16

—No esperará en serio que crea que esto es seda, ¿verdad? —se mofó Gisella, mientras desechaba una pieza de tela verdeazulada, con una expresión de aburrimiento impresa en su maquillado semblante.

—Pues lo es —afirmó el velludo y viejo enano, quien levantó la pieza de tejido y acarició amoroso una punta—. Observe que apenas presenta imperfecciones —insistió, al tiempo que arrancaba un pequeño nudo de la trama—. En ningún tejido de algodón encontrará un acabado tan magistral.

Gisella sabía que el enano tenía razón, que el algodón era mucho más burdo y a menudo presentaba más fallos en los hilos, lo que los profesionales conocían por «mechones». Ansiaba aquella pieza sobremanera. La textura suave y ligera de esta seda sería como una caricia en su blanca piel y el vivo matiz realzaría a la perfección su radiante cabello rojizo. Se imaginó a sí misma con un vestido verdemar, largo y ajustado; sin mencionar la circunstancia de que vendería el resto de la pieza con un substancial beneficio. Tal agrado le produjeron las imágenes recreadas en su mente, que la enana sonrió como un gato tendido al sol. Con todo, no pagaría el precio pedido por el comerciante.

Había embaucado a este viejo enano dentudo, pero temía llevarlo al límite de su paciencia e inicial ardor pasional.

Quería, anhelaba aquella pieza de tela.

—Está bien, tres monedas de acero, pero ni un céntimo más —ofreció anhelante.

—Tres y media —propuso él, con un ligero cabeceo.

—¡Vendido! —exclamó Gisella, y apretó la tela contra su pecho.

No había sido uno de los mejores tratos de su vida, pero el tejido valía el precio acordado. Ahora tan sólo restaba convencer al viejo para que le aceptara un crédito hasta que encontrara el medio de hacerse con dinero en efectivo. Se humedecía los labios para preparar el siguiente acto de su representación, cuando escuchó los chillidos.

¡Woodrow y Burrfoot! Los recordó de súbito y giró veloz sobre sus talones. No estaban en el tenderete. El clamor se reiteró y miró hacia el artefacto que el barón había llamado carrusel. Los enanos huían espantados en todas direcciones como trolls amenazados por el fuego; los que estaban en el artilugio se apeaban de un salto de la plataforma y corrían para salvar el pellejo. Entre las figuras del carrusel quedaba un hueco, como si una de ellas hubiese sido arrancada de raíz. Se sucedieron los gritos de terror y la enana se percató de que más y más gente miraba a lo alto; por lo tanto, ella también alzó la vista.

La codiciada pieza de tela se deslizó entre sus dedos inertes y cayó al suelo polvoriento. Gisella no daba crédito a sus ojos.

Tasslehoff Burrfoot planeaba y bajaba en picado sobre la villa a lomos de una criatura roja y alada que guardaba una vaga semejanza con los legendarios dragones, a no ser por la barra que lo atravesaba. Un joven humano —su joven humano, constató estupefacta—, colgaba de la restallante cola de la criatura y se zarandeaba en el aire como la serpentina de una cometa.

—¡Tasslehoff Burrfoot, regresa ahora mismo! —voceó la enana pelirroja, mientras echaba a correr hacia el carrusel. Amenazó con el crispado puño al cielo—. ¡Y tú también, Woodrow! ¡Te ordené que lo vigilaras! ¡Estás despedido!

¿De dónde diablos había salido aquella bestia roja?

—Ohvayavayavayavaya —gimió una voz cercana—. ¿Dóndetendréeseanillo?

Gisella bajó la vista y vio a un gnomo calvo, vestido con pantalones amplios, una larga bata blanca, guantes de cuero negro que ocultaban sus manos y unos anteojos colgados al cuello con un cordón. Él hombrecillo rebuscaba desesperado en todos y cada uno de sus bolsillos y les daba la vuelta.

—¿Eres el propietario de este artilugio? —inquirió y, sin aguardar respuesta, prosiguió—. No sé qué demonios ocurrió, pero te hago responsable. ¿Adónde lleva esa cosa a mis amigos? —preguntó mientras lo aferraba por la pechera.

—¡Ajaa! —El gnomo se escabulló de su garra y enarboló con ademán triunfal un pequeño anillo—. Meencantaríaexplicárselotodo, enespecialconlaposibilidaddecomenzarpordondemeparezca, peronotengomásremedioquemarcharme.

El inventor alzó con gesto diestro los anteojos y se los ajustó sobre los ojos; de inmediato, sacó el dedo pulgar por un agujero practicado en el guante.

—Talvezenotraocasión —añadió.

Veloz como el relámpago, insertó el anillo en el dedo, apretó con fuerza los ojos, y ¡desapareció!

Gisella dejó caer la mano. Giró sobre sí para escudriñar la apiñada muchedumbre, pero no atisbó rastro del gnomo. Levantó la vista al cielo y contempló el ahora lejano punto oscuro que eran Tasslehoff y Woodrow.

Justo entonces divisó a un enano de cabello y barba rubicundos que vestía uniforme y estaba haciendo la ronda. En su deambular ostentoso y engreído, el soldado se acercó hasta donde se encontraba la mujer.

—Disculpe, coronel —comenzó Gisella.

Las mejillas del enano se sonrojaron bajo la barba.

—Sólo soy capitán, señora —respondió, en tanto recorría la figura de ella con una mirada apreciativa.

—Maravilloso. Me preguntaba si sabría indicarme dónde vive el gnomo dueño de este carrusel —pidió insinuante, lo que provocó de nuevo su sonrojo.

—De forma oficial, no, señora, no podría. Sé de una torre enclavada en las montañas, hacia el éste, pero desconozco la identidad del propietario. Sería mejor que preguntara a las autoridades encargadas de los festejos, pero sus oficinas estarán cerradas durante las Fiestas de Octubre.

—¡Alguien conocerá su paradero! —explotó.

—Sin duda —respondió el oficial—, pero los archivos permanecerán cerrados durante tres días.

—¡Una de las criaturas del carrusel echó a volar y se llevó a mis amigos, y todo lo que se le ocurre es que espere tres días para averiguar dónde vive ese gnomo!

—Me temo que sí, señora —se disculpó el soldado—. Pero, podría enviar a una patrulla tras ellos.

Gisella sonrió de oreja a oreja y le palmeó la espalda.

—¡Esto toma otro cariz! —exclamó.

—Pero no saldrán hasta dentro de tres días. El primer escuadrón lleva diez jornadas de rastreo por el sur en una marcha que durará tres semanas. El segundo partió anoche, rumbo al éste, y regresarán en tres días.

—¡Pero es una emergencia! Ordene que den media vuelta o como sea que lo llamen ustedes, los militares.

—Me temo que no tendría sentido, señora. —El capitán se mostró compungido—. Cuando alguien los alcanzara para traerlos de vuelta, la patrulla, según las instrucciones programadas, habría emprendido el regreso de igual modo. Si desea presentar una protesta…

—Olvídelo, cabo. ¡Ya me las arreglaré sola!

El oficial saludó a la encolerizada enana y emprendió una retirada precipitada.

—¡Maldición! —barbotó Gisella, al tiempo que pateaba el suelo.

¿Y ahora, qué? No se quedaría tres días de brazos cruzados.

—Disculpe, señora, no le vendría mal un poco de ayuda ¿no? —sugirió una profunda voz masculina.

La enana levantó la vista irritada. De súbito sus ojos se abrieron en una mirada apreciativa y dejó escapar un suave suspiro.

El que había hablado era un humano alto y bien musculado. Los rasgos del rostro eran firmes: mandíbula cuadrada, barbilla prominente, como si los huesos hubiesen sido cincelados en frío mármol, los ojos —que también la observaban de forma taxativa—, profundos y oscuros, con una expresión algo hosca y desafiante que la enardecía, el bello castaño oscuro, fuerte, casi crespo. Sus ropajes —túnica de color verde oliva, polainas de un tono pardo claro, botas de cuero de media caña y armadura brigantina— eran de buena calidad e impolutos.

El único rasgo que merecía algún reparo —y eso que su examen había sido crítico—, era la nariz. No es que estuviera mal, se dijo la enana, sino que no era perfecta. Ancha y algo grande, y un poco respingona, le confería una cierta apariencia porcina.

—¿Señora? Me llamo Denzil, a su servicio —dijo y alargó la mano.

Las pupilas de Gisella se alzaron aturdidas de los bíceps al severo rostro.

—¿Eh? —balbuceó, en presencia de tal magnificencia física—. ¡Ah, hola! Soy Gisella Hornslager.

Alargó la mano y contuvo el aliento cuando los labios del hombre rozaron sus blancos dedos. Soltó una risita nerviosa, de colegiala, y apartó la mano con reticencia. Luego, parpadeó con gran coquetería.

—¿Sólo Denzil?

—¿Es preciso más?

—¡N… no! —tartamudeó, cogida por sorpresa—. Simple curiosidad.

—Entonces, ¿aceptará mis servicios? Escuché el problema que la aqueja.

La pelirroja enana se sonrojó complacida.

—¿Eran amigos suyos los que montaban en aquella monstruosidad?

—Sí y no. Woodrow es mi asistente. El kender una mercancía. Iba a entregárselo a un cliente.

—¿Así que el vuelo no era algo planeado?

Ella resopló de un modo muy poco elegante.

—No por mí, al menos.

Reflexionó un momento sobre aquel detalle. Su joven ayudante era demasiado simple, ingenuo y leal para concebir semejante plan; y el kender, en exceso frívolo.

»Lo más desconcertante en todo este asunto es que nadie se ha tomado la molestia de investigar la desaparición. ¡No he logrado que salga una patrulla en su busca antes de tres días! ¿Acaso para esta gente no es inusual que un animal de madera eche a volar? —concluyó, al tiempo que dirigía una mirada desafiante a la despreocupada muchedumbre.

—A nadie le sorprende que el funcionamiento de un invento gnomo sea una pifia. —La voz de Denzil rezumaba sarcasmo.

Gisella enarcó las cejas en un mudo gesto de asentimiento.

—He de encontrarlos. Sin duda habría sonsacado alguna información del gnomo del carrusel de no haber desaparecido en mis narices.

—Tal vez se fue en busca de sus… eh… amigos, para traerlos de vuelta —sugirió el hombre.

La enana negó con un enérgico cabeceo.

—No correré el riesgo. Tengo que entregar a Burrfoot en Kendermore dentro de una semana y, si para lograrlo he de buscarlo y traerlo yo misma, ¡lo haré!

—Debe de significar mucho ese kender para usted cuando arriesgaría su vida para rescatarlo.

Gisella estalló en jocosas carcajadas.

—No es que él me importe. Representa una buena suma de dinero, eso es todo. Y, por supuesto, no tengo intención de jugarme la vida en el empeño.

—En tal caso, permítame que la ayude —insistió Denzil—. Las montañas no son un lugar seguro para una dama sola. Nunca se sabe lo que se encontrará en ellas.

La enana abrió los ojos de modo desmesurado, primero sorprendida y enseguida con complacencia. No sería ella quien dijera a su nuevo y atractivo amigo que se había pasado media vida viajando sola.

—No dispongo de dinero para retribuirte por el tiempo que pierdas en acompañarme —dijo con una actitud coqueta—. Quizá lleguemos a otra clase de acuerdo conveniente para ambos —agregó y esbozó una sugestiva sonrisa que despejó cualquier duda sobre la índole de su oferta.

—Jamás necesité traficar esa clase de relaciones —replicó él sin ninguna jactancia—. De cualquier modo, no espero pago alguno por este favor. Seguía la pista de alguien que tiene en su poder un mapa que necesito y las huellas me trajeron a Rosloviggen. Ahora, apreciaría un poco de compañía… y un nuevo misterio.

Gisella le dedicó su sonrisa más seductora, y el hombre se la retribuyó. La enana percibió, no sin cierto pesar, que el gesto del humano no tenía eco en sus pupilas imperturbables, algo que ella siempre buscaba en los varones con quienes trataba. No obstante, el hecho de que estuviera dispuesto a ayudarla sin esperar algo a cambio compensaba la frialdad de sus ojos.

—No nos demoremos —instó Denzil—. Mi caballo está a la entrada dé la plaza. Cabalgaremos hasta su alojamiento, recogeremos sus cosas, y llegaremos a las montañas antes del mediodía.

Gisella no hizo caso a las llamadas del comerciante de tejidos; de cualquier modo, tampoco disponía de dinero con el que pagarle. Fue en pos de Denzil hasta los establos, justo a la salida del recinto ferial. El hombre salió de las caballerizas con el corcel más grande y negro que Gisella había visto en su vida.

Había algo en aquel animal que la desazonaba. Los ollares exhibían un inusitado color rojizo y los efluvios de la agitada respiración semejaban chorros de vapor al entrar en contacto con el fresco aire de la montaña. Daba la impresión de que la energía vital del animal la generaran carbones ardientes. El caballo, muy nervioso y agitado, pateó el suelo. Distendió los vibrantes belfos, como si relinchara, pero no se produjo sonido alguno y, cuando empezó a caminar, los cascos no arrancaron de los adoquines el lógico trapaleo. Un espeluznante vacío de silencio envolvía al equino.

El dueño del establo se retiró presuroso mientras contaba las monedas que Denzil había puesto en su mano, en tanto que éste subía con un salto fácil y diestro a la silla y daba unas cariñosas palmadas en el cuello del monstruoso caballo. Luego tendió la mano a la pelirroja enana. Gisella permaneció con los brazos caídos, sin intención de asirla.

—¿Es mágico? —inquirió titubeante.

—Sí —respondió él, lacónico—. Scul es una criatura de la noche, producto de una pesadilla. Déme la mano y la ayudaré si está asustada.

—No temo a nada —replicó ella de manera rotunda.

Aun así, se asió de su mano. El hombre la izó y la puso tras él sin ningún esfuerzo. Estremecida, apenas sin aliento, le indicó el camino que conducía a casa del barón.

La enana enlazó los brazos en torno a la cintura de Denzil y se recostó en la musculosa espalda. Respiró plena, hondamente, y se impregnó del familiar olor varonil a cuero, sudor y otro aroma desconocido… propio de Denzil. Gisella apretó la mejilla en el hueco creado por los omoplatos del hombre y desechó cualquier idea inquietante.

A despecho de la intimidante apariencia del tenebroso corcel, el trote del animal era el más suave de los experimentados por la enana hasta aquel momento. La sensación de cabalgar sobre Scul era como hacerlo sobre una nube… una gélida nube tormentosa. No sólo al tocarlo con la mano, sino incluso a través de la gruesa silla, el tacto del animal, frío como la muerte, traspasaba. Gisella se acurrucó contra Denzil y suspiró feliz mientras cabalgaban.

—Hemos llegado —le oyó decir; las palabras retumbaron en la caja torácica. La enana levantó la cabeza de mala gana. Sabía que tanto el barón como su esposa estarían ocupados todo el día con compromisos oficiales del festival y ordenó a uno de los sirvientes que preparara su montura. Entretanto subió a sus aposentos y se vistió con uno de sus trajes de viaje más indiscretos: un jubón de piel de becerro bajo el que no llevaba blusa y un pantalón cerrado con cordones cruzados. Reunió el resto de sus pertenencias y regresó presurosa a la puerta principal. Dos de los mozos de cuadra del barón flanqueaban su montura, ensillada y puestas las riendas, y trataban por todos los medios de tranquilizar al animal, que no cesaba de resoplar por los dilatados ollares y tenía los ojos desorbitados. Cada vez que atisbaba a aquella criatura de pesadilla, sacudía arriba y abajo la cabeza y pateaba el suelo.

—Pronto se calmará —anunció Denzil—. Todos lo hacen.

Sin más, dio media vuelta y salió al trote; atrás quedaba el patio de la casa del barón. Gisella lo siguió, en tanto se preguntaba qué le tendría reservado el destino en las horas venideras.

Ascendieron por la montaña sobre una crujiente alfombra de aromáticas pinochas y cabalgaron hasta muy entrada la tarde. Las sombras alargadas penetraban hasta el suelo a través del tupido dosel de la floresta que apenas dejaba pasar la luz solar. No soplaba la más ligera brisa y las ramas estaban inmóviles. No se escuchaba el trinar de los pájaros. Gisella fue consciente de la creciente quietud que flotaba en el aire y lo atribuyó a la presencia del negro corcel, aunque no supiera explicar el porqué de su deducción.

Al fin, se detuvieron en un reducido claro; la enana se estremeció a causa del frío y del ominoso silencio.

—¿Cómo buscaremos esa torre en el lugar adecuado? —preguntó.

—De ningún modo —replicó él con parquedad—. No aparté los ojos del dragón hasta que fue un punto distante en el cielo, y seguimos la dirección correcta. —Frunció el entrecejo al otear el astro, que se hundía tras las cumbres—. Acamparemos aquí esta noche.

El hombre desmontó y musitó unas cariñosas palabras al oído del nervioso Scul. El caballo se alejó al trote hasta un cercano árbol y se puso a pacer.

—Un buen truco —dijo Gisella con evidente admiración y alargó las manos con aire remilgado.

Denzil las tomó y ayudó a desmontar a la enana.

—Scul y yo tenemos un pacto —aseveró con aire misterioso.

Dio la espalda a la enana y se hizo cargo de los preparativos necesarios para instalar el campamento. Abundaban la pinocha y las ramas secas en el entorno, y no pasó mucho tiempo antes de que se alzaran las alegres llamas de una hoguera en el centro de un círculo de piedras. Tras sacudirse las manos para librarse del polvo y la pinocha, Denzil hurgó en sus alforjas hasta encontrar unos paquetes con tasajo y frutas que constituirían la cena. Entonces, al concluir estas tareas, se dio vuelta y descubrió que Gisella había desaparecido.

La cólera, única sensación que el hombre manifestaba, tiñó de rojo sus mejillas.

Sin embargo, al cabo de unos momentos, la enana apareció entre los árboles que circundaban el claro. Se cubría con un ligero paño rojo e iba descalza.

—Encontré un pequeño regato no muy lejos. El agua estaba horriblemente fría, pero… —comenzó a decir.

El hombre se acercó a ella en dos zancadas, la aferró por la muñeca y le propinó un violento tirón.

—No vuelvas a hacerlo —barbotó encolerizado.

La sonrisa de Gisella se desvaneció.

—Me ausenté sólo unos minutos. De cualquier modo, ¿quién ha dicho que seas el jefe? —Trató de liberarse de la garra—. ¡Eh, me lastimas!

Los fuertes dedos del hombre le presionaron la muñeca hasta marcarle la piel con unas oscuras huellas. La enana reprimió a duras penas un gemido, y tiró una vez más; Denzil soltó su presa, Gisella, muda por la sorpresa, lo contempló en silencio mientras se frotaba las magulladuras.

—Tu pequeña aventura fue una imprudencia peligrosa. Nunca se sabe con lo que uno se topará —o lo que caerá sobre ti— en medio de un bosque. —Fue toda la explicación a su actitud.

El enfado y la perplejidad de la enana remitieron en cierta medida. ¿Acaso este apuesto humano se había preocupado por ella? Alzó orgullosa la barbilla, se arrebujó en el lienzo y colocó un cubo cerca de la hoguera para sentarse.

—¿Qué hay de cena? —inquirió; mantenía las distancias con el tono de voz.

Denzil arrojó sobre la enana un envoltorio de tela que guardaba raciones secas. Ella lanzó una somera ojeada al poco apetitoso alimento y lo hurgó con curiosidad. Aunque su aspecto era poco prometedor, parecía sano. Además, no había probado bocado desde el desayuno. Se encogió de hombros y poco después masticaba abstraída una loncha de tasajo que aromatizó con pensamientos picantes sobre Denzil.

Al rato, el hombre se acomodó en uno de los lechos de mantas que había extendido junto al fuego y se limpió los dientes con un afilado palito. Con la mirada prendida en las llamas, al fin, el nombre rompió el pesado silencio.

—Ésta noche me recuerda uno de mis poemas preferidos. ¿Te gusta la poesía?

Sin aguardar respuesta, empezó a recitar con voz reverente; las palabras brotaban de sus labios en oleadas impetuosas.

·

· Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones

· donde crecemos en lugar de marchitarnos.

· Nuestros árboles son verdes,

· dan frutos maduros que nunca caen; los traslúcidos torrentes,

· lagos de cristal, infunden placidez a nuestros corazones.

·

· Bajo estas ramas ceden de buen grado las maldiciones,

· en las lindes quedan los cantos de las aves,

· del amor la historia,

· junto a la fiebre del duro quehacer, las flaquezas de la memoria.

· Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones.

·

· Y la luz sobre la luz, para expulsar la negrura, se vierte.

· Bajo las ramas no existe la sombra, la sombra se ha olvidado

· en la tibieza del sol y de las hojas el olor perfumado,

· donde crecemos en lugar de marchitamos,

· y los árboles son verdes.

·

· Reina aquí la paz, la música se impone al silencio existente

· en esta frontera imaginaria del mundo, donde la claridad

· completa los sentidos y prevalecen la verdad,

· los frutos maduros que nunca caen y los traslúcidos torrentes.

· Se secan las lágrimas de nuestros ojos, ya no son aguijones.

· O fluyen en callados riachuelos que invitan al sosiego.

· El viajero se abre al aire húmedo, cálido, casi veraniego,

· lago de cristal que infunde placidez a nuestros corazones.

·

· Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones

· donde crecemos en lugar de marchitarnos.

· Nuestros árboles son verdes,

· dan frutos maduros que nunca caen; los traslúcidos torrentes,

· lagos de cristal, infunden placidez a nuestros corazones.

·

Denzil concluyó el poema y suspiró. Con las pupilas clavadas en las danzantes llamas, agregó con voz solemne.

—«Canto de los pájaros del Bosque de Wayreth», de Quivalen Sath.

Gisella contempló el férreo perfil del rostro masculino. ¡Qué contradictorio era este hombre! Tan violento y tan sensible a la vez. Un cúmulo de sensaciones arrolladoras se agitó en lo más hondo de su ser y brotó como río de lava hasta su garganta, y la constriñó. Sólo conocía una clase de respuesta a semejante estado emocional.

Se inclinó hacia adelante, cogió el rostro de Denzil entre sus manos, y aplastó sus labios contra los de él. Sorprendido, el hombre intentó apartarse, pero ella no se lo permitió y lo inmovilizó con el empuje de su beso, hasta que notó que su cuerpo perdía la tensión. Entonces los brazos de él la rodearon y estrecharon el cerco de manera progresiva con tal firmeza que Gisella creyó que los pulmones le estallarían en el pecho.

Le gustaba la sensación de ser poseída y no opuso la menor resistencia. Por el contrario, lo empujó hasta que el hombre quedó de espaldas, rodó sobre su pecho, y dejó que el lienzo con que se cubría se deslizara al suelo.