que lo ensordecieron y se llevó los índices a los oídos para amortiguar el sonido.

—¡Perfecto! —palmoteo alegre Bozdil—. Ni siquiera precisas un ajuste de medida. ¡Insuperable!

—¿Eh?

Tas estrechó los ojos. Veía que el gnomo movía los labios, pero sólo escuchaba un débil susurro. «La eternidad va a resultar un poco aburrida e incomprensible vista desde aquí», se dijo para sus adentros. Sus reflexiones las interrumpió un temblor que sacudió el transparente habitáculo, como si la tierra o el edificio temblaran. Cuando la sacudida se repitió, esta vez con más violencia, la expresión de satisfacción impresa en el semblante del gnomo se tornó en desconcierto. Al instante, la sustituyó otra de cólera y, sin mediar palabra, dio media vuelta y corrió fuera de la estancia; las mangas amplias ondeaban tras él.

—¡Aguarda, Bozdil! ¿Qué ocurre? ¿Dónde vas? ¡Vuelve, no puedo salir!

Tas golpeó el cristal con los puños, impaciente.

El eco de sus gritos hizo vibrar el transparente reducto. Ignoraba lo que acontecía, pero fuera lo que fuese, tenía visos de ser muy interesante y no estaba dispuesto a perderse la diversión. El problema radicaba en cómo salir del recipiente. En sí era amplio, pero la angosta abertura apenas dejaba lugar para deslizarse al exterior. Tas estiró los brazos, asió el borde y se impulsó hacia arriba. Sacó la cabeza y los hombros, quedó atorado y, a pesar de sus forcejeos y tirones, no pasó más allá de los codos.

Irritado por el retraso, el kender se dejó caer al fondo, alzó los brazos por encima de la cabeza, se alzó de puntillas y saltó. Se quedó corto. Impertérrito, sin darse por vencido, repitió la maniobra. En esta ocasión consiguió que los hombros sobrepasaran el orificio y extendió los brazos con rapidez. Se sujetó al borde con las axilas y acto seguido se abrió camino al exterior a fuerza de retorcerse como una anguila.

En ese mismo momento, el castillo se sacudió en sus cimientos con más violencia que en las ocasiones precedentes. Tas escuchó un crujido pavoroso originado en algún lugar cercano. El recipiente, ya desequilibrado por el peso acumulado en la parte superior, se tambaleó de forma amenazadora. Tas se quedó inmóvil como una estatua, pero no ocurrió de igual modo con la vasija, cuyos balanceos aumentaron de intensidad y la llevaron al borde de la repisa sobre la que se apoyaba. En el crítico momento en que se desplomaba, el kender saltó como un resorte y aterrizó a gatas en el suelo. La vasija se estrelló contra las losas y se hizo añicos; una lluvia de fragmentos de cristal roció a Tas.

El kender comprobó con una somera ojeada que a pesar de la capa de polvo cristalino y las afiladas esquirlas, no estaba herido. De una de las estanterías tomó un paño, se sacudió las ropas, y corrió en pos de Bozdil.

El gnomo se hallaba en el corredor, de espaldas a Tas, con la mirada fija en el fondo del pasillo. Se escuchó un golpe sordo y el castillo tembló con levedad. La puerta crujió y gimió. Un instante después, la hoja de madera saltó en pedazos y una lluvia de astillas y trozos de roca del dintel cayó sobre el suelo. A través de los dentados restos, irrumpió cual furia desatada, Winnie, el mamut lanudo. A horcajadas sobre su espalda cabalgaba Woodrow, con las manos aferradas a la peluda capa del animal.

—¿Qué significa todo esto? —chilló Bozdil—. ¡Estáis en un museo, no en un palenque! ¡En nombre de la ciencia, os conmino a cesar este alboroto!

El joven humano se enderezó sobre la inestable montura.

—Nos marchamos —anunció—. Tasslehoff vendrá con nosotros.

A fin de dar más énfasis a sus palabras, Woodrow blandió con ademán amenazador la jupak del kender que enarbolaba en la mano.

—Nopermitiréqueoslollevéis —replicó Bozdil.

—Esunespécimendenuestromuseo —agregó Ligg, que apareció tras los restos destrozados de la puerta.

El gnomo asía en su mano izquierda la piel de una pequeña lagartija completa, con patas, cola y cabeza.

—Serunespécimenrepresentaungranhonor, semejanteaalcanzarlainmortalidad —barbotó el gnomo.

—No lo habéis disecado ya, ¿verdad? —inquirió Woodrow con voz estrangulada.

—Sí, habéis llegado tarde —se apresuró a responder Ligg.

El joven humano dio un respingo y tragó saliva para deshacer el nudo atravesado en su garganta.

—Comportaos con sensatez y olvidaremos esto —prosiguió el gnomo más corpulento, al tiempo que se subía las lentes posadas sobre su nariz.

Winnie sacudió la cabeza con tanta furia que obligó a Woodrow a incrementar la presión de su presa.

—No aceptaré trato alguno —declaró el mamut con firme resolución.

—¡Mira qué estropicio has causado! Al menos ayúdanos a repararlo y a limpiar los escombros —suplicó Bozdil.

—No llegamos a tiempo para salvar a Tasslehoff —sollozó Winnie, e intentó en vano que su voz no temblara—. Pero, de cualquier modo, Woodrow y yo nos vamos. He decidido no ser una mera conserva en beneficio de la posteridad. No me obliguéis a lastimaros, Ligg, Bozdil. Me tratasteis bien durante estos quince años; no obstante, me marcho. Y mi amigo vendrá conmigo. Haré cuanto sea preciso para alcanzar la libertad.

El mamut avanzó en dirección a los dos hermanos, quienes se situaron codo con codo en medio del corredor. En aquel preciso momento, Tas irrumpió en el pasillo. Captó de inmediato la furia que embargaba al mamut y temió por la seguridad de los dos gnomos, plantados con resolución a fin de obstaculizar el paso del mastodonte, que cargaba contra ellos llevado por la ansiedad de escapar junto con su amigo. El kender no lo pensó dos veces. Se escabulló silencioso tras los hermanos y puso en práctica su treta preferida: golpear las cabezas una contra otra. Los cráneos sonaron como dos cocos huecos. Los gnomos, sorprendidos, se desplomaron en brazos de Tas, quien los arrastró hasta la pared y dejó así vía libre a Winnie.

—¡Tasslehoff! —gritaron a coro el humano y el mamut al verlo—. ¡Creímos que habías muerto!

El animal refrenó la carrera para darle tiempo a asirse de la espesa pelambre y trepar por el flanco. El kender subió a la grupa y se sentó detrás de Woodrow. El mamut reanudó la precipitada carrera a lo largo del corredor.

—¡Chicos, cuánto me alegro de veros! —exclamó Tas, mientras alargaba el cuello a fin de orientarse—. ¿Por dónde se sale?

Woodrow esbozó una bobalicona sonrisa de alivio.

—No lo sabemos —dijo después—. Pero probaremos una puerta tras otra hasta dar con la que nos saque de este endemoniado lugar.

—¡Yujuuu! —exclamó alborozado Tas cuando Winnie agachó la testa y embistió una puerta.

Al disiparse la nube de polvo, entrevieron lo que aguardaba al otro lado.

—Oh, no —musitaron tanto el kender como Woodrow.

En el extremo opuesto/de la estancia se divisaba otra puerta cuyo tamaño inducía a pensar que se trataba de la salida. Entre el acceso y el mamut lanudo se interponía un felino gigantesco —un puma, dedujo Tas— atado a una cadena de diez metros sujeta a la pared.

—Media vuelta, Winnie. Encontraremos otra salida —urgió el kender.

Pero el mamut se plantó firme.

—Vamos, amigo, lo que ves ante ti es un puma —suplicó Woodrow—. Has vivido enclaustrado entre estos muros toda tu vida. No te imaginas de lo que es capaz esa bestia. Da media vuelta y buscaremos otra vía de escape.

El joven humano había subestimado al mamut. A despecho de los años de cautiverio, los instintos de Winnie se mantenían latentes; el animal cargó contra el felino, que nunca se había enfrentado a una mole del tamaño de Winnie. El puma se agazapó y se deslizó hacia un lado con movimientos furtivos en espera de saltar al flanco del mastodonte cuando la pared lo obligara a frenar la embestida. Winnie pasó a su lado como una exhalación, chocó contra la pared, y se abrió camino a través de los bloques machacados. Al otro lado lo recibió la dorada luz del sol.

¡Ni aun entonces detuvo la carrera! El mamut lanudo, fuera de sí, bajó la pendiente a saltos y dejó atrás el castillo sin importarle resbalar en la tierra suelta, mientras lanzaba al aire chillidos de alegría desenfrenada y ondeaba incansable la trompa.

* * *

Más abajo, en la ladera de la montaña, Gisella y Denzil cabalgaban en fila por una trocha sinuosa y estrecha; la enana iba adelante. Al sobrepasar la sombra proyectada por un escarpado peñasco, oteó a lo lejos y divisó la silueta de una torre recortada contra el cielo claro de la mañana. Hizo un alto y aguardó a Denzil.

Reanudaron la marcha; cuando salieron del nuevo recodo trazado en la tortuosa senda rocosa, Gisella avistó algo en lontananza y se alzó sobre los estribos a fin de disponer de mejor perspectiva. Ante sus ojos se alzaba una serie de estructuras diferentes a cuantas había visto en su vida; eran cuatro torres que se elevaban desde la escarpada pared de la montaña a diferentes niveles. Bajo las moles, se apercibía un castillo que surgía de la propia roca del farallón; o, tal vez, la montaña se había derrumbado sobre él. La enana creyó divisar dos figuras montadas en un peñasco. Luego constató que el tal peñasco era en realidad algún extraño animal enorme y lanudo. Denzil frenó su montura junto a la de Gisella y, al igual que ella, se alzó en los estribos; hizo visera con la mano y escudriñó el horizonte.

—Dos jinetes cabalgan a lomos de una bestia extraña —comentó el hombre—. Al parecer proceden de esa fortaleza. ¿Son tus compañeros?

La enana estrechó los ojos. Por fortuna tenía el sol a la espalda.

—Hay mucha distancia para afirmarlo con certeza. El que va al frente es bastante más pequeño que el otro y lo que lleva en una mano es una jupak, sin lugar a dudas. Sí, son Woodrow y Burrfoot. ¿Crees que su montura es otra figura de madera? —Gisella rio divertida de su propia broma.

Él pasó por alto la pregunta.

—Los esperaremos aquí —anunció lacónico.

—¿Te apetece que hagamos más corta la espera? —insinuó ella sonriente, mientras le acariciaba la pierna y le propinaba un azote en las nalgas.

Denzil se sentó con brusquedad y Gisella retiró la mano con presteza para evitar que se la aplastara contra la silla.

—No —replicó cortante el hombre.

Acto seguido, tiró de las riendas y dirigió al caballo fuera de la senda, tras unos arbustos desde donde vigilaría el camino. Gisella lo siguió; un ligero mohín de enfado se pintaba en su rostro.

—¿Qué te ocurre? —instó—. Durante toda la mañana te has comportado de un modo muy raro.

—Sal del camino —le ordenó él—. Ponte detrás de mí.

Acto seguido tomó la ballesta y la tensó; luego extrajo un dardo de la cartuchera atada a la silla.

—Guarda silencio y no te muevas —advirtió.

Gisella apoyó los brazos en el regazo y su gesto petulante se desvaneció y dio paso a una expresión indignada.

—¿Cuándo me alisté en tu ejército? —barbotó—. Más aun, ¿qué tramas? Ésas son las personas a las que venimos a rescatar, ¿lo recuerdas? Deja de manipular ese arma tensada y cargada o lastimarás a alguien.

—¡Herir y matar es mi especialidad! —bramó él—. Ponte detrás de mí; si no, serás la primera.

—¡Vaya! ¡Una reacción típica! —Gisella echaba chispas—. Pasas la noche con un tipo y ya se cree el amo y señor. Entérate, zopenco: Gisella Hornslager no se inclina, ni se arrastra, ni acata órdenes, y menos de un sujeto cejijunto. Por consiguiente, o empleas otro tono al dirigirte a mí o te das media vuelta y regresas solo a la aldea.

Denzil giró la ballesta de modo que el arma apuntara directamente a la enana. Ninguna emoción alteraba la impavidez de su semblante.

—Vine en busca del kender. Lo que les ocurra a los demás carece de importancia. Que vivas o mueras me tiene sin cuidado. Sé que guardas una pequeña daga atada al muslo; sácala y tírala al suelo. Escóndete y cierra el pico… o te haré callar.

Gisella se mordió el labio. ¿Soñaba? Había pasado con este hombre una noche fabulosa que, hacía un momento, ansiaba que se repitiera muchas veces más. Ahora ese mismo nombre apuntaba una ballesta contra ella y afirmaba que dispararía sin el menor remordimiento. Es más, hablaba de Tasslehoff como si el kender fuera una posesión valiosa. ¿Acaso Denzil era un cazador de recompensas? La enana comprendió que desafiarlo no era prudente, al menos por el momento. Se maldijo por ser tan impulsiva e involucrarse con un tipo al que apenas conocía. Siguió sus instrucciones, dejó caer la daga y se situó en el escondrijo, detrás de él.

Sin prestarle atención, el hombre sacó del bolsillo una tira de lienzo y la ató en torno al protector de cuero del antebrazo izquierdo, tomó un puñado de dardos de la cartuchera y los deslizó uno a uno bajo la banda de tela con firme destreza.

Con creciente horror, Gisella comprendió que Woodrow y Tasslehoff caerían en una emboscada. El heroísmo no era una de sus cualidades. Cierto que a lo largo de sus viajes se había tenido que defender en más de una ocasión, pero entre un artesano borracho o un goblin depauperado y un asesino profesional, mediaba un abismo. Dirigió una mirada ansiosa a la daga, caída en el suelo. No tenía la menor posibilidad.

* * *

Tasslehoff reía alegre.

—¿Te fijaste en la expresión del puma cuando Winnie destrozó la pared? Fue lo más divertido que he visto en mi vida. Se quedó como si hubiese mordido una mofeta podrida.

—¡No me asusté! —exclamó entre jadeos el mamut—. Pensaba que era cobarde, pero me equivoqué. Bajé la cabeza y ¡embestí!

Woodrow se giró y escudriñó el castillo que dejaban atrás.

—No nos persiguen. ¿Se os ocurre alguna razón para que actúen de este modo? Después de todo, tienen el dragón.

—Quizá sean invisibles —sugirió Tas, al tiempo que se asomaba a fin de echar una ojeada—. Tampoco los veo. Eso es lo que ocurre cuando algo es invisible, ¿no? ¿Qué opinas, Winnie? ¿Es posible que tanto ellos como el dragón se hayan vuelto incorpóreos?

El mamut reflexionó un momento. A decir verdad, sus conocimientos en esa materia eran escasos.

—Bueno, nunca los vi invisibles. ¿Prueba eso tu teoría?

—No es un indicio definitivo. Ojalá los hubieses sorprendido; ahora no tendríamos la incertidumbre.

Winnie marchaba a paso vivo y regular desde que salieran del castillo. Sin embargo, aminoró la velocidad de forma abrupta.

—Hay algo en el camino. Lo olfateo. Un efluvio diferente… De un ser vivo.

* * *

Gisella se tiraba de un mechón de pelo con aire ausente; miró a Denzil, quien, sin desmontar del caballo, sujetaba la ballesta que había apoyado en lo alto de una roca, clavada la mirada en la lejanía. La daga estaba fuera de su alcance y no disponía de otra arma con la que atacarlo. Sin embargo, fuera como fuese, aquella estúpida situación debía finalizar. De pronto se le ocurrió una idea. Era arriesgado, pero no lo pensó. Gisella espoleó su montura y agitó los brazos en el aire. Su acción cogió a Denzil desprevenido por completo.

—¡Es la señorita Hornslager! —gritó Woodrow, mientras señalaba el camino unos cincuenta metros más adelante—. ¡Nos ha encontrado! ¡Hurra!

No se había apagado el alegre vítore del joven cuando Gisella se llevó las manos al costado, el rostro contraído en una mueca de dolor. La alegría de Woodrow se tornó en horror al escuchar el alarido de la enana, quien, tras tambalearse en la silla un momento, se desplomó al suelo.

—¡Winnie, apresúrate! —instó el joven—. ¡Le ha ocurrido algo!

El mamut adelantó un par de pasos y se detuvo.

—Ignoramos lo que se esconde ahí —susurró atemorizado.

—¡Es la señorita Hornslager! ¡Está herida!

Woodrow pasó la pierna por encima de la grupa de Winnie y se deslizó al suelo. En el mismo momento en que caía tras el costado lanudo del mamut, el zumbido de un proyectil rozó a Tas y atravesó el espacio que un momento antes ocupaba el joven humano. El kender había escuchado ese sonido en bastantes ocasiones para reconocerlo en el acto.

—¡Una ballesta! —chilló, y se aplastó contra el lomo de Winnie. Tas alzó la oreja del mamut y le habló—. ¡Embiste, Winnie. Si retrocedemos nos cazará como a conejos! ¡Adelante!

El inmenso animal dudó un momento; luego, sacudió la peluda testa, y se lanzó camino abajo. La aceleración fue tan brusca que faltó poco para que Tas se fuera de bruces al suelo. El kender se aferró con todas sus fuerzas a la espesa pelambre del mamut, que galopaba con furia desatada.

Al alcanzar el punto donde Gisella yacía inmóvil, Tas vislumbró un rostro tras una ballesta apoyada en lo alto de una roca. Un instante después se repitió el zumbido y el kender percibió un ligero tambaleo en la marcha de Winnie. Bajó la vista y descubrió un astil adornado con plumas que sobresalía del lanudo costado del animal, a escasos centímetros de su muslo. No obstante, Winnie no frenó la carrera y unos momentos después salvaron la distancia que los separaba del escondrijo del asesino.

Una vez disparado el tercer dardo, Denzil soltó la ballesta y desenvainó la espada, un arma pesada de hoja curva. El extremo metálico de la jupak se precipitó vibrante sobre su cráneo; Denzil detuvo el ataque con la cimitarra y el acero arrancó un trozo del astil de madera. Sin embargo, no le resultaría fácil llegar al kender ya que la alzada del mamut aventajaba al menos en metro y medio a la de su caballo. La ventajosa posición del kender limitó la actuación de Denzil a rechazar un ataque tras otro mientras su montura retrocedía poco a poco.

Woodrow llegó por fin junto a Gisella. El caballo de la enana piafaba nervioso a unos cuantos metros. El joven clavó la rodilla en el suelo y con sumo cuidado giró el cuerpo de la mujer. Entonces vio el pequeño orificio rojo marcado en el jubón, justo debajo de la axila. Disparado a tan corta distancia, el dardo de la ballesta se había enterrado por completo en el costado de Gisella. Dominó a duras penas su agitación, y apoyó el oído en el pecho de la enana. Después acercó la mejilla a los labios exangües, con la esperanza de percibir el más mínimo aliento.

Pero no sintió nada.

Woodrow se giró y vio a un hombre fornido que montaba un horrendo caballo —un ser de pesadilla—, enzarzado en una enconada pugna con Tasslehoff. La espada del hombre no era lo bastante larga para alcanzar al kender, subido a lomos de Winnie, y éste tampoco se aproximaba lo suficiente al encrespado caballo para que los golpes de Tas resultaran efectivos.

El joven soltó el cuerpo de la enana y se lanzó a la reyerta, con la mano crispada en torno al puño de la daga de Gisella, que había recogido en el camino. Al tiempo que Tas amagaba un nuevo golpe, Winnie alargó la trompa y la enroscó en torno a la pierna de Denzil; un seco tirón bastó para que sacara el pie del estribo y perdiera el equilibrio. Al percibir esta brecha en la defensa de su enemigo, Tasslehoff blandió su jupak a modo de lanza y arremetió directo al pecho de Denzil. La afilada punta metálica lo golpeó en mitad del plexo solar y vació sus pulmones. Él hombre se tambaleó y resbaló por el costado de la montura. Armado con la daga de Gisella, Woodrow arremetió contra él y clavó la hoja hasta la empuñadura. El cuerpo del hombre se desplomó en el suelo. La sangre teñía de rojo la daga que empuñaba Woodrow.

Tas se disponía a desmontar cuando el joven humano regresó junto al mamut y trepó por el costado del animal.

—¡En marcha! —barbotó—. ¡Alejémonos antes de que los gnomos nos alcancen! No les habrá pasado desapercibido el alboroto.

—¡Oh no, no quiero que me capturen! No lo soportaría —gimió Winnie, al tiempo que se lanzaba a la carrera.

—¡Alto! —gritó Tasslehoff—. ¿Quién era ese tipo? ¿Qué pasa con Gisella? ¿No la esperaremos?

—¡Gisella está muerta! —aulló descompuesto el joven, mientras luchaba por contener las lágrimas—. ¡También el hombre que nos atacó!

El kender se quedó anonadado.

—¡No! —gritó después—. ¡Gisella no puede haber muerto! ¿Cómo lo sabes?

—¡Está muerta, Tas! —sollozó Woodrow—. Un dardo le atravesó el costado. El hombre con el que luchabas era su asesino y le apuñalé cuando caía a causa del golpe que le propinaste. ¿Ves? ¡La daga de Gisella aún está manchada de sangre! ¡Por favor, Tas, salgamos de aquí! —suplicó—. No haremos nada por ellos, por lo tanto será mejor que escapemos cuanto antes.

—Tiene razón —intervino Winnie, afligido por el pesar de sus amigos—. Si nos detenemos, Bozdil y Ligg nos alcanzarán.

—¡Me importan un bledo los gnomos! —chilló Tas—. ¡No la dejaremos tirada en el camino! ¡Detente, Winnie! ¡Da la vuelta!

Pero el mamut no hizo caso y trotó ladera abajo.

—No, Tasslehoff. No lo haré. ¡Es demasiado arriesgado! Los gnomos…

—¡Un kender jamás abandona a sus amigos! —gritó angustiado Tas.

Tan rápido que a Woodrow no le dio tiempo para reaccionar, el kender pasó la pierna sobre el lomo del mamut, se deslizó por el flanco y rodó por el suelo para amortiguar la caída. En un abrir y cerrar de oíos se había puesto de pie y corría ladera arriba hacia el punto donde yacía Gisella.

A Woodrow le temblaban las manos cuando intentó frenar la marcha de Winnie. Hasta la última fibra de su ser le urgía a abandonar aquel lugar, pero Tasslehoff era su amigo y aunque carecía de arrestos para regresar al escenario de la lucha, no se marcharía sin él.

Cuando el kender llegó junto al cuerpo de Gisella, se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas nublaron sus ojos. El caballo de la enana se acercó a Tas y éste lo cogió de las riendas. A diez pasos del cadáver de la enana, yacía el hombre que había disparado contra ella. Su caballo se encontraba junto a él, como guardándolo y resopló y piafó al aproximarse Tas al lugar de los hechos. Cuando el kender vio la herida en el costado de Gisella, supo con certeza que estaba muerta. Hizo acopio de fuerza, alzó con delicadeza el cuerpo de Gisella Hornslager en sus brazos y lo cargó sobre la silla de la montura.

Abatido, arrastrando los pies, Tas dio media vuelta y condujo al caballo de Gisella, cargado con su cadáver, de vuelta hasta donde Woodrow y Winnie esperaban impacientes. Ninguno rompió el pesado silencio mientras el kender ataba las riendas del corcel a la cola del mamut, subía por su flanco y se sentaba detrás del joven. Mientras descendían hacia el este por la ladera de la montaña, la mente de Tas se aisló de cuanto lo rodeaba y evocó el característico redoble de tambor, monótono y solitario, de los funerales kenders.

No volvieron la vista atrás.

De hacerlo, habrían advertido que, en la polvorienta trocha cercana a la fortaleza de los gnomos, la forma yacente del corpulento humano se movía.

* * *

Los rayos plateados de la luna bañaban el bosque cuando dieron sepultura a la enana de cabello llameante. El lugar elegido era un claro desde el que se escuchaba el murmullo cantarín de un arroyo cercano. La voz de Tas se quebró al entonar los compases de la canción fúnebre kender.

·

· Antes de lo esperado, la primavera volvía.

· El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.

· El aire, impregnado de aromas de hierbas y flores,

· la cálida caricia del sol recibía.

·

· Siempre, antes, podía explicarse

· de la tierra la creciente oscuridad,

· cómo la lluvia, en su voluptuosidad,

· engendraba helechos donde posarse.

·

· Mas ahora todo aquello olvido,

· cómo sobrevive una veta de oro,

· cómo la primavera ofrece sus tesoros.

· De la vida reniego, y también del nido.

·

· Ahora recuerdo la invernal estación;

· y el otoño, y el calor del estío,

· dejan paso en la noche de mi ser baldío

· a una negrura que empaña el corazón.

·

—Me alegro de que Fondu no vea esto —dijo Woodrow—. ¡Cuánto mejor está en Rosloviggen, deambulando y alborotando por toda la aldea!

El joven se enjugó una lágrima. Luego colocó uno de los mechones del refulgente cabello de Gisella y limpió el polvo pegado a las pálidas mejillas; a ella le preocupaban mucho esos pequeños detalles.

La jupak de Tas fue el sencillo mojón clavado en la cabecera de su tumba.

—Iremos a Kendermore… por Gisella —anunció el kender con voz solemne.