Woodrow vio que el dragón extendía las alas bajo el kender. «Ésa cosa sólo se llevará a Tasslehoff si pasa sobre mi cadáver», se dijo, de forma maquinal. Al instante, mientras saltaba hacia adelante y obligaba al centauro a agachar la cabeza, se arrepintió de haber elegido aquellas palabras. El joven se aferró desesperado a la cola ondulante del reptil. Las ásperas escamas y las punzantes púas se le clavaron en la carne, pero no cejó en su empeño, espoleada su determinación por la idea de que Gisella se enfurecería si permitía que se llevaran al kender.
El tamaño del dragón pareció aumentar conforme batía las inmensas alas y se remontaba más y más en el aire. Unos momentos después, cuando Woodrow recobró el juicio, era demasiado tarde para saltar. Se agarró con todas sus fuerzas a la cola enorme y restallante.
Para entonces, Tasslehoff, recobrado del pasmo inicial, se había sentado en la silla y brincaba y azuzaba a la bestia con los talones mientras ésta se encumbraba en el cielo azul. De repente, el reptil se balanceó y las alas dejaron de batir. Se estabilizó el ascenso y el hocico de la criatura apuntó hacia la izquierda, tras lo que inició un sobrecogedor descenso de regreso al recinto ferial. Tasslehoff chilló, Woodrow gritó, y el aullido del viento rugió en los oídos de ambos. El largo copete del kender azotó el rostro del joven humano y habría obstaculizado su visión… de haber tenido abiertos los ojos; pero Woodrow había cerrado los párpados con tanta o más fuerza con que se agarraba a la cola del dragón.
Bajaron más y más rápido, en dirección al carrusel. Los enanos se dispersaron en todas direcciones cuando vieron a la terrible bestia caer a plomo sobre ellos. En el último momento, el dragón salió del picado y cruzó como una exhalación el espacio verde del recinto, levantando a su paso una nube de hojas secas y polvo.
Tasslehoff había divisado al menudo gnomo, que brincaba y bailaba como un poseso, cerca de los controles del artefacto.
—Presumo que funciona como se supone ha de hacerlo —chilló el kender, sin dirigirse a nadie en particular.
A escasos centímetros del suelo, el dragón extendió las alas y alzó el vuelo en una remontada casi vertical. Tas rodeó la silla con los brazos para no caer hacia atrás.
Un grito desgarrador a su espalda le descubrió que no era el único embarcado en la aventura de aquel vuelo desenfrenado. Se dio vuelta sobre la silla y vio a Woodrow, pálido cual una mortaja elfa, aferrado a la cola del reptil. Justo detrás del joven humano estaba el suelo, que se alejaba a una velocidad alarmante, y Gisella, que gritaba al gnomo mientras agitaba el índice frente a sus narices.
—¡Woodrow! ¿Qué haces en el dragón? —voceó el kender—. ¡Eh, Gisella parece mucho más pequeña vista desde aquí! ¡Es estupendo, ¿no crees?!
Pero su joven amigo no le respondió, sabedor de que si abría la boca, lanzaría un alarido, por lo que se limitó a asentir con un enérgico cabeceo. De repente, sintió que giraba sobre su espalda. Demasiado aterrorizado para seguir con los ojos cerrados, entreabrió un párpado a fin de ver qué era lo que ocurría. Avistó el lomo del dragón, a Tasslehoff (quien al parecer se había vuelto loco a causa del terror), y el cielo, que giraba a toda velocidad de arriba abajo hasta ser sustituido por el suelo. Sólo que el suelo parecía estar ahora sobre su cabeza. «Si no grito, vomitaré» —pensó Woodrow—, «y no sé hacia dónde caería». Abrió la boca, pero tan sólo exhaló un ronco gañido.
—¿Qué decías? —preguntó Tas a voces.
Al tiempo que el kender se echaba hacia atrás en la silla, el reptil acabó de realizar el tonel y una vez más se zambulló en vertical hacia la feria.
—¡Vamos, Woodrow, relájate! —voceó Tasslehoff mientras tiraba de la camisa del joven.
El dragón recuperó una trayectoria horizontal a tres metros del suelo y se lanzó como una flecha hacia una calle estrecha abarrotada de edificios a ambos lados. Giró en una esquina, barrió con la punta del ala una fila de jardineras que se precipitaron desde el balcón, y luego subió justo lo preciso para sobrevolar rozando los tejados y pasar entre las chimeneas en un zigzag rasante.
—¡Esto es aún más divertido que cruzar por encima de una catarata! —clamó alborozado el kender—. ¡Qué viaje! ¡Ése gnomo es un genio! ¡Allá vamos otra vez!
El dragón inició una remontada firme y constante; las alas batieron a un ritmo regular. Pasó el tiempo y no se produjo la zambullida en picado ni el giro de tonel que esperaba Tas, sino que la bestia se elevó en el aire. El kender miró sobre su hombro y dejó escapar un prolongado silbido.
—Sin duda hemos cubierto una buena distancia. Apenas se divisa Roslovinggen.
—¿Dónde estamos?
Aquéllas eran las primeras palabras que Woodrow articulaba desde que saltara sobre la cola del dragón, que al joven le parecía siglos atrás.
—No lo sé, pero seguro que volamos muy alto —dijo el kender con tono objetivo.
Como si sus palabras hubiesen sido una señal, el reptil inició un abrupto picado lateral, giró a la derecha, y descendió en espiral hacia las montañas. Al cabo de unos momentos, Tas oteó la silueta de un torreón, perfilada contra el blanco fondo nevado. Entonces divisó otro torreón que sobresalía de la cara vertical del precipicio y, enseguida, otras tres construcciones, la cuadrada estructura de una torre de homenaje, y lo que parecía la parte delantera de un castillo construido en la ladera del risco.
El reptil planeó y aterrizó en lo alto del segundo torreón. Tas giró el torso y contempló a Woodrow, quien levantó la cabeza y le devolvió la mirada a través de unos párpados tan hinchados como si despertara de un largo sueño. Ambos parpadearon al examinar el entorno.
El piso de la torre donde había tomado tierra el dragón era liso y lo cercaba un muro de unos sesenta centímetros de alto. El torreón en sí era cilíndrico y tras él la escarpada pared del risco se encumbraba al menos veinte metros sobre la cabeza de los dos amigos.
—Creo que nos ha traído aquí a propósito —musitó Tas.
—¿Qué te hace pensarlo? —preguntó Woodrow con voz débil.
El kender golpeó con el puño el lomo del dragón.
—El hecho de que nuestra montura sea de nuevo una sencilla figura de madera.
De inmediato, Tas pasó la pierna izquierda por encima de la silla, se deslizó por el ala del dragón, y desde allí bajó de un salto al suelo. Woodrow también desmontó, pero hubo de recostarse contra el dragón en busca de apoyo, al tiempo que se agarraba el estómago con las manos crispadas.
—¿Quienvá? —inquirió una voz nasal y atropellada, procedente del otro lado del reptil—. ¿Sabemihermanoquecalbalgáisensudragón?
Tasslehoff rodeó la figura de madera por la parte delantera, alargó el cuello, y se encontró con un gnomo que vestía unos amplios pantalones verdes, una sucia camisa amarilla, delantal azul y sombrero anaranjado. Un par de gafas se balanceban en la punta de su nariz. Los bolsillos del delantal rebosaban de herramientas de carpintería y de labrar piedras. El hombrecillo se encontraba de pie junto al hueco de una trampilla abierta y miraba con fijeza al dragón por encima de sus gafas.
—Vamosvamos, eldragónnuncavienesolo. Saliddeunavez.
Tas, todavía medio escondido tras el dragón, lo contempló fascinado. Sabía que los kenders y los gnomos tenían un remoto pasado común y constató dicha circunstancia al observar la estructura delicada y esbelta de las manos de este personaje.
—Habla más despacio, sobre todo si vas a actuar como el mandamás —replicó, al tiempo que salía de detrás de la figura de madera, seguido por Woodrow.
—¡Oh, no! —se carcajeó el gnomo—. ¡Mira lo que tenemos aquí!: un humano mareado y una cosa humanoide, pequeña y llena de arrugas. Arrugas, copete, maleducado, montones de saquillos y bolsillos, bajo de estatura; o es un kender o un meerkimo. No, estos últimos se extinguieron antes del Cataclismo. Es un kender. Hemos buscado uno durante décadas… no hay muchos por los alrededores. Entrad de una vez; no tiene sentido que sigáis afuera, expuestos al deterioro de los rayos solares.
—Tasslehoff Burrfoot —dijo el kender con amabilidad, al tiempo que le tendía la mano—. ¿Y tú eres…?
El gnomo le asió la mano y la observó de hito en hito. Al verla vacía, perdió todo el interés y la soltó. Acto seguido, se dio media vuelta, bajó apresurado por la escalera y desapareció en el hueco de la trampilla.
Tas y Woodrow permanecieron inmóviles unos segundos, sin digerir lo que les sucedía. La faz del gnomo reapareció un segundo por la escalera.
—¿No habéis oído? Venid. No hay otro camino para bajar, salvo el de la vía rápida —remarcó y señaló el muro de la torre—. Han sido muy pocos los especímenes que lo eligieron.
Desapareció de nuevo.
Woodrow carraspeó y habló en voz baja.
—Esto no me gusta nada, Tasslehoff.
El gnomo reapareció una vez más, pero en esta ocasión llevaba una manzana suspendida de un palo que movió de manera tentadora frente a los dos amigos.
—Tengo comidaaaa —tarareó mientras balanceaba el palo de un lado a otro—. Manzanas, coloradas y jugosaaas. Zanahoooorias. Coneeeejos. Platos de insectooos. Comas lo que comas, kender, lo tengo. Sólo sígueme.
En realidad, Tas no tenía hambre, pero siempre estaba dispuesto a comer.
—¿Manzanas? Me encantan. Pensándolo bien, las probaría. —El kender se dirigió hacia la escalera. Woodrow lo tomó por el brazo y lo hizo dar media vuelta.
—Esto me gusta cada vez menos, Tasslehoff —susurró—. ¿Qué clase de sitio es éste donde te ofrecen insectos?
—Desde luego, no es la posada de El Ultimo Hogar —admitió el kender.
El gnomo le caía bien, pero al advertir la preocupación del joven humano, Tas se esforzó por comportarse con cierta sensatez.
—Sólo hay un modo de averiguar dónde nos encontramos —agregó, y bajó los escalones antes de que Woodrow articulara otra protesta.
Se encontraron de repente en un hueco de escaleras muy estrecho y oscuro que desembocaba en un corredor largo. Al fondo los esperaba el gnomo que los llamaba sin cesar con gesticulaciones de impaciencia.
—¡Vamos, vamos! Tengo muchas cosas que hacer, soy una persona muy ocupada, ¿sabéis? —declaró, al tiempo que se subía las gafas con aire distraído.
Tasslehoff se apresuró a reunirse con él.
—¿Adónde nos llevas? ¿Quién eres, si no te molesta que te lo pregunte otra vez?
—Pues sí, me molesta. ¿Acaso mi hermano no te ha explicado nada? —refunfuñó el gnomo—. Siempre me deja esa parte. Bueno, esta vez no hablaré. Esperarás hasta que llegue —concluyó con aire petulante.
—Espero que venga pronto —intervino Woodrow con manifiesta ansiedad—, porque en verdad hemos de regresar a Rosloviggen cuanto antes. La señorita Hornslager debe de estar furiosa con nosotros por habernos marchado.
El joven fue en pos del gnomo y del kender; giraron en una desviación del corredor y penetraron en una estancia cavernosa.
—¡Guau! —exclamó Tas—. ¿Qué es esto? Parece el museo de Palanthas.
Hasta el último centímetro de la vasta cámara, salvo unos estrechos pasillos, estaba ocupado por unas vitrinas de cristal horizontales, alargadas, apoyadas sobre unas patas altas y finas. Dentro de cada una de ellas, hilera tras hilera de insectos muertos yacían sobre cojines de terciopelo blanco. Había cinco urnas repletas de mariposas azules, todas ellas diferentes y cada una con su nombre escrito con pulcritud en una tarjeta pinchada a su lado. Luego había expositores enteros con mariposas rojas y mariposas blancas, y otra urna más con ejemplares blancos y rojos. Hasta el último color del arco iris tenía su representación.
Había dos expositores con hormigas negras.
Dos más para hormigas rojas.
Diez para avispas.
Etcétera, etcétera…
—¿Coleccionas insectos? —se interesó Tas, en tanto iba de una a otra urna y aplastaba la nariz contra el cristal.
—¿Por qué lo preguntas? —replicó sarcástico el gnomo.
Con gesto de fastidio, el hombrecillo fue tras el kender y limpió con la manga las huellas dejadas por su nariz.
Tas abría la boca dispuesto a darle una desabrida réplica, cuando Woodrow se inclinó y le musitó al oído.
—Sólo bromeaba; no te enfades.
Tas frunció el entrecejo con aire pensativo. ¡Ah, una chanza! Los gnomos son en verdad gente muy divertida, reflexionó.
El hombrecillo los condujo a empujones bajo un arco marcado con la letra «C», que se abría al otro lado de la habitación, y pasaron a otra sala aun más grande cuyo techo tenía al menos una altura de tres pisos. Las vitrinas eran mucho más voluminosas y mostraban una sola criatura en su interior.
—Todos estos son dinosaurios —musitó Tas sin respirar—. Ignoraba que fueran tan enormes.
Echó la cabeza hacia atrás para observar toda la extensión del mayor de los ejemplares, con su increíble cuello musculoso erguido por completo. Luego estudio la placa colocada a sus pies: «Apatosaurus». Junto al nombre aparecía el número 220.
—¿También coleccionas dinosaurios? ¿Qué significa esa cifra? —preguntó asombrado.
—Por supuesto que los coleccionamos —respondió exasperado el gnomo—. Coleccionamos de todo. El número indica que este espécimen forma parte de la colección desde el año doscientos veinte.
—¡Pero de eso hace más de ciento veinte años! —barbotó el kender—. Tú no eres tan viejo.
El rostro del gnomo se iluminó.
—¡Gracias por tu cumplido! En efecto, no lo soy —confirmó, en tanto se levantaba el gorro anaranjado y se atusaba el cabello. De repente sus ojos se estrecharon—. Intentas sonsacarme información, y te he advertido que aguardarás a que regrese mi hermano.
—Al menos, dinos quién eres, por qué ese dragón cobró vida, y qué es este lugar —demandó Woodrow con voz temblorosa.
Por respuesta, el gnomo apretó los labios y condujo a ambos amigos fuera de la sala de dinosaurios hasta un pequeño laboratorio iluminado con antorchas.
El cuarto era circular y el agua chorreaba por las frías paredes de piedra. Los muros, desde el suelo hasta el techo, se encontraban jalonados de estanterías. Las baldas se hallaban abarrotadas de frascos de cristal vacíos que parecían separados más por tonalidades que por tamaño o forma. Unos rojos, altos y estrechos, colgaban junto a otros, del mismo color, pero achaparrados y anchos; el tamaño de unos y otros iba desde un par de centímetros hasta un diámetro de sesenta o más. Todos los matices imaginables estaban presentes.
En el centro del cuarto había una mesa de alquimista repleta de más frascos, aunque aquéllos estaban ocupados de pequeñas criaturas de una clase u otra que flotaban en un líquido. Por las bocas puntiagudas de dos redomas escapaban hilillos de vapor. El aire del laboratorio estaba impregnado de un ligero tufillo a medicamentos, bastante desagradable.
Woodrow dirigió una aprensiva mirada en derredor, sin poder evitar un escalofrío que recorrió su espina dorsal.
—Lo he pensado mejor —dijo con voz ronca—, no es preciso que respondas a nuestras preguntas. Si eres tan amable de indicarnos la salida, nos pondremos en camino a Rosloviggen y no te molestaremos más.
El joven humano asió con fuerza el brazo de Tas y retrocedió hacia la puerta.
—¡Bien! —exclamó en aquel momento una voz a sus espaldas.
Tasslehoff y Woodrow dieron un respingo y al unísono giraron sobre sus talones.
—Llegasteissanosysalvos. ¡Quéalivio!
El gnomo del carrusel entró tambaleante en el cuarto, con aspecto de estar agotado. Se dejó caer sobre una silla cercana a la puerta y comenzó a sacarse unos guantes de piel negra, tirando de un dedo tras otro.
—¡Quédía! —resolló; pronunciaba las palabras con mayor lentitud conforme se tranquilizaba. Luego se despojó de los anteojos y se los dejó colgados del cuello—. ¿Cómo recuperaremos el carrusel, Ligg? Lo olvidé. Bueno, después de todo, no funcionaba bien, y luego esa cosa teleportadora falló y acabé en…
—¿Quéquieresdecir? —barbotó el gnomo más corpulento, el de los pantalones verdes; la agitación lo llevaba a pronunciar al veloz estilo de su raza—. ¡Sufuncionamientoeraperfecto! Nohabrásestadohurgandodenuevoenlamúsica, ¿verdad?
Su hermano agachó la vista, avergonzado.
—¡Lo tocaste! —exclamó el otro y se llevó las manos a la cabeza con aire angustiado—. ¡Ooooh, me pones furioso! ¿Cuál estrellaste esta vez contra el techo, Bozdilcrankinthwakidorius? —Una súbita idea ensombreció su semblante—. No habrá sido el kobold, ¿verdad?
La expresión avergonzada de su hermano se incrementó.
—¡Era mi favorito! ¡Se acabó! ¡A partir de este momento, seré yo, Oliggantualixwedelian, quien recolecte los especímenes!
—¿Así os llamáis? —interrumpió Tas.
—¿Qué tiene de malo? Son unos nombres de pila muy corrientes —saltó Bozdil a la defensiva mientras manoseaba sus anteojos con nerviosismo.
—Pero son larguísimos —protestó el kender.
—¿Bozdil y Ligg? —dijo este último, perplejo.
La mente de Woodrow, entretanto, había quedado atrapada en una de las palabras pronunciadas.
—¿Especímenes? —graznó en tanto repetía lo dicho por Ligg.
Los otros se volvieron hacia el joven, y tres pares de cejas se arquearon en un gesto de sorpresa.
»¿A qué te referías con «especímenes»? —insistió Woodrow.
Ligg intercambió una mirada inquieta con Bozdil, sin saber cómo ponerlo al corriente de la situación.
—He esperado para que tú les expliques todo. Mientras tanto construiré otra vitrina o alguna otra cosa. —Luego, se volvió hacia el kender y el humano—. Encantado de conoceros.
Bozdil alargó una mano y cogió a Ligg por el cuello cuando ya se alejaba.
—Disculpad la actitud de mi hermano, pero esta parte resulta siempre muy difícil —dijo, al tiempo que dedicaba una sonrisa de disculpa a los dos amigos—. ¡Ya sé qué haremos! ¡Os lo mostraremos! En mi opinión, los ejemplos visuales ayudan mucho, ¿no os parece? —finalizó con tono afable.
—A decir verdad, en estos momentos la mejor ayuda sería que nos indicaras la salida —respondió Woodrow, mientras escudriñaba con desasosiego a su alrededor—. Ignoro el motivo por el que nos habéis traído, y tampoco estoy muy seguro de querer saberlo. Vive y deja vivir, como reza el dicho.
Mientras hablaba, el joven se interpuso entre los gnomos y el kender, a fin de protegerlo.
»Me he comprometido a salvaguardar a Tasslehoff. No lo toméis como una ofensa, pero todo esto se me antoja muy extraño… y por completo inaceptable. No sería mala idea que nos permitieseis partir ahora mismo, antes de vernos abocados a un enfrentamiento del que tal vez saldríais heridos.
Al finalizar su alocución, Woodrow flexionó los músculos, en tanto rogaba que su voz hubiese sonado firme y convincente.
—¡Sí, nos debéis un montón de explicaciones! —bramó Tas, asomado tras su amigo a causa de la excitación—. Por ejemplo…, ¿cómo lograsteis que ese dragón volara?… ¿Os he contado cuán divertido fue… Más que… —Woodrow le propinó un codazo en las costillas—. Eh…, sí, ¡machácalos, Woodrow!
Ligg dirigió al joven humano una mirada impasible.
—No es necesario machacar a nadie —dijo—. Comportémonos como seres civilizados.
—Ohvayavayavaya —murmuró Bozdil con nerviosismo—. ¡Estamos llevando este asunto de un modo erróneo! Acompañadnos y entonces lo comprenderéis todo.
—¡Me conformaría con entender algo! —protestó el kender y sacudió la cabeza—. Vamos, Woodrow, no nos dejarán marchar hasta que hayamos visto lo que quieren mostrarnos. Estamos aquí, ¿qué daño nos hará echar una ojeada?
El joven frunció los labios y por fin aceptó la sugerencia del kender. A fuer de ser sincero, ¿qué otra opción tenía?
—De acuerdo, pero nos marcharemos de inmediato.
Los hermanos gnomos intercambiaron una mirada de complicidad y soltaron unas ahogadas risitas que de inmediato sustituyeron por una actitud seria.
—Dime, ¿está en la «K» por kender, o en la «S» por semihumano? —preguntó Ligg a Bozdil.
—No, creo recordar que en la «C», por «criaturas con treinta y dos costillas», o, tal vez, en la «E», por «bípedos erguidos».
—En tal caso, ¿no tendría que estar en la «B»?
—Es cierto, tienes razón —admitió Bozdil y se rascó la calva cabeza—. Comprobémoslo.
Acercó un candelabro y extrajo de una estantería un volumen cubierto de telarañas. Se levantó una nube de polvo. El hombrecillo sufrió un acceso de tos y Ligg le palmeó la espalda. Mordiéndose el labio, Bozdil abrió con brusquedad el tomo y siguió con el dedo el índice de materias hasta dar con lo que buscaba.
—¡Ajá!
Acto seguido se humedeció el pulgar y pasó con rapidez las páginas hasta llegar a la apropiada.
—¡«K», por kender! —declaró y cerró el libro de golpe.
—No, no. Ahí es donde estaba antes, ¿no recuerdas? —lo contradijo Ligg con gesto de fastidio—. Llevamos a cabo una reestructuración hace diez años con el propósito de organizar el inventario de un modo más simple. Lo hicimos después de que yo levantara la tercera torre… —agregó para refrescar la memoria de su hermano.
—¡Ah, sí! ¡Lo recuerdo! Está en la Sala de Exposición Doce.
—¿Entonces está en la «C», la «E», la «B» o cuál? —explotó Tas.
Ligg contempló al kender como si se tratara de un insecto.
—¿Por qué en una de ellas? —inquirió con timbre despectivo.
—Porque tú dijiste… ¡oh, olvídalo!
Bozdil echó a andar a la cabeza del grupo. Ligg cerraba la marcha. Atravesaron al menos una docena de salas repletas de vitrinas expositoras de todos los tamaños. Tasslehoff se detuvo en la destinada a especímenes acuáticos que flotaban en jarros llenos de líquido. Se paró frente a la urna que contenía un ejemplar de Ojo Abisal. La enorme pupila central de la maligna criatura, inserta en su cuerpo redondo e hinchado como una ampolla y flanqueada por dos antenas rematadas en pequeños ojillos, tenía un aspecto tan carente de vida, allí, flotando en su medio ambiente natural, que hasta un kender, ajeno al miedo, no logró evitar un estremecimiento.
Woodrow se quedó en suspenso ante una vitrina de aves de presa disecadas. Los halcones le trajeron a la memoria los días de su entrenamiento como escudero; permaneció inmóvil, en tanto contemplaba las hileras de inanimados ojos rapaces y rememoraba los años pasados en el hogar de su tío Gordon.
Tas y los gnomos no advirtieron su ausencia y llegaron a una sala donde las urnas acristaladas variaban de tamaño, forma y color. Pasaron con gran lentitud ante criaturas disecadas junto a las que aparecían láminas donde se indicaba la especie a la que pertenecían: dríade, enano gully, duende boscoso, enano de las colinas y elfo.
Bozdil se detuvo frente a una vitrina vacía con una placa inserta en la base donde se leía: «kender». Esbozó una sonrisa compungida.
—¿Comprendes por qué nos resultaba tan difícil explicarte el asunto? —preguntó a Tas.
—No. Sólo veo una urna de kender vacía —respondió estupefacto.
—Pronto dejará de estarlo —intervino Ligg.
Tasslehoff seguía inmerso en la más absoluta confusión.
—¡No me obligues a decirlo! —barbotó angustiado Bozdil—. No tenemos nada contra ti, entiéndelo —prosiguió apurado, al percatarse de que la luz se hacía en el cerebro de Tas—. Pero se trata de nuestra Misión en la Vida. Un ejemplar de cada especie de Krynn. Así, las generaciones venideras sabrán cuál era el aspecto de… de un kender, pongamos por caso.
—No tienes porqué sentirte tan asqueado —prosiguió, al notar la expresión en el rostro de Tas—. ¿Acaso crees que nos gusta hacer esto? ¡No es lo que yo hubiese elegido como Misión en la Vida! ¿Y tú, Ligg?
—¡Por supuesto que no! ¡Habría preferido pasarme el resto de mi vida contando el número de pasas que hay en cada pasta, como primo Gleekfub! —protestó ofendido.
El gnomo resopló y adoptó una expresión indignada. Su hermano Bozdil dedicó una mirada acusadora al cautivo.
—No te haces una idea de cuán dificultoso es este trabajo. Pongamos un troll, por ejemplo. ¿Qué se puede hacer con un troll? Tan sólo matarlos quemándolos en un baño ácido… —El gnomo soltó una risa desganada—. Es fácil imaginar su aspecto después de eso. Por lo tanto, si lo matamos, luego nos resulta imposible disecarlo. ¿Cómo lograr un aspecto aceptable para exponerlo en la urna sin antes acabar con él? —Bozdil alzó las manos en un gesto de impotencia y frunció el entrecejo—. Todavía no he hallado la solución. A propósito, Ligg; me aseguraste que reflexionarías sobre este asunto, ¿lo has hecho?
El gnomo arqueó una ceja al observar con atención a su hermano.
—¡Los trogloditas! —barbotó Ligg de forma inesperada.
—¿Perdón? —inquirió Tas estupefacto.
—¡Los trogloditas! —reiteró el gnomo—. Cambian de color a su capricho, ¿sabes? Si el ejemplar seleccionado se torna verde en el último momento y hemos escogido para él una hermosa urna del mismo tono, nos vemos obligados a cambiarla. Sin olvidar cuán complicado es acertar en la elección de agua y la tonalidad del cristal que, en no pocas ocasiones, ha de trocarse justo al final del proceso.
—¡Detalles, pormenores, siemprelomismo! —barbotó Bozdil, quien se había dejado arrastrar por la cólera al rememorar los imponderables a los que se enfrentaban. Tenía el rostro congestionado y pateaba el suelo con sus deformes zapatos—. Surgen nuevas razas, nuevos mestizajes… ¡No hay forma de estar al día! Pero continuaremos con el intento.
—¿Tenéis intención de conservarme en salmuera, como si fuera un pepinillo? —inquirió Tasslehoff, sin respirar casi.
—¡Oh, cielos, no! —lo tranquilizó Bozdil con actitud apaciguadora.
El kender exhaló un hondo suspiro de alivio.
—A los mamíferos los disecamos. Por favor, dime tu nombre completo y fecha de nacimiento; son datos que necesitamos incluir en las hojas para nuestros archivos.
El gnomo, al advertir la creciente expresión de incredulidad plasmada en el semblante del kender, pronunció las siguientes palabras con gran lentitud, como quien habla a un niño.
—Te lo dije, no es nada personal. De hecho, me resultas muy agradable… pero, no existe otra solución. Lo haremos.
—¡Pues yo sí lo tomo como algo muy personal!
El grito destemplado de Woodrow restalló en el umbral de la puerta. El joven lucía lívido, los ojos desorbitados. Bozdil le dirigió una mirada fulminante.
—Mantente al margen. Ni siquiera deberías estar aquí, no te necesito… Dispongo ya de un espécimen humano. Te pegaste como una rémora a la cola de mi dragón y te colaste donde no te invitaron.
Woodrow no refutó los firmes asertos del gnomo, ni reaccionó. El hecho de no existir una vitrina vacía que esperara a uno de su especie representaba un alivio, aunque parcial. Debía actuar sin demora, pero sólo disponía de un recurso.
—¡Huyamos, Tasslehoff! —gritó, al tiempo que agarraba al kender y lo sacaba a rastras de la sala al corredor.
Cogido por sorpresa, Tas trastabilló con su jupak, se tambaleó y recobró el equilibrio. Woodrow atravesó a la carrera una sala tras otra, con el kender a remolque. Llegó a una puerta, giró el picaporte y abrió de un empujón la pesada hoja de madera. De momento, percibió la claridad de la luz diurna, pero acto seguido sus oídos registraron el más atroz rugido que jamás había escuchado. Las babeantes fauces cavernosas de un gigantesco puma se abalanzaron hacia el umbral.
El joven cerró de un portazo, retrocedió de un salto, y se quedó inmóvil, jadeante, temeroso de que los gnomos apareciesen por el pasillo o que el puma astillara la hoja de madera antes de que él hallara una solución.
—¿Por qué corremos? —espetó el kender, enemigo acérrimo de rehuir una confrontación—. Tengo mi jupak… ¡Lograré que el puma se retire con el rabo entre las piernas!
Sin más preámbulos, Tas asió el picaporte. La mano de su amigo lo detuvo cuando se disponía a girarlo.
—¡Tengo sólo esta pequeña daga para ayudarte! No te ofendas pero ¡esa fiera nos hará trizas y nos merendará, con jupak o sin jupak!
—No tengo miedo —proclamó Tas, al tiempo que sacaba pecho en un alarde de orgullo.
—Me alegro, porque estoy lo bastante asustado por los dos —replicó sombrío—. No alcanzo a comprender dónde se han metido Bozdil y Ligg.
—Lo más probable es que se hayan cansado de correr y por eso no han dado aún con nosotros —sugirió el kender.
—Tal vez.
Woodrow asió al kender y lo arrastró consigo. Probaron en cinco puertas diferentes tras las que se encontraron con un pozo de cocodrilos, un descomunal gorila con colmillos como dagas, una cosa que semejaba un montón de basura andante, un escorpión que medía metro y medio (Tas intentó detenerse para observar en detalle tan singular criatura pero Woodrow se opuso de forma tajante), y una estancia en la que se divisaba tal cúmulo de telarañas que el joven humano no averiguó qué o quién era su ocupante. Hasta el momento, Bozdil y Ligg no habían dado señales de vida.
Al fin, penetraron en una espaciosa sala que se encontraba vacía, con la salvedad de unos inmensos pilares separados en tramos regulares. La estancia parecía ser una sala expositora fuera de uso.
—Aquí no hay salida —advirtió Tas.
Giraron sobre sus talones pero en aquel momento la puerta se cerró ante sus narices. Los dos amigos retrocedieron, asaltados por una sensación de terror.
—Lamentamos que nos hayáis obligado a actuar de este modo —se oyó la quejosa voz de Bozdil a través de una diminuta rejilla inserta en la hoja de madera—. Habríamos preferido una actitud más civilizada por vuestra parte en lo relativo a este asunto. Hubieseis disfrutado de plena libertad para recorrer el castillo y acompañarnos esta noche durante la cena. También os habríamos instalado en una habitación mucho más cómoda y agradable. A mí me habría encantado tener la ocasión de… en fin, no recibimos muchas visitas con las que conversar, como es comprensible.
—Pero con vuestra actitud egoísta habéis arruinado todo. No ha sido culpa nuestra —remató Ligg, en cuya voz nasal se advertía un timbre de reproche. Tas vio a través de la rejilla que el gnomo se encogía de hombros—. Nos vamos. Nos aguardan un montón de preparativos.
Sin más, los gnomos se alejaron.
—Te confesaré, Woodrow, que ahora la idea del matrimonio se me antoja apetecible —suspiró Tas, mientras se dejaba caer abatido al suelo, apoyado contra la pared.
El joven se apartó de los ojos el cabello húmedo, apelmazado, y se derrumbó junto a él.
—¡Quién lo hubiera dicho, ¿verdad?!
Dijo aquello y se quedó dormido.
Por una vez, el kender fue capaz de captar la ironía de su amigo. Agotado más allá de la preocupación, extinguió la chispa de ingenio en su cerebro, como el que apaga la llama de una vela con los dedos mojados.
De pronto, escuchó algo.
¿Qué demonios era aquel ruido?
Alguien se quejaba al otro lado de los pilares. Tasslehoff se deslizó con cautela junto al dormido Woodrow y fue de puntillas de columna en columna: atisbaba con precaución tras ellas. Cerca de la parte posterior de la oscura sala, el kender se quedó boquiabierto al asomar la cabeza.
Tumbada en las sombras, acurrucada, afligida, se hallaba una enorme —descomunal, para ser exactos— criatura peluda semejante a un elefante. Yacía sobre un costado y agitaba la trompa con desconsuelo, mientras las lágrimas corrían por el pelo gris y lanudo, tan abundantes, que formaban un charco en el suelo, junto a los temibles colmillos. De improviso, alzó la cabeza y divisó a Tas medio escondido tras la columna.
—Lo lamento, no sabía que hubiese alguien —articuló en una voz aguda, armoniosa.
—¡Hablas! —balbuceó el kender, al tiempo que salía de su escondite.
—Por supuesto. ¿Acaso no lo hacen todos los mamuts lanudos?
Tasslehoff parpadeó, desconcertado.
—N… no lo sé. Nunca me había encontrado con uno. No obstante, estaba convencido de que, por regla general, no tenían esa facultad.
Un suspiro, semejante a un toque de trompeta, escapó de la garganta del mamut.
—Tampoco he visto a ninguno.
Tras decir esto, la enorme criatura dejó caer de nuevo la cabeza en el suelo y un lagrimón resbaló de la pupila gris, ribeteada por un círculo sonrosado.
El compasivo kender se arrodilló junto al enorme hombro del animal y le dio unas palmaditas de ánimo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó—. ¡Deten el llanto o acabarás por inundar la habitación y pereceremos ahogados! —dijo entre risas.
Otro lagrimón se precipitó al suelo.
—¿Qué importa si nos ahogamos? De cualquier modo, los gnomos nos matarán —gimió el mamut.
El kender ató cabos y de nuevo palmeó al animal.
—No te aflijas. Woodrow y yo discurriremos el modo de escapar y te llevaremos con nosotros —dijo para infundirle ánimos.
El mamut abrió los ojos interesado.
—¿Lo haríais? —preguntó con voz estridente; sin embargo, enseguida se derrumbó desalentado—. Aunque descubrieseis cómo salir, para mí no cambiaría nada. Soy demasiado voluminoso para cruzar las puertas. Ésta sala es la única en todo el castillo lo bastante grande para albergarme.
—Entonces ¿por dónde te metieron? —se interesó Tas, mientras sus ojos iban del corpulento animal al diminuto acceso.
El mastodonte se incorporó con cierta desgana y se reclinó sobre las patas dobladas. El suelo retumbó con sus maniobras.
—Me trajeron a este lugar cuando era muy pequeño —declaró conciso, con un ribete de amargura en su voz.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Bozdil y Ligg afirman que han pasado más de quince años.
—¿Te han mantenido encerrado todo ese tiempo? —la voz del kender evidenciaba su incredulidad.
Un destello de ansiedad enturbió las pupilas del animal.
—Oh, no ha sido culpa suya —afirmó—. Será mejor que empiece por el principio, si te parece bien —agregó al advertir el desconcierto que sus palabras habían causado a Tas.
El kender, algo inusual en él, se sumió en el silencio: por consiguiente, el mamut inició su relato.
—Fue Bozdil quien me encontró durante una de sus expediciones en busca de especímenes, quince años atrás. Por entonces, yo no era más que un cachorrillo que deambulaba perdido por las colinas al sur de Zeriak. Según cuenta Bozdil, no había rastro de mi madre. Me trajo consigo, pero tanto él como Ligg estuvieron de acuerdo en que todavía era muy pequeño para servirles como su ejemplar de mamut, y decidieron aguardar a que creciese.
Hizo una pausa y exhaló un suspiro tan profundo que semejó un bocinazo. Tasslehoff, compadecido, sacó de uno de sus bolsillos un pañuelo y lo alargó al extremo de la trompa.
—Gracias —hipó el animal—. En fin, que me alimentaron y jugaron conmigo… según ellos para que no creciera en exceso fofo y esmirriado y resultara un buen espécimen. Aprendí a hablar. ¡Me cuidaron y me mimaron como a una mascota familiar!
Un nuevo gemido desgarrador y angustiado resonó en la sala. El sonido hizo que Woodrow se despertara sobresaltado. Al cabo de unos segundos, su flequillo rubio platino se asomaba vacilante tras la columna.
—¿Tasslehoff…?
—Ah, Woodrow, éste es… —el kender volvió la mirada al mamut, interrogante.
—Los gnomos me llaman Winnie —indicó—. Ni siquiera soy capaz de pronunciar el nombre completo que me pusieron.
Tas, ante la imposibilidad de estrechar la mano, le dio unas palmaditas en uno de los pies redondos y aplanados, a guisa de saludo.
—Tasslehoff Burrfoot —se presentó.
—Woodrow —musitó el joven humano, mientras contemplaba titubeante al enorme mamut.
—Encantado de conoceros —fue la cortés respuesta del lanudo mastodonte.
—Amigo, discurramos una solución para que Winnie escape —instó el kender a su compañero—. ¡Bozdil y Ligg lo matarán! —agregó circunspecto.
—Sí, ésa parece ser la directriz única en que basan todos sus proyectos, incluidos nosotros dos. —El joven comenzó a pasear arriba y abajo, con las manos unidas a la espalda.
—¡Ya lo tengo! ¡Saltaremos sobre ellos cuando nos traigan la cena y entrechocaremos sus cabezas! —sugirió Tas.
Winnie reaccionó al oír las palabras del kender y abrió los ojos de par en par, atemorizado.
—Oh, no. No permitiré tal cosa. ¡Son mi única familia!
Tas apretó los labios en un gesto de fastidio.
—¡Pues ellos están dispuestos a rellenarte de algodón hasta que se te salga por las orejas!
El mamut sacudió con lentitud la inmensa cabeza con gesto apesadumbrado.
—Ahí radica el problema. ¡No se sienten capaces de hacerlo! No puedo salir; ellos no me pueden matar. ¡Pero necesitan un espécimen de mamut lanudo! En el último tiempo, apenas los veo y no vienen a hacerme compañía, por lo que deduzco que el final está próximo. ¡Es una situación espantosa, desalentadora!
Winnie apoyó la trompa en el suelo y estalló en sollozos. Tantas fueron las lágrimas derramadas que empaparon hasta el último pedazo de tela del kender.
«Esto es mucho peor que contraer matrimonio», se dijo para sus adentros Tas, muy deprimido.
—No llores, Winnie. Algo haremos, ya verás.
«Ojalá supiera qué», deseó Tas en su fuero interno.